Agradecimientos

Layla y compañía no estarían aquí sin los increíbles poderes de edición de Margo Lipschultz; Natashya Wilson, editora jefa a cargo; Jennifer Abbots, la mejor publicista y también otra JLA, y el maravilloso equipo de personas, desde los correctores hasta los libreros, detrás de la serie en Harlequin TEEN. Gracias.

Gracias a K. P. Simmon por ser la segunda mejor publicista y a Stacey Morgan por mantener mi cabeza firme. A mi increíblemente increíble agente, Kevan Lyon: eres genial. Y a Taryn Fagerness y Brandy Rivers; sois impresionantes.

Las siguientes personas han estado ahí para mí, de una forma u otra, y probablemente me volvería loca de no ser por Laura Kaye, Molly McAdams, Tiffany King, Tiffany Snow, Lesa Rodrigues, Dawn Ransom, Jen Fisher, Vi (¡Vee!), Sophie Jordan y, uf, podría seguir, pero estoy segura de que esto está comenzando a aburrir a todo el mundo.

Por último pero más importante, gracias a los lectores. Sin todos vosotros, nada de esto habría sido posible. En absoluto.

Capítulo uno

Diez segundos después de que la señora Cleo entrara sin prisa en clase de Biología, encendiera el proyector y apagara las luces, Bambi decidió que ya no se sentía cómoda donde se encontraba, enroscada alrededor de mi cintura.

Se deslizó por mi estómago. A la serpiente demoníaca tatuada, que era muy activa, no le hacía mucha gracia quedarse quieta durante demasiado tiempo, y menos todavía durante una aburrida lección sobre la cadena alimenticia. Me puse rígida, resistiendo la necesidad de romper a reír como una hiena mientras la criatura se colaba entre mis pechos y dejaba descansar su cabeza con forma de diamante sobre mi hombro.

Pasaron cinco segundos más mientras Stacey me miraba fijamente, levantando las cejas. Me obligué a dirigirle una tensa sonrisa, a sabiendas de que Bambi todavía no había terminado. Nop. Entonces sacó la lengua y me hizo cosquillas por un lateral del cuello.

Me tapé la boca con la mano para amortiguar una risita mientras me retorcía en mi asiento.

–¿Te has drogado? –me preguntó Stacey en voz baja mientras se apartaba el espeso flequillo de los ojos oscuros–. ¿O es que se me ha salido la teta izquierda para saludar al mundo? Porque eres mi mejor amiga, así que tienes la obligación de decírmelo.

Aunque sabía que su teta se encontraba dentro de su camiseta, o al menos eso esperaba, ya que su jersey tenía un cuello de pico muy pronunciado, bajé la mirada mientras me quitaba la mano de la boca.

–Tu teta está bien. Tan solo estoy… nerviosa.

Me miró arrugando la nariz antes de volver a dirigir su atención a la parte delantera del aula. Respiré hondo y recé para que Bambi se quedara donde estaba durante el resto de la clase. Con ella en mi piel, me sentía como si tuviera un tic muy fuerte. Retorcerme cada cinco segundos no iba a beneficiar a mi popularidad, o más bien mi falta de ella. Por suerte, ahora que el tiempo era mucho más frío y Acción de Gracias se acercaba con rapidez, podía llevar cuellos altos y mangas largas para ocultar de la vista a Bambi sin levantar sospechas.

Bueno, al menos mientras no decidiera trepar hasta mi cara, algo que le gustaba hacer siempre que Zayne se encontraba cerca. Era un Guardián verdaderamente guapo, miembro de una raza de criaturas que podían parecer humanos a voluntad, pero cuya verdadera forma era lo que los humanos llamaban gárgolas. Los Guardianes tenían la tarea de proteger a la humanidad cazando las cosas que acechaban por la noche… y por el día. Yo había crecido con Zayne y había desarrollado un encaprichamiento brutal por él durante años.

Bambi se movió y su cola me hizo cosquillas en el lateral del estómago.

No tenía ni idea de cómo Roth había sido capaz de aguantar que Bambi le trepara por todas partes.

Se me cortó el aliento cuando un pinchazo profundo e implacable me atravesó el pecho. Sin pensar, llevé la mano hasta el anillo con la piedra rajada que colgaba de mi cuello; el anillo que había contenido la sangre de mi madre, la mismísima Lilith. Sentir el frío metal entre los dedos resultaba calmante. No por el lazo familiar, ya que en realidad no quería tener ninguna clase de relación con mi madre, sino porque junto a Bambi era mi último y único enlace con Astaroth, el Príncipe Heredero del Infierno, que había hecho algo que era lo menos demoníaco posible.

«Me perdí por completo en el momento en que te encontré».

Roth se había sacrificado al ser él quien sujetaba a Paimón, el cabrón responsable de querer liberar una raza de demonios especialmente desagradable, en una trampa demoníaca diseñada para enviar a su prisionero al Infierno. Zayne había estado haciendo los honores de evitar que Paimón escapara, pero Roth… había ocupado el lugar de Zayne.

Y ahora estaba en los fosos de fuego.

Me incliné hacia delante y apoyé los codos en la fría mesa, sin tener la menor idea de lo que estaba diciendo la señora Cleo en su cháchara. Las lágrimas me quemaron el fondo de la garganta mientras miraba fijamente la silla vacía delante de mí que solía ocupar Roth. Cerré los ojos.

Dos semanas. Habían pasado más o menos trescientas treinta y seis horas desde aquella noche en el antiguo gimnasio, y ni un solo segundo había sido más fácil que el anterior. Dolía como si hubiera pasado una hora antes, y no me parecía que un mes o incluso un año después las cosas fueran a ser diferentes.

Una de las cosas más difíciles eran todas las mentiras. Stacey y Sam me habían hecho cientos de preguntas cuando Roth no volvió después de la noche que encontramos La Llave Menor de Salomón (el antiguo libro que contenía las respuestas a todo lo que necesitábamos saber sobre mi madre) porque lo había atrapado Abbot (el líder del clan de Guardianes de Washington D. C., que me había adoptado cuando era una niña). Acabaron parando, pero seguía siendo otro secreto que les ocultaba a ellos, dos de mis amigos más cercanos.

