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Akal / Pensamiento Crítico / 18

Michael Hardt y Antonio Negri

Declaración

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Apertura: Recoge el testigo

Esto no es un manifiesto. Los manifiestos ofrecen un atisbo de un mundo por venir y engendran a su vez el sujeto que, no siendo más que un espectro, debe materializarse para tornarse en el agente del cambio. Los manifiestos funcionan como los antiguos profetas, quienes mediante el poder de su visión creaban su propio pueblo. Los movimientos sociales de hoy han invertido ese orden, haciendo que los manifiestos y los profetas se vuelvan obsoletos. Los agentes del cambio ya han salido a las calles y han ocupado las plazas, no solo amenazando y derrocando a los gobernantes, sino también haciendo aparecer visiones de un nuevo mundo. Tal vez lo más importante sea que las multitudes, mediante sus lógicas y sus prácticas, sus lemas y sus deseos, han declarado un nuevo conjunto de principios y verdades. ¿Cómo puede tornarse su declaración en la base para la constitución de una sociedad nueva y sostenible? ¿Cómo pueden guiarnos esos principios y verdades para la reinvención del modo en que nos relacionamos unos con otros y con el mundo? En su rebelión, las multitudes deben descubrir el paso que conduce de la declaración a la constitución.

A principios de 2011, en lo más hondo de crisis sociales y económicas caracterizadas por la desigualdad radical, el sentido común parecía dictar que confiáramos en las decisiones y la orientación de los poderes dominantes para evitar que se nos vinieran encima desastres aún mayores. Los soberanos financieros y gubernamentales podrán ser tiranos, así como los principales responsables de la creación de las crisis, pero no teníamos otra opción. Sin embargo, a lo largo de 2011 una serie de luchas sociales hizo añicos el sentido común y empezó a construir uno nuevo. Occupy Wall Street fue el más visible, pero fue solo un momento en un ciclo de luchas que desplazó el terreno del debate político y abrió nuevas posibilidades de acción política a lo largo del año.

El año dos mil once empezó con cierto adelanto. El 17 de diciembre de 2010, en Sidi Bouzid, Túnez, un vendedor ambulante de veintiséis años, Mohamed Bouazizi, de quien se dijo que era licenciado en informática, se prendió fuego. A finales del mes las revueltas de masas se habían extendido al resto del país al grito de «Ben Ali dégage!»[1] y, en efecto, a mediados de enero Zine el-Abidine Ben Ali abandonó el poder. Los egipcios recogieron el testigo y, con decenas y cientos de miles de personas un día tras otro en las calles desde finales de enero, exigieron que Hosni Mubarak se fuera también. La plaza Tahrir de El Cairo fue ocupada apenas dieciocho días antes de que Mubarak renunciara.

Las protestas contra los regímenes represivos se extendieron rápidamente a otros países norteafricanos y de Oriente medio, incluidos Bahrein y Yemen y, por último, Libia y Siria, pero la chispa inicial en Túnez y Egipto prendió también mucho más lejos. Los manifestantes que ocuparon el edificio del congreso del Estado de Wisconsin en febrero y marzo expresaron su solidaridad y reconocieron su sintonía con sus iguales en el Cairo, pero el paso decisivo comenzó el 15 de mayo con las ocupaciones de las principales plazas en Madrid, Barcelona y las principales ciudades y pueblos de España por parte de los llamados indignados. Las acampadas españolas se inspiraron en las revueltas tunecina y egipcia y emprendieron sus luchas con nuevas modalidades. Contra el gobierno socialista de José Luis Rodríguez Zapatero exigieron «¡Democracia real ya!», rechazaron la representación de todos los partidos políticos y promovieron una amplia gama de protestas sociales, que trataban desde la corrupción de los bancos al desempleo, desde la falta de servicios sociales al problema de la vivienda y la injusticia de los desahucios. Millones de españoles participaron en el movimiento y la enorme mayoría de la población respaldó sus reivindicaciones. En las plazas ocupadas los indignados formaron asambleas para la toma de decisiones y comisiones de investigación para explorar un abanico de cuestiones sociales.

Antes incluso de que la acampada de la Puerta del Sol de Madrid se levantara en junio, los griegos recogieron el testigo de los indignados y ocuparon la plaza Syntagma de Atenas para protestar contra las medidas de austeridad. Unos días más tarde, las tiendas de campaña brotaron en el Rothschild Boulevard de Tel Aviv para reivindicar justicia social y bienestar para los israelíes. A principios de agosto, tras la muerte de un ciudadano británico negro por los disparos de la policía, en Tottenham se desencadenaron disturbios que no tardaron en extenderse a toda Inglaterra.

