Cubierta

MIKE LIGHTWOOD

EL HIELO DE MIS VENAS

Ilustraciones de Hugo Díaz

Plataforma Editorial neo

ÍNDICE

    1. Antes
    2. Primera parte. Lost Boy
      1. Capítulo 1
      2. Capítulo 2
      3. Capítulo 3
      4. Capítulo 4
      5. Capítulo 5
      6. Capítulo 6
      7. Capítulo 7
      8. Capítulo 8
      9. Capítulo 9
      10. Capítulo 10
      11. Capítulo 11
      12. Capítulo 12
      13. Capítulo 13
      14. Capítulo 14
      15. Capítulo 15
      16. Capítulo 16
    3. Segunda parte. Teen Idle
      1. Capítulo 17
      2. Capítulo 18
      3. Capítulo 19
      4. Capítulo 20
      5. Capítulo 21
      6. Capítulo 22
      7. Capítulo 23
      8. Capítulo 24
      9. Capítulo 25
      10. Capítulo 26
      11. Capítulo 27
      12. Capítulo 28
      13. Capítulo 29
      14. Capítulo 30
      15. Capítulo 31
      16. Capítulo 32
    4. Tercera parte. Sinner's Prayer
      1. Capítulo 33
      2. Capítulo 34
      3. Capítulo 35
      4. Capítulo 36
      5. Capítulo 37
      6. Capítulo 38
      7. Capítulo 39
      8. Capítulo 40
      9. Capítulo 41
      10. Capítulo 42
      11. Capítulo 43
      12. Capítulo 44
      13. Capítulo 45
      14. Capítulo 46
      15. Capítulo 47
      16. Capítulo 48
    5. Después
    1. Agradecimientos

Para todos los Daríos del mundo,
que todavía no han encontrado su camino.
Todo mejora, os lo prometo.

Y para todos los que me enseñaron
la importancia de luchar por lo que quiero
y, sobre todo, por lo que considero justo.

Eres los restos de un sueño perdido

Que temo al quedarme dormido

Eres lo mejor que perdí y que jamás he tenido

El hielo de mis venas, Daniel Grey & Mike Lightwood

ANTES

Antes de confundirnos con el aire

De calarnos con las nubes negras

Que cancelarán el baile

Antes, María Villalón con Susi Morla

Verlo así me desgarraba por dentro.

–Tranquilo, Óscar –le susurré al oído, acariciándole el hombro con suavidad–. Yo estoy aquí contigo, no te preocupes.

Una nueva arcada le sacudió el cuerpo de forma violenta, pero no salió nada por su boca. Lo más probable era que ya no le quedara nada más por echar. El denso olor a vómito impregnaba el aire, provocándome náuseas a mí también, pero traté de ser fuerte.

Tenía que ser fuerte.

Por él.

–¿Estás mejor? –le pregunté, preocupado, mientras tiraba de la cadena. Asintió con la cabeza, aunque yo sabía que tan solo estaba tratando de parecer entero. Tenía las mejillas llenas de lágrimas y sentí el impulso de secárselas, pero entonces alzó la mano y lo hizo él mismo. Después se fijó en su manga, que estaba manchada de vómito, y frunció el ceño–. Espera, te traigo agua –dije, consciente de que si no salía de allí al menos unos segundos me iba a derrumbar yo también–. Vuelvo enseguida.

Me apresuré a salir por la puerta y fui con rapidez hacia la cocina. Encontré una botella fría en la nevera y, tras dar un sorbo, me dirigí con ella otra vez hacia el cuarto de baño. Óscar estaba tirado en el suelo, con la cabeza sobre la tapa del inodoro, y apenas fui capaz de reprimir el impulso de ir corriendo a abrazarlo. En lugar de eso, lo ayudé a ponerse en pie.

–Enjuágate la boca primero –le dije mientras lo conducía hasta el lavabo, y después lo observé mientras me obede- cía con cierta torpeza. Un hilillo de agua se deslizaba por su barbilla hasta llegar a la camiseta, pero él no parecía darse cuenta, y se me escapó una sonrisa. Cuando terminó, le tendí la botella–. Toma, te sentará bien. Bebe con cuidado, no vayas a volver a vomitar.