A pesar de nuestra amistad, ninguno de los dos sabía lo que era yo: mitad Guardiana y mitad demonio. Y ninguno de los dos se había dado cuenta de que Roth no había tenido mononucleosis y ya está, ni que se había cambiado de instituto. Pero a veces era más fácil pensar en él de ese modo; decirme que tan solo se encontraba en otro instituto en lugar de en el lugar donde estaba en realidad.

El ardor avanzó hasta mi pecho, muy parecido a la lenta ebullición que siempre estaba presente en mis venas. La necesidad de tomar un alma, la maldición que había heredado de mi madre, no había disminuido lo más mínimo durante las últimas dos semanas. Si acaso, me daba la impresión de que había aumentado. La habilidad de quitarle el alma a cualquier criatura que la tuviera era la razón por la que nunca antes me había acercado a un chico.

No hasta que llegó Roth.

Dado que se trataba de un demonio, el inoportuno problema de las almas quedaba fuera de la ecuación, pues él no tenía. Y, a diferencia de Abbot y casi todo el clan de los Guardianes, incluido Zayne, a Roth le había dado igual que yo fuera mestiza. Me había… me había aceptado tal como era.

Me froté los ojos con las palmas de las manos y me mordí el interior de la mejilla. Cuando encontré en el apartamento de Roth mi collar reparado y limpiado, el que Petr, un Guardián que había resultado ser mi medio hermano, había roto al atacarme, me aferré a la esperanza de que Roth no se encontrara en los fosos de fuego después de todo. De que tal vez hubiera escapado de algún modo, pero con cada día que pasaba esa esperanza había parpadeado como la luz de una vela en mitad de un huracán.

Creía más que nada en este mundo que si Roth hubiera podido volver a mí, lo habría hecho a esas alturas, y eso significaba…

Cuando noté una presión dolorosa en el pecho, abrí los ojos y solté con lentitud el aliento que había estado conteniendo. La clase parecía un poco borrosa a través de la neblina de las lágrimas sin derramar. Pestañeé un par de veces mientras me desplomaba sobre el respaldo de mi asiento. Lo que había en la diapositiva del proyector no tenía ningún sentido. ¿Era algo sobre el ciclo de la vida? No, eso era en El rey león. Iba a suspender la asignatura. Supuse que al menos debería tratar de tomar apuntes, así que tomé el bolígrafo y…

En la parte delantera de la clase, las patas de metal de una silla arañaron el suelo, produciendo un fuerte chirrido. Un chico salió disparado de su silla, como si alguien le hubiera prendido fuego al asiento. Un débil resplandor amarillo lo rodeaba; su aura. Yo era la única que podía verla, pero chisporroteaba de forma errática, parpadeando. Ver el aura de la gente, un reflejo de sus almas, no era nada nuevo para mí. Eran de toda clase de colores; a veces una mezcla de más de dos, pero nunca había visto una temblando de ese modo. Miré a mi alrededor y la mezcla de auras relució débilmente.

¿Qué demonios?

La mano de la señora Cleo se quedó paralizada sobre el proyector mientras fruncía el ceño.

–Dean McDaniel, ¿qué demonios estás…?

Dean giró sobre sus talones y miró a los dos chicos que estaban sentados detrás de él. Se encontraban reclinados en sus asientos, con los brazos cruzados y los labios curvados en idénticas sonrisas de suficiencia. La boca de Dean estaba apretada en una línea delgada, y tenía la cara ruborizada. Me quedé con la boca abierta cuando plantó una mano sobre el tablero blanco de la mesa y estampó el otro puño contra la mandíbula del chico que tenía detrás. El golpe carnoso resonó en el aula, seguido por varios jadeos de sorpresa.

¡Por todos los santos!

Me erguí en mi silla mientras Stacey ponía las manos de golpe sobre nuestra mesa.

–Qué cojones… –susurró, mirando con la boca abierta mientras el chico al que Dean le había pegado un puñetazo caía hacia la izquierda y golpeaba el suelo como un saco de patatas.

No conocía demasiado bien a Dean. Joder, ni siquiera estaba segura de haberle dicho más que un puñado de palabras durante mis cuatro años en el instituto, pero era tranquilo y corriente, alto y delgado, muy parecido a Sam.

Desde luego, jamás habría votado que fuera la clase de chico con más posibilidades de pegarle un buen puñetazo a otro, que encima era mucho más grande que él.

–¡Dean! –gritó la señora Cleo, cuyo abundante pecho se elevó mientras corría hacia la pared para encender las luces del techo–. ¿Qué estás…?

El otro chico se levantó rápido como una flecha y apretó las manos en unos puños grandes a sus costados.

–¿Qué coño te pasa? –Rodeó la mesa y se quitó la sudadera con cremallera–. ¿Te quieres llevar una buena?

Las cosas siempre se ponían chungas cuando la gente comenzaba a quitarse la ropa.

Dean soltó una risita mientras se dirigía hacia el pasillo entre las mesas. Las sillas chirriaron cuando los estudiantes se apartaron de su camino.

–Ah, desde luego que quiero.

–¡Pelea de chicos! –exclamó Stacey mientras escarbaba en su bolso y sacaba el móvil. Varios estudiantes más estaban haciendo lo mismo–. Por mi madre que tengo que grabar esto.

–¡Chicos! Parad ahora mismo. –La señora Cleo golpeó la pared con la mano, apretando el intercomunicador que conectaba directamente con la secretaría. Sonó un pitido y ella se volvió hacia él a toda prisa–. ¡Necesito al guardia de seguridad en el aula doscientos cuatro inmediatamente!

Dean se lanzó contra su oponente y lo derribó al suelo. Los brazos volaron mientras rodaban hasta las patas de una mesa cercana. Stacey y yo nos encontrábamos a salvo al fondo del aula, pero nos levantamos de todos modos. Un escalofrío me recorrió la piel cuando Bambi se movió sin aviso alguno y pasó la cola por encima de mi estómago.

Mi amiga se puso de puntillas y se estiró, pues al parecer necesitaba un ángulo mejor para su móvil.

–Esto es…

–¿Rarísimo? –sugerí, e hice una mueca cuando el chico lanzó un buen golpe que echó hacia atrás la cabeza de Dean.

Stacey me miró arqueando una ceja.

–Yo iba a decir «increíble».

–Pero se están…

Di un respingo cuando la puerta del aula se abrió de golpe y golpeó la pared.

