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TÍTULO ORIGINAL

Auntie Mame

Publicado por
ACANTILADO
Quaderns Crema, S.A.U.

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© 1955 by Patrick Dennis,
1983 by la familia Tanner
© de la traducción, 2010
by Miguel Temprano García
© de esta edición, 2011
by Quaderns Crema, S.A.U.

Derechos exclusivos de edición
en lengua castellana:
Quaderns Crema, S.A.U.

Edición contratada a través de Broadway Books,
un sello de Crown Publishing Group,
división de Random House Inc.

ISBN: 978-84-15277-02-6

DEPÓSITO LEGAL: B. 33 006-2011

PRIMERA EDICIÓN DIGITAL

marzo de 2011

  

Bajo las sanciones establecidas por las leyes, quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro—incluyendo las fotocopias y la difusión a través de Internet—, y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo públicos.

GLOSARIO

* Abbey Theatre o Teatro Nacional de Irlanda   Principal teatro irlandés, situado en Dublín e inaugurado en 1904.

* Algonquin, Hotel   Histórico hotel de Nueva York, situado en el Midtown, entre la Quinta y la Sexta Avenidas. Inaugurado en 1902 y frecuentado por la flor y nata neoyorquina, durante la década de los 20 acogió las reuniones literarias de la llamada Mesa Redonda del Algonquin (Algonquin Round Table), integrada por escritores, guionistas o críticos teatrales y literarios como Dorothy Parker, George F. Kaufman y Robert Benchley.

* Carnegie, Hattie (1889-1956)   Modista estadounidense de origen austríaco, cuyo nombre se convirtió en sinónimo de exquisitez en el vestir en su país de adopción, EE UU. Bajo la divisa «ropa sencilla, pero elegante», supo adaptar el gusto por la elegancia francés al estilo norteamericano.

* Floradora   Musical de enorme éxito, en clave de comedia, escrito por Jimmy Davis, bajo el pseudónimo de Owen Hall, y con música de Leslie Stuart y Paul Rubens. Se entrenó en Londres en 1899 y un año más tarde en Estados Unidos, y sumó más de mil representaciones a una y otra orilla del Atlántico.

* Melachrino   Sofisticados cigarrillos egipcios manufacturados a principios de los años 30 por Militades Melachrino Cigarrette Co., de El Cairo.

* Miller, Marilyn (1898-1936)   Actriz de teatro estadounidense, de verdadero nombre Mary Ellen Reynolds. Fue una de las estrellas más populares de los musicales de Broadway de principios del siglo XX, sobre todo a partir de su actuación en Ziegfeld Follies (1918).

* Minsky, hermanos   Se refiere a los cuatro hermanos estadounidenses—Abe, Billy, Herbert y Morton—fundadores de la compañía neoyorquina Minsky’s Burlesque (1912-1937).

* Mix, Tom (1880-1940)   Actor cinematográfico estadounidense, famoso principalmente por sus interpretaciones en los primeros westerns.

* Russell, Lillian (1861-1922)   Famosa actriz y cantante estadounidense de music-hall de finales del siglo XIX.

* Schiaparelli, Elsa (1890-1973)   Diseñadora de moda italiana. A principios del siglo XX se trasladó a París, donde trabó contacto con algunos artistas surrealistas y alcanzó reconocimiento por sus diseños de ropa y complementos artísticos y provocativos.

* Stork Club   Bar nocturno neoyorquino que se convirtió en café society, sitio de moda frecuentado por artistas y demás celebridades. Fue clausurado durante un tiempo en la época de la Prohibición.

* The Ladies’ Home Journal   Conocida revista estadounidense orientada al público femenino y publicada por vez primera en 1883.

1   La tía Mame alude a un juego de palabras intraducible, ups and downs, que en inglés significa ‘vicisitudes’ y se pronuncia casi igual que el nombre de la casa de los Upson. (N. del T.).

PATRICK DENNIS

LA TÍA MAME

TRADUCCIÓN DEL INGLÉS
DE MIGUEL TEMPRANO GARCÍA


ACANTILADO

BARCELONA  2011

I.
LA TÍA MAME
Y EL HUERFANITO

Ha estado lloviendo todo el día. No es que me moleste, pero hoy había prometido poner las mosquiteras y llevar a mi hijo a la playa. También me había propuesto usar unas plantillas para decorar con diseños mareantes las paredes de la parte del sótano que el agente inmobiliario llamó sala de recreo y empezar a acabar lo que el agente inmobiliario denominó desván inacabado, ideal para habitación de invitados, sala de juegos, estudio o leonera.

