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ANTONIO MARTÍNEZ RON ENTREVISTA AL

Dr. Lluís Montoliu

Fotografía de Antonio Martínez

Fotografía de Antonio Martínez

Antonio Martínez Ron

Madrid, 1976

Antonio Martínez Ron es periodista y divulgador científico. Ha trabajado como editor de ciencia en diferentes medios de prensa, radio y televisión y es responsable de algunos de los proyectos digitales de divulgación más exitosos en español, como Naukas.com y Fogonazos. es. Trabaja como redactor jefe de Next, la sección de ciencia de Vozpopuli.com y es colaborador de la revista Quo y el programa Te doy mi palabra de Onda Cero. Participó durante dos temporadas como colaborador del programa Órbita Laika (TVE), es autor de los libros El ojo desnudo (Crítica, 2016) y ¿Qué ven los astronautas cuando cierran los ojos?, director del documental El mal del cerebro y creador del podcast Catástrofe Ultravioleta. Su trabajo ha merecido numerosos premios en el ámbito del periodismo científico y la divulgación.

Fotografía de Lluís Montoliu

Fotografía de Lluís Montoliu

Dr. Lluís Montoliu

Barcelona, 1963

Lluís Montoliu es investigador científico del CSIC, investigador del CIBERER-ISCIII, y profesor honorario de la UAM. Licenciado (1986) y doctor (1990) en Biología por la UB, ha realizado estancias postdoctorales en Alemania (DKFZ, Heidelberg, 1991-95), y Barcelona (Veterinaria, UAB, 1995-96). Desde 1997, en su laboratorio del CNB investiga en temas básicos (cómo se organizan los genes en el genoma) y aplicados (modelos animales para el estudio del albinismo). En 2006 fundó la Sociedad Internacional de Tecnologías Transgénicas (ISTT) que presidió hasta 2014. En 2013 fue pionero en la implementación de las técnicas CRISPR en España. Miembro del Comité de Ética del CSIC, siente un gran interés por la formación y la divulgación científica.

DR. LLUÍS MONTOLIU

«Todos somos mutantes»

«Todos somos mutantes»

Hay ocasiones en las que un pequeño cambio marca la diferencia. Estoy en el Centro Nacional de Biotecnología (CNB) y frente a mí tengo el libro de instrucciones de un ser humano en concreto, el genoma de Pepe Solves, una sucesión interminable de letras A, T, C y G en distinto orden. Al mover la rueda del ratón, la pantalla muestra oleadas de letras (los nucleótidos adenina, guanina, citosina y timina) que para un profano carecen de sentido pero que los especialistas han aprendido a leer. Los humanos tenemos alrededor de 3000 millones de letras en nuestro ADN, lo que trasladado a un libro físico ocuparía más de un millón de páginas, con unos 25 000 capítulos a los que llamamos genes. Por fortuna, me advierte Lluís Montoliu, lo que estamos viendo no es el «libro» completo, lo que nos podría llevar todo el día pasando páginas, sino solo uno de los 25 000 genes de Pepe, donde se ha producido un pequeño cambio. Cuando llegamos a la posición 50 453 de las 118 308 letras que componen este gen, el investigador del CNB se detiene. «Fíjate ahí», me dice. «¿Ves este grupo de tres letras compuesto por AAA? Esa A del centro debería ser una C y componer ACA en vez de AAA, de modo que hay un aminoácido llamado lisina en vez de treonina». Lluís hace una pausa, deja de mirar la pantalla y se dirige a mí. «Bueno», me dice, «pues ese único cambio hace que Pepe sea como es: sus ojos no tienen fóvea, su estructura neuronal le impide ver en tres dimensiones y su piel y su pelo no tienen pigmentación. Todo por una puñetera letra».

Fotografía de la pantalla del ordenador del Dr. Montoliu con la imagen de la secuencia de letras de un genoma

Fotografía de la pantalla del ordenador del Dr. Montoliu con la imagen de la secuencia de letras de un genoma

Pepe es una de las alrededor de tres mil personas en España con albinismo. En su caso se trata de albinismo oculocutáneo de tipo 1 (OCA1) y se debe a una mutación en el gen de la tirosinasa, el que acabamos de escrutar con la ayuda de Lluís, pero el albinismo se puede producir en cambios parecidos en otros diecinueve genes.

Fotografía de Pepe

Fotografía de Pepe

Lluís Montoliu lleva más de veinte años investigando esta enfermedad rara en el CNB y gracias a su trabajo se han descubierto detalles que antes se desconocían. Durante mucho tiempo se pensó que se trataba de un mero trastorno de los pigmentos, lo que da a los albinos ese característico pelo blanco y la mirada transparente, pero el problema de fondo se produce en el desarrollo del sistema visual. «La pigmentación es lo que se ve; es la consecuencia, no es la causa», explica Lluís. «El albinismo sigue en los libros en la parte de dermatología, pero es un problema de visión». Gracias a esta investigación, los científicos han entendido también que hay muchas formas de llegar a tener síntomas parecidos, y todos relacionados con mutaciones que interrumpen o dificultan la producción de melanina. También ha permitido que unas plantas más abajo, en el animalario del CNB, Pepe disponga de un «ratón avatar», es decir, un ratón en el que se ha reproducido una mutación en la misma letra que él tiene cambiada y se puedan probar terapias. «Gracias a las herramientas de edición genética CRISPR», explica Lluís, «hemos pasado de hacer modelos animales genéricos a hacer el modelo de Antonio, de María o de Pepe García Alonso, a quien hemos diagnosticado en el laboratorio y sabemos cuál es su alteración». En otras palabras, los científicos pueden ensayar con el ratón de Pepe los posibles tratamientos que podrían ir bien para él. Pero antes de profundizar en esto vamos a intentar entender, con la ayuda de Lluís, qué es una enfermedad rara.