Los guardias de seguridad irrumpieron dentro y se dirigieron directamente hacia la pelea. Un tío grandote rodeó a Dean con los brazos y lo apartó del otro estudiante mientras la señora Cleo revoloteaba por el aula como un colibrí nervioso, aferrándose al hortera collar de cuentas con ambas manos.

Un guardia de seguridad de mediana edad se arrodilló junto al chico que Dean había golpeado. Solo entonces me di cuenta de que no se había movido ni una vez desde que cayó al suelo. Sentí un cosquilleo de intranquilidad en las tripas que no tenía nada que ver con Bambi moviéndose otra vez mientras el guardia se inclinaba sobre el chico boca abajo y colocaba una mano cerca de su pecho.

El guardia se apartó de golpe y llevó la mano al micrófono que tenía en el hombro. Tenía la cara tan blanca como el papel de mi cuaderno.

–Necesito a un técnico de emergencias de inmediato. Tengo a un adolescente, de unos diecisiete o dieciocho años. Se le está formando un moratón visible a lo largo del cráneo. No respira.

–Dios mío –susurré, aferrando el brazo de Stacey.

El silencio cayó sobre la clase, apagando la cháchara emocionada. La señora Cleo se detuvo junto a su escritorio y sus carrillos se menearon en silencio. Stacey tomó aliento mientras bajaba el teléfono.

El silencio que siguió a la llamada quedó roto cuando Dean echó la cabeza hacia atrás y se rio mientras el otro guardia de seguridad lo sacaba a rastras del aula.


Stacey se colocó detrás de las orejas el pelo negro que le llegaba hasta los hombros. No había tocado la porción de pizza de su plato ni la lata de refresco. Y yo tampoco. Probablemente estaba pensando más o menos lo mismo que yo. El director Blunt y la consejera académica a la que yo nunca había prestado mucha atención nos habían dado a todos los estudiantes de la clase la opción de volver a casa.

No tenía quien me llevara. Morris, que era el chófer del clan, el empleado de mantenimiento y un tío increíble, seguía en la lista de no montar conmigo en coche, dado que la última vez que habíamos estado en uno juntos un taxista había tratado de reventar nuestro vehículo. Y tampoco quería despertar a Zayne o a Nicolai; la mayoría de los Guardianes de sangre completa dormían profundamente durante el día, encerrados en sus duros caparazones. Y Stacey no quería estar en casa con su hermano pequeño, así que allí estábamos, en la cafetería.

Pero ninguna de las dos tenía apetito.

–Estoy oficialmente traumatizada –declaró, y después respiró hondo–. En serio.

–Ni que el tío hubiera muerto –replicó Sam con la boca llena de pizza. Sus gafas con montura de alambre se deslizaron hasta la punta de su nariz. Tenía el pelo castaño y rizado sobre la frente. Su alma, una débil mezcla de amarillo y azul, parpadeó al igual que las de todos los demás desde aquella mañana, pestañeando como si estuviera jugando a cucú conmigo–. He oído que lo reanimaron en la ambulancia.

–Eso sigue sin cambiar el hecho de que vimos que le pegaban un puñetazo en la cara a alguien con tanta fuerza que se murió justo delante de nosotros –insistió ella, con los ojos muy abiertos–. ¿O es que no lo entiendes?

Sam se tragó el bocado de pizza.

–¿Cómo sabéis si se murió realmente? Solo porque un aspirante a policía dijera que alguien no estaba respirando no significa que sea cierto. –Echó un vistazo a mi plato–. ¿Vas a comerte eso?

Negué con la cabeza, un poco aturdida.

–Toda tuya. –Un segundo después, me quitó del plato el trozo de pizza con pequeños dados de pepperoni. Su mirada se dirigió a la mía–. ¿Te encuentras bien? –pregunté.

Él asintió con la cabeza mientras masticaba.

–Lo siento. Sé que no sueno muy comprensivo.

–¿Tú crees? –murmuró Stacey con voz seca.

Un dolor apagado ardió detrás de mis ojos mientras llevaba la mano al refresco. Necesitaba cafeína. También necesitaba descubrir qué demonios estaba pasando con las auras de todo el mundo, que no dejaban de parpadear. Las sombras coloridas alrededor de un humano representaban la clase de alma que tenía: blanca para un alma completamente pura; los colores pastel eran los más comunes y normalmente indicaban un alma buena, y cuanto más oscuros eran los colores, más cuestionable era el estatus del alma de una persona. Y si alguien no tenía el revelador halo a su alrededor, eso significaba que no tenía alma.

Es decir, que era un demonio.

Ya no estaba identificando demasiado, otra estupenda habilidad que tenía gracias a mi ascendencia mezclada. Si tocaba a un demonio, era el equivalente a pegar una señal de neón en su cuerpo, lo cual hacía más fácil que los Guardianes los encontraran.

Bueno, no funcionaba con los demonios de Nivel Superior. Pocas cosas lo hacían.

No dejé de hacerlo por lo que pasó con Paimón, ni porque me hubieran prohibido salir a identificar. Abbot me había levantado el castigo de por vida después de la noche en el gimnasio, pero me sentía mal identificando demonios al azar, sobre todo ahora que sabía que muchos de ellos podían ser inofensivos. Cuando sí identificaba, iba a por los Impostores, ya que eran peligrosos y tenían el hábito de morder a la gente, y dejaba en paz a los Esbirros.

Y la verdad era que el cambio en mi rutina de identificación era todo gracias a Roth.

–Es solo que lo más probable es que esos dos idiotas se estuvieran metiendo con Dean –continuó Sam mientras se terminaba la pizza en un nanosegundo–. La gente acaba explotando.

–La gente normalmente no tiene puños que podrían considerarse armas letales –replicó Stacey.

Mi móvil sonó, atrayendo mi atención. Me incliné y lo saqué de la mochila. Las comisuras de mi boca se elevaron cuando vi que era de Zayne, aunque el dolor detrás de mis ojos se incrementó de forma constante.

«Nic va a x ti. Nos vemos en la sala d entrenamiento cuando llegues.»

