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CAMINANDO JUNTOS

Biografía de un tumor
de páncreas desaparecido

Neli Yanci

Autor: Neli Yanci

Título: Caminando Juntos

Segunda edición

Portada: fotografía de www.canva.com

© Neli Yanci

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ISBN: 978-84-945874-5-0

Depósito Legal: NA 1919-2016

Impreso en Ulzama Digital

Edita Ulzama Ediciones

Impreso en España - Printed in Spain




Este libro es un homenaje a todas las personas diagnosticadas de cáncer,
en agradecimiento al coraje y ganas de vivir que demuestran y a las lecciones que sin saberlo, nos dan.

Es también un reconocimiento a las personas que los acompañan, apoyan, alientan y en definitiva, ayudan a estos enfermos a proseguir sus caminos.

Pretende ser una puerta abierta a la esperanza de la curación y una invitación a trabajar la prevención individual, desde el respeto a las elecciones personales, a las que cada quien tiene derecho.




“Quiero guiarte a una comprensión de las enfermedades libre de miedo y pánico”.
Dr. Ryke Geerd Hamer

“El arte de la medicina consiste en distraer a los pacientes mientras la naturaleza cura las enfermedades”.
Voltaire

“Sólo la verdad perdurará, todo lo demás será arrasado antes de la marea de los tiempos”.
Mahatma Gandhi

“La curación comienza con su percepción”. Albert Einstein

“La enfermedad es el esfuerzo que la naturaleza realiza para curar al cuerpo”.
C.G. Jung

“Nada es demasiado maravilloso para ser cierto si obedece a las leyes de la naturaleza”.
Michael Faraday

“Sólo la verdad os hará libres. Buscad leyendo y hallareis meditando”.
San Juan de la Cruz

Cuando el amor y la fe te guían

Cuando el amor y la fe te guían

en los cruces que encuentras en tu camino…

descubres la verdad de la vida

y la grandeza del ser humano.

Descubres lo que nunca hubieras imaginado.

Era el viernes 22 de mayo. Daniel había regresado de trabajar, se preparó y nos fuimos con nuestras hijas Saioa y Naiara a la ciudad. Unos días antes habíamos estado visitando concesionarios de distintas marcas, porque Naiara quería comprar un coche de segunda mano y deseaba que su padre lo probara. Aquel Seat Ibiza les había gustado tanto a Naiara y Daniel como a Saioa y parecía estar en buenas condiciones. Habíamos quedado en ir a recogerlo aquel día a las ocho de la tarde. Nos montamos los cuatro en el coche y estuvimos probándolo de nuevo por la ciudad y por autopista. Más tarde, tras formalizar la compra, Saioa y Naiara se fueron tan contentas hacia casa con su flamante coche. Fue al salir del compra-venta de vehículos cuando Daniel me dijo:

­­­­­­­­—Maritxu, quiero ir al hospital a ver si me dan algo para este dolor que siento en la parte alta del estómago, aquí a la derecha, a la altura de las costillas.

Aquellas palabras de Daniel me inquietaron, porque él no iba nunca al médico y si de repente decía que quería que le dieran algo para el dolor, aquello indicaba que realmente le dolía, aunque no hubiera dicho nada antes. De pronto tomé consciencia de que en los días anteriores había estado bastante irritable y comprendí que probablemente llevaría días con molestias o con dolor, a pesar de no haber querido decirnos nada.

Fuimos al hospital y tras la habitual espera en urgencias nos pasaron a una cabina de consulta. El Dr. Ojeda le preguntó qué sentía, le hizo el cuestionario de rigor sobre enfermedades anteriores, familiares, etc., lo auscultó y pidió que le hicieran una analítica. Esperamos otra vez…

Cuando nos llamaron a la cabina de nuevo, el doctor mostraba una cara muy seria, reflejando que algo no iba bien, pero se limitó a decir que iba a pedir una ecografía del hígado. Quería ver cómo estaba, ya que en la analítica habían salido algunos niveles alterados. No quiso darnos más explicaciones, alegando que prefería esperar al resultado de la prueba de imagen. Tras la ecografía, su cara estaba todavía más seria, hasta el punto de que cuando entramos de nuevo a la cabina intuí que algo malo se avecinaba. El doctor dijo a Daniel que lo iba a dejar ingresado.

—¿Ingresado? Pero si yo solo quiero que me de algo para el dolor.

—A ver Daniel, no puedo dejarte ir a casa.

—Pero ¿cómo que no? ¿Por qué no?