Bebió unos cuantos sorbos pequeños, a pesar de la sed que sabía que debía de tener, y cuando acabó parecía sentirse un poco mejor.

Al menos, eso esperaba.

–No voy a volver a beber en la vida –dijo al fin, con voz pastosa. Todavía tenía los ojos castaños llenos de lágrimas, y el pelo oscuro le caía húmedo sobre la frente–. Recuérdamelo la próxima vez que pida algo que no sea Nestea.

El Óscar de siempre, a pesar de todo.

–Tranquilo, te lo recordaré. Y ahora, quítate la ropa.

Se quedó de piedra.

–¿Qué?

–Tienes que ducharte –expliqué, tratando por todos los medios de controlar el torrente de sangre que amenazaba con teñir mis mejillas de rojo–. Tienes la ropa asquerosa, estás hecho un asco y además apestas un poco. Yo te ayudaré, tranquilo.

A pesar de lo pálido que estaba, o quizá justo por eso, noté que se ruborizaba ligeramente.

–Darío, de verdad, no hace falta…

–Que sí –insistí con voz firme–. ¿Es que no lo ves? Casi no puedes tenerte en pie tú solo.

Trató de resistirse un poco más, pero me empeñé en ayudarlo y al final me dejó que le quitara la ropa. Me dio la impresión de que se le erizaba todo el vello del cuerpo cada vez que lo tocaba, aunque no sabía si eso estaba pasando en realidad o si tan solo se trataba de mi imaginación. Nunca había tenido tanto contacto directo con él y la sensación resultaba un poco rara, pero al mismo tiempo extrañamente agradable.

Demasiado agradable.

Cuando le quité los pantalones, no pude evitar fijarme en lo que había debajo. Algo se encendía en mi interior, una especie de fuego helado, un hielo abrasador que no conocía y que me impulsaba a acercarme a él, a acariciarlo, a tocarlo hasta familiarizarme con cada parte de su cuerpo. No sabía qué era exactamente eso que sentía, pero tenía miedo de descubrirlo, demasiado miedo. Miedo de que no me gustara. Miedo de que sí me gustara. Miedo de las posibles consecuencias.

Lo ayudé a meterse en la bañera y una vez dentro no pude evitar mirarlo, quizás un segundo más de lo necesario. Me dio la impresión de que se daba cuenta, así que me apresuré a poner en marcha la ducha, para tratar de disimular. Óscar soltó un gritito cuando el agua fría cayó sobre su cuerpo.

Contuve el impulso de echarme a reír a pesar de la tensión.

–¡Perdona! –dije, apartando el chorro–. No sabía que iba a salir tan fría.

Aguardé a que el agua se calentara y entonces comencé a verterla sobre Óscar con cuidado. Cerró los ojos, así que aproveché para contemplar su cuerpo, desnudo y mojado, tan cerca y a la vez tan imposiblemente lejos. Era delgado, casi sin grasa pero también casi sin músculo, y sentí una extraña atracción hacia él. Quería tocarlo. Necesitaba tocarlo. Pero no podía sentir eso. No debía sentir eso. Ni siquiera sabía qué era «eso» exactamente.

Y a pesar de ello, necesitaba quería tocarlo, así que me llené las manos de gel y comencé a frotarlo con lentitud por su cuerpo, empezando por el cuello y recorriendo su pecho y su torso hasta llegar a la cintura. Quería bajar. Necesitaba bajar. Todo en mi interior me obligaba a hacerlo. Pero no podía. No debía.

Dudé.

–Eh… –comencé, sin saber muy bien qué decir.

–Mejor eso lo hago yo.

–Sí, mejor.