Ah, entrenamiento. El estómago se me sacudió de forma extraña, una reacción familiar cuando tocaba entrenar con Zayne. Porque en algún punto durante los forcejeos y las técnicas de evasión se ponía sudoroso, e inevitablemente acababa quitándose la camiseta. Y, bueno, aunque seguía sintiendo un fiero dolor por la pérdida de Roth, ver a Zayne sin camiseta era algo que anhelaba.

Y Zayne… siempre había significado muchísimo para mí. Eso no había cambiado y jamás lo haría. Cuando me llevaron con el clan por primera vez, yo estaba aterrorizada y me había escondido de inmediato en un armario. Había sido Zayne quien me había convencido para salir, con un osito de peluche nada nuevo en las manos a quien yo había llamado Señor Mocoso. Desde entonces, había estado pegada a la cadera de Zayne. Bueno, hasta que Roth llegó. Zayne había sido mi único aliado, la única persona que sabía lo que yo era, y… Dios, había estado ahí para mí, me había ayudado a soportar el último par de semanas.

–En cualquier caso… –Sam arrastró las palabras mientras yo enviaba un «vale» rápido a Zayne y guardaba el teléfono otra vez en mi mochila–. ¿Sabíais que cuando las serpientes nacen con dos cabezas, luchan la una contra la otra por la comida?

–¿Qué? –preguntó Stacey, arrugando las cejas como dos pequeñas líneas furiosas.

Él asintió con la cabeza y sonrió un poco.

–Sip. Es como una especie de lucha a muerte… contigo mismo.

Por alguna razón, parte de la rigidez abandonó mi postura cuando Stacey soltó una risa atragantada y dijo:

–Tu capacidad para almacenar conocimiento inútil nunca dejará de sorprenderme.

–Por eso me quieres.

Stacey pestañeó y sus mejillas se llenaron de calor. Me echó un vistazo, como si por alguna razón yo tuviera el deber de ayudar con su encaprichamiento recién descubierto por Sam. Yo era la última persona en la faz de la Tierra que pudiera ayudar a nadie en lo relativo al sexo opuesto.

Tan solo había besado a un chico en toda mi vida.

Y había sido un demonio.

Así que…

Stacey se rio en voz alta y alegre mientras tomaba su refresco.

–Lo que tú digas. Molo demasiado para el amor.

–De hecho…

Sam parecía estar a punto de explicar alguna clase de hecho aleatorio sobre el amor cuando noté una punzada de dolor ardiente en la cabeza.

Tomé un aliento corto, me presioné los ojos con las palmas y los cerré con fuerza para amortiguar la sensación de la punzada ardiente. Fue feroz y rápida, y acabó nada más empezar.

–¿Layla? –preguntó Sam–. ¿Te encuentras bien?

Asentí lentamente con la cabeza mientras bajaba la mano y abría los ojos. Sam me devolvió la mirada, pero…

Inclinó la cabeza hacia un lado.

–Estas un poco pálida.

El mareo me recorrió mientras continuaba mirándolo fijamente.

–Tú…

–¿Yo? ¿Eh? –Frunció el ceño y lanzó un vistazo rápido a Stacey–. ¿Que yo qué?

No había nada rodeando a Sam, ni un solo rastro del azul de huevo de petirrojo ni el suave amarillo como de mantequilla. El corazón me dio un vuelco mientras me giraba hacia Stacey. El débil verde de su aura también había desaparecido. Eso significaba que ni Sam ni Stacey tenían… No, sí que tenían almas. Sabía que las tenían.

–¿Layla? –dijo Stacey con suavidad, tocándome el brazo.

Me giré y examiné la cafetería abarrotada. Todos parecían normales, salvo porque no había ningún halo alrededor de ninguno de ellos. Ningún tono suave de color. El pulso se me aceleró y sentí unas gotas de sudor en la frente. ¿Qué estaba pasando?

Busqué a Eva Hasher, cuya aura me resultaba demasiado familiar, y la encontré sentada a unas cuantas mesas de la nuestra, rodeada por lo que Stacey describía con cariño como su séquito de zorras. Junto a ella se encontraba Gareth, que de vez en cuando salía con ella. Estaba inclinado hacia delante, con los brazos cruzados sobre la mesa. Tenía la mirada perdida y los ojos rojos y vidriosos. Le gustaban las fiestas, pero no recordaba haberlo visto nunca colocado en el instituto. No había nada a su alrededor.

Dirigí la mirada hacia Eva. Normalmente había un halo de color púrpura que rodeaba a la increíblemente sexy morena, lo que significaba que llevaba ya un tiempo cayendo en el estatus de alma cuestionable. La necesidad de saborear su alma siempre era muy grande.

Pero el espacio que le rodeaba también se encontraba vacío.

–Ay, Dios mío –susurré.

La mano de Stacey se tensó sobre mi brazo.

–¿Qué está pasando?

Volví a dirigir la mirada hacia la suya. Seguía sin tener aura. Hice lo mismo con Sam. Nada. No podía ver ni una sola alma.

Capítulo dos

El resto de la tarde transcurrió en una neblina. Odiaba pensar que Stacey y Sam estaban acostumbrados a mis cambios de humor aleatorios y a mis desapariciones, pero así era. Ninguno de los dos me presionó sobre mi extraño comportamiento.

Cuando vi a Nicolai esperándome delante del instituto, supe que mis habilidades demoníacas superespeciales se habían ido al infierno. Todos los Guardianes tenían almas puras, un precioso resplandor blanco que sabía a gloria. Incluso Petr tenía un alma pura, a pesar del hecho de que era un tío de lo peor y había tratado de matarme.

Pero Nicolai, un Guardián que sabía que era tan bueno como Zayne, no tenía ese día su resplandor blanco habitual. Me monté en su Escalade negro, con los ojos muy abiertos mientras cerraba la puerta detrás de mí.

Me dirigió una mirada rápida. Nicolai rara vez sonreía desde que había perdido a su mujer y a su único hijo durante el parto. Yo solía recibir más sonrisas que la mayoría, pero no desde la noche en que el clan me había pillado con Roth.

–¿Te encuentras bien? –preguntó, con unos ojos azules idénticos a los de Zayne. Todos los Guardianes tenían unos ojos azules y brillantes que parecían un cielo de verano antes de una tormenta. Los míos eran de un gris pálido, como si hubieran perdido todo el color, un producto de la sangre demoníaca de mi interior.

Al ver que no hacía más que mirarlo como una tonta, su hermoso rostro se arrugó un poco cuando frunció el ceño.