—Porque tenemos que hacerte más pruebas.

—¿Más pruebas? Hoy es viernes, es ya de noche y estoy seguro de que hasta el lunes no van a hacerme ninguna prueba si es eso lo que quiere. Ya volveré el lunes si es necesario.

El Dr. Ojeda, mirándole fijamente a los ojos, tremendamente serio y con cara de asustar a cualquiera:

—No Daniel, con lo que tienes nadie te va a dejar ir a casa.

Daniel no se esperaba aquella contestación y de repente se sintió en peligro. Si su intuición le había hecho sentir la necesidad de tomar algo para el dolor, aquella mirada penetrante y dramáticamente seria del doctor y sus palabras, le hacían intuir que aquello no era un simple dolor. Pero insistía en irse. El doctor me miraba como diciéndome “Prepárate”. Yo no entendía cómo un médico podía meter el miedo en el cuerpo a un paciente de aquella manera, sin estar primero seguro del diagnóstico y dando por hecho, además, que no se iba a equivocar.

—Pero ¿qué tengo?

—Todavía no puedo darte el diagnóstico exacto, pero se ven unas manchas en el hígado y tengo que ver de qué se trata. Te vamos a hacer una biopsia y te vas a quedar ingresado unos días para hacerte luego un TAC.

— ¿Una biopsia? ¿Qué es eso?

—Te harán una punción en el abdomen para llegar al hígado y sacar un trocito para analizarlo. Tranquilo, no te va a doler apenas y es muy rápido. No obstante, los resultados tardarán algunos días y mientras llegan te haremos un TAC. Siempre es más fácil hacértelo mientras estés ingresado que citándote si vienes de fuera, porque hay muchas listas de espera.

—Pero puedo irme después de la biopsia y regresar el lunes para ingresar, ¿no? ¡Total durante el fin de semana no me van a hacer nada!

El Dr. Ojeda mirándole fijamente y ya tremendamente serio para que le quedara claro:

—No Daniel, no. Nadie te va a dejar que te vayas.

Daniel se quedó aplanado, aturdido, pensativo y me miraba buscando mi respuesta a aquello. Yo no podía opinar, me sentía insegura, sin saber cómo acertar con lo que debía decir. Me parecía lógico que miraran si realmente había algo alarmante como nos estaban diciendo. Pensaba entonces que si se cogían las enfermedades a tiempo las consecuencias suelen ser menos malas que si se deja que la enfermedad lleve su curso sin hacerle caso, pero me dolía ver el mal trago que Daniel estaba pasando. Así que le dije:

—No pasa nada porque estés unos días ingresado. Es mejor actuar cuanto antes si es que realmente hay que actuar y eso no lo sabremos hasta hacer la biopsia, según dice el doctor.

Un rato después, llamaron a Daniel para hacerle la biopsia y una enfermera nos acompañó. Mientras Daniel entraba a la sala, la enfermera me daba palmaditas y me acariciaba la espalda. Me miraba como compadeciéndose de mí, como diciendo en silencio “Prepárate, bonita, lo que te viene encima”. Yo, perpleja, me quedé en el pasillo esperando. Aproveché entonces para llamar por teléfono a nuestras hijas que, ajenas a lo que estaba ocurriendo, se habían ido tan contentas con el coche que para ellas era de estreno a casa. Únicamente les dije que cenaran sin nosotros porque el aita había sentido un dolor y al ir a urgencias nos habían dicho que le iban a hacer unas pruebas para saber la causa. También les advertí de que probablemente le dejarían ingresado para hacérselas según nos habían dicho. Se quedaron cortadas. ¿El aita ingresado? ¡Pero si en la vida había estado enfermo!

— ¿Pero qué le ven? ¿qué pruebas le van a hacer?

— ¿Hasta cuándo lo dejarán ingresado?

Aquellas y otras similares fueron sus preguntas ante su perplejidad por lo que yo les estaba contando. Intenté quitar hierro al asunto mostrándome serena y tranquila para no transmitirles mi temor. Les dije que al día siguiente les daría más noticias.

Daniel salió de la biopsia y le pregunté:

— ¿Te ha dolido?

Él respondió:

—No mucho.

Siendo como era él un hombre fuerte y curtido, esa solía ser su respuesta habitual ante cualquier situación dolorosa. Nunca se quejaba y si alguien de su entorno lo hacía, él solía decir “¡Eso no es nada!”. Su vida había sido cualquier cosa menos fácil. Tanto en el caserío en el que nació, como en Francia o en Canadá cuando emigró como leñador a ambos países, luego como camionero o como maquinista, la vida le había hecho superar muchísimas pruebas, duras pruebas, desde el punto de vista emocional, psíquico y sobre todo físico.