De un modo u otro me desvié de mis propósitos justo después del desayuno.

Todo empezó por culpa de un viejo ejemplar del Reader’s Digest. Es una revista que apenas leo. No necesito hacerlo, porque oigo comentar sus artículos cada mañana en el tren de las 7:51 y cada tarde en el de las 18:03. Todo el mundo en Verdant Greens—un barrio de doscientas casas de cuatro estilos diferentes—tiene una fe ciega en el Digest. De hecho, nadie habla de otra cosa.

Pero hete aquí que la revista ejerce también sobre mí la misma fascinación que una serpiente sobre un pajarillo. Casi contra mi voluntad, leo sobre los peligros de nuestras escuelas públicas; lo entretenido que es el parto natural; cómo una comunidad en Oregón acabó con una red de traficantes de drogas; y acerca de alguien a quien un escritor famoso—he olvidado cuál—considera el personaje más inolvidable que ha conocido.

Eso hizo que interrumpiera la lectura.

¿Personaje inolvidable? Vamos, hombre, ¡ese escritor no debe de haber conocido a nadie en toda su vida! No sabría lo que significa la palabra «personaje» a menos que hubiese conocido a mi tía Mame. Nadie lo sabría. Sin embargo, había ciertos paralelismos entre su personaje inolvidable y el mío. El suyo era una encantadora solterona de Nueva Inglaterra que vivía en una encantadora casita blanca de madera y una mañana abrió su encantadora puertecita verde pensando que iba a encontrar el Hartford Courant. En lugar de eso encontró una encantadora cestita de mimbre con un encantador bebé en su interior. El resto del artículo contaba cómo el personaje inolvidable acogía al bebé y lo criaba como si fuera suyo. Entonces dejé el Digest y empecé a pensar en la encantadora señora que me crió a mí.

En 1928 mi padre sufrió un leve ataque al corazón y tuvo que guardar cama unos días. Además del dolor en el pecho, desarrolló cierta conciencia cósmica y la intuición de que no iba a vivir eternamente. Como no tenía nada mejor que hacer, telefoneó a su secretaria, que se parecía a Bebe Daniels, y le dictó su testamento. La secretaria mecanografió un original y cuatro copias, se puso el sombrero y cogió un taxi desde la calle La Salle hasta el Hotel Edgewater Beach para que mi padre lo firmara.

El testamento era muy breve y original. Decía:

En caso de fallecimiento, lego todas mis posesiones terrenales a mi único hijo, Patrick. Si falleciera antes de que el chico haya cumplido los dieciocho años, nombro a mi hermana, Mame Dennis, domiciliada en el número 3 de Beekman Place, en la ciudad de Nueva York, tutora legal de Patrick.

Patrick deberá ser educado como protestante y enviado a colegios tradicionales. Mame sabrá a lo que me refiero. Todo el dinero y los valores que dejo deberán ser gestionados por la Knickerbocker Trust Company de la ciudad de Nueva York. Mame será la primera en comprender lo acertado de esta decisión. No obstante, no quiero que se arruine por tener que criar a mi hijo. Podrá enviar mensualmente las facturas por su manutención, alojamiento, ropa, educación, gastos médicos y demás. Pero la Trust Company tendrá derecho a cuestionar cualquier artículo que le parezca inusual o excéntrico antes de reembolsárselo a mi hermana.

También lego cinco mil dólares (5000$) a nuestra fiel sirvienta, Norah Muldoon, para que pueda jubilarse cómodamente en ese sitio de Irlanda del que siempre habla.

Norah salió al patio a buscarme y mi padre me leyó su testamento con voz temblorosa. Afirmó que mi tía Mame era una mujer peculiar y que quedar en sus manos era un destino que no le desearía ni a un perro, aunque no siempre podemos elegir y la tía Mame era mi único pariente vivo. La secretaria y el camarero del servicio de habitaciones dieron fe de la firma del testamento.

La semana siguiente mi padre había olvidado su enfermedad y estaba jugando al golf. Un año después cayó fulminado en la sauna del Athletic Club de Chicago y quedé huérfano.

No recuerdo muy bien el funeral de mi padre, sólo que hacía mucho calor y que había rosas auténticas en los jarrones de la limusina de la funeraria Pierce-Arrow. El cortejo fúnebre lo integraban, aparte, por supuesto, de Norah y de mí, varios hombres afables y corpulentos que hablaban entre murmullos de jugar un partido de al menos nueve hoyos cuando acabara aquello.

