LA PRINCESA DE PAPEL

V.1: marzo, 2017


Título original: Paper Princess

© Erin Watt, 2016

© de la traducción, Tamara Arteaga, 2017

© de la traducción, Yuliss M. Priego, 2017

© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2017

Todos los derechos reservados.


Diseño de cubierta: Meljean Brook


Publicado por Oz Editorial

C/ Mallorca, 303, 2º 1ª

08037 Barcelona

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www.ozeditorial.com


ISBN: 978-84-16224-61-6

IBIC: YFM

Conversión a ebook: Taller de los Libros


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LA PRINCESA DE PAPEL

Los Royal. Libro I

ERIN WATT


Traducción de Tamara Artega y Yuliss M. Priego



1







Para Margo, cuyo entusiasmo 

por este proyecto igualaba al nuestro.



Capítulo 1


—Ella, te esperan en el despacho del director —dice la señora Weir antes de poner un pie en la clase de Introducción al cálculo.

Echo un vistazo al reloj para comprobar qué hora es.

—Pero si no he llegado tarde.

Falta un minuto para las nueve y este reloj nunca falla. Lo más seguro es que sea el objeto más caro que poseo. Mi madre dijo que era de mi padre. Es lo único que dejó antes de marcharse, además de su esperma.

—No, no es por llegar tarde… en esta ocasión. —Dulcifica su habitual severa mirada y mi instinto lanza una señal de alerta a mi lento cerebro adormilado. La señora Weir es dura de roer, y por eso me cae bien. Trata a los alumnos como si estuvieran aquí para estudiar Matemáticas de verdad en lugar de alguna lección vital sobre amar al prójimo y chorradas de esas. Así que su mirada compasiva significa que algo malo se cuece en el despacho del director.

—Vale.

No me encuentro en la situación de poder responder otra cosa. Asiento y me dirijo a las oficinas del instituto.

—Te mandaré los deberes por correo —responde la señora Weir. Supongo que piensa que no volveré a clase, pero estoy segura de que el director Thompson no puede decirme nada que sea peor que a lo que ya me he enfrentado.

Cuando me matriculé en el instituto George Washington para cursar mi penúltimo año, ya había perdido todo lo que me importaba. Aunque el señor Thompson haya descubierto de alguna manera que técnicamente no vivo en el distrito escolar del George Washington, puedo mentir para ganar algo de tiempo. Y si tengo que cambiar de instituto, que es lo peor que podría ocurrirme hoy, no pasa nada. Lo haré.

—¿Qué tal, Darlene?

La secretaria del instituto con peinado de madre apenas levanta los ojos de su revista del corazón.

—Siéntate, Ella. El señor Thompson te atenderá enseguida.

Sí, Darlene y yo nos tuteamos y nos llamamos por nuestro nombre de pila. Solo llevo un mes en el instituto George Washington, pero ya he pasado demasiado tiempo en esta oficina gracias a la creciente pila de avisos por llegar tarde a clase. Eso es lo que pasa cuando trabajas por la noche y no te acuestas hasta las tres de la madrugada.

Estiro el cuello para echar un vistazo a través de las persianas abiertas de la oficina del señor Thompson. Hay alguien sentado en la silla para las visitas, pero lo único que veo es una mandíbula prominente y pelo castaño oscuro. Todo lo contrario a mí. Soy lo más rubia que se puede ser y tengo los ojos más azules del mundo. Cortesía de mi donante de esperma, según mi madre.

El hombre sentado en el despacho de Thompson me recuerda a los empresarios de fuera que daban una generosa propina a mi madre para fingir ser su novia por la noche. Algunos hombres disfrutaban más con eso que con el sexo. Ese era el caso de mi madre, claro. Yo no he tenido que tomar ese camino… todavía. Y espero no hacerlo nunca. Por eso necesito terminar el instituto, para ir a la universidad, graduarme y ser una persona normal y corriente.

Algunos jóvenes sueñan con viajar por el mundo y tener coches rápidos y casas grandes. ¿Y yo? Solo quiero mi propio apartamento, un frigorífico lleno de comida y un trabajo estable, a poder ser, uno tan interesante como secar pegamento.

Los dos hombres hablan sin parar durante quince minutos. Entonces digo:

—Oye, Darlene. Me estoy perdiendo Introducción al cálculo por estar aquí. ¿Te importa si vuelvo cuando el señor Thompson no esté ocupado?

Intento parecer lo más simpática posible, pero al no haber tenido una figura adulta en mi vida durante años (mi inconstante y querida madre no cuenta), se me hace difícil ser todo lo obediente que los adultos esperan de alguien a quien legalmente no se le permite beber.

—No, Ella. El señor Thompson acabará enseguida.

Esta vez está en lo cierto, porque la puerta se abre y el director sale de su despacho. El señor Thompson mide aproximadamente un metro setenta y cinco y parece que hubiera acabado el instituto el año pasado. De algún modo, da la sensación de ser responsable.

Me hace gestos para que me acerque.

—Señorita Harper, pase por favor.

¿Que pase? ¿Mientras don Juan sigue dentro?

—Todavía hay alguien en su despacho. —Puntualizo lo evidente. Todo esto parece sospechoso y mi instinto me dice que me vaya. Pero si escapo, dejaré atrás la vida que he planeado al detalle durante meses.

Thompson se gira y mira a don Juan, que se levanta de su asiento y me saluda con una enorme mano.

—Sí, bueno, él es la razón por la que está aquí. Entre, por favor.

En contra de mi buen juicio, paso por delante del señor Thompson y me quedo de pie en el interior del despacho. Thompson cierra la puerta y baja las persianas. Ahora sí que estoy nerviosa de verdad.

—Señorita Harper, siéntese, por favor. —Thompson señala la silla que don Juan acaba de dejar libre.

De mala gana, me cruzo de brazos y miro a ambos. Ni en un millón de años voy a sentarme.

Thompson suspira y se acomoda en su propia silla, pues reconoce una causa perdida cuando la tiene delante. Esto me hace sentir todavía más incómoda, porque el hecho de que se rinda ahora significa que hay una pelea más importante a la vista.

El director recoge un par de papeles de su escritorio.

—Ella Harper, este es Callum Royal —dice, y se detiene como si eso significase algo para mí.

Mientras tanto, Royal me observa como si nunca hubiera visto a una chica. Me doy cuenta de que, al estar cruzada de brazos, tengo el pecho estrujado, así que dejo caer las manos a los costados con torpeza.