Tras la biopsia llevaron a Daniel a la habitación, y yo le acompañaba. Daniel estaba aturdido. No podía creer que aquello le estuviera pasando. De pronto reaccionó diciendo:

—Miguel me había invitado a que fuéramos mañana toda la familia al zikiro de las fiestas de su pueblo y yo le había dicho que iríamos. Ahora si le llamo para decirle que no vamos, tendré que decirle por qué y empezaran las preguntas y las habladurías. Si no le llamo y no vamos seguro que le sienta mal. Haga lo que haga voy a quedar mal.

Estuvimos los dos valorándolo y al final Daniel prefirió hablar con nuestras hijas, para convencerles de que por lo menos fueran ellas, para que el desplante no fuera total.

Al día siguiente, sábado, Saioa y Naiara trajeron el neceser, las zapatillas, la bata y demás cosas que Daniel necesitaría mientras durara su ingreso. Daniel les dijo entonces que no quería que nadie supiera que estaba ingresado, tal como la víspera me había dicho a mí. Como nunca antes había estado enfermo aquello despertaría curiosidad y a él nunca le había gustado ser tema de comentarios. Les dijo también que continuaran con sus vidas normalmente y que fueran al zikiro-jate al que nos habían invitado a los cuatro, explicándoles las razones por las que así se lo pedía.

Tal cómo Daniel había dicho al doctor, no le hicieron absolutamente nada durante todo el fin de semana. Únicamente le llevaban el desayuno, comida, merienda y cena, pero no tenía visitas de médicos ni enfermeras. Su mente estaba continuamente rumiando las palabras escuchadas en urgencias. Aunque yo estaba allí con él para distraerle las 24 horas, veía o por lo menos así me parecía, que se iba consumiendo. Comía normalmente pero cada vez que lo miraba me parecía que estaba adelgazando por momentos y temí que enfermara más. Pedí entonces permiso para salir a los jardines cercanos al hospital, para que tomara el aire y le diera el sol. Para él, que casi siempre había trabajado al aire libre, era primordial respirar en un espacio exterior. Al darnos el personal sanitario su consentimiento, salimos después del desayuno y regresamos para la comida, salimos de nuevo tras la siesta y regresamos para la cena. Así Daniel se distraía más que estando entre las cuatro paredes de la habitación.

Daniel me dijo que no quería que nadie supiera lo que tenía, fuera lo que fuera. Insistía en que tampoco quería que nadie supiera que estaba hospitalizado.

—Mira Maritxu... mi vida es mía, me pertenece sólo a mí y en ella mando yo. No lo tomes mal, pero es que es así. Yo tengo que tomar las decisiones, aunque sé que pueden afectaros a vosotras primero y luego quizás a otras personas, pero así es. Mi vida es sólo mía, como la tuya es tuya. Sólo yo puedo decidir qué hacer con ella.

—¿Pero qué quieres decirme con todo esto?

—Pues que sea lo que sea lo que yo tenga, la enfermedad es mía y el problema que esto pueda acarrearme también, así que lo tendré que resolver yo. Además te voy a decir otra cosa... no quiero que la gente me visite mientras estoy ingresado, no quiero ver a nadie aquí, no quiero que nadie venga a avasallarme con preguntas del tipo ¿qué sientes? ¿qué te han dicho? ¿qué te van a hacer? ¿cuánto tiempo vas a estar ingresado? Así que por favor, no digáis a nadie que estoy aquí. Sabes que siempre he sentido pavor a los chascarrillos y chismorreos. Ya me conoces.

—Sí, sí, ya sé cómo eres y cómo piensas Daniel. Ya lo sé. Pero ¿a tus hermanos tampoco?

—Nadie es nadie. Mis hermanos tampoco.

—Vale, vale. Está claro.

—Entonces, ¿entendido?

—Si ese es tu deseo, así será.

A mi se me hacía duro no poder compartir con nadie las inquietudes de aquellos momentos, pero me lo dejó tan claro que asumí que tenía que respetar su voluntad.

Al principio no quería que ni siquiera nuestras hijas supieran nada. Yo no quería llevarle la contraria porque veía que la angustia que sentía le estaba consumiendo, pero en mi interior sabía que aquello no iba a ser posible. No era por llevarle la contraria, ¡que va! Era por sentido común, porque si realmente la cosa iba a ser seria era mejor que nuestras hijas estuvieran preparadas para evitarles un conflicto que pudiera provocar en ellas otras consecuencias.