Norah lloró mucho. Yo no. En mis diez años de vida apenas había hablado con mi padre. Nos veíamos sólo en el desayuno, que para él consistía en un café solo, Bromo-Seltzer y el Chicago Tribune. Si alguna vez se me ocurría decir algo, se sujetaba la cabeza y replicaba: «Cierra el pico, chico, tu padre está de resaca», frase que no entendí hasta mucho tiempo después de su muerte. Todos los años, el día de mi aniversario, nos enviaba a Norah y a mí a una sesión matinal de algún espectáculo en el que actuasen Joe Cook, Fred Stone o tal vez el circo Sells-Floto. Una vez me llevó a cenar a un lugar llamado Casa de Alex con una hermosa mujer llamada Lucille. Ella nos llamaba a los dos «cariño» y olía muy bien. Me gustó. Aparte de eso, apenas vi a mi padre. Mi vida transcurría en la escuela latina para chicos de Chicago, o en el área vigilada de juegos con los demás niños que vivían en el hotel, o jugando en la suite con Norah.

Después de que lo dejaran «descansar en paz», como dijo Norah, los hombres afables y corpulentos se marcharon al campo de golf y la limusina nos llevó de vuelta al Edgewater Beach. Norah se quitó el abrigo negro y el velo y me dijo que podía quitarme el traje de sarga azul. Afirmó que el socio de mi padre, el señor Gilbert, y otro caballero iban a venir a vernos y me advirtió que no me fuese muy lejos pues tenía que firmar unos papeles.

Fui a mi habitación y practiqué mi firma en el papel timbrado del hotel. Poco después, llegaron el señor Gilbert y el otro hombre. Los oí hablar con Norah, aunque casi no entendí nada de lo que decían. Norah lloró un poco y dijo algo sobre aquel hombre tan bueno y generoso al que acababan de enterrar. El desconocido dijo llamarse Babcock y ser mi fideicomisario, lo cual me interesó mucho pues Norah y yo habíamos visto hacía poco una película en la que un comisario de policía salvaba a la hija del alcaide durante un motín carcelario. El señor Babcock mencionó un testamento muy irregular aunque sin fisuras.

Norah afirmó que ella no entendía de cuestiones económicas, pero que sin duda era un montón de dinero.

El señor Gilbert explicó que el chico tenía que endosar ese cheque garantizado en presencia del representante de la Trust Company, luego firmaría ante notario y así concluiría de una vez por todas la transacción. A mí todo me pareció vagamente siniestro. El señor Babcock confirmó que, mmm…, sí, todo era correcto.

Norah volvió a echarse a llorar y dijo que era una fortuna para un niño tan pequeño y el fideicomisario respondió que sí, que era una suma considerable, aunque él había tratado con gente como los Wilmerding y los Gould y ésos sí que tenían dinero de verdad.

A mí me pareció que estaban organizando demasiado revuelo si no se trataba de dinero auténtico.

Luego Norah entró en el dormitorio y me pidió que saliera a estrechar la mano del señor Gilbert y del otro caballero como un hombrecito. Lo hice. El señor Gilbert dijo que me estaba portando como un auténtico soldado y el señor Babcock, el fideicomisario, afirmó que tenía un hijo en Scarsdale justo de mi edad y esperaba que fuésemos buenos amigos.

El señor Gilbert descolgó el teléfono y preguntó si podían enviarnos un notario público. Firmé dos hojas de papel. El notario murmuró alguna cosa y luego las selló. El señor Gilbert aseguró que ya estaba y que tenía que marcharse si quería llegar a Winnetka. El señor Babcock nos informó de que se alojaba en el Club Universitario y de que, si Norah quería alguna cosa, podría localizarlo allí. Volvieron a estrecharme la mano y el señor Gilbert repitió que yo era un auténtico soldado. Luego cogieron sus sombreros de paja y se marcharon.

En cuanto nos dejaron solos, Norah afirmó que había sido un cielo y preguntó si me apetecería ir al Salón Naval a cenar y luego tal vez a ver una película sonora Vitaphone.

Ése fue el fin de mi padre.

No había mucho equipaje que hacer. Nuestra suite constaba de un gran salón y tres dormitorios, todos amueblados por el Hotel Edgewater Beach. Los únicos bibelots que poseía mi padre eran dos cepillos de plata para el pelo y dos fotografías.

