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LOS CUENTOS QUE CELIA CUENTA A LAS NIÑAS

Elena Fortún

LOS CUENTOS QUE CELIA CUENTA A LAS NIÑAS

Prólogo de Cristina Cerezales Laforet

Biblioteca Elena Fortún

Directoras:

Nuria Capdevila-Argüelles y María Jesús Fraga

© Herederos de Elena Fortún

© Prólogo: Cristina Cerezales Laforet

© 2016. Editorial Renacimiento

www.editorialrenacimiento.com

polígono nave expo, 17 41907 valencina de la concepción (sevilla)

tel.: (+34) 955998232 editorial@editorialrenacimiento.com

Diseño de cubierta: Equipo Renacimiento

ISBN: 978-84-16981-63-2

Impreso en España Printed in Spain

PRÓLOGO

Considero a Elena Fortún como abuela literaria. Siempre oí decir a mi madre, Carmen Laforet, que había aprendido a escribir con los libros de Celia que ella leía regularmente a la edad de 6 años en la revista Gente Menuda. Su admiración por la autora de esos cuentos fue tan grande que trascendió lo literario, y Elena Fortún, sin saberlo, se convirtió, durante años, en depositaria de las confidencias e ilusiones de la niña Carmen Laforet. Y cuando esa niña ganó a los 23 años el premio Nadal con su primera novela, escribió a Elena Fortún a quien no conocía, para comunicarle la noticia y decirle que esto había sido posible gracias a ella, ya que había aprendido a escribir leyendo los cuentos de Celia. No se conserva la carta de Carmen Laforet a Encarnación Aragoneses (Elena Fortún) que por entonces vivía exiliada en Buenos Aires, pero sí la respuesta de ésta a Carmen Laforet:

Buenos Aires, 1 de Febrero de 1947

Queridísima Carmen Laforet: verdaderamente la quiero y me quedo asombrada de ello. Su divina humildad diciendo (¡usted que es en estos momentos la primera escritora española!) que aprendió a escribir de mí… me conmueve hasta los huesos. Y no por ser yo quien escribió esos libros que usted leía cuando era chica, sino por esa pureza de alma que la hace decirlo.

La correspondencia entre las dos escritoras se reanuda en 1950, cuando Elena Fortún está ingresada en un hospital de Barcelona. En diciembre de 1950, Carmen Laforet le escribe:

Queridísima Elena:

Dices que te sientes sola, como en plena adolescencia… Pero ¿cómo puede estarlo quien es querida como tú, hasta en la distancia?… Cuantos años me he pasado yo monologando para ti, y qué parecida eres a como yo presentía, desde chiquilla, no sé por qué… Es muy hermoso que haya personas así, como tú, en el mundo… y que uno tenga idea de cómo son y sueñe con ellas y las quiera aún sin haberlas visto…

Mi madre trasladó a sus hijos el entusiasmo por los libros de Celia. Nos los leía cuando éramos muy pequeños, y más tarde los leíamos nosotros. Así llegaron a mí Los cuentos que Celia cuenta a las niñas, dejando una semilla en mi interior que poco a poco fue germinando.

Hace algunos años, alguien me pidió que nombrara rápidamente, sin pararme a pensar, un cuento que me hubiera gustado en la infancia. En ese acto reflejo rescaté del olvido Los anteojos de color de miel de los cuentos de Celia. La persona que me hizo esa petición, me dijo entonces, que seguramente ese cuento había marcado la trayectoria de mi vida, es decir, que yo había ido construyendo mi vida a partir de los valores que contenía. Reflexioné sobre ello, y me di cuenta de que era cierto. Mi «abuela» Elena Fortún me había regalado con ese cuento el mejor de los dones: la ilusión, que fue y sigue siendo el motor impulsor de mi vida y de mi obra.

He releído para esta ocasión todos los cuentos del libro y he constatado que cada una de las historias contiene un «regalo» para quien lo sepa recoger.

