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Índice

PARTE I

Citas

1. AZARES

2. COLEÓPTEROS

3. DECEPCIONES

4. SPLEEN

5. EXPEDIENTE X

6. HABITACIÓN 201

7. MEDITACIONES GALLEGAS I

8. GALICIA CANÍBAL

9. DESPOJOS

10. EL LADO OSCURO

11. MEDITACIONES GALLEGAS II

12. ERRORES

13. ¿QUIÉN TEME A GRAHAM BELL?

14. CELTIC NINJAS

15. EL FIN DEL MUNDO

16. MEDITACIONES GALLEGAS III

17. REALISMO MÁGICO

18. NOCHE OSCURA

PARTE II

Citas

1. LOS AGUJEROS DE LA MEMORIA

2. RITUALES

3. ATLANTIC EXPOSURE

4. LA VENTANA INDISCRETA

5. EL PASADO EN UNA LATA DE COLA-CAO

6. MAREAS

7. EL ORUJO Y LA SINAPSIS

8. LA NOVELA ESCONDIDA

9. CAZANDO SOMBRAS

10. LAS GESTAS DEL SEÑOR OSCURO

11. HAZAÑAS BÉLICAS

12. FANTASMAS FAMILIARES

13. LOCAL HERO

14. IMPOSTURAS

15. ¡MÁS MADERA!

16. THE SEARCHERS

17. SIN PERDÓN

18. ENTROPÍAS

Aviso de navegantes

David Roas

David Roas

David Roas (Barcelona, 1965) es escritor y profesor de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada en la Universidad Autónoma de Barcelona.

Es autor de los volúmenes de cuentos y microrrelatos Los dichos de un necio (1996), Horrores cotidianos (2007), Distorsiones (2010; ganador del VIII Premio Setenil al mejor libro español de cuentos del año), e Intuiciones y delirios (2012). También ha publicado la novela negra Celuloide sangriento (1996) y el libro de crónicas humorísticas Meditaciones de un arponero (2008).

Algunas de sus narraciones han sido recogidas en diversas antologías, entre las que destacan: Perturbaciones. Antología del relato fantástico español actual (2009), Por favor sea breve 2. Antología de microrrelatos (2009), Más por menos. Antología de microrrelatos hispánicos actuales (2011), Antología del microrrelato español (1906-2011) (2012), y No entren al 1408 / Antología en español tributo a Stephen King (2012).

Especialista en literatura fantástica, entre sus ensayos cabe destacar: Teorías de lo fantástico (2001), Hoffmann en España (2002), De la maravilla al horror. Los orígenes de lo fantástico en la cultura española (2006), La sombra del cuervo. Edgar Allan Poe y la literatura fantástica española del siglo XIX (2011), y Tras los límites de lo real. Una definición de lo fantástico (2011; IV Premio Málaga de Ensayo).

Dirige el Grupo de Estudios sobre lo Fantástico (GEF) y Brumal. Revista de Investigación sobre lo Fantástico.

Candaya Narrativa, 25

LA ESTRATEGIA DEL KOALA

© David Roas

Primera edición: noviembre de 2013

© Editorial Candaya S.L.

Carrer de la Bòbila, 4

08004 Barcelona

www.candaya.com

facebook.com/edcandaya

Diseño de la colección:

Francesc Fernández

Imagen de la cubierta:

Francesc Fernández

BIC: FA

ISBN: 978-84-15934-37-0

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier procedimiento, sin la previa autorización del editor.

Para Ana

“Hay focos de espacio y tiempo conectados entre sí, focos entre los que podemos viajar los denominados vivos y los denominados muertos y de ese modo encontrarnos.”

Enrique Vila-Matas, Dublinesca

“Por lo general, el Tiempo ofrece respuesta a las preguntas que hacemos sobre el Espacio, aunque también puede suceder al revés.”

Roman Simic, Marco para el león familiar

“Lo que aquí se intenta es nada menos que la clasificación de los constitutivos de un caos.”

Herman Melville, Moby Dick

mapa

I

ESPACIO

“Vivir es pasar de un espacio a otro haciendo lo posible por no golpearse.”