—Encantada de conocerlo, señor Royal. —Queda claro para todos los que estamos en la habitación que pienso justo lo contrario.

Mi voz lo saca de su aturdimiento. Camina hacia delante y, antes de moverme, me sostiene la mano derecha entre las suyas.

—Dios mío, eres igual que él —susurra, de forma casi imperceptible. Entonces, como si recordara dónde está, me da un apretón de manos—. Por favor, llámame Callum.

Percibo un tono extraño en sus palabras. Como si le costara pronunciarlas. Tiro de la mano y tengo que esforzarme, porque el tipo raro este no quiere soltarme. Hasta que el señor Thompson no carraspea, Royal no me suelta la mano.

—¿De qué va todo esto? —pregunto. Al ser una chica de diecisiete años en una sala llena de adultos, mi tono está fuera de lugar, pero nadie pestañea.

El señor Thompson se pasa una mano por el pelo. Es evidente que está nervioso.

—No sé cómo decirle esto, así que seré directo. El señor Royal me ha contado que sus padres fallecieron y que ahora él es su tutor legal.

Titubeo. Solo durante un segundo. Lo suficiente como para que la sorpresa se convierta en indignación.

—¡Y una mierda! —digo antes de poder detenerme—. Mi madre me matriculó en el instituto. Tienen su firma en los formularios de ingreso.

El corazón me late a toda velocidad, porque en realidad esa firma es mía. La falsifiqué para mantener el control de mi propia vida. Aunque sea menor de edad, he tenido que ser la adulta de la familia desde los quince años.

Hay que decir a favor del señor Thompson que no me reprende por la palabrota.

—Este informe indica que la declaración del señor Royal es legítima. —El director agita los papeles en las manos.

—¿Sí? Bueno, pues miente. Nunca he visto a este hombre, y si deja que me vaya con él, el próximo informe que verá será el de una chica del instituto George Washington que desapareció en una red de tráfico sexual.

—Tienes razón, no nos hemos visto antes —interrumpe Royal—. Pero eso no cambia la verdad.

—Déjeme ver —me acerco al escritorio de Thompson y le quito los papeles de las manos. Recorro las páginas con la mirada, sin leer con atención lo que está escrito. Hay palabras que me llaman la atención: tutor legal, fallecido y legado, pero no significan nada. Callum Royal es un desconocido. Y punto.

—Si su madre viniera, quizá podríamos aclararlo todo —sugiere el señor Thompson.

—Sí, Ella, trae a tu madre y retiraré mi declaración —añade Royal con suavidad, aunque percibo la dureza de su voz. Sabe algo.

Me giro hacia el director. Él es el eslabón débil aquí.

—Podría hacer esto en la sala de informática del instituto. Ni siquiera necesitaría Photoshop. —Tiro los papeles delante de él. Veo en su mirada que empieza a dudar, así que me aprovecho—. Necesito volver a clase. El semestre acaba de empezar y no quiero quedarme rezagada.

Thompson se relame los labios, inseguro, y yo lo observo con todo el convencimiento de mi corazón. No tengo padre. Y mucho menos un tutor legal. Si lo tuviese, ¿dónde ha estado ese capullo toda mi vida, cuando hemos tenido problemas para llegar a fin de mes o cuando mi madre sufría un dolor horrible por culpa del cáncer? ¿O cuando lloraba en su cama del centro de cuidados paliativos por dejarme sola? ¿Dónde estaba él entonces?

Thompson suspira.

—De acuerdo, Ella. ¿Por qué no regresas a clase? Está claro que el señor Royal y yo tenemos más asuntos que tratar.

Royal se niega.

—Lo que dicen estos papeles es cierto. Me conoce y conoce a mi familia. No se los presentaría si no fuesen verdaderos. ¿Por qué tendría que hacerlo?

—Hay muchos pervertidos por el mundo —respondo con malicia—. Tienen muchas razones para inventarse historias.

Thompson gesticula con la mano.

—Ya basta, Ella. Señor Royal, nos ha pillado a todos por sorpresa. Aclararemos todo esto cuando contactemos con la madre de Ella.

A Royal no le gusta que lo haga esperar y comenta de nuevo lo importante que es y que un Royal nunca mentiría. Una parte de mí espera que lo jure por George Washington y el cerezo. Mientras ambos discuten, yo salgo del despacho.

—Voy al baño, Darlene —miento—. Después volveré a clase.

Se lo cree con facilidad.

—Tómate tu tiempo. Se lo diré a tu profesora.

No voy al baño. No vuelvo a clase. En lugar de eso, me escapo a la parada del autobús y cojo el bus G hasta llegar a la última parada.

Desde allí hay treinta minutos de camino hasta el apartamento alquilado en el que vivo por quinientos dólares al mes. Tiene una habitación, un lóbrego baño y una zona de salón comedor que huele a moho. Pero es barato, y la casera estaba dispuesta a aceptar dinero en efectivo sin constatar mis referencias.

No tengo ni idea de quién es Callum Royal, pero que esté en Kirkwood es una mala noticia. Esos papeles legales no estaban falsificados con Photoshop. Eran de verdad. Pero ni loca dejaría mi vida en manos de un extraño que ha aparecido de la nada.

Mi vida es mía. Yo la vivo. Yo la controlo.

Saco de la mochila los libros de texto que me han costado cientos de dólares y la lleno de ropa, artículos de aseo y lo que queda de mis ahorros, mil dólares. Mierda. Necesito conseguir dinero rápido para marcharme de este sitio. Estoy casi sin fondos. Mudarme aquí me ha costado más de dos mil dólares, entre billetes de autobús y pagar el primer y último mes de alquiler junto con la fianza. Es una lástima perder ese dinero, pero está claro que no puedo quedarme aquí.

Me toca escaparme de nuevo. La misma historia de siempre. Mi madre y yo siempre nos escapábamos. De sus novios, de sus jefes pervertidos, de los servicios sociales, de la pobreza. El centro de cuidados paliativos fue el único lugar en el que nos quedamos durante más tiempo, y eso fue porque estaba muriéndose. Algunas veces creo que el universo ha decidido no permitirme ser feliz.

Me siento en un lateral de la cama e intento no gritar por la frustración que siento y, vale, sí, también por lo asustada que estoy. Me permito cinco minutos de autocompasión y después cojo el teléfono. Que le den al universo.