Sentí un intenso calor en las mejillas, y noté que Óscar se daba cuenta. Pero, en lugar de decir nada, unió las manos y las tendió hacia mí para que vertiera un poco de gel en ellas. Después se volvió y comenzó a lavarse por debajo de la cintura. Me fijé en su espalda estrecha, en lo que había más abajo, y ese fuego extraño y agradable comenzó a arder cada vez con más fuerza en mi interior.

Joder. Aquello no podía seguir así; no era normal. No sabía lo que me estaba pasando. La tensión que sentía era cada vez más fuerte, y en cierto sentido me alegró que Óscar estuviera medio borracho, porque de lo contrario no sabía lo que haría.

Me daba miedo pensar en lo que haría.

Cuando terminó de enjabonarse, se volvió. A pesar de que me había pillado mirándolo, no dijo nada, y yo tampoco lo hice. Volví a abrir el grifo y comencé a lavarlo, enjuagándolo por encima de la cintura mientras él lo hacía por debajo, en perfecta sincronía. Cuando terminamos, lo ayudé a salir y después lo envolví con la toalla. Permanecí así durante unos segundos, abrazándolo a pesar de que me estaba empapando. Olía a limpio, pero también olía a él, y el aroma resultaba embriagador.

–¿Cómo te encuentras? –pregunté junto a su oreja, y noté cómo se estremecía.

–Mucho mejor.

–Me alegro.

El corazón me latía con fuerza contra su pecho, y entonces me fijé en su cara, en sus ojos, en sus labios delgados, y sentí impulsos que nunca antes había sentido. Me bullía la sangre en las venas y mi cuerpo me instaba a acercarme, a pegarme a él para no separarme nunca, pero logré controlarlo en el último momento. Aquello estaba mal, fuera lo que fuese. No podía seguir así… era demasiado peligroso.

Tenía que acabar con eso.

PRIMERA PARTE LOST BOY

I’m just a lost boy

Not ready to be found

Lost Boy, Troye Sivan

SEGUNDA PARTE TEEN IDLE

The wasted years, the wasted youth

The pretty lies, the ugly truth

And the day has come where I have died

Only to find I’ve come alive

Teen Idle, Marina and the Diamonds

TERCERA PARTE SINNER'S PRAYER

Hear my sinner's prayer

I am what I am

And I don't wanna break the heart of any other man

Sinner's Prayer, Lady Gaga

CAPÍTULO 1

Oh, we left it all unspoken

Oh, we buried it alive

And now it’s screaming in my head

I Don’t Wanna Love Somebody Else, A Great Big World

La culpa es tan fuerte que siento auténticas ganas de vomitar.

Lo miro mientras entra en el aula y me fijo en su rostro demacrado, en las profundas sombras bajo sus ojos. Es tan diferente del Óscar que conocía, tan distinto del chico alegre y feliz con el que he crecido, que cuesta creer que se trate de la misma persona, que solo hayan pasado unos meses. Es difícil creer que sea el mismo a quien en otra vida consideraba mi mejor amigo. Y cuesta aún más saber que soy yo el responsable de que esté así.

Sus ojos se cruzan con los míos durante un breve instante, pero me apresuro a apartar la mirada como el cobarde que soy. Como si no hubiera estado esperando a que llegara. Como si él no lo supiera. Como si la vergüenza que siento por lo que he hecho no supurara por cada poro de mi piel. Él es la persona que me ha visto en mis momentos más vulnerables, probablemente quien mejor me conoce en el mundo. Y yo he matado a esa persona. Es culpa mía que ya no siga existiendo, que esa chispa de vida se haya apagado en sus ojos.

Sé que, de no ser por mí, su vida seguiría como siempre. Quizá no sería feliz del todo, pero al menos estaría tranquilo. No tendría que soportar todo este circo que se ha desencadenado por mi causa. Me avergüenza no haber tratado de arreglarlo, haber permitido esta situación… haberle fallado a mi mejor amigo. Siento la culpa pesada en el estómago, como alguna clase de monstruo feroz y terrible que me devorara lentamente las entrañas. No puedo evitar desear morir que fuera así: quizá de ese modo dejaría de sentir todo esto.

