[portada]
portada en grises

Diseño de portada: Ricardo Caballero

22 Voces

Narrativa mexicana joven, Vols. 1 y 2

Compilación de David Miklos

Volumen 1

César Albarrán Torres, Daniela Bojórquez Vértiz, Verónica Gerber Bicecci, Mariel Iribe Zenil, Paulette Jonguitud, Brenda Lozano, Antonio Ortuño, Luis Panini, Daniel Espartaco Sánchez, Daniela Tarazona, Oswaldo Zavala

Volumen 2

Lola Ancira, Nicolás Cabral, Franco Félix, Luis Carlos Fuentes, Fernanda Melchor, Jaime Mesa, Emiliano Monge, Aniela Rodríguez, Alfonso Valencia, Gabriel Wolfson, Karla Zárate

Satélites

Lola Ancira

A ti, la dama. La audaz melancolía…

Jean-Claude Lauzon

Ha pasado una semana desde nuestro último viaje anual. Nosotros también vamos a la playa, pero cuando nadie más lo hace. Papá siempre ha dicho que las vacaciones se disfrutan más así, únicamente con nuestra compañía; y nos tiene prohibido hablar entre nosotros. Hace algún tiempo dejé de pedir explicaciones, ahora las deduzco, aunque sólo sean coherentes para mí. Darle sentido a la realidad tal como la conozco es más que suficiente, sin importar cuántas veces ha sido rescatada, ni de dónde o por quién.

Cada vez que regresamos, encuentro un nuevo astro en alguna de las constelaciones que identifico tan bien, me obligo a transformar la aflicción en un nuevo resplandor eterno, igual de desolado y distante.

Mis padres me mostraron, desde pequeño, la necesidad egoísta de adueñarse y controlar la existencia hasta del más ínfimo ser vivo. Pero olvidaron lo esencial: no es suficiente con poseerla, hay que conservarla. Y esto lo supe porque éramos los únicos que cambiábamos de mascota cada año. Es un acontecimiento ligado a nuestros viajes desde que tengo memoria, pues siempre llevamos al perro en turno. No supimos, sino hasta mucho tiempo después, por qué regresábamos solamente con una cadena inútil y un collar vacío.

Papá es alguien que se define a sí mismo como «aferrado a su pasado». Aquellas palabras tienen un significado que nunca entenderé por completo. Esperó a que mi hermano y yo cumpliéramos diez y nueve años, respectivamente, para hablar de su singular costumbre con nosotros; quería explicarnos con detalle una de sus responsabilidades más importantes en la vida.

Supimos entonces que su mundo cambió por completo algún jueves de un remoto noviembre, cuando el satélite Sputnik II fue puesto en órbita. La noticia fue ampliamente divulgada. La particularidad del satélite era que llevaba a bordo a Laika, una perra mestiza de tres años de edad. A las cinco horas del despegue, dejó de ladrar y emitir signos vitales. Se especuló que su muerte fue por falta de oxígeno o eutanasia. Lo cierto es que la nave rusa se desintegró en cuanto llegó a la atmósfera terrestre, más de cuatro meses después de despegar. Papá fue testigo de aquel viaje sin retorno y no pudo más que imaginar su desaparición en la adversa inmensidad.

Desde la confesión, ésa se convirtió en nuestra historia para dormir; en las siguientes noches ya no hubo cuentos, mentiras, ficción o monstruos en el armario o debajo de la cama. Le profesaba a aquel fantasma un amor tal que parecía que la habían arrebatado de sus propios brazos para jamás devolverla, como si hubiera sido un acto premeditado y con saña con la única finalidad de destrozarle la vida. Le extirparon una parte del corazón y otra de la cordura. Ahora comprendo que su trastorno se propaga a todo lo que entra en contacto con su existencia.

Nos ha contado infinidad de veces cómo, después de aquella pérdida, paradójicamente más profunda a pesar de lo remoto, tomó al perro de la familia y se dirigió al lugar más desconocido al que podía llegar: el océano. Rentó una embarcación pequeña y esperó a que anocheciera, pues debía recrear el ambiente lo mejor posible. Cerca de la medianoche, remó hasta agotar sus fuerzas para después lanzar al perro al agua y alejarse a toda prisa, tras gritarle que buscara a Laika. A pesar de la semioscuridad y de su terror por el negro líquido, el papel del can como Caronte fue impecable. Aquel enviado era un destello, una mínima esperanza de redención.

Desde entonces, en cada aniversario de la astronauta, ha repetido la misma ceremonia con exactitud, sumándonos con el tiempo como cómplices y testigos mudos. Se ha dedicado a adoptar perros callejeros sin importar su sexo o edad, los alimenta y cuida durante un año entero, y cada 3 de noviembre realizamos el viaje de liberación en el que los perros se convierten en emisarios. Por nuestro voto de silencio en aquellas travesías, he comprendido que el mejor compañero de la nostalgia es el mutismo.

Después papá conoció a mamá, quien comprendió sus motivos y contribuyó con la causa. A partir de entonces, el ritual se sofisticó un poco: compraban pequeñas balsas de madera, colocaban al perro en ellas y le dejaban comida para algunos días.