—Hola, George, he estado pensando en tu oferta para trabajar en Daddy G’s —digo cuando una voz masculina responde la llamada—. Estoy preparada para aceptarla.

Trabajo como bailarina en Miss Candy’s, un club donde me desnudo hasta quedarme en tanga y cubrepezones. Gano bastante dinero, aunque no muchísimo. Durante las últimas semanas, George me ha pedido que empiece a trabajar en el Daddy G’s, un local de desnudo integral. Me he resistido porque no tenía la necesidad de hacerlo. Pero ahora sí. 

Tengo la suerte de contar con el cuerpo de mi madre. Unas piernas largas. Cintura estrecha. Mis pechos no son de copa D doble, pero George dijo que le gustaba mi copa B porque era un espejismo de juventud. No es un espejismo, pero mi carné dice que tengo treinta y cuatro años y que mi nombre no es Ella Harper, sino Margaret Harper. Mi difunta madre. Si te paras a pensarlo, da muy mal rollo, y por eso trato de no hacerlo.

No hay muchos trabajos que una chica de diecisiete años pueda hacer a media jornada y con el que pueda pagar las facturas. Y ninguno de ellos es legal. Transportar drogas. Estafar. Desnudarse. Yo elegí el último.

—¡Joder, tía, eso es genial! —exclama George—. Tengo un hueco esta noche. Puedes ser la tercera bailarina. Lleva el uniforme de colegiala católica. A los tíos les encantará.

—¿Cuánto por esta noche?

—¿Cuánto qué?

—Dinero, George. ¿Cuánta pasta?

—Quinientos y la propina que consigas. Si quieres hacer bailes privados, te daré cien por baile.

Joder. Podría conseguir fácilmente mil dólares esta noche. Empujo toda mi ansiedad e incomodidad al fondo de mi mente. No es hora de tener un debate moral interno. Necesito el dinero, y desnudarme es una de las formas más seguras de conseguirlo.

—Ahí estaré. Reserva todos los que puedas.

Capítulo 2


Daddy G’s es un cuchitril, pero está mucho mejor que otros clubs de Kirkwood. Aunque es como decir «Muerde este pollo podrido. No está tan verde y mohoso como otros trozos». Aun así, el dinero es dinero.

La aparición de Callum Royal en el instituto me ha hecho darle vueltas a la cabeza todo el día. Si tuviese un portátil y conexión a internet, lo habría buscado en Google, pero mi viejo ordenador está roto y no tengo dinero para sustituirlo. Tampoco quería hacer la caminata hasta la biblioteca para usar uno de los que tienen allí. Es una estupidez, pero tenía miedo de que Royal me tendiese una emboscada en la calle si me marchaba del apartamento.

¿Quién es? ¿Y por qué piensa que es mi tutor legal? Mamá nunca mencionó su nombre. Antes, durante un momento, me he preguntado si sería mi padre, pero esos papeles decían que mi padre también había fallecido. Y, a menos que mamá me hubiera mentido, sé que mi padre no se llamaba Callum. Se llamaba Steve.

Steve. Siempre he pensado que se lo inventó. Como cuando tu hijo te dice «Mamá, háblame de papá» y tú te encuentras en un aprieto y sueltas de golpe el primer nombre que te viene a la cabeza: «Esto… se llamaba, eh, Steve, cielo».

Pero odio pensar que mamá me mintió. Siempre habíamos sido sinceras la una con la otra.

Intento olvidarme de Callum Royal porque esta noche es mi debut en Daddy G’s y no puedo dejar que un extraño de mediana edad vestido con un traje de mil dólares me distraiga. Ya hay suficientes hombres de mediana edad en este sitio para ocupar mis pensamientos.

El local está lleno. Supongo que la noche de la escuela católica es una gran atracción en Daddy G’s. Las mesas y los reservados de la zona principal están todos ocupados, pero la planta superior que acoge la sala vip está desierta. No me sorprende. No hay muchos vips en Kirkwood, un pueblo de Tennessee a las afueras de Knoxville. Es un pueblo de gente trabajadora, la mayoría de clase baja. Si ganas más de cuarenta mil dólares al año se te considera asquerosamente rico. Por eso lo elegí. Los alquileres están baratos y el sistema de educación pública es decente.

El vestuario está en la parte de atrás. Está abarrotado. Mujeres medio desnudas me miran al pasar por la puerta. Algunas asienten, un par sonríen y después vuelven a centrarse en ajustarse los ligueros o maquillarse con lo que tienen en sus tocadores.

Solo una se acerca rápidamente a mí.

—¿Cenicienta? —me pregunta.

Yo asiento. Es el nombre artístico que he estado usando en Miss Candy’s. Parecía apropiado en su momento, ya que en inglés es Cinderella, y yo me llamo Ella.

—Soy Rose. George me ha pedido que te enseñe todo esta noche.

Siempre hay una mamá gallina en cada club, una mujer mayor que se ha dado cuenta de que está perdiendo la lucha contra la gravedad y decide hacerse útil de otra forma. En Miss Candy’s era Tina, la madura rubia teñida que me acogió bajo su ala desde el primer momento. Aquí es la madura pelirroja Rose, que cacarea mientras me guía hacia el perchero de metal con los trajes.

Extiendo la mano hacia el uniforme de colegiala, pero ella la intercepta.

—No, eso es para después. Ponte esto.

Antes de que me dé cuenta, me está ayudando a ponerme un corsé negro con lazos entrecruzados y un tanga negro de encaje.

—¿Voy a bailar con esto? —Apenas puedo respirar con el corsé, por no hablar de llegar adonde se desata.

—Olvídate de lo de arriba. —Rose ríe cuando percibe mi respiración entrecortada—. Limítate a menear ese trasero y a bailar en la barra del tipo rico y todo irá bien.

La miro perpleja.

—Pensé que estaría en el escenario.

—¿George no te lo ha dicho? Ahora vas a hacer un baile privado en la sala vip.

¿Qué? Pero si acabo de llegar. Según mi experiencia en Miss Candy’s, normalmente se baila en el escenario varias veces antes de que alguno de los clientes pida un espectáculo privado.