Así pues, cuando los primeros pocos cientos de ocupantes llevaron sus tiendas al Zuccotti Park de Nueva York el 17 de septiembre estaban a su vez recogiendo el testigo. Y, de hecho, sus acciones y la extensión de los movimientos por Estados Unidos y por el mundo deben entenderse a partir de las experiencias que se habían acumulado durante el año.

Buena parte de quienes no han participado en las luchas tienen dificultades para ver las conexiones en esta lista de acontecimientos. Los rebeldes norteafricanos se oponían a los regímenes represivos y sus reivindicaciones se centraban en la destitución de los tiranos, mientras que las muy distintas reivindicaciones sociales de las acampadas en Europa, Estados Unidos e Israel se dirigían contra los sistemas constitucionales representativos. Además, la protesta israelí de las tiendas (¡no lo llamemos ocupación!) sopesó con mucho cuidado las reivindicaciones al objeto de permanecer en silencio sobre las cuestiones de los asentamientos y de los derechos de los palestinos, los griegos se enfrentaban a la deuda soberana y a medidas de austeridad de proporciones históricas, mientras que la indignación de los revoltosos británicos se dirigía contra una larga historia de jerarquía racial, y ni siquiera montaron tiendas.

Cada una de estas luchas es singular y se orienta con arreglo a condiciones locales específicas. Sin embargo, lo primero que cabe advertir es que, de hecho, sí que hablaron unas con otras. Desde luego, los egipcios siguieron claramente la senda trazada por los tunecinos, pero los ocupantes de Puerta del Sol también pensaron su lucha como algo que continuaba las experiencias de quienes ocuparon la plaza Tahrir. A su vez, los ojos de quienes actuaban en Atenas y Tel Aviv estaban puestos en las experiencias de Madrid y El Cairo. Los ocupantes de Wall Street estaban pendientes de todos ellos, traduciendo, por ejemplo, la lucha contra el tirano en una lucha contra la tiranía de las finanzas. Podría pensarse que sencillamente estaban engañados y olvidaban o ignoraban las diferencias entre sus situaciones y reivindicaciones. Nosotros creemos, sin embargo, que tienen una visión más clara que aquellos que están fuera de la lucha y que pueden mantener unidas sin contradicción sus condiciones singulares y las batallas locales con la lucha global común.

El hombre invisible de Ralph Ellison, tras un arduo viaje por una sociedad racista, desarrolló la capacidad de comunicarse con los demás en la lucha. «¿Quién sabe», concluye el narrador de Ellison, «si, en las frecuencias bajas, hablo por vosotros?». También hoy quienes están en la lucha se comunican en las frecuencias bajas, pero, a diferencia de la época de Ellison, nadie habla por ellos. Las frecuencias bajas son ondas abiertas para todo el mundo. Y algunos mensajes solo pueden ser oídos por quienes están en la lucha.

Por supuesto, estos movimientos comparten una serie de características, la más evidente de las cuales es la estrategia de acampada u ocupación. Hace una década los movimientos por una alterglobalización eran nómadas. Migraban de una cumbre a la siguiente, iluminando las injusticias y la naturaleza antidemocrática un serie de instituciones clave del sistema de poder global: la Organización Mundial del Comercio; el Fondo Monetario Internacional; el Banco Mundial, y la reunión de los líderes del G8, entre otras. En cambio, el ciclo de luchas que comenzó en 2011 es sedentario. En lugar de vagar en función del calendario de las cumbres estos movimientos se quedan quietos y, de hecho, se niegan a moverse. Su inmovilidad se debe en parte al hecho de que están profundamente arraigados en cuestiones locales y nacionales.

Los movimientos también comparten su organización interna como una multitud. Los enviados especiales de la prensa extranjera buscaron desesperadamente en Túnez y Egipto un líder de los movimientos. Por ejemplo, durante el periodo más intenso de la ocupación de la plaza Tahrir cada día se atrevían a afirmar que una figura diferente era el verdadero líder: un día era el premio Nobel de la Paz Mohamed ElBaradei, al día siguiente el directivo de Google Wael Ghonim, etc. Lo que los medios de comunicación no podían entender o aceptar era que no había un líder en la plaza Tahrir. El rechazo de los movimientos a tener un líder fue reconocible durante todo el año, si bien tal vez resultara más pronunciado en Wall Street. Una serie de intelectuales y famosos se dejaron ver en Zuccotti Park, pero nadie podría considerar como líderes a ninguno de ellos; eran invitados de la multitud. Por el contrario, de El Cairo a Madrid, pasando por Atenas y Nueva York, los movimientos desarrollaron mecanismos horizontales de organización. No construyeron sedes ni formaron comités centrales, sino que se extendieron como enjambres y, lo que es más importante, crearon prácticas democráticas para la toma de decisiones al objeto de que todos los participantes pudieran dirigir conjuntamente.