—Tu padre vivía como un árabe—dijo Norah. Me había acostumbrado tanto a las dos fotografías que nunca les presté atención. Una era de mi madre, que murió al nacer yo. La otra mostraba a una mujer de ojos centelleantes con un chal español y una enorme rosa detrás de la oreja—. Parece una auténtica italiana—afirmó Norah. Era mi tía Mame.

Norah y el señor Babcock revisaron las pertenencias personales de mi padre. Él se llevó todos los papeles, el reloj de oro de mi padre y los gemelos de perlas y las joyas de mi madre para guardarlos hasta que yo fuese lo bastante mayor para «poder apreciarlos». El camarero del servicio de habitaciones se quedó con los trajes de mi padre. Sus palos de golf, mis juguetes y mis libros los enviaron a una institución benéfica. Luego Norah sacó los retratos de mi madre y de la tía Mame de sus marcos y los recortó para que me cupieran en el bolsillo trasero del pantalón.

—Así llevarás los rostros de tus allegados cerca del corazón—explicó.

Todo quedó arreglado. Norah compró un traje fino de luto para mí en Carson, Pirie, Scott’s y un despampanante sombrero para ella. El señor Gilbert y la compañía fiduciaria hicieron todas las gestiones necesarias para nuestro viaje a Nueva York. El 13 de junio estuvimos listos para irnos.

Recuerdo el día que partimos de Chicago porque nunca me habían permitido quedarme despierto hasta tan tarde. Los empleados del hotel hicieron una colecta y le regalaron a Norah una maleta de piel de cocodrilo, un rosario de malaquita y un gran ramo de rosas «American Beauty». A mí me regalaron un libro titulado Héroes de la Biblia que todo niño debería conocer: el Antiguo Testamento. Norah me llevó a despedirme de todos los niños que vivían en el hotel y, a las siete de la tarde, el servicio de habitaciones nos subió la cena, con tres postres diferentes y los saludos del cocinero. A las nueve de la noche, Norah volvió a pedirme que me lavara las manos y la cara, cepilló mi flamante traje de luto, me enganchó una medallita de san Cristóbal en la ropa interior, lloró, se puso su sombrero nuevo, lloró, recogió las rosas, realizó una última y breve inspección de la suite, lloró y ocupó su asiento en el autobús del hotel.

Era fácil darse cuenta de que Norah estaba tan poco habituada a viajar en tren en primera clase como yo. Estaba nerviosa en el compartimento y soltó un gritito cuando abrí el grifo del lavabo. Leyó en voz alta todas las advertencias, me advirtió de que no me acercara al ventilador eléctrico y de que no tirara de la cadena del inodoro hasta que el tren estuviese en marcha. Luego se corrigió y me pidió que sencillamente no lo usara…, vete a saber quién había estado allí antes.

Tuvimos una pequeña discusión acerca de quién dormiría en la litera de arriba. Yo quería hacerlo, pero Norah fue inflexible. Me alegré cuando estuvo a punto de caerse al subir, pero ella afirmó que prefería morir en el intento a pedir una escalera y que aquel negro la viera en camisón. A las diez, el tren se puso en movimiento y yo me tumbé en mi litera a ver pasar por la ventana las luces del South Side. Antes de que llegásemos a la estación de Englewood me quedé dormido, y eso fue lo último que vi de Chicago.

Fue emocionante desayunar mientras el gran tren New York Central atravesaba los campos a toda velocidad. Norah había perdido el miedo a los viajes en tren y sostuvo una auténtica conversación con el camarero de color.

—Sí—estaba diciendo Norah—, llevo ya treinta años en este país. Vine cuando era una niña y todavía estaba muy verde. Empecé a… servir en Boston, Massachusetts, nada menos que en Commonwealth Avenue, ¡oh!, la de escaleras que tenía aquella casa, cuando la madre de este chiquillo era sólo una cría. Luego se casó y me llevó con ella a Chicago. ¡No sabe usted el miedo que pasé! Pensaba que aquello estaría lleno de indios pieles rojas. Cómete el huevo, cariño—me dijo—. Primero murió ella—prosiguió Norah—, y yo me quedé a cuidar del muchacho. Luego falleció el señor Dennis. Así sin más, en el Athletic Club. Y ahora tengo la triste misión de llevar el niño con su tía Mame a Nueva York. Figúrese, apenas ha cumplido los diez años y ya no tiene ni padre ni madre. —Norah se enjugó los ojos. El camarero respondió que yo era muy valiente—. Enséñale la foto de tu tía Mame, cariño—dijo Norah. A mí me dio vergüenza, pero eché mano al bolsillo trasero de mi pantalón y saqué la foto de mi tía, disfrazada de Carmen—. Y, dígame, Beekman Place ¿es un buen barrio para criar a un niño? Está acostumbrado a tener lo mejor.