—Debe de ser uno de los clientes habituales de tu antiguo club —sugiere Rose cuando observa mi confusión—. El tipo rico ha entrado como si fuese el dueño del local, le ha dado a George quinientos pavos y le ha dicho que te lleve. —Me guiña un ojo—. Juega bien tus cartas y le sacarás más billetes.

Después se va. Fija su atención de una bailarina a otra mientras yo debato conmigo misma si todo esto ha sido un error.

Me gusta fingir que soy dura, y sí, lo soy, hasta cierto punto. He sido pobre y he pasado hambre. Me ha criado una stripper. Sé pegar un puñetazo si tengo que hacerlo. Pero solo tengo diecisiete años. A veces parece demasiado poco para vivir lo que yo he vivido. A veces, miro a mi alrededor y pienso «No debería estar aquí». 

Pero estoy aquí. Estoy aquí, sin blanca, y si quiero ser la chica normal que intento ser con todas mis fuerzas necesito salir de este vestuario y bailar en la barra del señor vip, tal y como ha señalado Rose con tanta dulzura.

George aparece cuando salgo al vestíbulo. Es un hombre fornido con barba abundante y ojos amables

—¿Te ha hablado Rose del cliente? Está esperándote.

Asiento y trago saliva, incómoda.

—No tengo que hacer nada sofisticado, ¿no? ¿Solo es un baile privado normal?

Él ríe.

—Haz todos los movimientos sofisticados que quieras, pero si te toca, Bruno lo sacará a rastras a la calle.

Me alivia oír que en Daddy G’s se impone la regla de no tocar la mercancía. Bailar para hombres babosos es más fácil de digerir cuando no acercan sus pegajosas manos a tu cuerpo.

—Lo harás bien, chica. —George me da una palmadita en el brazo—. Y si pregunta, tienes veinticuatro, ¿vale? Nadie mayor de treinta trabaja aquí, ¿recuerdas?

«¿Y menor de veinte?», estoy a punto de preguntar. Pero mantengo la boca cerrada. Debe saber que miento sobre mi edad. La mitad de las chicas de aquí lo hacen. Y puede que haya sufrido mucho, pero no hay duda de que no aparento treinta y cuatro. El maquillaje me ayuda a fingir que tengo veintiuno. Por los pelos.

George desaparece en el vestuario y yo tomo aire antes de encaminarme por el vestíbulo.

La sensual música de fondo me da la bienvenida cuando llego a la sala principal. La bailarina del escenario acaba de desabrocharse la camisa blanca del uniforme, y los hombres se vuelven locos en cuanto ven su sujetador transparente. Llueven billetes en el escenario. Me concentro en eso. En el dinero. Que le den a todo lo demás.

Aun así, me da tanta rabia pensar en dejar el instituto y a todos esos profesores que parece que se preocupan por lo que enseñan de verdad. Pero encontraré otro instituto en otra ciudad. Una ciudad donde Callum Royal no sea capaz de encontrarme…

Me detengo en seco. Después me doy la vuelta, asustada.

Es demasiado tarde. Royal ya ha cruzado la sombría sala vip y me agarra del brazo con su fuerte mano.

—Ella —dice en voz baja.

—Suélteme —contesto con toda la indiferencia con la que soy capaz de hacerlo, pero me tiembla la mano mientras intento liberarme.

Él no me suelta, no hasta que otra figura aparece de entre las sombras, un hombre ataviado con un traje oscuro con los hombros de un defensa de fútbol americano.

—No se toca —dice el segurata en tono amenazador.

Royal me suelta el brazo como si estuviese hecho de lava. Frunce el ceño y mira a Bruno, el guardia de seguridad. Entonces, se da la vuelta hacia mí. Tiene los ojos fijos en mi cara, como si se esforzara por no echar un vistazo a mi revelador conjunto de ropa.

—Tenemos que hablar.

—No tengo nada que decirle —respondo con frialdad—. No lo conozco.

—Soy tu tutor.

—Es un desconocido. —Ahora me muestro arrogante—. Y no me está dejando trabajar.

Abre y cierra la boca. Después dice:

—De acuerdo. Empieza a trabajar entonces.

¿Qué?

Ofrece una mirada burlona mientras toma asiento en los lujosos sofás. Se sienta, abre las piernas ligeramente y continúa con la burla.

—Dame lo que he pagado.

Se me acelera el corazón. No puede ser. No puedo bailar para este hombre.

Por el rabillo del ojo, veo que George se aproxima a las escaleras de la sala. Mi nuevo jefe me mira, expectante.

Trago saliva. Quiero llorar, pero no lo hago. En lugar de ello, me dirijo hacia Royal con una seguridad que no siento.

—Está bien. ¿Quieres que baile para ti, papi? Bailaré para ti.

Las lágrimas se agolpan en el interior de mis párpados, pero sé que no caerán. Me he entrenado a mí misma para no llorar en público. La última vez que lloré fue en el lecho de muerte de mi madre, y sucedió cuando las enfermeras y los doctores abandonaron la habitación.

Percibo un rastro de dolor en los ojos de Callum Royal mientras bailo delante de él. Muevo las caderas al ritmo de la música, como por instinto. De hecho, lo hago instintivamente. Llevo lo de bailar en la sangre. Forma parte de mí. Cuando era joven, mamá fue capaz de ahorrar algo de dinero para apuntarme a clases de ballet y jazz durante tres años. Después de que los ahorros se agotasen, se encargó de enseñarme ella misma. Veía vídeos o se colaba en clases del centro comunitario hasta que la echaban, y después volvía a casa para enseñarme.

Adoro bailar y se me da bien, pero no soy tan estúpida como para pensar que será mi profesión, no a menos que quiera dedicarme a desnudarme. No, tendré una profesión práctica. Relacionada con el mundo de los negocios o el derecho, algo con lo que viva bien. Bailar no es más que un estúpido sueño de niña.

Royal gime cuando me paso las manos por encima del corsé. No es el gemido que estoy acostumbrada a oír. No parece excitado. Parece… triste.

—Ahora mismo se está revolviendo en su tumba —dice Royal con voz ronca.

Yo lo ignoro. No existe para mí.

—Esto no está bien —añade en un tono ahogado.

Me echo el pelo hacia atrás y me aprieto los pechos. Noto como Bruno tiene la mirada fija en mí entre las sombras.

Cien pavos por un baile de diez minutos y ya han pasado dos. Quedan ocho. Puedo hacerlo.

Pero es evidente que Royal no. Un movimiento más y me agarra la cintura con las manos.