Tres años después llegó mi hermano, y dos más tarde aparecí yo. Formamos un grupo de rescate, menguado hace unos días y que hasta el momento no ha logrado recuperar nada, pero que cada año regala meses de afecto y felicidad. Y eso, por lo pronto, es suficiente.

A pesar de no conservarlos jamás, la relación que tiene papá con ellos va más allá del simple interés por disponer de su existencia para su beneficio personal: descubre sus gustos y les brinda comodidades y felicidad que probablemente nunca encontrarían. Conversa con ellos, e incluso lo escuché decirle a uno en particular que al mirar sus ojos encontraba la simpatía y el cariño que jamás encontró de forma tan sincera en ser humano alguno, incluida su esposa, con quien tenía ensayado un juego mordaz de miradas furtivas acompañadas de frases condescendientes.

El peso de aquellas vidas tomadas es cada vez más opresivo. Ninguno ha regresado nunca, solo ni acompañado. Ninguno ha encontrado a Laika. Hemos pensado que, al ver en blanco y negro, no logran distinguirla entre los demás viajeros, o quizá perciben a todos como entes, como manchas idénticas que les demuestran afecto o aversión, que los atemorizan o reconfortan. Entonces su única opción es huir, cerrar los ojos hasta que aquellas espantosas visiones desaparezcan. Pero es difícil escapar cuando el propio abismo decide la velocidad de la fuga y puede ser tan insolente que no los transporte ni un metro durante horas, y aquello es más abrumador que la eternidad, que aquel infinito y amenazante líquido.

Papá confía en la seguridad de la nada, en una unión que no se puede romper porque simplemente no existe. Ve en ellos el agradecimiento, el cariño que puede surgir de una repentina y arriesgada amistad de la que sólo una parte saldrá a salvo.

Las hembras son su debilidad y hubo una en específico, con las patas traseras paralizadas, que lo mantenía fascinado durante horas. Ella se arrastraba lentamente en círculos por el jardín posterior, y solían compartir bocadillos por turnos. Al llegar el tiempo acordado, lo miró alejarse con resignación desde su ridículo y perverso navío, como si supiera que su vida se detendría y que el mundo humano le había ofrecido demasiado. No ladró ni aulló, como la mayoría. Simplemente se recostó y bajó la cabeza.

He comprendido que un perro obedece siempre ignorando los riesgos. Su misión es servir a su dueño, por más infame que éste sea, y es noble y cariñoso porque es la única forma de mantener cierto equilibrio entre ambos mundos. No juzgan, no aconsejan, mucho menos tratan de comprender. Simplemente escuchan, miran, ofrecen su presencia muda como generosa ofrenda.

Mamá me enseñó a dejarlos ir junto con todo el amor que les pudiera tener, a no retener sentimientos, a vaciarme y volver a llenarlo todo con la llegada de un nuevo rostro y nuevas experiencias. Papá, por su parte, siempre ha señalado que ningún momento del ritual debe ser de sufrimiento, pues aquella sólo es una evasión, por decisión propia, de lo inevitable, eludiendo así el enfrentamiento a una situación no planeada y que resultaría más dolorosa de lo que podría parecer. Únicamente nos anticipamos al desconsuelo.

Sólo una vez vi a papá quebrarse, perder su temple y fortaleza. Cuando volvimos de aquel viaje, lo espié suspirando. El suyo era un llanto tímido pero profundo, que estremecía su existencia colosal y que mostraba un dolor que lo opacaba todo. Fui el único testigo de aquel momento de derrota que duró unos minutos, los suficientes para que él recobrara su brío habitual. En ese momento comprendí otra parte del absurdo enigma que era su vida.

Hace siete días el equipo se dividió por primera vez. Mamá se rehusó a ir con nosotros y le prohibió a mi hermano acompañarnos. Papá me aseguró que estaban muy atareados con ciertas labores y nos marchamos. Decidimos acortar la excursión y, dos días después, regresamos a casa al anochecer. No había un alma. El auto de mamá no estaba en la cochera, pero sus pertenencias estaban donde siempre: abundante ropa colgada en el armario, collares y perfumes en el tocador y la argolla de matrimonio en la jabonera del lavabo. En la habitación que compartía con mi hermano sus cosas estaban intactas. Papá realizó un par de llamadas y me pidió que esperáramos. Su cuerpo entero reflejaba una angustia mal disimulada.

El teléfono sonó al día siguiente a las cinco de la mañana. Los encontraron. El auto de mamá estaba orillado en una carretera cercana. Papá fue a reconocer los cuerpos. Las autopsias fueron terminantes: intoxicación intencional con raticida anticoagulante. Debido al estado en que encontraron los cadáveres, decidió que los incineraran en seguida.

Él asegura que no estaremos solos mucho tiempo más. Ha empezado a vestirse con algunas prendas holgadas, usa unos tacones viejos, se peina y maquilla con mucho cuidado y usa joyas. Se ha convertido en una grotesca copia que, paulatinamente, logra aliviar el vacío.

Ha planeado cada detalle de la nueva misión: será la primera con dos emisarios. En caso de que no volvamos en el tiempo estimado, tenemos una tercera y última oportunidad: él. Y si todo falla, al menos ya estaremos todos reunidos. Quizá ninguno ha regresado porque es mucho mejor aquel lado, esa otra vida.