—¡Oh, sí, señora!—respondió el camarero—, muy buen barrio. Un primo mío trabaja en Beekman Place. Allí casi todo el mundo es millonario.

Animada por su triunfal presentación en sociedad entre el personal del New York Central, Norah pidió otra tetera y miró a los demás pasajeros con aire imperioso.

Pasamos el resto de la mañana en nuestro compartimento, que misteriosamente se había transformado de dormitorio en una especie de salón. Norah rezó el rosario, con especial mención a las Siete Ciudades del Pecado, y luego empezó a hacer encaje de bolillos. Después del desayuno, Norah se las arregló para decirles, cada vez más altanera, al mozo de cuerda y al revisor que yo era un niño heredero de una fortuna, «igualito que el rey como-se-llame de Rumanía», y que iba a vivir con mi tía Mame, una señora muy rica y enigmática que vivía en un palacio de mármol en Beekman Place.

A las seis en punto llegamos a Grand Central y a Norah, a pesar de todos sus humos de experta viajera, le asustó e impresionó el bullicio del andén.

—Dame la mano, Paddy—gritó—, y, por el amor de Dios, no se te ocurra perderte en este…

El resto de su advertencia se perdió entre el estrépito general. Aferrándose a mí con una mano y con la otra al monedero que llevaba metido en el corsé, Norah libró una batalla perdida con un mozo de cuerda, que, ignorando sus protestas, metió nuestro equipaje en un carrito y se alejó con él mientras Norah y yo lo seguíamos corriendo.

Al final resultó que no pretendía robarnos. En lugar de eso, llamó un taxi y empezó a meter las maletas en el asiento de atrás. Nos metimos como pudimos en el taxi y, antes de que el mozo pudiera expresar su agradecimiento por los diez centavos de propina que le había dado Norah, el taxi arrancó bruscamente.

—Llévenos al número 3 de Beekman Place—dijo Norah—, y no vaya usted a pensar que he nacido ayer y puede llevarme a dar vueltas por la ciudad para cobrar una carrera más larga.

Todavía era de día y hacía mucho, mucho calor. No sé qué idea me habría formado de Nueva York, pero lo cierto es que me decepcionó. Era igualito que Chicago.

Había un atasco terrible en Park Avenue y Norah se indignó al ver que el taxímetro avanzaba cinco centavos a pesar de que el coche estaba quieto. La Tercera Avenida, a pesar de los nombres irlandeses de las tiendas, la intranquilizó; y la Segunda todavía más.

—¿Se puede saber adónde se piensa usted que nos lleva, buen hombre?—le chilló al chófer.

—Adonde usted me dijo antes: al número 3 de Beekman Place.

—Dios mío, si esto es casi peor que los barrios bajos de Dublín—se quejó. Sin embargo, cuando el taxi entró en Beekman Place, pareció experimentar cierto alivio—. Es bonito—concedió con un leve deje paternalista. El taxi se detuvo delante de un enorme edificio que parecía exactamente igual a los de Lake Shore Drive, Sheridan Road o Astor Street en Chicago—. Ni la mitad de imponente que el Hotel Edgewater Beach—comentó desdeñosa Norah por lealtad con el medio Oeste—. Baja, cariño, y ten cuidado no vayas a despeinarte.

El portero nos miró con cierto interés y observó fríamente que debíamos subir al sexto piso.

—Vamos, Paddy—dijo Norah—, y cuida tus modales con tu tía Mame. Es una señora muy elegante.

Una vez en el ascensor, aproveché para echarle un último vistazo al retrato de mi tía, para recordar mejor su cara. Me pregunté si llevaría puesto el chal español y la rosa detrás de la oreja. La puerta del ascensor se abrió. Salimos. Volvió a cerrarse y nos quedamos solos.

—¡Madre de Dios, la antesala del Infierno!—gritó Norah. Estábamos en un vestíbulo pintado de negro. La única luz procedía de los ojos amarillentos de una extraña deidad pagana con dos cabezas y ocho brazos que había sobre un mueble de teca. Justo delante había una puerta de color escarlata. No parecía la típica casa de una señora española. De hecho, no parecía la típica casa de nadie. Aunque tenía ya diez años, le di la mano a Norah—. Caramba, pero si parece el cuarto de baño de señoras del Teatro Oriental—suspiró Norah. Llamó al timbre con cierta reticencia. La puerta se abrió y Norah soltó un leve grito—: ¡Dios nos proteja, un chino!