Cuando Saioa y Naiara me preguntaban por lo que había dicho el médico siempre encontraba la manera de posponer una respuesta que reflejara mis miedos y los de su padre. Evitaba mencionar las manchas del hígado y la biopsia. A ellas les preocupaba enormemente ver a su padre hospitalizado, pero yo intentaba aligerar su preocupación. Les decía que no íbamos a preocuparnos sin saber todavía el diagnóstico, que teníamos que ser positivos los cuatro. Ellas iban llamando para saber novedades de su padre pero Daniel siempre les encomendaba tareas en casa, en el pabellón o donde fuera para mantenerlas ocupadas. Quería evitar así que fueran al hospital, o por lo menos que fueran menos de lo que ellas pretendían. No era que no quisiera verlas, sino que no quería contarles sus miedos. Aunque, alguna noche me hicieron relevo, de día seguían yendo a clase, a los entrenamientos deportivos y a cuantas actividades tenían costumbre de realizar. Llevando una vida aparentemente normal y manteniendo en silencio la hospitalización, respetando así la voluntad de su padre.

En nuestros paseos por el hospital Daniel iba vestido con ropa de calle. Procurábamos ir por los pasillos que suponíamos menos transitados para evitar encontrarnos con gente. Intentábamos pasar todo el tiempo posible en los jardines traseros o incluso paseando por un centro comercial cercano. Pero esto no impedía que nos encontráramos a veces con gente conocida de nuestra comarca. Ante la clásica pregunta de “¿Cómo vosotros por aquí?” Daniel unas veces respondía que habíamos ido a hacernos una prueba, otras que estábamos visitando a alguien... pero nunca que estaba ingresado.

Las circunstancias quisieron que finalmente dos de sus hermanos fueran a verlo al hospital. Le habían llamado por otro asunto y al escuchar la voz de uno de ellos al teléfono, no pudo evitar decirle que no podía acudir a la actividad que iba a hacer con ellos porque estaba ingresado. Les faltó tiempo para acudir y nos reunimos en la cafetería. Las caras de los tres hermanos reflejaban preocupación. Iñaki y Gabriel no podían dar crédito a que estaban viendo a su hermano ingresado. Iñaki preguntó:

—¿Pero qué sientes para que te tengan aquí? ¿Qué te han dicho?

—Pues no me han dicho nada todavía. Yo vine por un dolor que sentía aquí (señalando la zona dolorida del abdomen) y me dijeron que tenían que hacerme pruebas y aquí me tienen.

Gabriel, cabizbajo continuó indagando:

—Pero ¿sigues con dolor?

—Me dieron analgésicos y me duele a ratos. Yo quería haberme ido a casa, pero me dijeron que debía quedarme ingresado para hacerme pruebas. No sé... no sé... ¡esto no pinta nada bien! Si no fuera nada importante me habrían dejado marcharme.

—¿Y te han dicho cuántos días te van a tener aquí?

—No, no lo sé. Lo que sí os digo es que no quiero que nadie sepa que estoy aquí ¿Entendido?

Los tres estaban absortos en sus cavilaciones y la tensión que les provocaba aquella nueva e inesperada situación quedaba patente en sus caras. Para quitar hierro al asunto les dije:

—¿Qué os parece? Como siempre digo a vuestro hermano que nunca quiere coger vacaciones, se le ha ocurrido ahora que las pasemos aquí estando las 24 horas juntos ¡y a cuenta de la Seguridad Social!

Más con aquella ocurrencia mía no conseguí que nadie esbozara ninguna sonrisa. Sus caras reflejaban preocupación y una gran duda pesaba en el ambiente.

El diagnóstico

Por fin llegó el día en el que le hicieron el TAC. Se dio la circunstancia de que había otro hombre esperando para hacérselo que también se llamaba Daniel. Charlamos un poco con él mientras ambos se tomaban los reglamentarios vasos de líquido para contraste. Tras hacerle la prueba, nos dispusimos de nuevo a pasear y a continuar con la vida “hospitalaria” que estábamos viéndonos forzados a conocer.