Sé de casos en los que las mascotas, tras las muertes accidentales de sus dueños y varios días sin alimento, devoran los rostros y partes del cuerpo que no están cubiertas por ropa. Mi futura única compañía es capaz de poner un fin similar a mi existencia.

Pero ahora es momento de cenar. Mis padres en un mismo cuerpo entran en la sala con dos bandejas de comida y, con una misma mano, encienden el televisor.

Sólo abre la boca para decirme que ha cambiado de decisión: él no será la última opción, me dejará su lugar porque necesita que alguien continúe mandando emisarios para traerlo de vuelta junto con todos los anteriores, para perpetuar la búsqueda.

Es la primera vez que advierto en el tono de su voz la consciencia de quien percibe lo inútil de su cometido. Hasta ahora comprende lo absurdo de su anhelo y lo imposible del retorno.

Superficies

Nicolás Cabral

… en aquella atmósfera lavada los objetos

más próximos disfrutaban de un suplemento de brillo…

Alain Robbe-Grillet

Ahí, al fondo, se observan perforaciones minúsculas que pautan la superficie rosácea.

Es un extenso terreno como de arenisca del que surgen, aquí y allá, esbeltas varas semejando espigas negras y, con menos regularidad, montículos breves que nacen del suelo desorganizadamente.

En otro sector, rompiendo la monotonía del paisaje puntuado, tres surcos paralelos marcan un recorrido, limitado en sus extremos por amplias planicies no exentas de hoyos.

Te alejas un poco, miras desde la nueva distancia y descubres, con cierta sorpresa, que lo visto es la piel de un rostro, ¿tu rostro?, reflejado en el espejo.

Una mueca, lentamente, eleva la comisura izquierda de la boca, nariz que respinga una vez, otra vez, ojo que se cierra, que se abre, ojos que se cierran juntos, frente que se arruga, se extiende, poros nasales que se dilatan, que difícilmente se cierran, cejas que, a su modo, parpadean, simulan gestos: ahora enojado, ahora compasivo, ahora irónico…

Hay intuiciones semejantes a certezas, actúan como un pájaro que, dibujando una espiral, aterriza en la orilla del tejado, se posa en el borde y súbitamente, sin que sepas cómo, se transforma en estatuilla, con la apariencia de llevar mucho tiempo en ese lugar, incluso cubierta por una ligera capa de musgo que lo confirma.

Recuerdas que fue un pájaro, pero todo se empeña en mostrar que es piedra labrada representando a un pájaro, piedra que, a juzgar por su aspecto, siempre estuvo ahí, quieta, formando un terciopelo verde que con el tiempo la pierde en el paisaje.

Miras a tu alrededor: las cosas se muestran sólidas, de consistencia pétrea.

Sobre una superficie lisa y uniforme, un cilindro corto y hueco, formado por una pared de cierto grosor, cerrado en su extremo inferior, contiene un líquido translúcido que vibra ligeramente, cuando te apoyas en el plano que le sirve de base.

Círculos concéntricos se abren hacia los márgenes, como cuando tirabas piedras en un estanque, hace tiempo, según lo dicta tu memoria.

Empuñas el cilindro, que te sorprende por su peso, lo acercas a tus labios, lo inclinas hacia ti y, no sin desconfianza, dejas que el líquido fluya adentro de tu boca.

Viviste algo similar, una noche.

El recuerdo en presente.

Suspendidas a cierta altura, en medio de la penumbra, unas pequeñas lámparas derraman conos de luz sobre las mesas circulares.

Con los brazos sobre una de ellas, una mujer te mira y, pasado un tiempo, te llama, sin decir palabra.

Se suceden calles angostas, rincones malolientes, techos de poca altura, hasta que aparece una plaza y, en su centro, una fuente: agua cubierta con una alfombra verde, interrumpida en algunos puntos por huecos irregulares que dejan ver el interior, podrido.

Apenas interrumpida por una claraboya, que filtra un poco de luz, la oscuridad gobierna el cuarto de la mujer.

No hay ventanas, huele a encierro.

Sobre el piso, cuyo color y características ignoras, prendas de ropa se extienden, alrededor de la cama, en desorden.

Una de tus manos sostiene cierta extensión de tu cuerpo que, suave y sólida a un tiempo, te dispones a introducir en la hendidura que separa las piernas de la mujer.

Participas en el juego, lames una pieza de carne que nace, ancha, de un volumen mayor, para luego disminuir poco a poco en su diámetro.

Te alejas, miras desde la nueva distancia y descubres, con cierta sorpresa, que frente a ti se despliega un conjunto de articulaciones carnosas: cavidades, protuberancias, adiciones, sustracciones, todo ello coronado por una vaga esfera.

Te vistes lo mejor que puedes y, ante esa inquietante presencia, te retiras.

El pájaro pétreo en la orilla del tejado.

Hasta aquí el recuerdo.

Miras a tu alrededor: las cosas brillan de un modo particular, como recubiertas con barniz, como piezas de una exposición en la casa de un hombre célebre, transformada en museo.

Sobre la mesa, un vaso: al fondo, los sillones algo desgastados por el uso: más allá, la recámara, con el niño sentado en la cama, aburrido, incapaz de la menor iniciativa: acá la sala, los padres hablando de pie a un lado de la ventana que mira al jardín: surgiendo de la cocina, dibujando espirales invisibles, el olor de la comida, que invade el resto de las habitaciones: un museo de objetos personales, brillantes: rotundos.