«En realidad todos somos mutantes», me explica en una soleada mañana de diciembre, después de hojear el genoma de Pepe. «Lo que pasa es que las mutaciones se pueden ver más o menos evidentes. Las personas pelirrojas, por ejemplo, también son mutantes. Tienen una mutación en uno de los genes que codifica un receptor que determina el tipo de color de pigmento. La normalidad es un término estadístico que no existe. ¿Qué es normalidad?», se pregunta. Lo que viene a decir es que todos tenemos alguna alteración genética y esta se manifiesta unas veces sí y otras no. «La mayoría de mutaciones o alteraciones genéticas que afectan a las personas no son tan groseras o tan fulminantes como que un gen deje de funcionar totalmente», explica. «La mayoría son pequeñísimas mutaciones, de apenas una letra, y tenemos tres mil millones de letras. Es decir, que cualquier persona tiene muchísimas diferencias genéticas con cualquier otra. Esto nos hace distintos, afortunadamente, porque mantiene la diversidad genética, pero algunas de estas variantes tienen consecuencias patológicas». ¿Cuándo empieza la enfermedad? Cuando uno de estos cambios en la secuencia de ADN supone una serie de síntomas clínicos que alteran tu calidad de vida.

Los cambios más frecuentes en el libro de instrucciones que dan lugar a una enfermedad rara suelen ser de dos tipos: las de cambio de sentido y las mutaciones sin sentido. Las primeras son como las de Pepe, un cambio en un nucleótido da lugar a que se exprese un aminoácido distinto y la producción de proteínas se vea alterada. En el segundo caso una letra introduce una señal de «stop» en el genoma y se construyen proteínas de menor tamaño. En el caso de Raúl Gay fueron las instrucciones en la etapa embrionaria las que provocaron un desarrollo alterado de las extremidades, pero hay otros muchos cambios que dan lugar a las 7000 enfermedades raras o minoritarias que conocemos hoy día. Una alteración en las instrucciones que regulan los vasos sanguíneos da lugar a la telangiectasia hemorrágica hereditaria, en la que los pacientes padecen frecuentes sangrados de nariz y terminan sufriendo daños en el hígado; un cambio en el sistema que regula la inflamación produce el llamado síndrome PAPA, un trastorno del sistema inmune que se manifiesta con inflamación de las articulaciones y termina en un montón de operaciones quirúrgicas y la colocación de prótesis; y un cambio en la producción de una proteína conocida como ATP7B hace que la persona no consiga expulsar el cobre de su organismo y este se acumule en los tejidos, lo que se conoce como enfermedad de Wilson. Podríamos seguir enumerando trastornos hasta llegar a los 7000 documentados, pero ni siquiera sabemos cuántos hay. «Cada uno de los 25 000 genes hace una función y uno podría pensar que cuando uno de estos genes deja de funcionar se va a establecer una condición genética y en algunos casos una enfermedad determinada», explica Lluís. «Probablemente muchos de estos genes son tan importantes que cuando dejan de funcionar ya no hay un desarrollo embrionario, con lo cual ya no nace esa persona y no conocemos esa enfermedad porque no se establece». De hecho, dado que estos cambios aparecen una y otra vez como consecuencia de esta lotería genética, se puede decir que aparecen nuevas enfermedades raras todo el tiempo.

Detalle de la imagen de la secuencia de letras de un genoma

Detalle de la imagen de la secuencia de letras de un genoma

«Puede haber una mutación heredada de muchas generaciones y otra que apareció anteayer», insiste Lluís. ¿Y cuáles son las causas? A veces no hay que buscar la respuesta en elementos externos, el propio sistema de replicación del ADN comete errores. «La mayor parte de las veces se repara, pero a veces ese sistema de reparación no funciona correctamente y se nos cuela un gazapo. Y ese gazapo, si no es reparado, ya queda ahí por los siglos de los siglos y de repente hemos creado una mutación donde no la había. Esto está ocurriendo permanentemente». Otras mutaciones se introducen de forma externa, debido a la radiación cósmica que recibe nuestro organismo todo el tiempo o porque alguna sustancia química altera nuestro material genético. Todos los seres vivos estamos sometidos a estos cambios que en biología se llaman «deriva genética» y tienen consecuencias positivas desde el punto de vista evolutivo, pues le dan variabilidad al sistema. «Frecuentemente pensamos que esas mutaciones son todas negativas, pero no necesariamente lo son», dice Lluís. «Las mutaciones de repente pueden ganar una función nueva que no teníamos. De pronto aparece un gen que no aparecía en las células del hígado y le da una capacidad nueva para detoxificar algún tóxico». De hecho, algunas mutaciones genéticas en determinados individuos nos han ayudado a desarrollar nuevas estrategias contra enfermedades, como en el caso del sida. «Hace unos años», recuerda el investigador, «se descubrió un grupo de personas que a pesar de estar conviviendo en entornos muy propensos a estar afectados por el VIH no desarrollaban la enfermedad. Y cuando se estudió a estas personas se descubrió que eran mutantes para un receptor que el virus necesita para entrar en la célula. Cuando esta puerta estaba cerrada, el virus no entraba en la célula; estas personas podían estar tranquilamente expuestas al virus y no resultaban infectadas. Esto dio pie a descubrir la presencia de esta puerta, que no conocíamos, y a que ahora, con las nuevas técnicas de edición genética, haya en marcha varios ensayos clínicos que pretenden inactivar esa puerta para prevenir la infección».