Una mañana vino el Dr. Meléndez muy, pero que muy serio a la habitación. Parecía que buscara la manera de dar dramatismo a lo que iba a decir y se quedó mirando fijamente a Daniel. Yo me acerqué a mi marido y rodeé su hombro con mi brazo, en un intento de hacer que no se sintiera sólo ante el peligro. Entonces el Dr. Meléndez dijo:

—Se confirman las manchas del hígado, son loes hepáticas. Todavía no tenemos los resultados de la biopsia, pero hay otra mancha en el páncreas. Así que, mientras los resultados llegan Daniel, voy a pedirte hora en oncología para ir adelantando.

A Daniel le subió un sudor frío y se puso pálido. Se quedó mirando al suelo sin decir nada. Los segundos parecían eternos en aquel silencio, bajo la mirada fija y la seriedad del doctor. Yo sentí ganas de llorar por la angustia que me acongojaba, pero no podía hacerlo. En primer lugar porque a Daniel no le gustaba que yo llorara, y en segundo porque llorar en aquel momento supondría dar por hecho algo que todavía no había ocurrido. Daniel estaba cabizbajo, aturdido, como no entendiendo lo que le estaba ocurriendo, como pensando que aquello era un mal sueño, como nos sentiríamos cualquiera en aquella situación. Sintió que le ponían encima la espada de Damócles. Se sentía sentenciado, sin posibilidad de escapatoria. Ante su silencio tomé yo la iniciativa diciendo al doctor:

—Creemos que estamos en buenas manos y esperamos que nos ayuden en lo que puedan para que Daniel se cure.

El doctor se me quedó mirando perplejo, como diciendo “¿Curarse? Esta mujer está delirando“. Sí, era verdad que siempre había oído que un tumor de páncreas, como el que el doctor por sus palabras nos estaba dando a entender que sería el de Daniel, solía ser fulminante. Habíamos conocido a gente que había muerto por ello a pesar de tener mucho dinero e intentar superarlo de formas que otras personas no podrían costearse. Pero lo que no podía hacer, era ayudar a Daniel a cavar su propia tumba con aquella noticia. El doctor no habló mucho más, se limitó a acompañarnos un rato mirando fijamente a Daniel, como esperando su reacción. Daniel seguía aturdido y no acertaba a decir nada. Yo no alcanzaba a entender por qué hablaba de oncología, sin saber si aquello era realmente un cáncer. Tampoco me parecía bien aquella insistencia suya en prolongar su estancia allá, en aquel silencio matador.

Fue curioso comprobar que aunque el doctor no pronunciara la palabra CANCER, pudimos constatar hasta qué punto llevábamos grabado en nosotros el miedo a padecerlo. Pude comprobar que habíamos sido programados por todo cuanto siempre habíamos oído sobre la enfermedad, su agresividad, tratamiento, expectativas de vida, etc. para que creyéramos que CANCER=MUERTE, y ¿acaso alguien quiere morir? Desde luego Daniel no, y yo tampoco, por lo menos, no todavía.

Tras un buen rato rumiando aquella mezcla de miedo, ahogo, amargura, agonía, incredulidad, impotencia, desesperación y no sé cuantos sentimientos más, Daniel consultó al Dr. Meléndez:

— ¿Y si pido otra opinión?

— ¿Conocéis algún otro doctor en este hospital?

—Bueno, conocemos al Dr. Costales. Es amigo del padre de María.

—Yo personalmente no me hablo con él, tenemos nuestras diferencias. Pero si necesitáis apoyo, apoyaros en quien tengáis confianza.

Yo me negaba a aceptar que no habría solución. En mi interior algo me decía que habría alguna manera de ayudar a Daniel a superar lo que fuera. Siempre había pensado que no existían dos personas iguales. Por lo tanto, ni la evolución de una misma enfermedad en dos personas distintas, ni las posibilidades de curación de la misma, ni los tratamientos, podían ni debían ser los mismos para todo el mundo. Creía firmemente que todo dependía de muchos factores a tener en cuenta: el modo de vida del paciente, su alimentación, su personalidad, sus ganas de vivir, si había tomado muchos medicamentos en su vida o no los había tomado, y un largo etcétera. Todo ello tenía que tener a todas luces mucho que ver a la hora de sucumbir a una enfermedad, cronificarla o curarla. No compartía por tanto que a todos los tipos de cáncer se les administrara quimioterapia por protocolo. ¿No sería más lógico estudiar con el paciente la causa de su cáncer y buscar la mejor manera de superarlo individualmente? Esto tendría un efecto inmediato en las arcas de la seguridad social y por supuesto y más importante aún, en la vida del propio paciente. Estas eran mis cavilaciones en aquellos duros momentos. Estaba intentado poner en marcha ya los recursos necesarios para poder hacer frente con Daniel a lo que pudiera ser un diagnóstico definitivo, aunque todavía no lo fuera.