Georges Perec, Especies de espacios

“El mapa no es el territorio.”

Thomas Pynchon, Vicio propio

II

TIEMPO

“El tiempo, la dimensión humana, la que hace de nosotros lo que somos.”

Martin Amis, La flecha del tiempo

“Todo eso es Historia, Historia con mayúscula, como suele decirse, pero a menudo se olvida y sólo vuelve a salir a la luz por pura casualidad, mientras se rebusca en los desvanes o en los viejos montones de basura.”

Philippe Claudel, Almas grises

“Todas las familias tienen malos recuerdos.”

Michael Corleone

“A boca non é para falar. É para calar.”

Manuel Rivas, Todo é silencio

1. AZARES

El ruido que hace el ataúd de Maruxa al deslizarse hacia el interior del nicho resulta inquietante.

Sé que debería sentir pena, pero sólo puedo pensar en largarme cuanto antes de aquí. Nunca me han gustado los cementerios. Y encima hoy es 1 de noviembre. Dema-siadas tumbas y demasiada gente paseándose entre ellas.

Aunque al menos me he librado de soportar la misa y de escuchar las habituales estupideces del cura de turno. La pertinaz (y traicionera) alianza entre el espacio y el tiempo gallegos ha actuado, por una vez, a mi favor, y cuando he llegado a la iglesia, todo el mundo estaba ya en el cementerio.

Los primos aún no se han dado cuenta de que estoy aquí. Mejor.

Resulta irónico que este viaje me haya traído al pueblo de mi madre, cuando había hecho todo lo posible por evitarlo. Y eso que tenía la excusa perfecta: en Ares no hay ningún faro que incluir en el libro que estoy escribiendo. Además, pasar por aquí me obligaba a visitar a los primos (como enseguida tendré que hacer) y gastar con ellos parte del poco tiempo de que disponía para realizar mi viaje.

Si hubiera tardado un día más en conectar mi móvil, no habría visto las llamadas de mis padres y me hubiera evitado la visita a este cementerio. El azar, de nuevo, ha vuelto a hacer de las suyas.

La idea del libro fue de Silvia, mi editora. A mí jamás se me habría ocurrido escribir sobre los faros gallegos. Pero los 4.000 euros que me ofreció (a los que añadió 1.000 más para los gastos) me convencieron inmediatamente. Mi economía no está para rechazar ofertas como ésa, sobre todo desde que Rosa se largó y mis ingresos fijos se han reducido a lo que gano en los talleres literarios. Mis tres libros de cuentos malmueren en los estantes de unas pocas librerías.

Aunque también acepté, lo reconozco, porque pensé que escribir un libro así iba a ser muy fácil. Incluso me lo tomé –al principio– como unas vacaciones pagadas. Viajar a solas añadía un nuevo aliciente, y también el hacerlo fuera de los confortables límites del mes de agosto, periodo al que se limitan todas mis experiencias gallegas anteriores. Aunque el adjetivo confortables en relación al verano muchas veces sea una exageración por estas latitudes.

La única directriz que me dio Silvia es que no quería una simple guía turística, sino algo más literario y personal. Un libro-sobre-faros-en-plan-novelita-de-viajes. Si bien no me apretó con el plazo de entrega, me dejó claro que cuanto antes recibiera el texto, mejor. Tampoco yo contaba con mucho tiempo libre para escribirlo: dos meses y medio antes del taller literario que comienza en enero.

El viaje empezó bien, aunque con trampa, porque enseguida tuve claro que éste debía iniciarse en el faro de Estaca de Bares, y eso implicaba saltarse –como hice– los cuatro que hay en la costa de Lugo.

Desde niño he tenido una especial relación con ese lugar. No he podido olvidar la primera vez que me asomé a aquel acantilado: el rugido del viento en mis oídos, el estrépito de las olas rompiendo muchos metros más abajo, las oscuras aguas del Atlántico (nada que ver con el amable Mediterráneo). Son muchas las veces que he pasado por allí y siempre experimento la misma turbación que sentí de niño: una mezcla de miedo y placer. Podría pasarme las horas contemplando aquel paisaje, hipnotizado por el inmenso y salvaje océano.