Otro aspecto que a menudo se nos olvida es que muchos de nosotros podemos ser meros portadores de estas mutaciones, que no se manifiestan en nuestro organismo, pero que si tenemos descendencia con una pareja que también los porta entran en el bombo de la lotería genética. «Tenemos que acordarnos de que en cada gen tenemos siempre dos copias, una de la madre y otra del padre», describe Lluís. «Normalmente (no siempre) la enfermedad rara de base genética se establece cuando las dos copias están alteradas. Lo cual quiere decir que la mayoría de nosotros podemos permitirnos el lujo de transportar copias anómalas, porque la otra lo suple». De la misma manera, alguien con una enfermedad rara no tiene por qué transmitir la enfermedad a sus hijos, simplemente tiene una posibilidad entre cuatro (en el caso más extremo, en el que su pareja también tenga la mutación). Para hacerse una idea, me cuenta Lluís, en albinismo se sabe que una de cada cincuenta personas, de cualquier grupo, porta alguna mutación en alguno de los veinte genes implicados en la enfermedad. «Con lo cual tienes una relación con una pareja y puede ser una de esas cincuenta», explica. «Si haces las cuentas, resulta que la probabilidad es de 1/10 000 y la estimación de la presencia de albinismo en la población actual es de 1/17 000, que no es demasiado diferente». El síndrome de Roberts que afecta a Raúl Gay es todavía más raro y se han documentado poco más de un centenar de casos en el mundo. Por eso lleva algo de razón cuando dice que le ha tocado «el euromillón de las enfermedades raras».

La trayectoria de Lluís Montoliu como investigador es un buen resumen de cómo ha evolucionado el conocimiento del albinismo y de otras enfermedades minoritarias. Hacia el año 1992 estaba en un centro de Heidelberg (Alemania) y había pasado de investigar en plantas a trabajar con un modelo de ratones albinos, característicos por su pelaje blanco y sus ojos rojos (la falta de pigmentación permite ver la sangre de la retina). Un día, un experto en oftalmología de Londres, Glen Jeffery, le llamó y le pidió permiso para trabajar con sus ratones. «Porque tú sabes que los ratones albinos son ciegos, ¿verdad?», le dijo. Y curiosamente Lluís no lo sabía. «Yo estaba con un modelo que creía que era de pigmentación, en aquel momento era una alteración dermatológica», recuerda. Entonces descubrió que en las personas albinas no hay ni rastro de mácula en la retina y que el cableado neurológico, la conexión de los ojos con los hemisferios, les impide tener visión tridimensional. De modo que, aunque todo el mundo se fija en el pelo blanco de los albinos, lo que de verdad les afecta es que apenas pueden ver. «Ve muy mal, su agudeza visual es generalmente inferior al 10 %, el límite de la ceguera legal», explica el científico. «Su distancia focal está a 80 cm o 1 m. Todo lo que esté más allá es la nada más absoluta».

La segunda experiencia que marcó la carrera de Lluís y su relación con el albinismo tuvo lugar el 22 de enero de 2005. Aquel día recibió un correo electrónico de Carlos Catalá con un mensaje que cambiaría su forma de ver la enfermedad. Hasta el punto de que Lluís tiene impreso aquel e-mail y lo ha colocado en el tablón que tiene sobre su escritorio, con el título del asunto bien visible: «Mi hijo es albino». En el mensaje le explicaba las circunstancias personales de él y de otros padres con hijos albinos y le invitaba a dar una charla en Alicante, para explicarles a él y otras personas en qué consiste la enfermedad. «Aquel día me encontré con una sala llena de padres con hijos con albinismo, unas cincuenta personas, y aquello fue impactante», recuerda emocionado. «Tú vas con tu charla pensada de investigación básica en ratones y en ese momento tienes que cambiar el chip sobre la marcha, tienes que empezar a trabajar en otro lenguaje con las personas». Aquel día comenzó su implicación más profunda con los pacientes; al año siguiente fundó la asociación ALBA con ayuda de otros y por las mismas fechas su grupo pasó a formar parte del Centro de Investigación Biomédica en Red de Enfermedades Raras (CIBERER). «En nuestro caso hemos pasado de trabajar en albinismo como algo tangencial a hacer de ello la parte principal del laboratorio», asegura. «Es un tema de responsabilidad social, porque no hay nadie más que trabaje en albinismo en España. Tengo la sensación de que si lo dejo yo, no lo hace nadie».

«El síndrome de Roberts que afecta a Raúl Gay es todavía más raro y se han documentado poco más de un centenar de casos en el mundo».

Y todo esto, ¿cómo se traduce en posibles tratamientos? De manera muy paulatina se están encontrando posibles maneras de tratar a distintos tipos de pacientes con albinismo. Pero la gran esperanza de todos los investigadores en enfermedades raras es la técnica de edición genética que ha revolucionado la biomedicina: las famosas tijeras genéticas CRISPR. Por resumirlo de manera muy sencilla, CRISPR se basa en un mecanismo del sistema inmune de las bacterias, descubierto por el español Francis Mojica, que corta trozos del genoma a la carta. Mediante partículas virales específicas, que son como autobuses que viajan hasta el órgano o la zona que queremos tratar, podemos hacer llegar esta herramienta a las células y una vez allí programarla para cortar un fragmento del genoma muy concreto. Una vez cortado el trozo «averiado», entra en acción el mecanismo de autorreparación de la célula, que intentará reconstruir la cadena de ADN con lo que pille. Es por eso que se dejan copias sueltas del fragmento de gen reparado para que la célula ponga una en su sitio y solucione el problema, de modo que la función que se había perdido quede restaurada. «El molde que le das a la célula es la secuencia intacta del gen que tiene corregida la pequeña mutación que sabíamos que era la causa de la enfermedad», explica Lluís. «Con lo cual el gen va a empezar a funcionar y un número significativo de células harán lo mismo, lo que puede suponer la diferencia entre la vida y la muerte para una persona».