En un muro, enmarcada austeramente, una foto muestra al que fuiste.

El recuerdo en presente.

Unos objetos extraños, verdes, casi metálicos, cuelgan de las hojas de una planta, suspendidos a un metro del pasto.

Desde este ángulo, puede verse la punta de un zapato y, ampliando ligeramente el encuadre, el pie de un niño que, unos segundos después, corre hasta la cocina, abre puertas, las azota, busca, se apodera de un frasco vacío y traslúcido que de inmediato se sitúa en la cavidad formada, al curvarse, por su pequeña mano.

El niño vuelve adonde cuelgan esas formas, reúne en el interior del frasco uno, dos, tres, cuatro ejemplares, oculta su descubrimiento, guarda celosamente el recipiente, cuya tapa ha perforado para permitir que los objetos respiren, pues supone que respiran, que de algún modo lo hacen.

Los observa: de vez en vez, introduce un poco de agua, esperando apaciguar una hipotética sed, y alguna hoja, para anular la posibilidad de hambre.

A la mañana siguiente, se ve obligado a despegarse del frasco por varias horas, en las que cuenta, desde su pupitre, con desesperación, cada uno de los minutos, y espera el momento de volver a observar esas figuras pequeñas, casi metálicas, duras.

Corre hasta el cuarto trasero de la casa, al lugar donde reposan los objetos, y desde la puerta ve, turbado, que algo ha cambiado en el interior del frasco: con patética insistencia, cuatro mariposas intentan aletear.

El niño huye al jardín y retira, con sus manos temblorosas, la tapa del recipiente: lo sacude hasta que los insectos logran abandonarlo, malformados, penosamente torpes, intentando emprender el vuelo.

En un recorrido ladeado, miserable, una de las mariposas sortea el rosal y se posa en una hoja, mientras otra planea con dificultad por encima de la medianera, abandonando el terreno de la casa.

Una más se queda sobre el pasto, inmóvil.

La cuarta se alza en un nivel bajo, apenas por encima del piso, con alguna inclinación, pero termina desplomándose, dibujando una espiral.

El pájaro pétreo en la orilla del tejado.

Hasta aquí el recuerdo.

Las cosas tienen otra vez ese brillo, como si, ininterrumpido, un aparador te separara de ellas, dotándolas de un barniz que no se halla en las superficies de los objetos sino en el vidrio divisorio.

La banqueta es una galería por la que te desplazas, desde la que miras: allá, un edificio en construcción, cientos de obreros: a un costado, un puesto de comida, el atuendo típico de la cocinera: a una cuadra, el voceador, su tono de voz, la manera en que vende las noticias: a tu lado, un automovilista que intenta sortear el tráfico, sus gestos de disgusto: actores.

De repente, un edificio, recubierto por completo con vidrio.

Reconoces vagamente a quien aparece reflejado en su fachada, mirándote con curiosidad: brazo que se levanta, que se flexiona, pierna que se inclina, se dobla, se tensa, manos que tocan, cuerpo rígido al que poco a poco va borrando la luz del sol, cada vez más intensa, que aparece a espaldas del individuo y, finalmente, lo funde en el vidrio formando una película amarilla que lastima los ojos, que disuelve las imágenes en una única superficie dorada.

Te acercas, tu mano formando una visera, y ves el párpado que con enorme dificultad se levanta, dejando ver lo que guarda: un ojo, ¿tu ojo?, reflejado en el espejo.

¿De quién es ese ojo que mira?

En tu casa, exhausto, subes a tu automóvil, pues, piensas, te vendrá bien salir de la ciudad, evitar las superficies reflectantes.

Viras a la izquierda y, al observar una señal, descubres el camino, una carretera en cuyos costados se asientan decenas de caseríos que, separados por unos pocos kilómetros, surgen gradualmente: primero unas chozas, luego unas pequeñas construcciones de ladrillo, en apariencia inconclusas.

En cierto momento, a pesar de la velocidad, o precisamente a causa de ella, todo hace pensar que te encuentras en un punto inmóvil, un lugar que, estático, registra el avance de la carretera, como si la Tierra rodara y tú, suspendido en una cabina, fueras el único testigo de la gran esfera que gira vertiginosamente.

Sólo tú y el sol flotan, estáticos.

Ahí, al fondo, se observan perforaciones enormes que destruyen abruptamente la continuidad del paisaje, árido.

Es un extenso terreno como de arenisca del que surgen, aquí y allá, secos, esbeltos matorrales y, con menos regularidad, montículos breves que nacen del suelo, en desorden.

En la carretera, rompiendo la monotonía gris del asfalto, líneas amarillas, interrumpidas regularmente, se desplazan a tu izquierda, con un ritmo sostenido.

Más sólido que los anteriores, un poblado aparece a un costado del camino: de no más de un nivel, los edificios se suceden, mientras el sol, abrasador, alcanza el cenit.

Te internas en una calle angosta, que desemboca en una pequeña plaza, donde estacionas el automóvil.

En un rincón, descalzo, un sujeto corre con los brazos extendidos, en distintos rumbos, sin dirección fija, emitiendo un extraño sonido que crece y decrece en sincronía con los movimientos de aceleración y desaceleración de su cuerpo, cubierto de hilachas cuyos extremos, agitados por el aire, simulan el fuego de un avión que, dibujando una espiral, se precipita luego de diversos intentos de mantenerse en vuelo.