Un diminuto mayordomo japonés, apenas más alto que yo, sonreía desde el umbral.

—¿Qué querer?—preguntó.

Con voz humilde y apagada, Norah respondió:

—Soy la señorita…, es decir, soy Norah Muldoon y traigo al joven señor Dennis con su tía.

El minúsculo japonés dio un salto hacia atrás como un autómata.

—Debe ser error. No querer hoy niño pequeño.

—Pero si yo misma envié el telegrama advirtiendo de nuestra llegada, hoy día 1 de julio a las seis de la tarde—dijo Norah con una especie de balido penoso y desesperado.

—No importante—respondió el pequeño japonés encogiéndose de hombros con indiferencia oriental—. Niño aquí, casa aquí, señora aquí. Señora ocupada ahora. No importar. Entrar y esperar. Yo ir a buscar.

—¿Estás segura?—le susurré a Norah. Volví a mirar las negras paredes y el ídolo y apreté su mano vieja y áspera. Temblaba más que la mía.

—Entrar. Esperar—dijo el japonés con una sonrisa siniestra—. Entrar—repitió. Tanta insistencia ejercía un efecto hipnótico.

Nos adentramos con pies de plomo en el recibidor del apartamento. Aunque con un estilo deslumbrante, era incluso más terrorífico que el negro rellano de la entrada. Las paredes estaban pintadas de un intenso color naranja. Una gigantesca linterna japonesa de bronce arrojaba su luz biliosa a través de varias amarillentas ventanas de pergamino. A cada lado del recibidor había un gran arco tapado con un gran biombo de papel, y detrás de ellos un montón de gente hacía mucho ruido.

El japonés nos señaló con un gesto un banco largo y bajo. Era el único mueble de la habitación.

—Sentarse—siseó—. Yo traer señora. Sentarse. —Detrás del banco había un enorme tapiz de pergamino. Representaba a un japonés destripándose con una espada de samurái—. Sentarse—repitió el mayordomo con una risita, y desapareció detrás de uno de los biombos.

—¡Qué herejía!—susurró Norah. Las articulaciones le crujieron penosamente al apoyar su peso en el banco—. ¿En qué estaría pensando tu pobre padre?—El estruendo de detrás del biombo creció y se oyó un ruido de cristales rotos. Agarré a Norah con fuerza.

Nuestro conocimiento de los tugurios orientales se limitaba estrictamente a lo que habíamos visto en las películas—terribles torturas, vírgenes inocentes drogadas y vendidas para llevar una vida peor que la muerte en el Yang-Tsé, las sanguinarias disputas entre las mafias chinas—, pero Hollywood había dejado muy claro lo que sucedía cuando Oriente y Occidente se encontraban.

—Paddy—gritó Norah de pronto—, nos han traído engañados a un fumadero de opio con intención de matarnos o algo peor. Tenemos que irnos de aquí.

Empezó a levantarse y a tirar de mí, y luego volvió a desplomarse en el banco con un gemido de derrota.

Una mujer que parecía una muñeca japonesa acababa de entrar en el recibidor. Tenía el pelo muy corto con el flequillo recto sobre las cejas oblicuas; tras ella flotaba una larga túnica de seda dorada y bordada. Llevaba los pies enfundados en unas diminutas chinelas doradas adornadas con joyas resplandecientes y varios brazaletes de jade y marfil entrechocaban en sus brazos. Tenía las uñas más largas que yo había visto nunca, todas pintadas de un delicado color verde. Una boquilla de bambú casi interminable colgaba lánguidamente de su boca brillante y roja. En cierto sentido, tenía un aire extrañamente familiar.

Nos miró a Norah y a mí con una expresión de sorpresa y perplejidad.

—¡Oh!—dijo—, el hombre de la Agencia no comentó que fuese a traer usted también un niño. No importa. Parece un buen chico. Y, si se porta mal, siempre podemos echarlo al río. —Se rió, pero nosotros no lo hicimos—. Imagino que ya sabrá lo que se espera de usted: un poco de esclavitud en la casa, y, por supuesto, los jueves para hacer lo que quiera. —Norah la miró con los ojos como platos y la boca abierta—. Lo cierto es que llega usted un poco tarde—prosiguió la señora oriental—. En realidad contaba con que viniese usted un poco antes para atender a esta muchedumbre. —Hizo un gesto hacia el lugar de donde procedía todo aquel barullo—. Pero no tiene mayor importancia. Si no ha traído su ropa, creo que podremos conseguirle algo apropiado. —Se dirigió al lugar de donde procedía el ruido—. Espere aquí, le diré a Ito que la lleve a su cuarto. ¡Ito! ¡Ito!—llamó y salió a toda prisa del recibidor.