Daniel parecía apaleado, con la mirada ausente, apenas sin palabras y sin apetito. Yo intentaba quitarle importancia al asunto tragándome mis miedos y mis lágrimas.

—Venga campeón, no nos vamos a preocupar y cuando la situación lo requiriera nos ocuparemos de ello. ¿Te parece? Todavía no sabemos lo que dirá la biopsia y hasta ese momento no vamos a adelantar acontecimientos.

Él me miraba diciendo:

— ¿Tu crees?

— ¡Pues claro! No podemos dejar de ser positivos justamente ahora. Toda tu vida has luchado contra viento y marea ante todo cuanto se ha interpuesto en tu camino. Desde que nos casamos hicimos lo mismo, ayudándonos mutuamente para salir adelante juntos de cuantas situaciones difíciles hemos vivido. ¿Cómo vamos a abandonar ahora el barco sin intentar hacer nada, precisamente en la situación más dura que pudiéramos estar en puertas de enfrentar? No, Daniel, eso no va con nosotros.

Siempre habíamos sido unos currantes natos y suponiendo que se confirmara la enfermedad entonces más que nunca tendríamos que trabajar para salir de ella. Repetía esto a Daniel una y otra vez. Por un lado para hacerle ver que no podíamos tirar la toalla y por otro para que no terminara por dejarse vencer, que al final era lo mismo. Pero de alguna manera tenía que despertar en él sus ganas de luchar, su motivación. Él no podía dejar de sentirse negativo:

— ¿Martínez murió de cáncer de páncreas, no?

—Y eso, ¿qué tiene que ver?

—Pues que si una persona que tenía tanto dinero no fue capaz de encontrar tratamiento para curarse ¿Cómo lo voy a hacer yo?

—La curación no es cuestión de dinero Daniel. Nadie puede pagar a tal médico o tal tratamiento para curarse y ya está. Lo fundamental es que el enfermo quiera realmente curarse y trabaje desde su interior su fuerza de curación. Es más cómodo dejar que otros hagan el trabajo, pero así la curación no es posible. ¿Recuerdas cuando te rompiste la nariz en aquellos bosques de Canadá? Sin ir al médico te la reestructuraste en la caravana en la que vivías, allá en el monte sin ayuda de nadie, y se te curó de maravilla y sin secuelas ¿Recuerdas también cuando te reventaste el dedo entre dos piedras? Se quedó completamente aplastado, quisieron hacerte un injerto porque decían que no quedaba ni la raíz de la uña, ¿lo recuerdas? Tu te empeñaste en que la uña te saldría porque tu así lo habías decidido. Hiciste caso omiso al especialista. Él te decía que era imposible que saliera, que la raíz había desaparecido de tu dedo, y por lo tanto, era imposible que volviera a nacer. Tu te negaste a ir el día de la intervención y conseguiste por tí mismo que la uña te saliera y creciera normalmente. Tienes pues dos experiencias personales que te demuestran tu capacidad de autocuración. Esto te debe servir ahora para confiar en tí mismo. Si tu mente manda la orden de curarse al cuerpo, el cuerpo lo hará, y aquí estoy yo para ayudarte.

Aquella misma tarde, cuando salimos del hospital a pasear, los silencios entre nosotros se hicieron especialmente intensos. Yo no podía contener mis lágrimas y no quería llorar. Pensaba en cómo iba yo a vivir sin Daniel si no conseguía hacerle remontar el impacto que le causó el Dr. Meléndez. Y creo que él pensaba más o menos lo mismo. Entramos a un bar y mientras tomábamos un refresco él me comentaba:

— ¿Qué vamos a hacer? Si me ha llegado la hora… pues me ha llegado.

—Pero ¿por qué dices que te ha llegado la hora?

Daniel derrotado:

—Es igual… Total… ¿Qué más puedo hacer ya en la vida? Tú tienes tu trabajo y saldrás adelante, nuestras hijas ya han crecido, están cogiendo sus caminos y saldrán pronto adelante con sus vidas también. Saioa ya tiene novio y Naiara pronto lo encontrará. He trabajado mucho, siempre en trabajos que me han gustado y he disfrutado haciéndolos. Nuestra empresa está ya desahogada de préstamos, con lo cual no te quedarán apenas deudas. He disfrutado y me he divertido cuando he podido… ¿Qué más le puedo pedir a la vida?