–¿Layla?

Pestañeé como si estuviera saliendo de un trance y clavé la mirada en la gente que abarrotaba la acera. El cielo estaba encapotado de una lluvia fría reciente y las nubes eran gruesas, como si tuvieran más agua que descargar, pero no había rastros de ningún alma por ninguna parte. Negué con la cabeza.

–Estoy bien.

No volvimos a hablar durante el trayecto innecesariamente largo hasta el complejo que había más allá del puente. El tráfico siempre era un coñazo. Cuando Morris me llevaba, no hablaba (jamás hablaba), pero yo fingía tener una conversación con él. Con Nicolai, la cosa era de lo más incómoda. Me pregunté si seguiría pensando que había traicionado al clan al ayudar a Roth a encontrar La Llave Menor de Salomón, si volvería a sonreírme otra vez.

Pareció que habían pasado treinta minutos y diez años cuando el Escalade se detuvo con suavidad delante del complejo. Como siempre, tomé la mochila y abrí la puerta. Lo había hecho tantas veces que no miré dónde ponía el pie. Sabía que el bordillo del camino lateral que llevaba a los escalones del porche estaría ahí.

Pero cuando bajé, mi bota solo encontró aire. Perdí el equilibrio y agité las manos mientras caía hacia delante. Mi mochila cayó a un lado cuando bajé con las palmas por delante. Bambi se movió sin previo aviso y me recorrió la cintura como si quisiera que no la aplastara al caer.

Era de mucha ayuda.

Logré sujetarme antes de caer de cara contra el pavimento y me deslicé sobre la piedra resbaladiza y rota. La piel de las manos se me desgarró y noté unos débiles mordiscos de dolor.

Nicolai salió del Escalade y apareció junto a mí en tiempo récord, maldiciendo sonoramente.

–¿Te encuentras bien, pequeña?

–Au –gimoteé, apoyándome sobre las rodillas mientras levantaba las manos magulladas. Aparte de sentirme como una gacela de tres patas, estaba bien. Con las mejillas rojas, me mordí el labio para evitar soltar un torrente de maldiciones.

–Estoy bien.

–¿Estás segura? –Me rodeó la parte superior del brazo con la mano para ayudarme a ponerme en pie. Bambi cambió de posición en cuanto el Guardián me tocó, y la noté trepando hacia el lateral de mi cuello, hasta llegar a mi mandíbula. Nicolai también la vio, y apartó la mano de golpe. Se aclaró la garganta mientras fijaba la mirada en mis ojos–. Te has arañado las palmas.

–Se curarán. –Y se curarían en cuestión de horas. Esperaba que Bambi volviera a un lugar menos visible en ese tiempo. Había un montón de razones por las que a ninguno de los Guardianes les gustaba verla–. ¿Qué ha pasado con el bordillo?

–Ni idea. –Nicolai frunció el ceño mientras miraba fijamente la piedra gris desmoronada–. Habrá sido por toda la lluvia.

–Qué raro –murmuré mientras veía mi mochila en un charco. Suspiré mientras iba hacia allí pisando fuerte y la sacaba de la porquería.

Nicolai me siguió cuando subí los escalones.

–¿Estás segura de que no te has hecho daño? Puedo pedirle a Jasmine que te mire las manos.

No tenía ni idea de por qué seguía ahí Jasmine, un miembro del clan de Guardianes de Nueva York. Su hermana pequeña Danika, la hermosa gárgola de sangre completa que quería hacer bebés con Zayne, era otra historia. Claro que, teniendo en cuenta todo lo que Roth y yo habíamos compartido, en realidad no tenía derecho a sentirme celosa.

Pero la amarga quemazón estaba ahí cada vez que veía a esa belleza de pelo oscuro. La doble moral era un asco, pero es lo que hay.

–En serio. Estoy bien –aseguré mientras esperaba a que Geoff, oculto en algún lugar de las tripas del complejo, abriera las puertas–. Es solo que evidentemente no soy muy grácil.

Nicolai no respondió y, gracias al niño Jesús y a los angelitos, la puerta delantera se abrió. Con cuidado de no pisar un agujero inesperado en el suelo, dejé la mochila al otro lado de la puerta y me apresuré a subir hasta mi habitación.

Buenas noticias. No me caí por la escalera, y Bambi decidió apartarse de mi cara y volvió a enroscarse por mi cuerpo.

El tráfico y mi caída de cara inesperada me hicieron llegar tarde al encuentro con Zayne, pero mientras me quitaba las botas no sabía muy bien lo concentrada que iba a estar en el entrenamiento, teniendo en cuenta que parecía haberme desaparecido de pronto un cable del cerebro.

¿Por qué ya no podía ver las almas? ¿Y qué significaba eso?

Tenía que decírselo a alguien; se lo diría a Zayne, pero no a su padre. Ya no confiaba demasiado en Abbot. No desde que descubrí que él había sabido todo el tiempo quiénes eran mis padres. Y estaba muy segura de que él tampoco confiaba en mi culito rosado al cien por cien.

Saqué unos pantalones de chándal y una camiseta de la cómoda y los tiré sobre la cama. Recorrí mi habitación en calcetines, me desabroché los vaqueros y me quité el jersey. La electricidad estática chisporroteó en mi pelo suelto, haciendo que unos mechones finos se me pusieran de punta alrededor de la cabeza. Zayne sabría qué hacer. Desde que Roth…

La puerta de la habitación se abrió de golpe y Zayne irrumpió dentro.

–Nicolai me ha dicho que… Dios santo.

Me quedé paralizada junto a la cama y mis ojos crecieron hasta el tamaño de naves espaciales. Joder. Seguía teniendo el jersey enredado en un brazo, pero no llevaba más que el sujetador, el sujetador negro; y los vaqueros, que estaban medio desabrochados. No sabía por qué el color de mi sujetador suponía alguna diferencia, pero me quedé ahí plantada y boquiabierta.

Zayne se había quedado inmóvil y, al igual que con Nicolai, no veía ningún resplandor perlado rodeándolo. Pero en ese momento me preocupaba más lo que Zayne veía: a mí, de pie frente a él en sujetador; en sujetador negro.