Los cuentos de Elena Fortún se cuelan en las mentes infantiles con toda facilidad porque en ellos, la autora narra siempre desde la perspectiva del niño, en vez de la de los adultos que comparten la historia; y los jóvenes lectores se sienten parte activa de los personajes del cuento. Por eso, los libros de Elena Fortún no caducan, no tienen edad ni época, lo mismo que ocurre con la novela Nada de Carmen Laforet, en que la autora utiliza la misma técnica que su maestra literaria, narrando la historia con la perspectiva de la joven Andrea, ajena al entorno de los mayores que la rodean, y penetrando de esta forma la autora en la sensibilidad, no contaminada por interpretaciones ajenas, de jóvenes de todo tiempo y nacionalidad.

La técnica empleada en estos cuentos que cuenta Celia a las niñas difiere en algo a las historias de la propia Celia. Los cuentos no son narrados bajo la perspectiva del niño o la niña protagonistas, sino de Celia, ya mayor y contadora de cuentos. Pero la visión de Celia permanece muy cercana a la de los niños, y en estos cuentos añade además una fuerte dosis de fantasía y de misterio.

Tanto mi madre como mi «abuela literaria» me regalaron con los libros de Elena Fortún otro don, de inapreciable valor: el sentido del humor. Cuando mi madre nos leía los cuentos de Celia se volvía niña y feliz, y sus carcajadas animaban cada vez los relatos. Esa ­felicidad, conquistada con la lectura, siempre me ha parecido un tesoro que busco rescatar de los buenos autores humoristas.

Agradezco a la editorial Renacimiento la aventura de reeditar ésta y otras obras de Elena Fortún, para que puedan llegar a nuestros niños y a los adultos que estamos deseosos de volver a leerlas.

Y les dejo, sin más, frente a estos cuentos con el deseo de que sepan rescatar de ellos el tesoro escondido que les está esperando.

Cristina Cerezales Laforet

Madrid, 14 de marzo de 2016

Los cuentos que Celia cuenta a las niñas

PRÓLOGO

Después de la siesta vamos al bosque. Valeriana prepara un gran cesto con la merienda. Dentro va la tortilla, con muchos huevos y patatas doraditas, metida en una hogaza de pan reciente; la tartera con trozos de jamón serrano, que se deshacen en la boca como bombones; el cucurucho de camuesas dulces, un envoltorio con queso de oveja y una botella de leche.

Al anuncio de tantas cosas ricas se levanta un griterío a mi alrededor.

—¡Celia, que tengo mucha hambre!

—¡Quiero merendar ya, Celia!

—¡Celia, que ya es tarde!

—No, aún no. Como la merienda ha de ser cena para vosotras, pues si no, tenéis pesadillas, es preciso que sea lo más tarde posible. Merendaremos a las seis, debajo de los álamos que hay a la bajada de los puertos.

La tarde es de final de verano, dulce y apacible, sin viento, toda dorada de sol y perfumada de tomillo. Por el bosque cruzan los gamos, y alguna vez se ve un animalote oscuro que pasa a lo lejos y podría ser un ciervo negro, de los que dicen que aún quedan en este bosque… Detrás de nosotras va quedando el gran palacio y el sonar del agua en los pilones…

Patita, Mila, Sarito, Carolina, Paloma y Luz María no se separan de mí.

—¿Tenéis miedo? (No, no tienen miedo. ¡Es la merienda!) ¿Por qué no jugáis? (No, no jugarán mientras no merienden.)

—¿Queréis que os cuente un cuento? ¿El de Los príncipes encantados o La hermosa y la fiera?

—¡No! –gritan–. ¡Un cuento nuevo! Uno que hayas inventado tú…, que lo inventes ahora…

¡Dios mío, en lo que me he metido!

—Hijas, ¡es muy difícil inventar un cuento! ¡Si los hay preciosos! Yo os contaría…

—No, no. ¡Invéntalo tú! Sácalo de la cabeza…

Se les ha olvidado la merienda y no tengo más remedio que inventar un cuento, o dos…, o los que sean necesarios para llenar la tarde…

Nos sentamos y empiezo… «Pues, señor… Esto era…».

Y el cuento sale como puede, despacito, dando tiempo con una aventura a que se me ocurra otra, o a trompicones, porque ya está hecho y no tiene más que formarse en palabras… ¡Ya casi lo he acabado! Un poco incongruente ha salido…

—¿Quiénes son aquellos señores que vienen por allí? ¡Si son papá y Jorge! ¡Ellos también quieren oír el cuento!

—¡Ya lo he contado!