En aquel momento, escuchando aquellas palabras suyas, yo no podía reprimir mi emoción y una única lágrima corrió por mi mejilla, sin que la pudiera contener. De verdad que aquella lágrima se me escapó. Giré la cabeza para que él no la viera y no hice ademán de secármela, porque por el gesto, él sabría qué estaba ocurriendo. Me quedé callada mirando a otro lado hasta que él se dio cuenta de lo que me pasaba:

—Maritxu... ¡Mírame!

Yo giré la cabeza y entonces, mirándome con ternura me dijo:

— ¡Que no me voy a morir, tonta!

—Mira Daniel, si tú quieres vivir buscaré hasta debajo de las piedras, lo que sea para que te cures, pero si tu tiras la toalla… será inútil lo que yo pueda hacer, porque no servirá para nada.

— ¿Tu crees que me podré curar?

—Primero vamos a esperar a que confirmen lo que todavía no han confirmado. Si finalmente es así, con tu fuerza interior, con lo que sea que encontremos y con la ayuda de la Virgen estoy convencida de que tú conseguirás curarte.

—¿De verdad lo crees?

—No tengo ninguna duda.

—Vale entonces. ¡Que así sea!

Los días de ingreso transcurrían entre la habitación, los jardines y alrededores del hospital, mas cuando estábamos en la habitación para mantenerle distraído le propuse algo nuevo:

—A mi me gusta leer y a ti no, pero puedo leer mientras tu haces la siesta ¿Por qué no me enseñas a jugar al mus?

— ¿Al mus? ¡Si aquí no hay cartas!

— ¿Cómo que no? — le dije sacando de mi bolso un juego de naipes que la víspera, aprovechando que nuestras hijas se habían quedado unas horas con él, había cogido de casa.

—Pero ¿qué se te ha ocurrido?

—Pues sencillamente disfrutar de estos días que voy a tenerte tranquilo, aquí a mi lado, sin tener que ir a trabajar, para que me enseñes a jugar al mus. Nunca lo has hecho.

— ¡Jo!, ¡que no tengo ganas!

—Pues da igual. No vas a leer porque no te gusta, no vas a ver la tele porque no hay nada que te interese, no te apetece hablar. Así que… no te queda otra opción que jugar, porque si duermes más ahora de noche no vas a tener sueño.

—Bueno, vale. Cuando te empeñas, te empeñas, ¿eh?—, me dijo con una sonrisa entre pícara y burlona.

Grande, chica, juego, pares, envido, órdago… Eran palabras que con frecuencia había oído en mi infancia mientras mi abuelo, mis tíos y mi padre jugaban al mus, pero nunca me había interesado aprender aquel juego. No obstante, en aquel momento me servía de excusa perfecta para mantener la mente de Daniel ocupada en otras cosas que no fueran sus propias cavilaciones. En las primeras partidas siempre ganaba yo, por lo que suele llamarse la suerte del principiante. Aquello hacía despertar un poco el interés de Daniel, ya que estaba quedando mal como jugador más experimentado. Pero al tercer día ya no le interesaba jugar, le daba igual quien ganara. Se dejaba ganar, jugaba un rato por complacerme, pero nada le interesaba.

El día en el que nos íbamos a casa, mientras esperábamos que le dieran el alta, aproveché para salir al pasillo a ver si veía al Dr. Meléndez. Quería saber algo más, ya que desde que nos había dicho que iba a pedir hora en oncología no le habíamos vuelto a ver. Lo encontré y hablamos un rato:

— ¿Cómo está Daniel?

— ¿Cómo quiere que esté? No sale de su asombro, ha sido un mazazo.

—Bueno, estas cosas suelen ser así, a todos les pilla por sorpresa.

—Pero ¿cuál es la causa?

—No se sabe cual es la causa del cáncer. A unos les toca y a otros no.

—El caso es que cada vez le toca a más gente. Es como si tuviéramos que estar esperando a que nos dieran la noticia a cualquiera.

—Pues sí, es un poco así.

— ¿Y qué evolución puede tener, si se confirma que se trata de un tumor de páncreas?

—Lamento decirlo, pero suele ser fulminante.

— ¿Quiere decir que Daniel se va a morir?

El Dr. Meléndez mirándome fijamente y con gravedad en su mirada:

—Sí, no hay esperanza para este tipo de tumores. Van demasiado rápidos y para cuando se detectan, es ya muy tarde.