Son estas herramientas las que han permitido crear ratones avatar como el de Pepe, que tiene la misma letra cambiada que él en el gen de la tirosinasa. El proyecto con el que trabaja el equipo de Lluís en el CIBERER está destinado precisamente a generar este tipo de avatares. «El avatar de Pepe es extraordinario para desarrollar una estrategia terapéutica de CRISPR», explica el científico. «Puedo pedir a la herramienta que donde esté la A me vuelva a poner la C, eso a nivel molecular es muy fácil de hacer». En este caso se mandaría una partícula viral con el CRISPR programado a las células pigmentarias del ratón de Pepe para ver qué sucede. Lo que se ha visto en otros casos es que nacen «ratones mosaico», que presentan una recuperación de pigmentación por zonas porque la estrategia funciona en algunas células y en otras no. «Esta es una de las limitaciones de las herramientas CRISPR, la indeterminación. Si metes CRISPR en las células pigmentarias al ratón Pepe, sería esperable que tuviera un patrón nuevo de pelaje y esperaríamos que de alguna manera se restaurara en parte su visión, pero no sabemos en qué porcentaje».

Si algún día se consigue restaurar parte de la visión de una persona con albinismo será un paso de gigante, pero para eso aún faltan muchas pruebas y CRISPR tampoco es la panacea. «Por lo menos ahora se nos abren posibilidades que antes simplemente no existían, esto era ciencia ficción hace tres años», afirma Montoliu. «El hecho de tener los ratones avatares de todas las personas diagnosticadas nos permite verificar qué es lo que le pasa a cada uno de estos ratones y pensar qué puedo hacer que le permita restaurar su función, con la idea de trasladar esa estrategia a la persona». El objetivo más realista en el caso del albinismo sería conseguir recuperar pigmento y aumentar el número de fotorreceptores, lo que podría aumentar la capacidad visual considerablemente, pero poco se puede hacer respecto a los problemas congénitos. Esto también significa que en casos como el de Raúl Gay la herramienta no aportaría grandes avances. Pero aun así, muchos se atreven a soñar con que CRISPR nos permita en breve mejorar la calidad de vida de las personas que sufren enfermedades raras. «Lo que no va a haber, y esto hay que tenerlo muy claro, es un tratamiento genérico universal, esa es la letra pequeña del contrato», me dice Lluís. «A no ser que se produzca una sustancial reducción de los costes, esto sería inviable como tratamiento genérico», concluye. «Será trasladable a determinados pacientes, pero trasladarlo a todos no sabemos cómo se va a hacer. Aunque por lo que hemos visto hasta ahora con CRISPR, no podemos cerrar la puerta a nada».

RAÚL GAY

Retrón

Querer es poder
(a veces)

COLECCIÓN

Vidas Interrogantes

RAÚL GAY

Retrón

Querer es poder
(a veces)

Raúl Gay

Zaragoza, 1981

Raúl Gay es licenciado en Ciencias Políticas y máster en Periodismo por la Universidad de Zaragoza. Trabaja desde hace una década en prensa, televisión y comunicación. Fue redactor en los informativos de Aragón Televisión durante siete años y ha escrito, con asiduidad, sobre temas sociales y culturales en medios como Heraldo de Aragón, eldiario.es o ctxt.

A lo largo de dos años, coeditó el blog sobre discapacidad de eldiario.es: De retrones y hombres, ganador del Premio Zangalleta 2013, otorgado por la Fundación DFA. De ese espacio, surge la idea de este libro.

Fotografía de Raúl Gay

Fotografía de Raúl Gay

© Del Autor:

Raúl Gay

© Next Door Publishers

Primera edición: abril 2017

ISBN: 978-84-946669-1-9

Reservados todos los derechos. No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea mecánico, electrónico, por fotocopia, por registro u otros medios, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright.

Next Door Publishers S.L.

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Tel: 948 206 200
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www.nextdoorpublishers.com

Impreso por Liberdúplex
Impreso en España

Diseño de colección: Ex. estudi
Fotografías: Jaime Oriz
Dirección de la colección: Oihana Iturbide
Editora: Laura Morrón
Corrección y composición: NEMO Edición y Comunicación
Entrevistador: Antonio Martínez Ron
Fotografías entrevista: Ana Yturralde y Ángel L. Fernández

La discapacidad es una mierda y, pese a ello,
se puede ser moderadamente feliz.

Retrón no es un libro sobre discapacidad al uso.

No es un catálogo de lamentaciones.
No es un relato de superación.
No es un manual de autoayuda.

Es una mirada honesta a la discapacidad desde dentro.

En estas páginas hay sangre.
En estas páginas hay humor.
En estas páginas hay sexo.

...

En estas páginas no hay tabúes.

¿Te atreves?