¡No importa! Las niñas quieren oírlo otra vez… y otra vez, y aunque sea veinte veces más… Vuelvo a contar el cuento, y ahora sale de un tirón todo hecho, perfilado y completo. ¡Ya está!

Y como esto que os digo me ha pasado muchas tardes, he decidido que vengáis todas mis amigas al bosque y os sentéis en torno mío a escuchar los cuentos que me están brotando como agua de la fuente. Ninguno de ellos es una historia; quiero decir que ninguno ha ocurrido de verdad en este mundo en que vivimos; pero seguramente han pasado en ese otro mundo que Dios nos ha puesto en el corazón, porque somos sus hijos y, como Él, podemos crear…

Bosque de Riofrío, Segovia. Verano

DON PITUSO

Pues, señor, María Mercedes tenía una casita de muñecas que solo servía para mirarla, porque las muñecas no cabían dentro.

Sin embargo, era una casita muy bonita, con ventanas y balcones por donde podía verse el interior, lujoso y confortable. El salón, con sofá, butacas, lámparas, luz eléctrica de verdad, cuadros y tapices. El dormitorio, de gran cama y colcha de raso con flores, armario de tres puertas y espejo en el centro, todo de estilo francés. El saloncito moderno, tapizado de verde almendra; comedor Renacimiento, cuarto de baño reluciente de espejos, niquelados, porcelanas…

Los dos pisos de la casita estaban unidos por escalera alfombrada y con pasamanos de terciopelo rojo. Era una lástima que las muñecas no pudieran vivir dentro, porque ¡hubieran sido tan felices…!

María Mercedes hacía limpieza general los sábados, al volver del colegio. Metía sus manos por las ventanas y limpiaba el polvo con un plumerito.

Los domingos ponía florecitas pequeñas en los jarrones y encendía todas las luces por la noche, para que también la casa estuviera de fiesta.

Un domingo por la mañana pasó algo extraordinario.

La cama de la casita apareció deshecha, como si en ella hubiera dormido alguien; la pastilla de jabón se había desgastado en más de la mitad; en el baño quedaba un poco de agua jabonosa; y en la mesa del comedor, un plato lleno de cortecitas de queso indicaba que alguno fue bastante atrevido para abrir la despensa.

María Mercedes contemplaba todo sin comprender lo que había ocurrido, cuando se abrió la puerta que comunicaba el salón con el comedor y apareció un hombre chiquitito, con bata de seda y zapatillas, que se sentó en una butaca, junto a la chimenea, cruzó las piernas y encendió la pipa.

La niña se quedó tan emocionada que no podía hablar. ¡A cualquiera le habría pasado igual! Al fin, le salió un hilito de voz y dijo:

—¿Quién es usted? ¿Qué hace usted ahí?

El hombrecito levantó su cabeza, que era del tamaño de un garbanzo gordo, se puso en pie sobre sus pies chicos, pero bien proporcionados a su estatura, y exclamó:

—¡Ah, caramba! Me estabas mirando… Pues yo soy don Diego. Por cierto que aún no me he desayunado, y que el queso que comí anoche estaba rancio… ¡Tu despensa no vale nada!

—¿Quiere que le traiga un bombón?

El hombrecito no entendía:

—¿Qué cosa es un bombón?

—Un bombón –le explicó María Mercedes, teniendo en cuenta el tamaño del hombrecito–, un bombón es una cacerolita de chocolate con crema por dentro.

—Bueno, entonces me conformo a comer bombón.

El señor don Diego resultaba de lo más insolente que se conoce, y trataba a María Mercedes con un tono de superioridad que a ella le daba mucha risa. Claro que cuando pensaba en él nunca le llamaba don Diego, sino don Pituso, y aún era demasiado importante el nombre para un señor tan pequeñito.

Le trajo un bombón, levantando por el centro la capa de chocolate, y se lo presentó a don Diego en una copita de cristal como si fuera un huevo pasado por agua.

—¡Está exquisita! –dijo el hombrecito, relamiéndose la crema, que sacaba con una cucharita de juguete–. ¡Es deliciosa! Espero que todos los días tendré un desayuno parecido.

—Sí, señor…

No se atrevió a decirle que le quedaban pocos bombones en la caja que le regalaron el día de su cumpleaños, y que cuando se acabara tendría que comer miguitas de pan, como los pájaros.