—Pero Daniel es un hombre sano, fuerte, curtido, con ganas de vivir… No toma nunca medicamentos y esto puede hacer que cualquier tratamiento le sea más efectivo.

—No, lo siento, no puede ser.

En aquel momento ya mis ojos no podían contener tantas lágrimas. Sentí que por mis mejillas bajaban unas lágrimas especialmente gruesas, como no recordaba haber sentido antes. No podía reprimir más el llanto y el doctor prosiguió:

—Sé que es duro, pero tienes que ser fuerte, porque te va a necesitar. Veo que vuestras hijas vienen a verlo y que sois una familia bien avenida. Eso le ayudará también.

Entre lágrimas vi al Dr. Costales pasar cerca de nosotros. Me saludó y continuó sin detenerse, cosa que no me resultó extraña sabiendo que no se hablaba con el Dr. Meléndez. Pregunté entonces a éste último:

— ¿Ha tenido algún cáncer en la familia?

—Sí, mi padre.

— ¿Y qué tal se lleva la enfermedad?

—Muy mal, realmente mal. A nadie nos gusta ver sufrir a nuestros seres queridos.

—Pero ¿va a sufrir?

El Dr. Meléndez no me contestó de palabra, lo hizo con su mirada, con aquella mirada sentenciadora, mientras me ponía su mano en mi hombro.

—Busca ayuda y sé fuerte, porque va a ser duro. Es lo único que te puedo decir. Busca ayuda, porque sola no vas a poder.

Me escapé a los lavabos del pasillo y me encerré a llorar un buen rato. No podía sacar de dentro de mi tanta amargura. Mis lágrimas de desesperación eran realmente amargas y saladas a la vez. Me pasaron montones de imágenes por la cabeza y sentía un miedo atroz, un pánico tremendo a que el vaticinio fuera finalmente cierto. Pero pensando que había dejado a Daniel sólo en la habitación y que debía entretenerle para que no terminara de hundirse, me tragué las lágrimas que aún luchaban por salir. Me lavé la cara, esperé un rato a que la rojez de mis ojos desapareciera y regresé junto a Daniel.

—El Dr. Costales ha venido a verme.

— ¿Ah, sí? y ¿qué te ha dicho?

—Que todos los casos no son iguales y que él esperaría a los resultados de la biopsia antes de alarmarse.

— ¿Ves? ¿Ves cómo yo tenía razón al decirte que todavía no debíamos preocuparnos? Si llega el caso, entonces nos ocuparemos ¿Vale?

Daniel respondió con resignación:

—¡Valeee!

De camino a casa me pidió que no dijera ni una palabra a nuestras hijas, que no quería preocuparlas más. Cuando llegamos, Saioa y Naiara bajaron a recibirnos y nos besamos todos como lo hacíamos habitualmente, tanto al salir de casa como al llegar de vuelta. Aquella vez los besos demostraban una alegría especial por encontrarnos todos juntos. Nuestras hijas le preguntaron qué tal se sentía, si le dolía, qué le habían dicho los médicos… Él, siendo como había sido siempre, les dijo con una sonrisa y con buen humor aparente que estaba bien y que todavía no sabíamos nada de las pruebas, pero que estaba contento de estar de nuevo en casa. La verdad, aunque no lo hubiera dicho, la expresión de su semblante lo demostraba con creces. En el fondo, le encantaba ver cuánto se preocupaban nuestras hijas por él. Preguntó qué habían preparado para comer y cuando Saioa y Naiara se lo contaron dijo: “¡Uhm! ¡Qué rico!”

Nos sentamos a la mesa los cuatro juntos, aparentando que nada pasaba y que no teníamos por qué preocuparnos. Pero en el interior de cada uno de nosotros, todos teníamos la misma incógnita.

Aquella misma tarde Daniel se fue a trabajar a la cantera como si nada hubiera pasado y los días sucesivos también. Su trabajo le gustaba realmente y disfrutaba realizándolo. Le encantaba calcular las toneladas de piedra, gravilla, arena, etc. que necesitaría para suministrar a sus clientes, cuántos camiones harían falta para entregar los pedidos, cuánto hormigón habría que preparar para las distintas obras, etc.. En fin, le gustaba ponerse retos y superar sus propias marcas. Buscaba siempre ejecutar su trabajo lo mejor posible.

Daniel continuó trabajando hasta que llegó el día de la cita en oncología. Nosotras, nuestras hijas y yo, igualmente seguimos nuestro ritmo normal de vida, de trabajo, de estudios, de actividades. Aparentando los cuatro total normalidad.