Si regresar a Estaca de Bares fue emocionante, también lo fue visitar Cabo Ortegal, aún más sobrecogedor. El espacio perfecto para rodar una película de aventuras: el pequeño faro colocado en el extremo de una punta de roca rodeada de inmensos acantilados, el mar embravecido, los islotes de Os Aguillóns asomando como la cresta de un enorme monstruo marino. Lugar de percebeiros. Lugar de muerte.

Pero esa emoción (y felicidad) no duró mucho. Quizá fue culpa de las prisas, de querer visitar tantos faros en tan pocos días. O quizá porque enseguida comprendí que el libro me iba a dar mucho más trabajo del que yo esperaba.

Suerte que antes de que eso me ocurriera, encontré a Fiz.

2. COLEÓPTEROS

En San Andrés de Teixido no hay faro, pero no podía dejar escapar una visita a uno de los centros telúricos de Galicia, lugar de peregrinación para cristianos, turistas y frikis de lo céltico y lo paranormal. Demasiado mítico, demasiado folklórico, demasiado gallego para perdérselo. A San Andrés de Teixido vai de morto quen non foi de vivo. Aunque ya lo había visitado (vivo) en otras ocasiones, el lugar bien merecía un desvío.

Ahí es donde me topé con Fiz. Y gracias a él las siguientes jornadas del viaje fueron más llevaderas.

Desde el mismo instante en que la carretera empieza a ascender por la Serra da Capelada en dirección a San Andrés, uno experimenta algo especial. El paisaje es impresionante: altas montañas que se desploman sobre el mar, bosques profundos, gigantescos molinos de viento (hay un parque eólico diseminado por toda la sierra).

Como en otras ocasiones en que había pasado por allí, pronto comenzaron a formarse bancos de niebla. Mi intención, antes de llegar a San Andrés, era pararme en el mirador de Vixía da Herbeira, que ofrece unas vistas espectaculares desde sus 620 metros sobre el nivel del mar (algunos dicen que es el más alto de Europa; dependerá de quién lo mida). Pero, como temía, la niebla pronto empezó a espesar, lo que hacía inútil detenerse en el mirador.

Seguí conduciendo lentamente en primera (tuve suerte: no me crucé con coche alguno) hasta que comprendí que lo mejor era hacerme a un lado, apagar el motor y esperar. No veía más allá del morro del coche. Era poco más del mediodía. Galicia caníbal.

De pronto, a mi izquierda, aparecieron varios caballos. La visión fue fugaz, pero pude advertir que no llevaban jinete ni silla de montar. Caballos salvajes. Un instante después, se dejaron ver a mi derecha. No estaba seguro de que fueran los mismos. A estos pude observarlos mejor: dos eran bayos y el tercero de un negro muy oscuro. La niebla los engulló rápidamente.

Si en aquel momento hubiera pasado por allí la Santa Compaña, no me habría sorprendido. En aquella situación era fácil dejarse contagiar por el ambiente, más si cabe cuando uno lleva escuchando desde niño un montón de historias sobre almas en pena y fenómenos paranormales que habrían encantado a Rod Serling. Siempre he pensado que mi madre no se las acababa de creer del todo, que nos las contaba a mí y a mis hermanos con la perversa intención de hacernos pasar un rato de inofensivo miedo (algo muy sano para los chavales, según mi padre). Aunque también la he visto acudir en muchas ocasiones a explicaciones mágicas, y siempre carga con ella varios amuletos: la fija colgada del cuello (¡Meigas fora!) y, entre otras cosas, una nuez silvestre (yo mismo he acabado llevando una en el bolsillo de la chaqueta, de tanto que me ha insistido; la verdad es que no pesa ni molesta).

Aunque seguramente detrás de todo eso esté el gusto por conservar y trasmitir esas historias, de guardar una especie de memoria familiar llena de mitos y leyendas, de relatos de aparecidos y anécdotas extrañas. La pobre Maruxa es protagonista de varias de ellas. La que más me gusta es la que narra su visita a una bruja poco antes de casarse.