—Madre de Dios, ¿has oído lo que ha dicho? ¡Todas esas palabras tan raras! Es una de esas chinas recién salidas de Sing Sing. ¿Qué vamos a hacer, Paddy? ¿Qué vamos a hacer?

Una pareja de aspecto siniestro avanzó hacia el recibidor. El hombre parecía una mujer, y la mujer, de no ser por su falda de tweed, era casi idéntica a Ramón Novarro. El hombre dijo:

—Imagino que sabrá que van a enviar a la pobre Miriam a la costa.

La mujer añadió:

—En fin, Dios sabe que, si lo que pretenden es matarla profesionalmente, han enviado a esa pobre desgraciada al sitio adecuado.

Soltó una risa desagradable y ambos desaparecieron detrás del otro biombo.

A Norah se le salieron los ojos de las órbitas y a mí también. El ruido se volvió más escandaloso. De pronto, rasgó el aire un grito desgarrador. Ambos nos sobresaltamos. Una voz de mujer se alzó histéricamente sobre el estruendo.

—¡Oh, Aleck! ¡Basta ya! ¡Me matas!

Se oyó una estruendosa oleada de carcajadas y luego otro chillido. Norah me cogió del brazo y apretó. Dos hombres aparecieron de detrás de un biombo. Uno de ellos tenía barba pelirroja. Entre los dos llevaban a una mujer vestida de negro, con la cabeza echada hacia atrás, los ojos cerrados y el pelo arrastrando por el suelo. Norah tragó saliva.

—Pobre Edna—dijo uno de los dos hombres.

—A mí no me da tanta lástima—respondió el de la barba. Se lo dije esta misma tarde. Le advertí: «Edna, estás firmando tu propia sentencia de muerte al beber ese veneno a la hora del almuerzo. A las siete estarás frita». Y ahí la tienes.

Norah se santiguó.

Se oyó otro grito y otra serie de enloquecidas carcajadas. El japonés diminuto apareció de pronto de detrás del biombo y cruzó corriendo el vestíbulo. Llevaba un enorme cuchillo. Norah gimió.

—Santa María, madre de Dios, protégenos—rezó—, sálvanos a este huerfanito y a mí de la muerte o algo peor a manos de estos degolladores chinos.

Empezó a musitar una larga y fervorosa oración de un modo tan incoherente que sólo entendí algunas palabras sueltas como «trata de blancas», «Shanghái» y «asesinato sanguinario».

La mujer-hombre y el hombre-mujer volvieron a pasar por el recibidor.

—Y, por supuesto, La muerte llama al arzobispo—iba diciendo—. ¿Alguna vez has tenido una sensación tan emocionante?

—¡Dios bendito!—exclamó Norah—, ¿es que no hay nada ni nadie que esté a salvo en este antro de perdición?

Se oyó otro grito, y la voz histérica gritó:

—¡Aleck, no! ¡Me vas a ma-tar!

—Basta—gritó Norah, cogiéndome de la mano y tirando de mí—. Tenemos que salir de este nido de ladrones y asesinos mientras nos quede aliento en el cuerpo. Mejor morir luchando por proteger mi virtud que dejar que los chinos nos vendan como esclavos. Vamos, Paddy, nos enfrentaremos a ellos, y que Dios nos ampare.

Y con notable agilidad saltó hacia la puerta arrastrándome tras ella.

—Alto, por favor. —Nos quedamos de piedra. Era el japonés diminuto que sonreía de manera absurda y sostenía el cuchillo en la mano—. ¿La señora no encontrar?

—Mire, señor—dijo Norah con la valentía que da la desesperación—, no soy más que una pobre anciana, pero estoy dispuesta a pagar nuestro rescate. Aunque no lo parezca, tengo dinero. Mucho dinero. Cinco mil dólares y todos los ahorros de una vida. Seguro que nos puede dejar huir al niño y a mí. No hemos hecho nada malo.

—¡Oh, no!—respondió con una sonrisa inescrutable—. No bien. Yo traer señora. Ella tener muchas ganas de tener niño en la casa.

—¡Qué malvada!—gimió Norah.

La muñeca japonesa reapareció.

—Ito—dijo—. Te he estado buscando por todas partes. Ésta es la nueva cocinera y quiero que…

—No, señorita Dennis—dijo moviendo el dedo—. No nueva cocinera. Nueva cocinera en la cocina. Éste su niño.