Una tercera característica que muestran los movimientos, aunque de diferentes maneras, es lo que concebimos como una lucha por el común. En algunos casos esto se ha expresado envuelto en llamas. Cuando Mohamed Bouazizi se prendió fuego, se entendió que su protesta no solo iba dirigida contra el abuso que había sufrido a manos de la policía local, sino también contra la apremiante situación social y económica de los trabajadores del país, muchos de los cuales no consiguen encontrar un trabajo que se corresponda con su grado de formación. En efecto, tanto en Túnez como en Egipto los enérgicos llamamientos a destituir al tirano hicieron que muchos observadores hicieran oídos sordos a las profundas cuestiones sociales que estaban en juego en estos movimientos, así como a las acciones decisivas de los sindicatos. Los fuegos de los disturbios de agosto en Londres también expresaban una protesta contra el actual orden económico y social. Como los revoltosos parisinos de 2005 y los de Los Ángeles más de una década antes, la indignación de los británicos respondía a una compleja serie de cuestiones sociales, la más central de las cuales es la subordinación racial. Pero la quema y el saqueo en cada uno de estos casos responde también al poder de las mercancías y al imperio de la propiedad, que son a su vez, desde luego, vehículos de subordinación racial. Así pues, son luchas por el común en la medida en que impugnan las injusticias del neoliberalismo y, en última instancia, el imperio de la propiedad privada. Pero esto no las hace socialistas. De hecho, vemos muy poco de los movimientos socialistas tradicionales en este ciclo de luchas. Y en la misma medida en que las luchas por el común impugnan el imperio de la propiedad privada, se oponen igualmente al imperio de la propiedad pública y el control del Estado.

En este panfleto nos proponemos tratar los deseos y logros del ciclo de luchas que estalló en 2011, pero no lo hacemos analizándolas directamente. Por el contrario, comenzamos investigando las condiciones sociales y políticas generales en las que surgen. Nuestro principal elemento de reflexión aquí son las formas dominantes de subjetividad producidas en el contexto de la crisis social y política actual. Empleamos cuatro principales figuras subjetivas –el endeudado, el mediatizado, el seguritizado y el representado–, todas las cuales se han visto empobrecidas o han visto cómo sus potencias de acción social son ocultadas o mistificadas.

A nuestro modo de ver, los movimientos de revuelta y rebelión nos proporcionan los medios no solo para rechazar a los regímenes represivos bajo los cuales sufren estas figuras subjetivas, sino también para tornar estas subjetividades en figuras de potencia. Dicho de otra manera, descubren nuevas formas de independencia y seguridad en los terrenos económicos, así como sociales y comunicativos, que crean conjuntamente el potencial de deshacerse de los sistemas de representación política y de afirmar sus propias potencias de acción democrática. Estos son algunos de los logros que los movimientos ya han llevado a cabo y que pueden continuar desarrollando.

Sin embargo, para consolidar y aumentar las potencias de tales subjetividades es preciso dar otro paso. En efecto, los movimientos proporcionan ya una serie de principios constitucionales que pueden ser la base de un proceso constituyente. Por ejemplo, uno de los elementos más radicales y cargados de consecuencias de este ciclo de movimientos ha sido el rechazo de la representación y la construcción en su lugar de planes de participación democrática. Asimismo, estos movimientos dan nuevos significados a la libertad, a nuestra relación con el común y a una serie de acuerdos políticos centrales que exceden con mucho las fronteras de las actuales constituciones republicanas. Estos significados están pasando a formar parte ahora de un nuevo sentido común. Son principios fundacionales que ya consideramos derechos inalienables, como los que se anunciaron en el curso de las revoluciones del siglo xviii.

La tarea no consiste en codificar nuevas relaciones sociales en un orden fijo, sino, por el contrario, en crear un proceso constituyente que organice esas relaciones y las haga duraderas al mismo tiempo que promueve innovaciones futuras y que permanece abierto a los deseos de la multitud. Los movimientos han declarado una nueva independencia y un poder constituyente debe llevarla adelante.

[1] «¡Ben Ali lárgate!». [N. del T.]