Como era costumbre entre las chicas del pueblo, Maruxa fue a que la Moucha le echara las cartas, y éstas anunciaron que pronto ocurrirían en su vida tres acontecimientos importantes: una boda, un bautizo y un funeral, aunque las cartas no eran claras y la bruja no podía decirle más. Típico. Maruxa no hizo demasiado caso de la predicción, pues era evidente, e inevitable, que en la vida de uno se cruzaran bodas, bautizos y funerales. Sobre todo porque eso ya le había ocurrido recientemente: sólo unos meses atrás su hermana Carmiña se había casado, había nacido el primer hijo de ésta y su tío había muerto después de una larga enfermedad. No tenía por qué preocuparse. O quizá sí, porque Maruxa no sabía que se casaría embarazada y que al poco de bautizar a su hija su marido desaparecería en el mar.

Sólo falta ponerle de fondo la melodía de The Twilight Zone. Ti-ro-ri-ro ti-ro-ri-ro...

Los caballos no volvieron, pero sí el sol. La niebla por fin empezó a abrirse y pude conducir con tranquilidad. Tras un par de kilómetros de descenso, el océano se abrió inmenso ante mis ojos. Un poco más abajo, en una pequeña depresión tapizada de verde, asomó la aldea de San Andrés de Teixido. Media docena de calles, casas encaladas y una iglesia. El reducido tamaño del lugar hace que los acantilados circundantes parezcan todavía más descomunales.

Mientras recorría las calles, varias ancianas –de aspecto inequívocamente brujeril– trataron de venderme los productos típicos del santuario: ramitas de la herba de namorar, sanandreses, rosquillas de anís... Escapé de ellas y me acerqué a un tipo que ofrecía algo mucho mejor, y más indispensable: orujo casero, e ilegal, que siempre sabe mejor. Auténtica poción mágica a 5 euros la botella. Dos mejor que una. El vendedor me sirvió un generoso vaso para que lo probase. El calorcillo de la deliciosa bebida me animó, pero también despertó mi apetito.

A pocos metros había un bar, de cuya puerta colgaba un cartel con un mensaje tentador: Plato de percebes, 10 euros. Un segundo después ya estaba acodado en la barra pidiendo una ración y una caña. El plato era enorme y los percebes también. La protección del santo, supuse.

Mientras engullía percebe tras percebe, vi a un inesperado escarabajo rinoceronte paseándose tranquilo por la barra. Cuando estaba a punto de llegar a mi plato, levanté mi mano para cogerlo, pero el camarero me miró con cara de pocos amigos mientras gritaba ¡Alto ahí, ni se le ocurra! Cuidado con lo que hace. Aquí no se matan los bichiños. ¿No sabe que puede ser una pobre ánima que viene de romería a pedir la ayuda de San Andrés?

El tipo lo dijo sin asomo de humor alguno.

Quise decirle que había malinterpretado mi gesto, pero preferí callarme. Sobre todo cuando me fijé en cómo me miraba el resto de parroquianos que bebían en la barra. Si esa escena hubiera sucedido en el saloon de un pueblo del Oeste, no habría salido vivo.

Con el último percebe, pedí la cuenta y salí casi corriendo del bar.

La calle estaba más animada. Nuevos turistas deambulaban por las tiendas comprando recuerdos: camisetas con símbolos celtas, caracolas de todos los tamaños, hórreos, gaitas, Santiagos –los había en dorado y en plateado–, conchas de vieira decoradas con el lema “Estuve en San Andrés y me acordé de ti”...

Hice un par de rápidas fotos y me dirigí hacia el mirador que, según recordaba, estaba al final de una pendiente, una vez pasada la fea iglesia. Detrás de ésta, descendiendo la ladera por el lado contrario, asomaba un pequeño cementerio. Un rectángulo en el que los nichos sólo ocupaban dos de sus lados, muchos de los cuales estaban vacíos (sin lápida que los cerrasen, sus bocas se abrían amenazadoras). Entre la verde hierba, afloraban una veintena de cruces, casi todas de metal. La imagen me provocó una irreprimible sensación de soledad y aceleré el paso.