—¡Pero no…!—chilló ella—. ¡Entonces usted debe de ser Norah Muldoon!

—Sí, señora—suspiró Norah, demasiado exhausta para hablar más que con un hilillo de voz.

—Pero ¿por qué no me avisó de que venía hoy? No habría celebrado esta fiesta.

—Señora, le envié un telegrama…

—Sí, pero decía usted el primero de julio. Mañana. Hoy es 31 de junio.

Norah movió aviesamente la cabeza.

—No, señora, hoy es día uno. Y maldita sea esa fecha.

La voz argentina tronó.

—¡Pero eso es ridículo! Todo el mundo sabe lo de «Treinta días tienen septiembre, abril, junio y…», ¡Dios mío!—Se hizo un momento de silencio—. Pero, cariño—dijo con histrionismo—, ¡soy tu tía Mame!

Me rodeó con sus brazos, me besó y supe que estaba a salvo.

Una vez en el cavernoso salón de la tía Mame, que recordaba mucho al decorado del club nocturno de Vírgenes modernas, nos alivió ver que estaba lleno de gente con pinta de hombres y mujeres normales. Bueno, tal vez no exactamente de hombres y mujeres normales, pero al menos no había malvados orientales, a excepción de mi tía Mame, que había dejado de ser española y había empezado a ser japonesa.

Había gente sentada en unos divanes japoneses, otros estaban en la terraza, y unos cuantos miraban por la enorme ventana en dirección al sucio río. Todos estaban hablando y bebiendo. Mi tía Mame me besó varias veces y me presentó a un montón de desconocidos, a un tal señor Benchley, que era muy simpático; a un tal señor Woollcott, que no lo era; a una tal señorita Charles, y a muchos más.

No hacía más que decir:

—Es el hijo de mi hermano, y ahora va a ser mi niño pequeño.

La tía Mame me dijo que pululara un poco por ahí y luego me fuese a la cama. Aseguró que lamentaba muchísimo haber cometido aquel error tan estúpido con la fecha y tener que ir a cenar en el Aquarium con un montón de gente. Me pareció un sitio muy raro para comer, pero para ser educado le pregunté si iban a cenar pescado y todo el mundo se desternilló de risa.

Me explicó que era sólo un garito clandestino que había en la Cincuenta y yo fingí entenderla.

Norah me cogió de la mano y estuvimos pululando un poco por ahí, aunque no entablé conversación con nadie. Todos empleaban palabras muy raras como batik, Freud, complejo de inferioridad y abstracción. Una señora pelirroja aseguró que pasaba una hora al día en el sofá con su médico, que le cobraba veinticinco dólares por visita. Norah me llevó a otra parte de la sala.

El diminuto japonés le ofreció a Norah una copa y le dijo que acababan de desembarcarlo. Norah respondió que no estaba acostumbrada a los espirituosos, aunque a mí siempre me contaba que veía fantasmas y espectros, pero que, en esta ocasión, tomaría una gotita. De pronto, pareció mucho más alegre. Y, al poco tiempo, le pidió a Ito que le sirviera otro sorbito.

Enseguida la gente empezó a marcharse. Un grupo de personas dijeron que iban a ver la vieja Texas esa noche y que tenían que llegar pronto, si querían que los dejasen entrar. Yo siempre había pensado que Texas estaba muy lejos de Nueva York.

Varias personas se entretuvieron en el vestíbulo hablando de cosas que yo no entendía, como «Lisístrata», «netsuke» y «lapislázuli» y de un tal Karl Marx, que yo pensé que debía de tener algo que ver con Groucho, Harpo, Chico y Zeppo. Luego la tía Mame llegó con un vestido de fiesta amarillo como el que llevaba Bessie Love en Melodías de Broadway. Era muy corto por delante y muy largo por detrás y ella ya no parecía japonesa.

—Buenas noches, cariño—dijo dándome un beso—. Mañana hablaremos largo y tendido…, pero que no sea demasiado temprano.

La puerta se cerró a sus espaldas y el apartamento quedó sumido en el silencio.

El mayordomo japonés me cogió de la mano.

—Tú hambre. Tú cenar ahora—dijo amablemente—. ¿Querer ir al baño antes, niño pequeño?

Me recorrió un escalofrío al percatarme de la cruda realidad.

—Ya…, ya he ido—gimoteé mirando consternado la mancha oscura que se extendía por mi nuevo traje fino de luto.