Luego se bebió una copita de agua y salió a pasear por los alrededores de la casa, mientras María Mercedes le hacía la cama y limpiaba las habitaciones. Cuando acabó le dijo:

—¿Necesita usted algo más?

—¡Pchs! Por ahora, no… ¡Ah! Mucho cuidado con hablar a nadie de mí. Me molestan las indiscreciones. Si quieres continuar a mi servicio, tienes que ser muy callada.

Desde aquel día, la niña estaba pendiente de sus gustos. Antes de ir al colegio le daba el desayuno y le hacía la cama. Al volver al mediodía, lo primero era poner el mantel limpio en la mesa del comedor y servir a don Pituso una pizca de croqueta o unos granitos de arroz, que cogía de la cocina sin que nadie la viera.

Por la tarde estudiaba piano en el salón, y al volver a su cuarto se encontraba a don Pituso tirándose de los pelos en la casita.

—¡Muy mal, pero que muy mal! –le decía a María Mercedes.

—¿Qué le ocurre a usted, don Diego?

—¿Qué me ocurre? Que no tienes idea del ritmo ni del sonido… Si yo tuviera un violín, te educaría ese oído de trapo que te ha dado Dios.

La niña se moría de risa. ¿Qué podía hacer don Pituso con un violín, si no era pasearse por él?

Pero el hombrecito era muy habilidoso, y se hizo un violín a su medida, con una caja de tabaco y las cuerdas rotas de una guitarra.

Muchas veces daba un concierto en el saloncito verde almendra de la casa de muñecas, sin que le escuchara nadie más que María Mercedes, asomando un ojo por la ventana.

¡Dios mío, qué música divina y finita sabía hacer don Pituso en su violín! La casita resonaba toda ella y parecía una caja de música, aunque solo la niña le oía, como si el violín estuviera dentro de su oído.

Don Pituso empezó a quejarse de que hacía poco ejercicio.

—¡La culpa la tengo yo! –gruñía–. ¿Quién me mete a mí a hacer vida casera? ¡Esta vida doméstica no es para un hombre!

Y hasta se enfadaba con María Mercedes… Ella, como le había tomado cariño, se afligía mucho.

—¿Qué quiere usted que haga yo, don Diego?

—No quiero que hagas nada…, pero yo necesito viajar…

En cuanto lo oyó la niña, corrió a traer el tren de su hermanito y en un momento armó los raíles. Don Diego se sentó en un coche de primera que estaba colocado frente a la puerta de la casita.

—¡¡¡Piiiiii!!! –hizo la máquina.

Y la niña, para que la ilusión fuera completa, continuó:

—¡Taca, taca, taca, taca…!

El hombrecito decía adiós con su pañuelo por la ventanilla, pero tuvo que sentarse porque el tren iba demasiado ligero, y perdía el equilibrio.

—¡Adiós, adiós, don Diego, adiós, hasta la vuelta!

La vuelta fue en seguida. Como los raíles describían una circunferencia, el tren pasó dos veces por la puerta de la casita de muñecas, y al fin se paró porque se le había acabado la cuerda.

Don Pituso bajó del coche muy digno y muy enfadado.

—¡Para este viaje no se necesitan alforjas! –dijo a María Mercedes.

—Pero ¿no me había usted dicho que quería viajar?

—¡Claro que quería viajar, tonta! Pero no quería dar vueltas y vueltas como si fuera en el tiovivo… ¡Esto es cosa de chicos!

María Mercedes, que se estaba aguantando la risa, tuvo una idea luminosa.

—¿Quiere ir a Italia, don Diego?

—¡Ya lo creo! Lo que quiero es viajar.

—Pues prepárese para salir dentro de un rato.

Don Diego se puso botas altas, traje de hilo blanco y salacot, como si fuera a la India.

—Ya estoy vestido, pequeña –dijo, bajando las escaleras de la casa–. Quiero visitar a Nápoles y dar un concierto en la Ópera de Milán.

Por eso llevaba los prismáticos en bandolera y el violín enfundado.

Ya el tren le esperaba en una vía larga que terminaba en el mapa de Italia. Un buen mapa, pintado en colores, y que María Mercedes había hecho la semana anterior en el colegio, por el que le dieron un premio de aplicación.