Llevaba un rato contemplando el mar cuando noté que algo escalaba por mi pierna derecha. Un escarabajo rinoceronte. Otro. Aunque parecía idéntico al del bar (cuatro o cinco centímetros de longitud, color negro brillante, cuerno afilado), era evidente que no podía ser el mismo. Como no había nadie cerca que pudiera reñirme, lo agarré delicadamente por el cuerno y lo deposité sobre mi mano izquierda. El animal recorrió tranquilo la palma, los dedos, dio la vuelta y caminó cabeza abajo por el dorso de la mano. Sus minúsculas uñas se agarraban con fuerza a mi piel. Lo dejé sobre la barandilla del mirador y le hice varias fotos con zoom, primeros planos, contrapicados. El animal se quedaba quieto, como si posara. Tras la sesión fotográfica, me despedí de él y volví sobre mis pasos.

El número de turistas empezó a aumentar peligrosamente. Era el momento indicado para huir de San Andrés.

Estaba guardando la cámara en mi mochila, cuando vi que otro escarabajo estaba agarrado a uno de los bolsillos exteriores de ésta. ¿Había una plaga de estos bichos en San Andrés y no me había dado cuenta? Una hipótesis que rechacé inmediatamente puesto que, si bien era la tercera vez que me topaba con un escarabajo, éste siempre estaba solo. Nunca había otros congéneres cerca que permitieran sospechar que los coleópteros habían invadido el pueblo. Pero tampoco podía aceptar que fuese el mismo escarabajo, porque eso implicaría que el animal me estaba persiguiendo. Dos razones en contra de esta idea: 1) las patitas del bicho eran demasiado cortas para que hubiera podido darme alcance (dos veces); y 2) un escarabajo carece de la inteligencia y voluntad necesarias para perseguirme (además, ¿por qué iba a hacerlo?). Eso sí que no. La explicación más verosímil –desechando la posibilidad de la plaga– era que, sin que yo me diera cuenta, el bicho se había agarrado a mi mochila cuando lo dejé en la barandilla del mirador.

Entonces se me ocurrió –dejándome contagiar por la mágica atmósfera del pueblo (y por el efecto todavía excitante de las cañas y el vaso de orujo)– que podía tratarse de un alma en pena que –como es muy habitual (según cuentan por aquí y antes me había recordado el camarero)– había peregrinado a San Andrés en forma de animal (en este caso, un escarabajo) para cumplir con el rito que no pudo realizar en vida. Y, dada su insistencia, me había escogido a mí para que le ayudase.

Así lo hice. Por eso lo bauticé Fiz Cotobelo: en recuerdo del personaje de El bosque animado condenado a ser un alma en pena por no haber cumplido la promesa de visitar al santo; un pobre desgraciado que no consigue que nadie vaya en su lugar y acaba uniéndose –aconsejado por el feroz bandido Fendetestas– a la Santa Compaña.

No te preocupes, pobriño Fiz –le dije, muy metido en mi papel–, que yo haré que cumplas tu promesa. Si no has podido encontrar el camino para presentarte ante la efigie del santo, yo te acompañaré. Así dejarás de vagar entre dos mundos.

La capilla, pintada de un reluciente e inesperado color blanco, era muy estrecha, con un feo retablo de madera detrás del altar (siglo XVIII, según mi guía). El interior de la iglesia resultaba todavía menos atractivo que su exterior. Pero no me arrepentí de entrar: los escalones que conducían al altar estaban repletos de exvotos fabricados en cera que representaban cabezas, piernas, manos y figuras humanas de cuerpo entero (en miniatura). Incluso había uno que tenía la forma de un pecho femenino, con su pezón erecto y todo. Tuve que fotografiarlo. Junto a los exvotos en cera había varios retratos de individuos solos y en pareja, tres barcos de pesca, un par de casitas y un hórreo, también en miniatura, claro.

Sin que nadie me viese, dejé el escarabajo sobre un exvoto con forma de pierna (me daba reparo poner al pobre bicho sobre la teta solitaria). Bueno, Fiz –le dije a modo de despedida–, espero que el santo interceda por ti. Suerte en el otro lado. Tras hacerle una foto, salí de la iglesia, justo en el mismo instante en que un nutrido grupo de turistas-peregrinos inundaba el lugar.