Índice

Prólogo

Introducción

Cosas que puedo y no puedo hacer

Focomélico

Todos distintos, todos iguales

El pirata Roberts

Las palabras y las cosas

Tullido

Deficiente

Inválido

Minusválido

Disminuido

Subnormal

Anormal

Discapacitado

Dependiente

Persona con diversidad funcional (PDF)

Persona con capacidades diferentes

En el inicio

Literatura y enfermedad

Sísifo escayolado

A de anestesia

Arena en las ruedas

B de báscula

Forrest Gump en Zaragoza

Querer no es poder

El último de la fila

C de cicatriz

En carne viva

D de drenaje

Cantando arias en el hospital

Metro veinte

De plástico y huesos

WC

El diablo sobre ruedas

E de espejo

Hablemos de sexo

F de familia

La realidad y el deseo

El año que fui retrón

1. Antes de todo lo malo

2. Valencia

3. Calor en el quirófano

4. Ataque de locura

5. El descubrimiento del miedo

6. Cambios

7. Sin novedad en el frente

8. Cosas que aprendí

9. Vuelta al quirófano

10. Happy end

11. Fiesta

Mens sana in corpore tullido

El día de la independencia

G de gafas

Asistente personal, primera parte

P de pandilla

Asistente personal, segunda parte

R de ropa

De Meetic al altar, primera parte

Miradas

De Meetic al altar, segunda parte

S de sueños

Vivir con un retrón, por Elena Castelló

Sobre la felicidad

Epílogo

Transhumanismo, los arquitectos del futuro

Los cambios

Longevidad

Modificación genética

Aumento de la inteligencia

Cyborgs

Los «profetas»

Ray Kurzweil

Nick Bostrom

Aubrey de Grey

Gregory Stock

Kevin Warwick

El debate: en contra

El debate: a favor

Entrevista al Dr. Lluís Montoliu «Todos somos mutantes»

IÑAKI GABILONDO

Prólogo

Prólogo

El primer día que asistí a un concierto del barítono alemán Thomas Quasthoff tardé un cuarto de hora en poder oírle. Como la mosca en la telaraña, mis ojos habían quedado atrapados en su cuerpo, de tal forma que quedó anulada mi capacidad auditiva. Víctima de aquella maldita talidomida, Quasthoff no medía más de un metro veinte, carecía de brazos y unas pequeñas manos colgaban cerca de sus hombros. Sentado en un taburete y acompañado por un pianista, comenzó a cantar.

Todos los asistentes sabíamos de sobra lo que nos íbamos a encontrar. Así y todo, era evidente que la sala miraba sin oír. También era evidente que él no lo ignoraba.

Poco a poco, de la mano de la música, fueron apareciendo el ser humano y el artista. Su personalidad había asaltado nuestra mente y nuestro corazón. El orden había sido restablecido. Su discapacidad era un dato de la comunicación, no el dato. Una voz de terciopelo, redonda y cálida, nos sacó de una hipnosis y nos llevó a otra, la de su arte.

Algo parecido me ha ocurrido con Raúl. La lectura de su libro me ha marcado dos tiempos. El primero ocupa toda la superficie del relato. Es la aventura vital, casi una epopeya, con sus vicisitudes, emociones y contratiempos. Una navegación a contracorriente en las aguas más bravas. Una historia que Raúl nos cuenta sin misericordia, ni para nosotros ni para él, que repasa su vía crucis médico, con sus brutalidades incluidas, y que no ahorra las rachas negras de llanto, miedo, desesperación y pánico. Pero, en paralelo, nos ofrece un proceso luminoso: su combate por conquistar su espacio en la vida y en la sociedad, hasta alcanzar el trabajo profesional, la emancipación, el amor y el matrimonio.

Sin impudicias ni falsos pudores, Raúl nos revela secretos, grandezas y miserias de una cotidianeidad singular que sabe nos llena de curiosidad. Y lo hace, a mil kilómetros de distancia del morbo, para que podamos comprenderle y, así, comprender.

Porque lo que mueve a Raúl no es el narcisismo, sino la voluntad de transmitir experiencias que puedan contribuir a alumbrar la nueva normalidad, esa que se alcanzará cuando el mundo acepte de una vez por todas que la fauna humana es heterogénea, integrada por seres limitados —todos lo somos en un grado u otro— que han de vivir sumando sus capacidades limitadas.

Por eso, el segundo tiempo de la lectura al que me refería, es al que llegué cuando casi se me había olvidado la focomelia, las órtesis, el síndrome de Roberts; cuando Raúl había pasado a otro plano, donde seguía siendo retrón, pero era sobre todo un hombre inteligente, periodista, casado con Elena, lector, aficionado a la música, que compartía con nosotros experiencias y reflexiones de gran valor social. Porque un joven al que le horroriza la exageración y que no admite la menor autocomplacencia, enriquecido con la sabiduría que dan el dolor y la lucha, debe ser oído cuando aconseja. Nos dice que hay que intentarlo todo y pelear por conseguirlo, pero reconocer lo que no se puede, porque «querer no es poder»; identificar el gigantesco abismo de la desigualdad, pues «hay más diferencia entre un rico y un pobre que entre quien camina y quien va en silla de ruedas»; meditar sobre la responsabilidad de nuestras decisiones en la vida de los demás (el profesor que sentencia: «por mis cojones que Raúl no entra en mi colegio», frente al «por mis ovarios que sí entrará», de una mujer decisiva), y, sobre todo, atreverse a acercarse a los distintos, porque «tememos a lo que no conocemos».

Este libro-confidencia es como un iceberg. Debajo del octavo visible podemos imaginar los siete octavos de invisible verdad maciza, de titánicos esfuerzos, desfallecimientos y grandes minúsculas victorias.