—No —gruñe—. Steve no querría esto para ti.

No tengo tiempo para parpadear, para digerir sus palabras. Se pone de pie, me alza y mi torso choca contra su ancha espalda.

—¡Suélteme! —grito.

No me escucha. Me lleva sobre su espalda como si fuese una muñeca de trapo, y ni siquiera la aparición de Bruno lo detiene.

—¡Apártate de mi camino! —grita Royal cuando Bruno da un paso más—. ¡Esta chica tiene diecisiete años! Es una menor, y yo soy su tutor. Juro por Dios que si das un solo paso más haré que todos los policías de Kirkwood se presenten aquí, y tú y todos estos pervertidos iréis a la cárcel por poner en peligro a una menor.

Puede que Bruno sea corpulento, pero no es tonto. Se quita de en medio con una expresión afligida.

Yo no coopero tanto. Le doy puñetazos en la espalda y clavo las uñas en su cara chaqueta de traje.

—¡Bájeme! —chillo.

No lo hace. Y nadie lo detiene cuando se dirige a la salida. Los hombres del club están demasiado ocupados vitoreando y mirando lascivamente al escenario. Veo cierto movimiento: George llega hasta donde está Bruno, que le susurra algo al oído enfadado, pero después los pierdo de vista y una ráfaga de aire frío me golpea.

Estamos fuera, pero Callum Royal sigue sin soltarme. Veo como sus elegantes zapatos taconean contra la acera agrietada del aparcamiento. Oigo un tintineo de llaves, un pitido alto y, después, vuelo por los aires hasta aterrizar en un asiento de cuero. Estoy en la parte trasera de un coche. Se cierra una puerta. Se enciende un motor.

Dios mío. Este hombre está secuestrándome.

Capítulo 3


¡Mi mochila!

¡Mi dinero y mi reloj están dentro! El asiento trasero del mastodonte que Callum Royal llama coche es lo más lujoso en lo que me he sentado en toda mi vida. Una pena que no tenga tiempo para apreciarlo. Tiro de la manilla, pero no consigo abrir la maldita puerta.

Desvío la mirada hacia el conductor. Es muy imprudente, pero no tengo otra opción; me impulso hacia delante y agarro el hombro del conductor. Tiene el cuello del tamaño de mi muslo.

—¡Dé la vuelta! ¡Tengo que volver!

Él ni siquiera se encoge. Tiro unas cuantas veces más, pero estoy bastante segura de que, a menos que lo apuñale, y quizá ni siquiera entonces, no hará nada a no ser que Royal se lo ordene.

Callum no se ha movido ni un centímetro de su sitio tras el asiento del copiloto, y yo me hago a la idea de que no saldré del coche hasta que él lo autorice. Pruebo con la ventana para asegurarme. No se baja.

—¿Seguro infantil? —murmuro, aunque estoy segura de la respuesta.

Él asiente ligeramente.

—Entre otras cosas, pero basta decir que te quedarás en el coche durante el viaje. ¿Buscas esto?

Mi mochila aterriza en mi regazo. Resisto el deseo de abrirla y comprobar si ha cogido mi dinero y mi carné de identidad. Sin ambos estoy completamente a su merced, pero no quiero revelar nada hasta que descubra su propósito.

—Mire, señor, no sé lo que quiere, pero es obvio que tiene dinero. Hay muchas prostitutas por ahí que harán lo que quiera y no le causarán los problemas legales que yo sí. Déjeme en el próximo cruce y le prometo que jamás volverá a oír de mí. No iré a la policía. Le diré a George que es un viejo cliente, pero que ya hemos arreglado nuestros asuntos.

—No busco una prostituta. Estoy aquí por ti. —Después de esa ominosa declaración, Royal se quita la chaqueta del traje y me la ofrece.

Una parte de mí desearía ser más valiente, pero estar sentada en este lujoso coche con el hombre que he usado como barra para bailar me hace sentir incómoda y expuesta. Daría cualquier cosa por unas bragas de abuela ahora mismo. Me pongo la chaqueta a regañadientes, ignoro el dolor que me causa el corsé y aprieto las solapas contra mi pecho.

—No tengo nada que quiera. —Está claro que la poca cantidad de dinero que tengo metida en el fondo de mi mochila es como chatarra para este tío. Podríamos cambiar este coche por todos los de Daddy G.

Royal arquea una ceja en silencioso desacuerdo. Ahora que solo lleva la camisa, veo su reloj. Parece… igual que el mío. Sus ojos siguen mi mirada.

—Lo has visto antes. —No es una pregunta. Acerca la muñeca a mí. El reloj tiene una correa de cuero negra, manillas de plata y una caja de oro de dieciocho quilates alrededor de la cúpula de cristal. Los números y las manecillas brillan en la oscuridad.

—No lo he visto en mi vida —miento, con la boca seca.

—¿De verdad? Es un reloj Oris. Suizo, hecho a mano. Me lo regalaron cuando me gradué del Entrenamiento Básico de Demolición Submarina. Mi mejor amigo, Steve O’Halloran, recibió el mismo reloj cuando también se graduó de allí. En la parte de atrás tiene grabado…

Non sibi sed patriae.

Busqué la frase cuando tenía nueve años, después de que mi madre me contara la historia de mi nacimiento. «Lo siento, cariño, pero me acosté con un marinero. Solo me dejó su nombre y este reloj». Y a mí, le recordaba. Ella me revolvía el pelo de broma y me dijo que era lo mejor. Mi corazón se sacude por su ausencia.

—Significa «No por uno mismo, sino por la patria»; el reloj de Steve desapareció hace dieciocho años. Dijo que lo perdió, pero nunca lo reemplazó. Nunca se puso otro reloj. —Royal deja escapar un bufido—. Lo usaba como excusa para llegar tarde siempre.

Me pillo a mí misma inclinada hacia delante. Quiero saber más de Steve O’Halloran, qué demonios significa lo de «Entrenamiento Básico de Demolición Submarina» y cómo se conocieron. Entonces, me doy un sopapo mental y vuelvo a apoyarme contra la puerta del coche.

—Buena historia, tío. ¿Pero qué tiene que ver eso conmigo? —Miro al Goliat del asiento delantero y alzo la voz—. Porque ambos acaban de secuestrar a una menor y estoy bastante segura de que eso es un delito en todo el país.

Royal es el único que responde.