Antes de dirigirme al aparcamiento, no pude reprimir la tentación y compré otras dos botellas de orujo en el mismo puestecillo donde adquirí el primer par. El vendedor volvió a ofrecerme un vaso para que lo probase, que acepté encantado. El brebaje hizo su efecto enseguida. Más calorcillo. Más energía. Como la poción mágica de Astérix.

Estaba a punto de arrancar cuando un leve movimiento sobre el salpicadero llamó mi atención. Otro escarabajo rinoceronte. ¿O debía asumir ya que era el mismo? Pero si era Fiz, pensé continuando con el juego, eso significaba que la cosa no había funcionado, puesto que si su alma había abandonado su encierro animal, el bicho que se paseaba ante mis ojos no era más que un simple escarabajo y, por tanto, era imposible que siguiera persiguiéndome. El orujo estaba alterando mi percepción de la realidad.

En lugar de seguir dándole vueltas, arranqué y volví a la carretera. Fuese o no un escarabajo poseído, no estaría mal tener un compañero de viaje de verdad. Y encima silencioso.

3. DECEPCIONES

Esa noche dormimos en Cedeira y pude comprobar que no me había equivocado al elegir a Fiz como compañero de viaje. Cuando iba a cogerlo para llevarlo conmigo al hotel, el escarabajo se agarró con tal fuerza al plástico del salpicadero que temí que si seguía tirando de él acabaría arrancándole una pata. Estaba claro que no quería salir del coche. Puede que fuera casualidad, o quizá no, pero al fijarme en el nombre de la calle en la que habíamos aparcado no me extrañó su reacción: Avenida del Generalísimo. Avenida de Sauron. Joder con los gallegos.

Insecto listo.

Después de instalarme, salí a cenar. Almejas, sardinas con cachelos y una botellita de Alvariño. Satisfecho, di un pequeño paseo. Bajo la lluvia, las calles del centro de Cedeira parecían todavía más antiguas y angostas.

Para la jornada siguiente había elegido tres faros.

Fiz me esperaba agarrado al volante. Quizá imaginaba que estaba conduciendo. Me sabía mal interrumpir su diversión, pero teníamos que trabajar, así que lo coloqué sobre el salpicadero y salimos en busca de Punta Robaleira.

Tras visitar ese faro (nulo interés), la frustración empezó a atacarme en el de Punta Candieira. Y eso que el espectáculo que me esperaba al llegar a la cima del cerro tras el que se encuentra el faro me dejó boquiabierto: los elevados y abruptos acantilados, el vasto océano extrañamente en calma, la carretera descendiendo en afiladas curvas, y al fondo el faro, a punto de arrojarse a las tenebrosas aguas… Pero la poesía desapareció enseguida. El edificio del faro resultó, como otros que visitaría en los días siguientes, decepcionante: una breve torre octogonal sobre una anodina construcción rectangular de color blanco con desconchones y de una sola planta (la vivienda del farero), rodeada por una verja oxidada y varios arbustos medio secos. Para redondear la bella estampa, ante la casa había aparcada una destartalada Renault Kangoo. La realidad siempre defraudando.

Aunque lo peor fue comprobar que el camino terminaba allí. Me habría encantado asomarme a ese acantilado brutal cortado a pico que había visto desde lo alto del cerro, pero no se podía ir más allá de la verja, que no sólo impedía el paso sino que domesticaba el lugar.

Tras parar para comer en un bar de carretera, seguimos hasta Punta da Frouxeira, a unos 30 kms. Todo en Galicia está cerca. Aunque eso no significa que se tarde poco en llegar. El tiempo es relativo, pero aquí más. Un efecto al que contribuyen las señalizaciones y rótulos que salpican las carreteras y que, como peligrosas sirenas, están ahí sobre todo para desorientar a los infortunados viajeros.

Tal como temía, espacio y tiempo se aliaron contra mí (algo que me ocurrirá varias veces en los días sucesivos) y tardamos más de una hora en llegar al faro. Esta vez Fiz no protestó cuando lo cogí y me lo metí en el bolsillo de la chaqueta. Seguro que al pobre bicho le apetecía ver algo más que el oscuro plástico del salpicadero. O quizá quisiera comer algo.