Sus hermosos ojos azules estaban muy abiertos y sus pupilas eran ligeramente verticales. Su ondulado pelo rubio, que se había cortado recientemente, seguía siendo lo bastante largo como para enmarcar unos pómulos anchos. Sus labios carnosos estaban entreabiertos.

Había crecido con Zayne a mi lado durante diez años. Él era cuatro años mayor que yo, y yo lo había idolatrado como lo haría cualquier hermana pequeña, pero nada de lo que sentía por él, al menos en el último par de años, era fraternal. Lo había deseado desde que fui lo bastante mayor como para apreciar unos abdominales duros como rocas en un tío.

Pero Zayne había estado y siempre estaría fuera de mis posibilidades.

Era un Guardián de sangre completa y, aunque en esos momentos no podía ver su alma, sabía que tenía una y que era pura. Y, aunque él no había tenido ningún problema en acercarse mucho a mí en el pasado, una relación con alguien con alma sería demasiado peligrosa, teniendo en cuenta que los convertiría en un batido con sabor a alma.

Y su padre esperaba que se reprodujera con Danika.

Puaj.

Pero en ese momento, su potencial futuro teniendo hijos con Danika parecía muy lejos de esa habitación. Zayne me estaba mirando como si nunca me hubiera visto de verdad y, sinceramente, no se me ocurría ninguna vez que me hubiera visto siquiera en bikini, y mucho menos en sujetador. Traté de no pensar en las braguitas rojas con lunares que asomaban desde debajo de la apertura de mis vaqueros.

Y entonces me di cuenta de lo que estaba mirando.

Un rubor recorrió mis mejillas, y después seguí su mirada hasta bajar por mi cuello y más abajo. Sentía la cola de Bambi moviéndose junto a mi columna. Estaba enroscada alrededor de mi cintura, con el largo cuello estirado entre mis pechos. Su cabeza descansaba sobre mi pecho derecho, como si fuera su propia almohada personal, justo debajo de donde colgaba mi collar.

La mirada de Zayne recorrió el tatuaje, y me encogí mientras el rubor se profundizaba. ¿Qué era lo que debía de estar pensando al ver a Bambi tan descaradamente a la vista, un recordatorio directo de lo diferente que era yo de él? No quería saberlo.

Dio un paso hacia delante y volvió a detenerse mientras su mirada subía con la suficiente intensidad como para sentirla como una caricia física. Algo cambió en mi interior, y la vergüenza se desvaneció en una embriagadora calidez. Una sensación de pesadez se asentó en mi estómago y los músculos de la parte baja de mi estómago se tensaron.

Sabía que tenía que ponerme el jersey o, al menos, tratar de cubrirme, pero había algo en su forma de mirarme que me mantenía inmóvil, y… y quería que me viera.

Que viera que ya no era la niña pequeña que se escondía en el armario.

–Dios –dijo, hablando al fin con una voz que retumbaba profunda y gravemente–. Eres preciosa, Layla. Un regalo.

Mi corazón dio una voltereta hacia atrás, pero tenían que habérseme estropeado también los oídos, porque sabía que eso no era lo que había dicho. En el pasado me había dicho que era guapa, pero nunca preciosa…, nunca que era un regalo. No con mi pelo, tan pálido que podía considerarse blanco, ni con el hecho de que casi tenía el aspecto de una muñeca demente, con los ojos y la boca demasiado grandes para mi cara. O sea, no era fea, pero tampoco era Danika. Ella era toda sedoso pelo negro, alta y miembros gráciles. Era impresionante.

Yo acababa de caerme de un coche tan solo unos minutos antes y podía hacerme pasar por una albina desde cierta distancia.

–¿Qué? –susurré, cruzando los brazos con jersey y todo por encima de mi estómago.

Él negó con la cabeza hacia un lado mientras caminaba, no, corría hacia mí, con cada paso lleno de propósito y con la gracia inherente que volvería envidioso a un bailarín.

–Eres preciosa –dijo, con los ojos de un brillante y luminoso tono de azul–. Creo que nunca te lo había dicho.

–No lo habías hecho, pero no soy…

–No digas que no lo eres. –Su mirada volvió a bajar hasta el lugar donde descansaba la cabeza de Bambi y el aire se me escapó entre los labios separados. Por una vez, el familiar demoníaco no se movió–. Porque lo eres, Layla. Eres preciosa.

Se me formó la palabra «gracias» en la punta de la lengua, porque parecía que era lo que debía decir, pero la palabra murió cuando Zayne levantó una mano. El tirante de mi sujetador se había deslizado por la parte superior del brazo, y Zayne metió dos dedos bajo él. Su piel rozó la mía y un ligero escalofrío me recorrió el cuerpo.

Una extraña oleada de posesividad me golpeó. Era la necesidad de reclamarlo, tan profunda y tan fuerte que se me debilitaron las rodillas y el aliento se me quedó atascado en la garganta. Mientras deslizaba el tirante hacia arriba por mi brazo, sus dedos me rozaban la piel, y el anhelo estaba tan arraigado que sabía que era mío, pero algo en él era extraño. Era una sed que sentía, pero…

Su mirada chocó con la mía y vi que sus pupilas estaban completamente verticales. Se me quedó la boca seca, y durante un salvaje segundo pensé que iba a besarme. Cada músculo de mi cuerpo se tensó, haciendo que la cola de Bambi se moviera sobre mi columna. Ni un millar de fantasías, y había tenido muchas con Zayne, podrían haberme preparado para ese momento. Zayne… lo había significado todo para mí antes de que Roth…

Roth.

El aire me subió por la garganta al pensar en el demonio de ojos dorados. Su imagen se formó con facilidad en mi mente: pelo tan oscuro como la obsidiana, pómulos altos y angulares, labios curvados en una sonrisita sabelotodo que me había enfurecido y emocionado.

¿Cómo podía estar ahí con Zayne, queriendo que me besara (porque eso era lo que quería) cuando acababa de perder a Roth?

Pero en realidad nunca había tenido a Roth, y besar a Zayne era imposible.

Con lo que parecía ser un gran esfuerzo, apartó la mirada de mí y miró por encima del hombro. Por todos los santos, la puerta se encontraba abierta. Cualquiera podía haber pasado por ahí y verme allí en sujetador… en sujetador negro.