Y entre lo invisible, se me ha alzado como un monumento la sombra gigante que acompaña esta historia: los padres de Raúl. Una presencia colosal, a pesar de la intencionada discreción con que se les aleja del foco. Una emoción, un calambre, de los muchos que atraviesan el relato.

Iñaki Gabilondo

Introducción

Todos los bípedos se parecen pero cada retrón lo es a su manera

Leon Tolstoi, si hubiera escrito Ana Karenina discapacitada

Mi vida laboral ha consistido en hacer cosas que, en un principio, no deseaba. Después, casualmente, me han enganchado.

Hace mucho que no veo la televisión; en casa ni siquiera están ordenados los canales y la encendemos únicamente para conectar el Mac y ver series o películas. Sin embargo, durante siete años trabajé en los informativos de Aragón TV.

Nunca quise hablar de discapacidad en mis diferentes blogs y terminé por editar, junto con Pablo Echenique, un espacio llamado De retrones y hombres en eldiario.es. Disfruté durante dos años de la experiencia de publicar un post semanal que leían personas de toda España; recibí comentarios maravillosos, normales y agresivos; aprendí mucho sobre la discapacidad al entrevistar a personas con diferentes problemas físicos; y gracias a ese espacio conocí a Elena, hoy mi mujer. Del blog surge, en gran medida, este libro.

Nunca quise escribir un libro sobre mi discapacidad porque no era algo que «había ganado». Es como estar orgulloso de ser español, o blanco: es algo dado. La discapacidad es innata en mí; es una característica muy importante y que ha marcado mi vida, pero no es un logro.

Sin embargo, aquí estoy. La culpa la tiene Oihana Iturbide, que un buen día me envió un mensaje directo en Twitter y me propuso escribir un libro para su editorial. Acepté al instante.

¿Debía escribir doscientas páginas sobre una situación, sin más? No me gustaba. La idea de hablar de superación y ejemplo para otros tampoco me satisfacía. Cualquiera puede relatar su trayectoria desde esa perspectiva; casi todos hemos tenido que pelear y aprender y mejorar. Si tu única herramienta es un martillo, todo serán clavos. Si tu único argumento sobre la discapacidad es que ayuda a «superarse», todo serán retos.

Me gustaría ampliar mi caja de herramientas y hablar de la discapacidad con honestidad. Eso significa que el lector va a saber cuánto sangré en una operación, lo complicado que es necesitar ayuda para ir al baño y lo que duele no ligar con normalidad porque no tienes brazos. Ah, también habrá humor.

Es fácil deslizarse hacia la didáctica y decir que todas las personas con discapacidad son como yo; alguna vez he caído en ese error. Trataré de evitarlo y por eso la paráfrasis de Tolstoi encabeza este libro. Mis experiencias, mis sensaciones… lo que es bueno o malo para mí seguramente no lo será para otro. No es comparable carecer de brazos con carecer de visión, por ejemplo. Quien quiera entender la discapacidad con este libro, no lo logrará; es un mundo demasiado amplio y diverso.

Quiero presentar en esta introducción varias afirmaciones que sirvan al lector para saber lo que se va a encontrar (y, de paso, obligarme a cumplir con ellas):

No es un libro de superación (aunque algún ejemplo hay).

No es un libro de autoayuda (aunque algún consejo doy).

No es una autobiografía (pero sí hablo, y mucho, de mí mismo).

Es una mirada honesta a la discapacidad desde dentro.

Es una reflexión sobre la discapacidad en la España de 2017 cuando provienes de una familia de la anteriormente conocida como clase media.

Allá vamos.

Cosas que puedo y no puedo hacer

1.No puedo empezar el día sin ayuda de otra persona.

2.No puedo vestirme solo.

3.No puedo ducharme solo.

4.Puedo mear solo.

5.Puedo cagar solo.

6.No puedo limpiarme después de cagar.

7.Puedo escribir a ordenador, bastante rápido.

8.No puedo escribir a ordenador en cualquier sitio, sino en una mesa que esté a determinada distancia de la silla.

9.No puedo utilizar el teclado incorporado en los portátiles.

10.Puedo utilizar un ratón estándar, pero acabo con dolor de mano y prefiero uno pequeño.

11.Puedo comer con tenedor y mis propias manos.

12.No puedo partir la carne.

13.Puedo sostener el móvil con mi mano izquierda varios minutos; con mi mano derecha solo unos segundos.

14.Puedo liarme un cigarrillo.

15.Puedo encenderlo con la vitrocerámica.

16.Puedo follar.

17.No puedo desnudarme para follar.

18.Puedo bajar escaleras sentado, como si fueran un tobogán.

19.No puedo subir escaleras sin ayuda.

20.Puedo entrar a bares con escalones, si dejo la silla en la calle.

21.No puedo sujetar durante muchos segundos una pinta de cerveza; prefiero pedir media.

22.Puedo afeitarme con cuchilla o maquinilla, y no suelo cortarme.

23.Puedo cepillarme los dientes, aunque mi dentista dice que debo frotar más fuerte.

24.No puedo peinarme por las mañanas.

25.Puedo peinarme por las tardes, cuando ya me han peinado antes.

26.Puedo estudiar, siempre que me guste lo que estudio.

27.Puedo trabajar, aunque no en la mina.

28.Puedo rascarme la espalda, si hay una pared adecuada cerca.

29.Puedo ir a hacer la compra, si hay clientes simpáticos que meten lo que pido en la bolsa que cuelga de la silla.

30.Puedo meter la compra en la nevera, aunque tardo bastante.