—Es delito secuestrar a una persona, sin importar la edad, pero ya que soy tu tutor y tú estabas cometiendo un acto ilegal, estoy en mi derecho de sacarte de las instalaciones.

Fuerzo una risa burlona.

—No sé quién se cree que es, pero tengo treinta y cuatro años. —Busco mi carné en la mochila y aparto a un lado el reloj que es idéntico al que tiene Royal en su muñeca izquierda— Mire. Margaret Harper. Edad: treinta y cuatro.

Él me quita el carné de los dedos.

—Un metro setenta. Cincuenta y nueve kilos. —Me echa un vistazo—. Parecían cuarenta y cinco, pero sospecho que has perdido peso desde que estás a la fuga.

¿A la fuga? ¿Cómo demonios sabe eso?

Suelta un bufido como si pudiese leer mi expresión.

—Tengo cinco hijos. No hay truco que no hayan intentado conmigo, y conozco a un adolescente cuando lo veo, incluso debajo de capas de maquillaje.

Le devuelvo la mirada, seria. Este hombre, sea quien sea, no me sonsacará nada.

—Tu padre es Steven O’Halloran. —Se corrige a sí mismo—. Era. Tu padre era Steven O’Halloran.

Giro la cara hacia la ventana para que este desconocido no vea el destello de dolor que cruza mi expresión antes de enterrarlo. Claro que mi padre está muerto. Por supuesto.

Parece que la garganta se me estrecha y tengo la horrible sensación de que las lágrimas se arremolinan tras mis ojos. Llorar es de niños. Llorar es de débiles. ¿Llorar por un padre que no he conocido? Demuestra una total debilidad.

Oigo el tintineo de un cristal que choca contra otro por encima del zumbido de la carretera y, después, el sonido familiar del alcohol que llena un vaso. Royal empieza a hablar un momento después.

—Tu padre y yo éramos los mejores amigos. Crecimos juntos. Fuimos juntos al instituto. Decidimos alistarnos en la marina en un impulso. Con el tiempo, nos unimos a las fuerzas especiales del ejército de los Estados Unidos, pero nuestros padres querían que nos retirásemos pronto, así que, en lugar de volver a servir, nos mudamos a casa para tomar las riendas de nuestros negocios familiares. Construimos aviones, por si te lo preguntabas.

«Claro que sí», pienso con amargura.

Ignora mi silencio o lo toma como una aprobación para continuar.

—Hace cinco meses, Steve falleció durante un accidente de ala delta. Pero antes de irse… es espeluznante, como si hubiera tenido una premonición… —Royal sacude la cabeza—… me dio una carta y dijo que quizá fuese la correspondencia más importante que había recibido. Me dijo que la analizaríamos cuando regresase, pero una semana después, su mujer volvió del viaje y me contó que Steve había muerto. Me olvidé de la carta para encargarme de las… complicaciones con respecto a su fallecimiento y a su viuda.

¿Complicaciones? ¿A qué se refiere? Te mueres y ya está, ¿no? Además, la forma en la que ha dicho viuda, como si fuese una palabra asquerosa, me hace sentir curiosidad por ella.

—Un par de meses después, me acordé de la carta. ¿Quieres saber lo que decía?

Qué provocador tan horrible. Por supuesto que quiero saber lo que decía la carta, pero no voy a darle la satisfacción de una respuesta. Apoyo la mejilla contra la ventana.

Dejamos atrás varias manzanas antes de que Royal se rinda.

—La carta era de tu madre.

—¿Qué? —Giro la cabeza sorprendida.

No se muestra petulante por haber llamado mi atención, simplemente parece cansado. La pérdida de su amigo, de mi padre, se refleja en su rostro, y por primera vez veo a Callum Royal como el hombre que profesa ser: un padre que ha perdido a su mejor amigo y ha recibido la sorpresa de su vida.

Sin embargo, antes de que pueda decir una palabra más, el coche se detiene. Miro por la ventana y veo que estamos en el campo. Hay una larga franja de tierra, un gran edificio de una planta hecho de chapa y una torre. Cerca del edificio hay un gran avión blanco con las palabras Atlantic Aviation estampadas en él. Cuando Royal ha dicho que construía aviones, no me esperaba este tipo de aviones. No sé qué esperaba, pero no pensaba en un pedazo de jet tan grande como para llevar a cientos de personas por el mundo.

—¿Es suyo? —Me resulta difícil no tener la boca abierta.

—Sí, pero no nos detendremos.

Quito la mano de la pesada manilla plateada de la puerta.

—¿A qué se refiere?

De momento, guardo la sorpresa que me ha causado haber sido secuestrada, la existencia —y la muerte— del donante de esperma que ayudó a crearme y la misteriosa carta para observar maravillada y con la boca abierta como atravesamos las verjas, dejamos atrás el edificio y entramos en lo que supongo que es el aeródromo. En la parte trasera del avión se baja una escotilla y, cuando la rampa toca el suelo, Goliat acelera el motor y nos sube al almacén de carga del avión.

Me doy la vuelta para observar por la luneta trasera del coche como se cierra sonoramente la escotilla tras nosotros. En cuanto la puerta del avión se cierra, los pestillos del coche hacen un suave sonido. Y soy libre. O algo así.

—Después de ti. —Señala Callum hacia la puerta que Goliat mantiene abierta para mí.

Con la chaqueta agarrada con fuerza contra mí, intento mantener la compostura. Incluso el avión está en mejores condiciones que yo con mi corsé de stripper y mis incómodos tacones prestados.

—Necesito cambiarme. —Agradezco sonar casi normal. Tengo bastante experiencia en pasar vergüenza, y a lo largo de los años he aprendido que la mejor defensa es un buen ataque. Pero ahora mismo estoy bajo mínimos. No quiero que nadie, ni Goliat ni la gente del vuelo, me vea con estas pintas.

Es la primera vez que vuelo. Siempre viajaba en autobuses y, en algunas horribles ocasiones, con camioneros. Pero esta cosa es gigante, lo suficientemente grande como para alojar un coche. Seguro que en algún lado hay un armario para que me cambie.

Callum suaviza la mirada y asiente bruscamente hacia Goliat.

—Te esperaremos arriba. —Señala el final de la habitación que parece un garaje—. Tras esa puerta hay unas escaleras. Sube cuando estés lista.