El calor me cubrió la cara otra vez mientras retrocedía y me apresuraba a ponerme el jersey. Me giré y me alisé el pelo lleno de estática con las manos. Sentía la cara como si hubiera estado tostándome al sol durante una tormenta solar, y no tenía ni idea de qué decir mientras me abrochaba los vaqueros con dedos temblorosos.

Zayne se aclaró la garganta, pero cuando habló su voz seguía siendo más profunda y áspera de lo normal.

–Supongo que debería haber llamado, ¿eh?

Conté hasta diez, me volví y me obligué a encogerme de hombros como si nada. Él seguía mirándome fijamente, como si no me hubiera puesto el jersey.

–Yo lo hago todo el tiempo contigo.

–Sí, pero… –Levantó las cejas mientras se frotaba la mandíbula con la mano–. Lo siento, por eso y por lo de… eh, lo de mirarte.

Ahora me sentía como si hubiera pegado la cara al sol. Mientras me sentaba en el borde de la cama, me mordí el labio.

–No pasa nada. Solo es un sujetador, ¿verdad? No es para tanto.

Se sentó junto a mí e inclinó la cabeza en mi dirección. Unas gruesas pestañas doradas protegían sus ojos.

–Sí, no es para tanto. –Hizo una pausa, y entonces sentí que apartaba la mirada de mí–. He subido porque Nicolai me dijo que te caíste fuera. –Ay, Dios. Me había olvidado de mi humillante caída–. ¿Te encuentras bien?

Levanté las manos. Tenía las palmas arañadas y rosas.

–Sip. Estoy bien, pero el bordillo no. ¿Tienes alguna idea de lo que le ha pasado?

–No. –Estiró la mano para tomarme la mía. Me recorrió las heridas con suavidad utilizando el pulgar–. No estaba así esta mañana cuando volví de cazar. –Levantó las pestañas–. ¿Le has pedido a Jasmine que te mire las manos?

Por muy agradable que fuera que me tomara la mano, la liberé de él con un suspiro. Jasmine tenía un talento natural en lo relativo a trabajar con hierbas curativas y todas esas cosas.

–Estoy bien. Ya sabes que estas marcas mañana habrán desaparecido.

Me observó durante un segundo y después se echó hacia atrás sobre mi cama y se apoyó en un codo.

–Por eso es por lo que he subido. Pensaba que te habías hecho más daño del que le habías dicho a Nicolai y por eso no habías bajado a la sala de entrenamiento.

Me volví hacia él y lo observé mientras tomaba al Señor Mocoso con la otra mano. Lo sentó entre nosotros y yo sonreí.

–Nicolai también dijo que actuabas de forma extraña en el coche –añadió después de un latido.

Los Guardianes eran como viejas cotorras cotillas en sus quedadas semanales para ir al bingo, pero era cierto que tenían razones para sospechar de mí. Me puse el pelo por detrás de las orejas.

–Hoy ha pasado algo.

Su mano grande se quedó inmóvil sobre el osito y sus ojos se cruzaron con los míos.

–¿El qué?

Aparté a un lado el asunto del sujetador y de estar medio desnuda para obsesionarme después, me acerqué a él y bajé la voz, consciente de que la puerta seguía estando abierta.

–No sé cómo ni por qué pasó, pero en clase de Biología mi visión empezó a emborronarse un poco.

Frunció el ceño.

–Explica.

–Son las almas. En clase de Biología me di cuenta de que las auras parecían… parpadear, y entonces, en la comida, se desvanecieron por completo.

–¿Por completo? –Asentí con la cabeza y Zayne se sentó con un movimiento fluido.

–¿No puedes ver ningún alma?

–No –susurré.

–¿Ni siquiera la mía?

–No puedo ver ninguna. –El pulso se me aceleró mientras comenzaba a asimilarlo–. La de nadie. Es como con los demonios, no veo nada alrededor de nadie.

Levantó la pierna mientras se inclinaba hacia mí y habló en voz baja:

–Y esto acaba de pasar. Estaban parpadeando, ¿y después desaparecieron?

Volví a asentir con la cabeza mientras el estómago se me retorcía en unos pequeños nudos.

–Durante la comida noté un dolor muy fuerte detrás de los ojos, así que los cerré. Cuando volví a abrirlos, todas las auras habían desaparecido. De golpe.

–¿Y no pasó nada más? –Cuando negué con la cabeza, él se frotó un punto encima del corazón–. ¿No has entrado en contacto con… con ningún demonio?

–No –respondí con rapidez–. Te lo habría dicho de inmediato.

Una expresión tensa apareció en su cara durante un momento y noté que algo se retorcía en mi pecho. Por supuesto que no esperaba que se lo dijera de inmediato. Había estado dos meses mintiéndole sobre lo de Roth.

–No tienes razones para creerte eso, y sé… sé que te he mentido antes. –Tragué saliva cuando apartó la mirada. Un músculo palpitaba en su mandíbula–. Y lo siento por ello, pero pensaba…

–Pensabas que estabas haciendo lo correcto al no contarnos nada sobre él y la búsqueda de la Llave Menor –dijo en voz baja, sin pronunciar su nombre–. Y lo comprendo. Estoy tratando de no echártelo en cara.

Levanté las piernas y las pegué contra mi pecho.

–Lo sé.

Me echó un vistazo y su expresión se suavizó tras unos momentos.

–Vale. ¿Entonces no pasó nada más? De acuerdo. –Soltó aire de forma prolongada mientras negaba con la cabeza–. No sé. En realidad no hay nadie a quien preguntarle. No hay ningún otro…

–¿Demonio?

–Sí, eso. No hay ningún otro demonio cerca que pueda hacer lo mismo que tú, así que eso nos deja con muy pocas opciones.

Mi madre podía ver las almas, o al menos eso era lo que me había dicho Roth. Pero no era como si pudiera preguntárselo, ya que en esos momentos se encontraba encadenada en el Infierno.

–A lo mejor solo es temporal –sugirió, y estiró la mano para apartarme un mechón de pelo rubio tan claro que prácticamente era tan blanco como mi cara–. Así que será mejor que no nos asustemos hasta saberlo seguro, ¿de acuerdo?

Asentí con la cabeza, pero ya estaba empezando a asustarme.

–No voy a poder identificar demonios.

Zayne inclinó la cabeza hacia un lado.