En cierto momento, el hombre, único habitante de la plaza, te llama sin decir palabra.

Una vez de pie, luego de abandonar el asiento desde el que has estado observando por varios minutos, caminas hacia el individuo, que te espera en la esquina de un callejón: rostro tiznado, ropa raída, pies descalzos que no cesan de moverse, como si mantuvieran un motor en marcha, alerta, a la espera de una orden súbita y definitiva.

Te acercas, al principio lentamente, luego aumentando la velocidad, hasta que el hombre se introduce en el callejón y comienzas a correr porque, se te ocurre de pronto, tienes que alcanzarlo.

Lo sigues y, desesperado, entras al callejón, que aparenta extenderse infinitamente, como una zanja kilométrica que te protege de lo que hay a los lados, mientras el sujeto avanza a una velocidad imposible, con los brazos extendidos y produciendo un ruido ensordecedor.

Miras hacia abajo, a un lado, y observas tu sombra proyectada sobre el piso y la parte inferior del muro.

Al principio avanza en paralelo, perfectamente definida, pero luego comienza a perder consistencia, a disolverse lentamente en el gris del pavimento, que parece consumirlo todo mientras tu perseguido, al que ya casi no escuchas, se pierde en el horizonte.

En el filo de un tejado, metros adelante, un pequeño pájaro, que a la distancia semejaba una estatuilla de piedra, se sacude el polvo de las alas y recupera el movimiento.

En un súbito reflejo, orienta su cuerpo y emprende el vuelo.

Melchor y el caos

Franco Félix

Día uno

Estoy en una iglesia. Mi madre estaría orgullosa. Debería sacar mi celular y tomarme una fotografía. Un famoso selfie místico. Podría enmarcar el retrato y dárselo de regalo este 10 de mayo. “Vieja, mírame aquí, de vuelta a la fe. He abandonado, por fin, el pensamiento científico”. Pero eso no sería verdad. Soy un turista espiritual entre los fieles. Estoy acá para confirmar el delito moral de un joven de quince años. Sus padres me contrataron para seguirlo. Sospechaban lo peor: que estaba metido en el sucio negocio de las drogas. Sus conjeturas se basaron en un hecho absurdo. El chico adoptó súbitamente la moda dark. Pantalones, camisetas, botas, todo de color negro, incluidas las uñas. Los ojos están decorados con delineador y se ha dejado crecer el cabello. Su familia forma parte de la comunidad mormona de esta ciudad, pero ahora el joven radical ha caído en las redes de la iglesia católica. Influenciado por la novia gótica que está a su lado, ha decidido abandonar la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. Ahora se ha anexado al Grupo de La Noche Eterna de Jesucristo, una mítica banda juvenil de rock metal católico que ha diseñado el padre de la iglesia para sumar ovejas a su santo rebaño. No han grabado ni un solo disco, sin embargo, quienes han podido escucharlos (muy pocos realmente) los comparan con la banda noruega Dimmu Borgir.[1]

Tomo secretamente varias fotografías del converso. Tengo el mejor ángulo del chico salivando mientras recoge con su lengua la carne de Cristo. Esto matará de tristeza a sus padres. No el rímel ni el pinta uñas, sino la hostia entrando por su boca.[2] Suena el teléfono, el sacerdote dispara misiles de odio y me expulsa del edificio. El grey me abuchea. “No puede ser nada bueno”, me digo. Y no lo es. Me llama R. Cuando llama R nada está bien. No he terminado de decir “Hola” cuando el conserje me saca de la propiedad.[3] No importa, ya tengo lo que necesito para mi reporte. Veamos las noticias de R.

—Efe. ¿Qué haces? ¿Dónde estás?

—Hola R. Sea lo que sea: No.

—Escucha, necesito que hables con alguien.

—No, dije que no.

—Vamos, es un niño.

—¿Quién crees que soy, Tatiana?

—No, caray. Te lo voy a pasar. Quiere preguntarte algo.

—…

Escucho a R diciéndole que pregunte lo que antes le ha preguntado a él mismo. Que no tema. El niño parece un poco tímido. ¿Qué diablos estás haciendo ahora, R? Escucho la respiración pueril. Aquí viene su pregunta.

—Hola, soy Melchor, ¿verdad que todo es caos y maldad?

—… —Ofrezco sólo el silencio como ofrenda.

—En el universo sólo hay oscuridad. ¿Verdad?

—Sí —respondo temeroso de arruinar el principio de la vida.

Le pasa el teléfono a R y éste se ríe. Cuelga. Tenemos aquí un verdadero chico dark. Miro las fotografías del gótico en la eucaristía y me parece ridículo, obscenamente bueno. ¿Quién era este niño sombrío?

Día dos

Suena el teléfono. Otra vez, la rara avis: R. Ni siquiera miro el registro. Sé que es él. Nadie llama.[4] Me debe una explicación.[5] Revela que tuvo que colgar porque no tenía mucho saldo. Lo increpo. ¿Qué clase de perturbado le dice eso a un niño? Me cuenta la breve historia. Está dando un taller en una escuela especializada que trata a chicos con problemas psicomotrices.