En cuanto me quedo sola, cambio la indumentaria de stripper por mi ropa interior más cómoda, unos vaqueros holgados, una camiseta de tirantes y una camisa de franela con botones; normalmente la dejaría abierta, pero en esta ocasión la cierro, a excepción del botón de arriba. Parezco una indigente, pero al menos estoy cubierta.

Meto la ropa de stripper en la mochila y compruebo si el dinero sigue ahí. Gracias a Dios está dentro, junto con el reloj de Steve. Mi muñeca parece desnuda sin él, y como Callum ya lo sabe, me lo pongo. El segundo en que la correa se cierra en torno a mi muñeca me siento mejor, más fuerte. Puedo enfrentarme a cualquier cosa que Callum Royal tenga guardada para mí.

Me echo la mochila al hombro y empiezo a planear qué hacer mientras me dirijo hacia la puerta. Necesito dinero. Callum tiene dinero. Necesito un sitio donde vivir, y pronto. Si consigo suficiente dinero de él, viajaré en avión a mi próximo destino y empezaré de cero. Sé cómo hacerlo.

Estaré bien.

Todo irá bien. Si me cuento esa mentira las suficientes veces, creeré que es verdad… aunque no lo sea.

Cuando llego al final de las escaleras, veo que Callum se encuentra allí, esperándome. Me presenta al conductor.

—Ella Harper, este es Durand Sahadi. Durand, esta es la hija de Steven, Ella.

—Encantado de conocerla —dice Durand con una voz absurdamente profunda. Dios, suena como Batman—. Lamento su pérdida.

Inclina la cabeza ligeramente. Es tan amable que sería descortés ignorarlo. Quito mi mochila de en medio y le estrecho la mano.

—Gracias.

—Gracias, Durand. —Callum despacha a su conductor y se gira hacia mí—. Sentémonos. Quiero llegar a casa. El vuelo a Bayview dura una hora.

—¿Una hora? ¿Ha cogido el avión por una hora de viaje? —exclamo.

—Conducir habría supuesto seis, y eso es demasiado. He necesitado nueve semanas y todo un ejército de detectives para encontrarte.

Ya que no tengo opción, sigo a Callum hacia unos asientos de cuero color crema situados uno frente al otro, con una lujosa mesa de madera negra con incrustaciones de plata entre ellos. Callum se acomoda en uno y después señala al que hay frente a él para que me siente. Hay un vaso y una botella colocados en la mesa, como si su equipo supiese que no funciona sin beber.

Al final del pasillo hay otro grupo de sillas cómodas y un sofá tras ellas. Me pregunto si podría conseguir trabajo de azafata para él. Este sitio es incluso mejor que su coche. Sin duda podría vivir aquí.

Me siento y coloco la mochila entre los pies.

—Bonito reloj —comenta con sequedad.

—Gracias. Me lo dio mi madre. Me dijo que fue lo único que le dejó mi padre además de a mí y de su nombre. —Ya no hay necesidad de mentir. Si su ejército de detectives privados dio con mi paradero, probablemente sepa más de mí y de mi madre que yo misma. Lo cierto es que parece saber mucho acerca de mi padre, y descubro que, muy a mi pesar, estoy ansiosa por recibir toda esa información—. ¿Dónde está la carta?

—En casa. Te la daré cuando lleguemos. —Coge una carpeta de cuero y saca un fajo de dinero con un envoltorio blanco alrededor, como en las películas—. Quiero hacer un trato contigo, Ella.

Sé que tengo los ojos abiertos como platos, pero no puedo evitarlo. Nunca he visto tantos billetes de cien dólares juntos.

Empuja el fajo contra la oscura superficie hasta que la pila de billetes se detiene frente a mí. ¿Es esto un programa o algún tipo de competición televisiva? Cierro la boca y trato de incorporarme. Nadie me toma por tonta.

—Soy toda oídos —respondo mientras me cruzo de brazos y miro a Callum con los ojos entreabiertos.

—Por lo que sé, te desnudas para mantenerte y conseguir tu título de instituto. Después de eso, imagino que querrás ir a la universidad, dejar lo de desnudarte y, quizá, hacer otra cosa. Puede que quieras ser contable, doctora o abogada. Este dinero es un símbolo de buena fe. —Da unos golpecitos a los billetes—. Este fajo contiene diez mil dólares. Te daré un fajo en metálico de la misma cantidad por cada mes que te quedes conmigo. Si te quedas hasta graduarte en el instituto, recibirás una bonificación de doscientos mil. Con eso podrás pagar tus estudios universitarios, alojamiento, ropa y comida. Si te gradúas en la universidad, recibirás otra bonificación sustanciosa.

—¿Dónde está el truco? —Mi mano está deseando coger el dinero, encontrar un paracaídas y escapar de las garras de Callum Royal antes de que diga «mercado de valores».

En lugar de eso, permanezco sentada y espero oír el trato asqueroso que tengo que cumplir para obtener este dinero mientras debato mis límites conmigo misma.

—El truco está en que no luches. No intentes escaparte. Quiero que aceptes que soy tu tutor legal. Que vivas en mi casa. Que trates a mis hijos como si fueran tus hermanos. Si lo haces, podrás tener la vida que has soñado. —Se detiene—. La vida que Steve hubiese querido que tuvieras.

—¿Y qué tengo que hacer por usted? —Necesito que me diga exactamente los términos.

Callum abre los ojos como platos y su cara adquiere una tonalidad verde.

—No tienes que hacer nada por mí. Eres una chica muy guapa, Ella, pero eres una niña, y yo un hombre de cuarenta y dos años con cinco hijos. Quédate tranquila, tengo una atractiva novia que satisface todas mis necesidades.

Puaj. Levanto una mano.

—Vale, no necesito más explicaciones.

Callum ríe aliviado antes de volver a ponerse serio.

—Sé que no puedo reemplazar a tus padres, pero aquí me tienes si me necesitas. Puede que hayas perdido a tu familia, pero ya no estás sola, Ella. Ahora eres una Royal.

Capítulo 4


Estamos aterrizando, pero, a pesar de tener la nariz pegada a la ventanilla, está demasiado oscuro para ver algo. Todo lo que veo son las luces intermitentes de la pista, y, una vez hemos aterrizado, Callum no me da tiempo para echar un vistazo a mi alrededor. No cogemos el coche que está en el almacén de carga. No, ese debe ser el coche «de viaje», porque Durand nos conduce a otro brillante coche negro. Tiene las ventanas tintadas, así que no tengo ni idea del paisaje por el que viajamos. Sin embargo, Callum baja la ventanilla un poco y percibo un aroma a sal. El mar.