El faro de Punta da Frouxeira resultó horrendo. Una solitaria atalaya de hormigón y cristal de unos nueve pisos de alto que en verdad parecía una torre de lanzamiento de cohetes. En miniatura, cutre y sin cohete, claro. Una edificación muy útil, pero sin encanto. Los acantilados que rodeaban la torre tampoco eran gran cosa, comparados con los que ya había visitado.

Estaba a punto de largarme, cuando me fijé en un promontorio muy cerca del mar, a unos cien metros del faro. Un búnker. Decidí echar una ojeada. Al menos no había verjas ni barreras que impidiesen recorrer libremente el lugar.

El búnker estaba bien conservado. Me asomé por la abertura delantera, imaginando, inevitablemente, los cañones o ametralladoras que desde ahí debieron disparar durante la Guerra Civil. Aunque poca guerra vieron esos tipos, pues los combates en Galicia duraron menos de un mes. Los bárbaros que esperaban nunca llegaron. Y así nos fue.

Dejé al escarabajo sobre una planta de hinojo (pensando en que a lo mejor ese plato le gustaría) y me puse a hacer fotos y tomar notas para el libro.

El búnker me hizo pensar en otro que pronto visitaría: el de cabo Prior, muy cerca de Ferrol. De niño había jugado varias veces en él. Jugaba a la guerra. Aunque esa guerra era, evidentemente, la Segunda Guerra Mundial. La del cine. De la otra, la Civil, tardé mucho en oír hablar. Y en esos juegos siempre luchaba en el bando alemán. Algo que al franquista de mi abuelo materno le hubiera encantado, si no hubiera muerto años antes de que yo me paseara por aquel búnker. Aunque yo iba con los alemanes por una cuestión puramente estética: por sus uniformes y cascos y, sobre todo, por la sonoridad de los nombres: Wehrmacht, División Panzer, Lutwaffe. Además, los aviones nazis eran los mejores: el Junker Ju 87 (el peligroso Stuka), el Messerschmitt Bf 109 (mi preferido), el Focker-Wulf Fw 190... Me pasaba horas leyendo sobre ellos. Qué miedo daba ver en las películas a los Stukas con sus alas en V lanzándose a un ataque en picado. Nada que ver con los sosos Spitfire de la RAF, ni con los zeros japoneses y sus ridículos lunares rojos, unos trastos que, encima, siempre acababan chocando (Banzai!) contra los acorazados americanos.

Para acabar de rematar el día, la lluvia nos atacó de nuevo. De no ser así, los tres faros que me había propuesto visitar se hubieran convertido en cuatro, pues el de Cabo Prior no estaba lejos.

Como la carretera nos obligaba a pasar por Ferrol, decidí que lo mejor era hacer noche en la ciudad del Señor Oscuro y visitar Cabo Prior al día siguiente, esperando que la meteorología fuese menos adversa.

Ferrol seguía siendo tan triste y feo como lo recordaba. Aunque algo le otorgaba cierta belleza de la que carecía la última vez que lo visité hace ya diez años: desde 2002, la estatua ecuestre de Franco había dejado de emporcar la ciudad. O burro e o cavalo hai que tiralo era por aquellos años una pintada habitual en las paredes de Ferrol. Yo mismo la había escrito (con un rotulador), tras una larga noche de orujos, sobre el mismo pedestal de la estatua. El Exército Guerrilheiro do Povo Galego Ceive había tratado de hacerla añicos con una bomba, pero sólo le hizo cosquillas. Poco después, otros la pintaron cándidamente de color rosa. Dos acciones que cabrearon a la mitad de los ferrolanos, mientras la otra mitad las aplaudía esperanzada. Sólo tuvieron que pasar 27 años desde la muerte del Dictador para que la ciudad se librase de su efigie.

Por suerte, Ferrol tiene buenos bares y pude relajarme con la perfecta combinación de unas parrochas (sardinas pequeñitas), unas navajas, unos pimentiños, un poquito de queso San Simón (deliciosamente ahumado en madera de abedul) y unas tazas de ribeiro. Galicia calidade.