El problema es que el monstruo soy yo, y no tengo forma de escapar de mi piel por mucho que lo intente.

Lo observo mientras camina hasta su pupitre, situado al fondo de la clase, y veo cómo comprueba la silla antes de tomar asiento. Supongo que querrá asegurarse de que no hay ningún chicle pegado a ella. A continuación, abre la mochila, que siempre está llena de libros. Desde que Carlos le destrozó la portada del libro de Matemáticas, no ha vuelto a dejar los libros en clase. Siento una nueva oleada de vergüenza al recordar que yo permití que lo hiciera, que me reí junto a los demás al ver la reacción de Óscar, aunque fuera una risa forzada. Las ganas de vomitar son cada vez más fuertes, y me alegra no haber desayunado esta mañana. Mis ojos se cruzan con los de Marta, de un verde intenso visible desde el otro extremo de la clase, y en ellos me parece ver reproche. Aparto la mirada y la dirijo de nuevo hacia Óscar.

Veo que echa un vistazo por la ventana, pensativo, y aprovecho su momento de distracción para mirarlo bien, procurando que nadie más se dé cuenta de que estoy haciéndolo. El cielo que hay al otro lado del cristal es de un profundo color gris, y tengo la sensación de que su cara está teñida de ese mismo color. Es como si algo estuviera drenándole la vida poco a poco, de forma lenta pero inexorable, empujándolo cada vez más hacia un punto sin retorno.

Es horrible saber que ese algo soy yo.

Unos pocos segundos después de que saque el libro de Historia, suena el timbre. Veo que Fer le susurra algo y noto una nueva punzada de dolor. Al perder a Óscar, también lo perdí a él. De pequeños éramos inseparables, y pensaba que seríamos amigos para siempre. Pensaba que estaríamos siempre juntos, como los tres lados de un triángulo. Como las tres ruedas de un triciclo. Pero, en cuanto una de ellas se rompió, las demás también nos desmoronamos. Yo nos maté desmoroné, y ahora no somos más que los versos tachados de una canción sin terminar.

Óscar parece tenso, y odio no saber la razón, no saber lo que piensa en todo momento. Odio que no me diga siempre cualquier cosa que le preocupe, tal como solía hacer antes, en otra vida. Odio la posibilidad de que haya tensiones entre Fer y él por mi culpa; no quiero que lo pierda también a él. Después de todo lo que ha pasado, lo necesita para no derrumbarse por completo.

Se toca el muslo, como si estuviera apretando algo que llevara en el bolsillo. No he podido evitar fijarme en que últimamente lo hace mucho, aunque no sé por qué. Tampoco puedo evitar darme cuenta de que si me he fijado en eso es porque lo miro mucho más de lo que debería, y tampoco sé por qué lo hago. O quizá sí lo sé, lo que pasa es que sigo siendo una mierda un cobarde y no soy capaz de admitirlo.

* * *

Sale disparado por la puerta en cuanto llega la hora del recreo. No sé cómo lo consigue, pero apenas ha terminado de sonar el timbre cuando él ya ha salido, sin esperar siquiera a que el profesor le dé permiso para marcharse. Al principio le llamaban la atención, pero poco podían hacer cuando él ya estaba lejos.

Además, algo deben de saber acerca de lo que está pasando. Serían estúpidos si no fuera así. Pero entonces, ¿por qué no hacen nada? ¿Es que no pueden… o más bien que no quieren? ¿Acaso saben lo que está pasando y no les importa? Me niego a creerlo.

–Darío, ¿vienes? –me pregunta Carlos con desgana. Ya sabe cuál va a ser la respuesta antes de hacer siquiera la pregunta.

–No.

–Eres un coñazo, tío.

Trago saliva, pero no dice nada más. Recoge sus cosas y, en cuestión de unos segundos, él también ha desaparecido. Mejor así. Después de todo lo que ha pasado, cuanto menos tenga que ver con él, mejor. A veces me da asco mirarlo, y lo peor es que sé que en el fondo es porque en cierto sentido me veo reflejado en él. A fin de cuentas, todo lo que odio de él es todo lo que odio de mí.