Debemos de estar en la costa. ¿En Carolina del Norte o Carolina del Sur? Un viaje de seis horas desde Kirkwood nos dejaría en algún sitio junto al Atlántico, lo cual tiene sentido por el nombre de la empresa de Callum. Sin embargo, no importa. Lo importante es el fajo de billetes nuevos en mi mochila. Diez de los grandes. Todavía no me lo creo. Diez mil al mes. Y un montón más tras graduarme.

Tiene que haber un truco. Puede que Callum me haya asegurado que no espera… favores especiales a cambio, pero no soy tonta. Siempre hay truco, y con el tiempo lo sabré. Para entonces tendré al menos diez mil dólares en el bolsillo por si necesito escapar de nuevo.

Hasta ese momento le seguiré el juego. Me portaré bien con Royal.

Y sus hijos…

Mierda, me había olvidado de sus hijos. Había dicho que tenía cinco. 

Aun así, ¿cuán malos podrían llegar a ser? ¿Cinco niños ricos mimados? Ja. He tratado con cosas peores. Como el novio mafioso de mi madre, Leo, que intentó tocarme cuando tenía doce años y que me enseñó la forma correcta de cerrar un puño después de darle un puñetazo en la barriga y casi romperme la mano. Le hizo gracia, y nos hicimos amigos tras eso. Los consejos de defensa personal me ayudaron con el siguiente novio de mi madre, que era igual de sobón. Mamá sí que elegía bien.

Pero intento no juzgarla. Hizo lo que debía para sobrevivir, y nunca dudé de cuánto me quería.

Después de media hora de camino, Durand detiene el coche frente a una verja. Hay una mampara entre nosotros y el asiento del conductor, pero oigo un pitido electrónico, después un zumbido mecánico, y a continuación nos volvemos a poner en marcha. Esta vez vamos más despacio, hasta que finalmente el coche se detiene del todo y los seguros se desbloquean con un clic.

—Hemos llegado a casa —dice Callum en voz baja.

Quiero corregirlo, responder que yo no tengo casa, pero mantengo la boca cerrada.

Durand me abre la puerta y extiende la mano. Me tiemblan ligeramente las rodillas al salir. Hay otros tres vehículos aparcados fuera de un garaje enorme, dos todoterrenos negros y una camioneta rojo cereza que parece fuera de lugar.

Callum se da cuenta de dónde miro y lanza una sonrisa arrepentida.

—Antes teníamos tres Range Rovers, pero Easton cambió el suyo por esa camioneta. Sospecho que quería más espacio para tontear con las chicas con las que sale.

No lo dice con un tono de reproche, sino de resignación. Supongo que Easton es uno de sus hijos. También percibo un poco de… algo en la voz de Callum. ¿Impotencia, quizá? Lo acabo de conocer hace unas cuantas horas, pero, de alguna manera, no me imagino que este hombre se haya sentido indefenso alguna vez, y mis defensas vuelven a estar activas.

—Tendrás que ir al instituto con los chicos durante los primeros días —añade—. Hasta que te consiga un coche. —Entrecierra los ojos—. Bueno, si tienes un permiso en el que aparezca tu nombre y tu verdadera edad, ¿es así?

Asiento a regañadientes.

—Bien.

Después me doy cuenta de lo que acaba de decir.

—¿Me vas a comprar un coche?

—Será lo más fácil. Mis hijos… —Parece elegir sus palabras con cuidado—… no cogen cariño a desconocidos con facilidad. Pero necesitas ir al instituto, así que… —Callum se encoge de hombros y repite—: Será lo más fácil.

No puedo evitar sospechar. Aquí hay algo raro. Este hombre. Sus hijos. Quizá debería haber intentado salir del coche en Kirkwood con más fuerzas. Puede que…

Mis pensamientos se desvanecen cuando veo la mansión por primera vez.

No, el palacio. El palacio real, tal y como se traduce su apellido.

Esto no puede ser de verdad. La casa solo tiene dos pisos, pero es tan larga que apenas veo los extremos. Y hay ventanas por todas partes. Quizá el arquitecto que la diseñó era alérgico a las paredes o tenía miedo a los vampiros.

—Tú… —Mi voz se apaga—. ¿Vives aquí?

Vivimos aquí —me corrige—. Ahora esta también es tu casa, Ella.

Esta nunca será mi casa. No pertenezco al esplendor, sino a la miseria. Es lo que conozco. Es donde estoy cómoda, porque la miseria no te miente. No tiene un bonito envoltorio. Es lo que es.

Esta casa es una ilusión. Es refinada y hermosa, pero el sueño que Callum me intenta vender es tan endeble como el papel. En este mundo nada conserva su brillo para siempre.

El interior de la mansión de los Royal es tan extravagante como el exterior. Losas blancas de azulejo surcadas con estrías grises y doradas, como las que se usan en los bancos y en las consultas del médico, cubren el suelo del recibidor, que parece extenderse varios kilómetros. El techo parece no acabar y estoy tentada de gritar algo solo para ver hasta dónde resuena el eco.

Las escaleras a ambos lados de la entrada convergen en un balcón que se encuentra sobre el recibidor. La lámpara de araña que hay en lo alto del techo debe de tener cientos de bombillas y tantos cristales que, si me cayese en la cabeza, solo encontrarían polvo de cristal. Debería estar en un hotel. No me sorprendería que la hubiesen cogido de uno.

Veo riqueza por todas partes.

Y mientras tanto, Callum me observa con cautela, como si hubiese entrado en mi mente y se hubiese dado cuenta de lo cerca que estoy de perder los papeles. De escapar rápidamente, porque yo no pertenezco a este lugar, ni de coña.

—Sé que es diferente a lo que estás acostumbrada —dice bruscamente—. Pero también te acostumbrarás a esto. Te gustará. Te lo prometo.

Se me tensan los hombros.

—No me haga promesas, señor Royal. A mí no, nunca.

Veo en su cara que mi respuesta le ha afectado.

—Llámame Callum. E intentaré cumplir todas las promesas que te haga, Ella. De la misma forma que intenté cumplir las que hice a tu padre.

Algo en mi interior se suaviza.