31.Puedo conducir una silla a 10 kilómetros por hora, borracho, y llegar a casa sin haber atropellado a nadie ni recordar cómo he llegado a casa.

32.No puedo subir en un ascensor si los botones están altos.

33.Puedo trabajar en comunicación online.

34.No puedo utilizar un iPad.

35.Puedo untar Nutella en una tostada de pan, aunque me mancho la cara y la camiseta.

36.Puedo cocinar, pero no sin liarla parda.

37.Puedo bajar una persiana tradicional, estirando de la cuerda.

38.No puedo subir una persiana tradicional.

39.Puedo subir y bajar una persiana a motor.

40.Puedo levantarme del suelo, si hay una silla cerca en la que apoyarme.

41.Puedo coger una cerveza de la nevera, si no está en el fondo.

42.Puedo sonarme la nariz, siempre que pueda apoyarme en algún mueble a unos noventa centímetros de altura.

43.Puedo hacer break-dance.

44.No puedo levantarme tras hacer break-dance.

45.Puedo ponerme una camiseta.

46.No puedo abrocharme el abrigo.

47.Puedo leer un libro de papel sin sujetar las páginas con un cortafríos, pero me canso.

48.Puedo leer en libro electrónico, siempre que esté apoyado en una superficie a una altura determinada.

49.Puedo escribir en el móvil con mi labio inferior.

50.Puedo escribir los versos más tristes esta noche, pero si lo hago a mano nadie va a entenderlos.

Focomélico

Varios años después de terminar el instituto, en Zaragoza, recibí un libro en el que se conmemoraba la primera década del centro. Algunas páginas estaban dedicadas a recordar a alumnos que habían pasado por sus aulas: habían colocado fotos de aquella época y debajo podía leerse el nombre y la profesión que cada uno desempeñaba en el momento de la publicación. Se asemejaba a esas cenas de exalumnos que aparecen en las películas estadounidenses, en las que treintañeros calvos y con barriga se reencuentran y su forma de medirse es el trabajo y el nivel de ingresos. En esas fotos del libro podía leerse: «Manuel del Diego, periodista» o «Marta Palacín, médico». En mi caso, escribieron: «Raúl Gay, focomélico».

Obviamente, focomélico no es una profesión. Como mucho, puede serlo en el sentido que dio Carmen Sevilla a parapléjico en aquella leyenda urbana. No sé qué es más curioso, que pusieran mi síndrome en lugar de mi profesión o que supieran qué tengo realmente.

Según Wikipedia, la focomelia es una enfermedad cuyo nombre, etimológicamente, significa ‘miembros de foca’. Esto acabo de descubrirlo ahora mismo, ese es el grado de curiosidad que he tenido sobre «lo mío». Durante años, cuando me preguntaban, respondía simplemente: «Nací así». Hoy mismo, un niño de unos cinco años ha preguntado a su madre por qué tengo las manos pequeñas (suelen fijarse en las manos y no en la ausencia de brazos) y ella ha respondido igual que yo.

La focomelia entra en esa amplia categoría de las enfermedades raras. Existen varias causas para que un bebé nazca con focomelia: que la madre haya tomado talidomida, que el feto haya recibido algún tipo de radiación o que exista un componente genético.

La talidomida fue un medicamento indicado para mitigar las náuseas durante el embarazo que se vendió durante los años cincuenta y sesenta del siglo XX. Entre los efectos secundarios, hubo uno con el que no contaron: los niños nacían sin brazos o sin piernas. Miles de bebés en todo el mundo nacieron con serias malformaciones (muy parecidas a las mías).

La droga fue sintetizada, patentada y comercializada por un laboratorio alemán, Grünenthal. Esta compañía había sido fundada tras la Segunda Guerra Mundial por Hermann Wirtz, un antiguo miembro del partido nazi cuya familia poseía fábricas de jabón y perfumes. No es raro que en la Alemania de esos años alguien con dinero hubiera pertenecido al partido nazi (también aquí buena parte de las fortunas de hoy eran antes franquistas), pero sí es interesante conocer los nombres de las personas a las que llamó para formar parte de su equipo cuando fundó la empresa farmacéutica.

Una de esas personas se llamaba Otto Ambros y poco antes del nacimiento de Grünenthal había sido condenado por crímenes de guerra en los juicios de Núremberg por haber contribuido a inventar el gas sarín. Estados Unidos decidió liberarlo de la cárcel a cambio de su asesoría en armas químicas para el ejército. Otro fue Heinrich Mückter, director de investigaciones en la compañía. Durante la guerra había dirigido experimentos sobre el tifus con presos en Cracovia: inoculaba el virus en sus cuerpos en busca de una vacuna. Muchos de ellos murieron.

Esta gente tan maja vendía la talidomida como un remedio para tratar la ansiedad, el insomnio, la gastritis… Eran varias las dolencias que supuestamente mitigaba, pero la estrella eran las náuseas durante el embarazo. Miles de mujeres tomaron talidomida para encontrarse mejor durante los meses previos al parto y, en el momento de dar a luz, descubrieron que a sus bebés les faltaban miembros. A veces una mano, a veces medio brazo... y otras veces no había nada más que un tronco y una cabeza.

Los tribunales de España han rechazado que Grünenthal indemnice a los cientos de personas afectadas en nuestro país. Nacieron en los años cincuenta y sesenta y, según el tribunal, debieron denunciar al cumplir la mayoría de edad. Ahora todo está prescrito.

Muchas veces me han preguntado si yo era otro hijo de la talidomida, pero no: nací en 1981, dos décadas después de aquel crimen. Quedan entonces las opciones de la genética o la radiación.