Subió el hombrecito al coche, con todo su equipaje, el tren hizo: Piii, y luego: Taca, taca, taca, taca, taca

De pronto se paró:

—¡Italia, cinco minutos de parada! –gritó María Mercedes.

Y don Pituso se bajó en un pico de la cordillera. El mapa, extendido a sus pies y de todos colores, era una cosa magnífica de ver.

Pero la luz le cegaba y los peñascos y matorrales hacían difícil la marcha. Menos mal que pronto encontró un caminito de puntos que cruzaba el valle, y andando por él bajó y subió varias veces hasta llegar a una cumbre desde donde miró con los prismáticos.

Aquello azul que se veía era agua… En el centro, escrito con la letra primorosa de María Mercedes, decía: «Mar Adriático»; y don Pituso, sabiendo ya a que atenerse, bajó, siempre por la línea de puntitos, a la sombra de los árboles hasta la desembocadura de un riachuelo. Allí se quitó el salacot, se limpió la frente…, y de pronto dio un grito y salió corriendo, corriendo…

¿Qué le ocurría? ¡Ah, sí! Era que un pez muy grande había sacado la cabeza del agua… Ya cruzaba la línea de puntitos, ya estaba cerca de la mancha morada, donde se veía escrito: «Nápoles», con letra gótica, cuando María Mercedes, que se había distraído un momento, oyó un grito desesperado:

—¡Socorro, socorro!

En un repliegue de la montaña, un viejo convento hundido y un pantano profundo… A don Diego le llegaba el cieno hasta la cintura.

La niña trasladó rápidamente los carriles del tren hasta hacerlos pasar por el centro del pantano. El tren vino a colocarse delante de don Pituso, que subió al coche, todo sucio de barro, y volvió a su casita a tomar el baño caliente que había preparado María Mercedes.

Unos días después, al hermano de la niña le regalaron un barco precioso.

—¿Quiere usted ir a América, don Diego? –le preguntó.

—Sí iré, sí que los viajes ilustran mucho…; pero me niego a desembarcar.

En seguida apareció vestido con pantalón blanco, chaqueta azul y gorra de marino. El barco cabeceaba arrogante en la palangana, llena de agua hasta los bordes. El hombrecito se embarcó.

Desde cubierta vio, con sus prismáticos, las costas del mapa de Europa, pintado por el hermano de María Mercedes, y que ella extendió cuidadosamente sobre la mesa. Luego, las costas de América, del otro mapa, pintado de azul Prusia, y un gran río que no solo se veía sino que hasta se oía a distancia. Sobre sus aguas nadaba un cartelito: «Río Amazonas». Más allá, la costa verde sobre la que había nombres y más nombres. Después, las tierras verdes se iban volviendo blancas… Y era que se acababa el Brasil y empezaba la tierra del Plata, que se llama Argentina.

El barquito daba tumbos porque se había enredado en los hilos negros que salían de la costa con letreros encima: «Vía Nueva York», «Puerto Rico-México», «Vía Lisboa-Londres», «Vía Barcelona».

María Mercedes hizo virar el barco, y don Pituso volvió sano y salvo a la casita, dándose mucha importancia.

Pero aún tenía un deseo más. Quería volar. La niña le dijo:

—Mañana es jueves, don Diego, y a mamá le darán globos en la farmacia de la esquina, y usted podría subir… hasta la lámpara del comedor…

Ni María Mercedes ni él pudieron dormir en toda la noche con la emoción.

La mamá trajo dos globos preciosos. Uno era verde y largo. Parecía un caramelo de menta.

La niña le ató una cestita y dentro se colocó don Pituso tocando al violín la Marcha triunfal… Subió el globo hasta pegar en el techo y se quedó inmóvil.

—¡María Mercedes! ¡María Mercedes! –gritaba el hombrecillo–. ¡Que esto no sube!

Entonces la niña, sin darse cuenta de lo que hacía, tiró de la cestita hasta la ventana que estaba abierta, y el globo se elevó con don Diego y su música hasta perderse en las nubes…

María Mercedes dejó de verlo mucho antes, porque tenía los ojos llenos de lágrimas… Don Pituso se ha ido a una estrella y no ha vuelto más… Ahora la casita está vacía otra vez, y como no cabe ninguna muñeca, solo sirve para mirarla…