—Hay muchos niños con deficiencia mental. Me acordé de ti.

—Hijo de puta.

—No, espera. No quiero decir que, bueno, sólo sea por eso.

—¿Entonces?

—Por el niño que te pasé, Melchor. Es como tú.

—¿Cómo?

—Un pesimista de mierda. Aunque en el caso del niño esto es genial. A ti más bien te nutre este caparazón amargo que viste tu personalidad. Alimenta esta mala vibra que desprende tu ser.

—…[6]

—Bueno, como sea. Parece que el chico está muy interesado en la materia negra y el caos. Quería preguntarte si puedes dar una breve charla en un par de semanas. No desde lo científico, sino lo literario. Tal vez puedas transformar esta idea sombría del universo y encausarla hacia lo poético.

—¿En serio? ¿No deberías invitar a un científico? ¿O en el peor de los caos a un poeta? Un poeta, por dios. Pobres criaturas.

—No confío en los científicos. No quiero exponer a los pequeños.

—¿A qué te refieres? Sólo es una charla no un experimento radioactivo.

—Son miserables, la mayoría.[7] Sólo se preocupan por sus investigaciones.[8]

—Bueno, pero yo no sé nada sobre el tema. Un par de cosas, es todo.

—Eres detective. Encuentra la materia oscura y recupera a Melchor.

Soy detective. El asqueroso bribón de R sabe cómo apelar a mi vanidad. Tienta una fibra altiva en mí y acepto el trabajo sin cuestionar más. No hay comisiones ni retribución. Un caso sin honorarios. Veamos cuánto dura el dinero de los mormones. Lo que R quiere decir con recuperar a Melchor es lo siguiente: debo hallar la manera de demostrarle que no todo está perdido mediante la explicación más o menos científica de la materia oscura. En otras palabras: Materia Oscura para Niños. Pero qué mierdas es la materia oscura. Vayamos a las pesquisas. Aquí inicia la cruzada contra el caos de Melchor.

Día ocho

Querido Melchor, el universo y su misterio son implacables. No soy científico, ni poseo tampoco un conocimiento más o menos general sobre el asunto. Sin embargo, investigaré el tema para bien de los dos. Vayamos a eso. Es verdad que todo parece tener su contraparte en el cosmos. La lección que hemos aprendido en el mundo (que todo está polarizado, para bien o para mal) debe aportar conocimiento en la estructura del espacio. Dices que todo es caos. Y bien, puede ser. O no. Un enorme grupo de científicos (10,000 aproximadamente) de todo el mundo realiza un proyecto que ya tiene más de sesenta años de planeación y veinte de ejecución. Se trata del famoso Gran Colisionador de Hadrones (LHC, por su sigla en inglés), desarrollado en Ginebra por la Organización Europea para la Investigación Nuclear (CERN). Te explico, de la manera que lo entiendo. A través de un gigante anillo que mide 27 kilómetros, los científicos han puesto a correr en sentido contrario dos partículas al 99.99% de la velocidad luz.[9] Imagina la tremenda rapidez con que viajan estas partículas. El simple hecho de una partícula corriendo en un sentido es, por sí mismo, uno de los más maravillosos avances tecnológicos, porque, a diferencia de la electricidad, ningún objeto ha alcanzado esta aceleración en un experimento, por lo que, luego de décadas de trabajo, se ha podido hacer que choquen[10] las dos partículas a esta increíble aceleración. ¿Para qué? Se supone que el universo se originó a partir de la colisión de millones y millones de partículas que, al encontrarse, originaron otras partículas distintas, las cuales conforman una red de partículas que deberían explicar el orden y la masa en el espacio. Aquí hay algo, querido Melchor. El universo es sólo una cuarta parte de lo que se supone existe. Es decir, se tiene la teoría de que todo el espacio está conformado por una materia que no podemos ver, la mentada materia oscura, llamada así, precisamente porque no es visible y que, sin embargo, parece dar muestras de su existencia pues hay una fuerza extraña que sostiene al universo en su lugar. En otras palabras, hay una partícula elemental, teóricamente, que ata a todas las partículas. Esta teoría la expuso Peter Higgs en 1964 por lo que esta misteriosa partícula lleva su nombre.

Esto te gustará, querido amigo. Pasó por esas fechas en las que hicieron el experimento de colisionar las partículas, como en 2008. Los medios, influidos por algunos científicos catastróficos, informaron que el Gran Colisionador de Hadrones podría, debido a la fuerza nuclear desprendida por los experimentos, crear hoyos negros. Y si esto ocurría, no sólo se tragaría la gran máquina y Ginebra, o Suiza y Europa, sino todo el planeta. ¿Te imaginas? El enorme caos y la destrucción emanada de este ejercicio de la física. Y el agujero negro no sólo devoraría la tierra, sino el sol y todo su sistema. Hermoso, ¿verdad? Los científicos del CERN aseguran que esto es un miedo infundado. El mundo se tranquiliza, tú y yo, pequeño amigo sombrío, nos decepcionamos, tal vez. Dejemos este paréntesis y volvamos al asunto.