Hace un tiempo, cuando mi chica y yo decidimos ir en serio, nos planteamos solicitar un estudio genético para saber no la causa de mi malformación, que no es muy importante, sino si un futuro hijo nuestro nacería con todos los miembros en su sitio. Spoiler: en principio, sí.

Según el informe médico, mi focomelia (que sería el síntoma, por así decirlo) deriva del síndrome de Roberts, una enfermedad de la que jamás había oído hablar. Y este síndrome, por fortuna, no es hereditario. Así que espero que nuestro hijo o hija tenga brazos y piernas fuertes porque ya estamos pensando que tendrá que aprender a cocinar pronto y ser lo más independiente posible; su padre no lo va a coger mucho en brazos.

Este informe desmonta la teoría predominante en mi familia: la radiación. En 1981, año de mi nacimiento, mis padres trabajaban en una empresa llamada Proyex. Esta compañía se dedicaba a ensayos y análisis técnicos y trabajaban con material radiactivo. Se supone que mi madre trabajó mientras estaba embarazada y algo de esa radiación pasó al feto. Es posible. Ahora vemos en las áreas de radiología de los hospitales carteles que dicen: «Si está embarazada o cree que puede estarlo, comuníquelo», pero en esa época no había tanta seguridad.

Otra posibilidad es que a mis padres les diera un calentón un martes cualquiera y decidieran satisfacer sus deseos sexuales en el almacén, donde se guardaban las varitas radiactivas y fluorescentes (tipo Homer Simpson en la central nuclear) en cajas de cartón.1 Es una opción entre divertida y bíblica (la manzana mordida y la serpiente), pero todos sabemos que los padres no hacen esas cosas, ¿verdad?

Lo cierto es que no importa la causa. Tal vez ni siquiera exista una causa. Hay una fuerza poderosa en este planeta que se llama azar y suele actuar casi a diario.

La cultura judeocristiana y la educación que han recibido muchas generaciones de españolitos (gracias, Franco) han fomentado un sentimiento de culpa en mis padres. Esto lo hemos hablado alguna vez y estoy seguro de que es algo relativamente extendido entre padres con hijos cascaos.

Pero shhh, un secreto: la culpa es un invento. Las cosas suceden y punto. A veces son cosas buenas y a veces son cosas malas. Esto no significa que piense: «¡Qué suerte tengo de no tener brazos!» pero no hay que fustigarse.

Propongo al lector un experimento mental. Mañana te despiertas y en lugar de estar en tu casa te encuentras en una sala vacía, con paredes blancas. Una voz desde unos altavoces escondidos te da a elegir: puedes vivir el resto de tu vida en España, en una silla de ruedas, o puedes vivir con tus brazos y tus piernas en Somalia. ¿Qué eliges?

No sé tú, pero yo lo tengo claro. Por el mero hecho de vivir en España y en este siglo, estoy en mejores condiciones sanitarias, educativas y económicas que la mayor parte de la población mundial en toda la historia.

Ahora bien, si el señor de los altavoces me propusiera vivir con brazos y piernas normales en España, le daría el sí quiero. Elena dice que estaría muy raro con brazos y que le gusto como soy, pero tengo la sensación de que se acostumbraría pronto.

Nota

1En estos casos, antes de que el cigoto se implante en la mucosa del útero (etapa de preimplantación) hay una elevada mortalidad; la radiación en ese momento del desarrollo no origina una alta incidencia de anomalías congénitas. Una vez que tiene lugar la implantación y se inicia la diferenciación celular característica de la fase de la organogénesis, deja de ser probable la muerte del embrión, pero sí se pueden producir anomalías estructurales y deformidades.

Todos distintos, todos iguales

Al inicio de este libro hay una cita falseada de Tolstoi. Retuerzo la conocida frase inicial de Ana Karenina, que tanto se ha utilizado en los medios de comunicación, para hablar de la discapacidad. Todos los bípedos se parecen, pero cada retrón lo es a su manera.

Es una realidad que se obvia en demasiadas ocasiones, tal vez por puro desconocimiento. Como todos los bípedos se parecen, desde el inicio de los tiempos se han diseñado objetos y se han articulado modos de pensar adecuados a personas que poseen dos brazos y dos piernas funcionales, cuyos sentidos están en perfecto estado y con un nivel cognitivo medio. Es lógico. Si desde el principio los humanos hubiéramos tenido dos aletas en lugar de brazos, el mundo sería muy diferente (esto no significa que el mundo esté mal diseñado, sino que los discapacitados somos la excepción).

Hay personas blancas y negras, altas y bajas, heterosexuales y de otras orientaciones… Durante siglos nos hemos fijado en esos detalles superficiales para marcar diferencias, pero es mucho más lo que hay en común: un bípedo neoyorkino blanco homosexual y católico puede caminar, ver o pensar igual que un bípedo negro de Mogadiscio musulmán y heterosexual. Ninguno necesita ayuda para vestirse, ninguno utiliza silla de ruedas para moverse, los dos pueden realizar trabajos físicos ordinarios o comunicarse con personas de su entorno de forma habitual.

Pero si entramos en el terreno de la discapacidad, además de las diferencias de sexo, color, religión, etcétera, existen otras que sí suponen un problema en sí mismo. Ser católico o gay no es un problema, salvo si vives en un país que persigue a los católicos o a los gais; desplazarse en silla de ruedas o no poder ver es un problema en sí mismo y será de mayor o menor grado según el país en el que vivas (tengo la impresión de que, si hubiera nacido en Afganistán, mi vida sería mucho peor).