–En realidad no has estado identificando demasiado últimamente, así que eso es lo último de lo que tienes que preocuparte, bichito.

–No se lo dirás a Abbot, ¿verdad?

–No si no quieres que lo haga. –Hizo una pausa–. Pero ¿por qué no quieres que lo sepa?

Me encogí de hombros, pues en realidad no quería hablar sobre su padre. Zayne lo quería y confiaba en él.

Me observó durante unos pocos momentos más y después se estiró sobre un costado. Me ofreció la mano y me sonrió.

–¿Quieres que nos saltemos el entrenamiento?

El entrenamiento era importante. Evitaba que me reventaran el culo cuando me encontraba con algún demonio, pero asentí con la cabeza. Tomé su mano y dejé que me tumbara junto a él. Nos quedamos así durante unos pocos momentos, yo boca arriba y Zayne de costado.

Siguió sujetándome la mano, con cuidado de no presionar la piel magullada.

–¿Qué tal los anhelos últimamente?

Suspiré.

–Igual que siempre.

Hubo una pausa.

–¿Has estado comiendo con normalidad?

Fruncí el ceño y eché la cabeza hacia atrás para mirarlo.

–¿Por qué me preguntas eso?

No respondió de inmediato.

–Has perdido peso, Layla.

Me encogí de hombros.

–Probablemente eso sea algo bueno.

–No necesitabas perder nada de peso. –Una pequeña sonrisa apareció en sus labios, pero no alcanzó sus ojos–. Sé que estas últimas dos semanas han sido difíciles para ti.

Noté una presión en el pecho, y una bola de emociones se formó en mi garganta. Las últimas dos semanas habían tenido segundos de calidez y luz, pero horas infinitas de oscuridad y pérdida. Nunca había perdido a nadie a quien estuviera tan unida o que recordara. No sabía cómo llorar la pérdida ni cómo superarla. Echar de menos a Roth es como ver cerrándose en tu cara una puerta hacia una vida que no te habías atrevido a soñar.

¿Qué le estaría pasando en esos momentos? ¿Estaba siendo torturado? ¿Se encontraba bien de alguna forma? Pensaba en esas preguntas tantas veces que eran un eco constante en mi mente.

–Sé que te importaba –dijo Zayne, entrelazando los dedos con los míos–. Pero no te olvides de mí. Estoy aquí para ti. Siempre lo estaré.

La respiración se me entrecortó con un sollozo.

Bajó la cabeza y, tras un segundo, sus labios me rozaron la mejilla. Solo Zayne, que sabía lo que podía hacerle a cualquiera que tuviera alma, se atrevería a acercarse tanto.

–¿Vale?

–Vale –susurré, y cerré los ojos para amortiguar la familiar quemazón–. No lo haré.

Capítulo tres

A la hora de la comida del día siguiente seguía sin ver ningún alma, pero se me ocurrió una idea cuando fingía prestar atención en clase de Inglés mientras la profesora nos aleccionaba sobre las consecuencias del amor insensato en Romeo y Julieta.

Llevaba días sin ver a un demonio, y a lo mejor también habría algo diferente en ellos. Tenía sentido. Más o menos. Si los humanos de pronto no tenían sus almas, tal vez también viera alguna diferencia en los demonios, que para empezar no tenían alma.

Mientras Stacey disponía su brécol en forma de una cara sonriente y demente, envié un mensaje rápido a Nicolai para que me recogiera en Dupont Circle. Lo leería cuando se despertara y, dado que no sabía lo que me estaba pasando, no le parecería extraño. Para Zayne sería diferente, pero ya lo pondría al día cuando llegara a casa.

–¿No ha pasado nada emocionante en la clase de Biología de hoy? –preguntó Sam, pinchando su brécol con el tenedor de plástico.

Stacey negó con la cabeza.

–Nop, pero la señora Cleo no estaba.

–A la pobre mujer debe de haberle dado un infarto. –Empujé las verduras alrededor de la porquería de carne misteriosa–. Hemos tenido un sustituto hoy… un tal señor Tucker.

Mi amiga me sonrió.

–Era joven y estaba muy bueno.

–¿En serio? –preguntó Sam. Antes de que ella pudiera responder, se inclinó sobre la mesa y le pasó el pulgar por la parte superior de la mejilla.

Stacey se quedó inmóvil.

Yo me quedé paralizada.

Sam sonrió mientras volvía a pasarle el dedo por el pómulo.

–Ya está.

Volvió a sentarse.

–¿Ya está? –murmuró Stacey.

Comencé a sonreír.

–Una pestaña –explicó él, con la mirada fija en ella–. ¿Sabías que las pestañas mantienen el polvo alejado de los ojos?

–Ajá –respondió Stacey, asintiendo con la cabeza.

Sam se rio.

–No, no lo sabías.

–Sí –susurró ella.

Capté la mirada de Sam y me reí. Me encantaba que por fin estuviera empezando a mostrar algo de confianza respecto a Stacey. Era obvio que se había pasado los dos últimos años muy pillado por ella.

Lo cual me daba otra idea. Dejando de lado las habilidades demoníacas defectuosas, estaría bien salir y hacer algo… normal.

–¿Qué vais a hacer este fin de semana?

Stacey pestañeó mientras se apartaba el grueso flequillo de la cabeza.

–Tengo que hacer de niñera de mi hermano pequeño el sábado y el domingo. ¿Por qué?

–Había pensado que podríamos ver una película, por ejemplo.

–Estoy libre casi todas las vacaciones de Acción de Gracias. –Le dirigió a Sam una sonrisa sorprendentemente tímida–. ¿Y tú?

Sam jugueteó con el tapón de su botella de agua.

–Yo estoy libre cuando sea. –Dirigió los ojos oscuros hacia mí–. ¿Por qué no invitas a Roth?

El corazón me dio un vuelco y abrí la boca, pero no salió ninguna palabra. Resulta que la propuesta de pasarlo bien acaba de darme un buen golpe en la cara.

Echó un vistazo a Stacey.

–Eh… creo que he dicho algo malo. ¿Es que ya no quedáis? Pensaba que tan solo estaba yendo a un instituto nuevo o algo así.

Dios, cómo deseaba que fuera eso.

–Llevo… un tiempo sin hablar con él.

Sam hizo una mueca.

–Ah. Lo siento.

Fijó la mirada en su plato vacío.