Ahora bien, el LHC[11] contempla cinco departamentos o áreas de experimentación conocidas como ATLAS, CMS, LHCb, ALICE y TOTEM. Cada uno de estos sectores tiene su propia investigación. A ti y a mí, joven Melchor, nos interesa ATLAS. ¿Por qué? Porque los datos que obtengan aquí definirán si el universo tiene una supersimetría o está abandonado a la suerte y al caos. Así es, querido amigo. Tu sueño puede tener bases científicas. Podrás decirle a todos tus compañeros en la hora del receso que el firmamento arde en la anarquía cósmica.[12] Esto depende de los datos que se registren de los choques entre estas partículas. Los científicos más optimistas suponen que la energía desprendida de estas colisiones pueden comprobar la teoría de la supersimetría, que consiste, más o menos, en que cada una de las partículas de la materia, o sea, todo lo que podemos ver, tiene un par negativo, una partícula secreta e invisible. Los otros, los más sombríos, nuestros hermanos, Melchor, encuentran una probabilidad más aterradora: si el desprendimiento de energía tiene otras lecturas, el caos impera y es posible, dicen, que existan otras dimensiones. Así mismo, como en las películas.

En junio de 2014, la revista Investigación y Ciencia publicó un texto de Joseph Lykken y Maria Spiropulu titulado “La suspersimetría y la crisis de la física”. Rescato un fragmento para ti, M.

“Las intensidades de las interacciones fundamentales y los valores relativos de las masas de partículas son números cuyo origen constituye un misterio. La idea de que pudieran ser aleatorias no resulta muy agradable, porque, si tomasen valores ligeramente diferentes, el universo sería un lugar muy distinto del que conocemos: los átomos no se formarían con facilidad y no habría vida. En la jerga de la física teórica, decimos que nuestro universo parece estar ‘finamente ajustado’. La supersimetría aspira a explicar el valor de esos parámetros labrando una escalera hacia niveles físicos más profundos. Pero, ¿y si esa escalera no existe? […] En tal caso, nos vemos abocados a considerar la posibilidad de que dicho ‘ajuste’ no sea más que un mero accidente, una noción que se torna más atractiva si postulamos la existencia de un multiverso. Según este escenario, la gran explosión que dio origen al cosmos observable habría producido, además, un sinnúmero de universos que no vemos”.

Día nueve

Es verdad. Parece que estamos condenados. Las mediciones del Colisionador de Hadrones no parecen dar la razón a los científicos que depositan toda su esperanza en la máquina. El mundo de la ciencia parece tambalearse. Sé que Melchor está influenciado por la poética del caos y la literatura sombría de los nuevos dibujos animados como Hora de Aventura o Regular Show, donde los personajes principales suelen confrontarse a distintos enemigos de otras dimensiones. No sabemos nada de la ciencia. Ni Melchor ni yo. Por eso decidí escribirle a un doctor en física. Es ruso. Colabora en una universidad de México, sin embargo, ha preferido mantenerse en anonimato. Lo llamaremos Doctor K, en honor a Kafka, que en otro tiempo también se sintió atraído como Melchor por el caos y su poética. Acá los correos que intercambié con el especialista.

16 de marzo de 2015.

Hola, Dr. K.

Encontré su e-mail en el directorio de una universidad.

Mi nombre es Efe. Lamentablemente, estudié la carrera de Literaturas Hispánicas y no ciencias. Por estos momentos me encuentro escribiendo un texto sobre materia oscura y el colisionador de hadrones del CERN. Trato de salvarle la vida a un chico muy oscuro de poco menos de diez años. Soy un ignorante del tema, pero es necesario hacer algo por este chico que pide que el universo estalle y todo se vuelque sobre el caos y la oscuridad del universo. Usted debe entender que los chicos deberían tener un poco menos de desesperanza a esa edad. Podríamos ayudarlo. Como le digo, no sé nada sobre el tema, sólo tengo nociones. Por eso he decidido escribirle.

Me hace falta explicarle al niño, por qué debe dar un salto hacia el mundo terrenal. No puede vivir ahí en esa esfera maligna de allá afuera. Quiero escribir un texto de divulgación científica. Mis editores me piden que hable con algún especialista sobre el tema. Leo que usted concentra sus estudios en los principios del Big Bang. Me encantaría entrevistarlo para platicar sobre eso. Quizá pueda hablarme un poco del caos. Quisiera entender y hacer entender a Melchor, el niño del que le hablo. ¿Podría visitarlo esta semana en su oficina o en un café? No le quitaría mucho tiempo. Muchas gracias.

F.

16 de marzo de 2015.

Estimado Efe.

Muchas gracias por el interés mostrado en mi investigación.

Lo lamento mucho, por el momento estoy muy ocupado con los trabajos pendientes y no tengo suficiente tiempo para explicarte todos los detalles de la física moderna, para que después, a manera de teléfono descompuesto, puedas contarle, de manera torcida, esto al buen Melchor, ese granuja de la oscuridad.

Puedo decirte que actualmente vivimos una época en la que se tienen que reconsiderar hondamente los fundamentos de la física porque estamos en una crisis que ya tiene más de 30 años. Por lo tanto, creo que, para escribir un artículo sobre estos temas que se encuentran en la frontera de la física moderna (energía oscura o materia oscura), el escritor debería tener un doctorado en física para no reparar en la mecánica de Newton, la teoría cuántica y la relatividad general. Normalmente este proceso de conocimiento requiere un enorme esfuerzo. Quizá ese niño, usted ya no, ya es mayor, podría estudiar física. No estaría mal. Nos hacen falta pesimistas de este lado.

Así que escribir algo sobre esto lo veo muy difícil. Es decir, no podríamos hacer nada en una sola entrevista o una serie de entrevistas. Sin embargo, podemos reunirnos en caso de que tenga alguna duda.

Saludos Cordiales.

Doctor K.

18 de marzo de 2015.

Doctor K.

Primero que nada, agradezco la molestia que se ha tomado en responder. Debo hacer un par de aclaraciones. Lo primero es que no tengo ningún interés en escribir un texto con rigor científico, sino literario. No busco echar luz sobre esto. Es más, me parece un poco absurdo, si me permite el descaro lingüístico, echar luz sobre la materia negra. Sólo deseo, justamente, despejar algunas dudas, entender un poco sobre este tema fascinante y cautivador. Fue mi error escribir “divulgación científica”, es verdad, porque se prestó a la ambigüedad. Quiero acceder a esto desde lo literario pero sin caer en grandes equivocaciones. Además, me parece importante que Melchor sea cautivado por estos temas científicos, como usted bien dice, quizá termine estudiando física.

Sé que el CERN ha hecho ya un par de experimentos con una trascendencia global, gracias a Internet, que les ha permitido conectarse a distintos laboratorios en el mundo. Quisiera hablar de eso con usted, sobre la supersimetría. Melchor está vuelto loco por el caos y veo que, ahora con los experimentos realizados ahí en Ginebra, esta teoría de que el universo está sostenido por una energía oscura que no podemos ver se está yendo a pique. Me interesa saber qué piensa sobre esto, cuál es el panorama, si el universo responde a una naturaleza caótica (el sueño de Melchor), cuáles serían las consecuencias reales o las observaciones más básicas sobre este tema. Sé que el universo puede irse al diablo, pero no será próximamente. No sé. Desde lo literario esto es seductor, metafórico y poético, aunque desde lo científico, las implicaciones han de ser devastadoras.

En fin, lamento mucho que se encuentre ocupado. De cualquier manera, agradezco infinitamente que haya respondido.

F.

19 de marzo de 2015.

Muy buen día, estimado Franco.

Antes que todo, permíteme ofrecerte un fragmento de tu texto:

“Sé que el CERN ha hecho ya un par de experimentos con una trascendencia global, gracias a Internet, que les ha permitido conectarse a distintos laboratorios en el mundo. Quisiera hablar de eso con usted, sobre la supersimetría”.

Esto es exactamente por lo que yo prefiero no participar en divulgación. ¿Por qué? Porque en la física moderna la mayoría de sus participantes están tratando de ganar dinero. Y para ganar dinero necesita, por supuesto, propaganda de nuevas ideas absurdas. Hay muy poca gente que puede ver todo el campo desde arriba. Casi todos prefieren evitar el tema y los graves problemas: Que el rey está desnudo.

La idea de la “supersimetría” es muy tonta. Han pasado más de 20 años desde que lanzaron esta premisa y todavía no hay ningún comprobante experimental de las partículas supersimétricas (los pares invisibles). Nadie ha corroborado que las partículas tengan un doble de las mismas partículas que hemos observado hace miles de años. ¿Dónde están? Todos prefieren no hablar de este hecho. Todos prefieren ganar dinero.

Los del CERN tiraron una cantidad enorme de dinero para decir que por fin habían detectado el bosón de Higgs (la Partícula de Dios). Pero hay que decir algunas cosas. Trataré de explicarlo. La situación, actualmente, se ve así:

Podemos decir lo siguiente: “Los gatos pueden pesar 0.3 kilos, 15 kilos, 30 kilos, 50 kilos y 120 kilos (un tigre, por ejemplo) +-20%”. Esta persona entrega una caja cerrada con un peso de 32 kilos. ¿Qué hay adentro? ¿Un cocodrilo? ¿Un perro? ¿Un gato?

50% de los físicos dicen que es un gato. La otra mitad dice conocer sólo su peso (32 kilos). Y esto NO es suficiente para definir qué hay adentro de la caja.

Del bosón de Higgs sólo sabemos su peso. No hay más. No sabemos ni el espín, ni otras características. Hay miles de partículas inestables, que fueron descubiertas experimentalmente y que son llamadas “resonances”. ¿Por qué a una le llamaron Higgs?

Estamos en 2015. Hay un desastre en física. Para hablar de esto hay que imaginar y comprender todo el panorama de la física, no sólo una parte.

Yo le puedo recomendar a una poeta llamada Anna Ajmátova. Escriba un texto sobre ella. O si se empeña en escribir algo sobre física, pues entonces dedique su energía en experimentos más sencillos como los nanotubes de carbono o sobre celdas solares.

Saludos cordiales.

Doctor K.

20 de marzo de 2015.

Saludos, Doctor K.

Me encantó su respuesta. El ejemplo del gato es muy ilustrativo. Es eso, precisamente lo que buscaba. Una mente capaz de definir una línea de búsqueda para salvar a Melchor del caos. ¿Me permitiría usar esto en el texto? Finalmente, este intercambio de correos electrónicos funciona como una charla. Investigaré a esa poeta y los experimentos que me ha comentado.