Cuando salgo al pasillo, el aula ya está casi vacía. Camino sin rumbo fijo y, una vez que he cubierto toda la planta, me dedico a explorar el resto, tratando de observarlo todo sin que parezca que busco nada en concreto. Buscándolo a él.

No entiendo cómo lo hace. Alguna vez he llegado a pensar que sale del instituto, pero sé que es imposible. No nos dejan salir durante las horas de clase, y sé que no harían una excepción con él. Siempre desaparece sin dejar rastro durante el recreo y luego vuelve a aparecer en la siguiente hora, como si fuera un fantasma. Pero ¿acaso no es eso? El fantasma de una vida pasada, una vida mejor. Una vida feliz.

Una vida en la que yo aún no lo había matado destrozado todo.

Recorro tres plantas enteras del instituto, pero no hay ni rastro de él. Cada día cambio mi recorrido, aunque nunca está adonde yo voy. Pero no puede haberse desvanecido en el aire. Tiene que estar en algún sitio, aunque todavía no haya sido capaz de encontrarlo.

Cuando suena el timbre, vuelvo al aula lo más lento que puedo. Miro por todas partes, tratando de averiguar dónde está, de ver si sale de algún sitio, pero sin resultado. Regreso al aula a regañadientes, y apenas me he sentado frente a mi pupitre cuando lo veo entrar por la puerta. Frunzo el ceño, enfadado. ¿Dónde se esconderá? ¿Y por qué coño me importa tanto lo que haga?

Supongo que es por la culpa. Quizá sea porque lo quiero. O tal vez sea porque lo odio. No. Es a mí a quien odio. Me odio por todo el daño que le he hecho. Me odio por todo lo que le he hecho pasar durante este tiempo. Me odio por no haber aprovechado la oportunidad cuando la tuve.

Me odio cada puto segundo.

De cada hora.

De cada día.

Me odio por haber tenido todo lo que quería al alcance de la mano y haberlo destrozado. Un verso baila por mi mente y, por mucho que lo intento, soy incapaz de acallarlo. «Eres lo mejor que perdí y que jamás he tenido.»

Creo que nunca había pensado nada tan cierto.

CAPÍTULO 2

Don’t get too close

It’s dark inside

It’s where my demons hide

Demons, Imagine Dragons

Me obligo a sonreír antes de entrar en casa.

Lo cierto es que tampoco puedo decir que me cueste demasiado a estas alturas. Llevo tanto tiempo acostumbrado a utilizar una máscara que lo realmente raro es no llevarla puesta. El verdadero problema es que la máscara está comenzando a resquebrajarse, y sé que tarde o temprano llegará el momento en que quede hecha pedazos. Y entonces será demasiado tarde.

–¡Ya estoy en casa! –grito desde la puerta, pero nadie responde. Me acerco al salón, donde la tele suena como la estampida que mató a Mufasa, y veo que mi abuela se ha quedado dormida en el sofá, con Rocky hecho un ovillo a sus pies–. ¡Abuela!

No contesta, pero Rocky abre los ojos y se pone en pie de inmediato. Corre hacia la puerta y se tumba panza arriba frente a mí, esperando su ración acostumbrada de caricias. Me agacho con una sonrisa, esta vez auténtica, y hundo la mano en su pelaje oscuro. Por suerte, aunque todo lo demás se haya ido a la mierda, esto es algo que no va a cambiar. Aunque haya perdido a casi todas las personas que han sido importantes en mi vida, al menos seguiré teniendo a Rocky.

Mi abuela suelta un suave ronquido, así que me levanto y me acerco a ella.

–Abuela… –la llamo, pero no me oye por culpa de la tele. Me agacho para zarandearla un poco por los hombros–. ¡Abuela!

Ella abre los ojos de golpe, sobresaltada.

–¡Qué susto me has dado, hijo!

Agarro el mando de la tele y la apago.

–Cualquier día de estos te vas a quedar sorda –le digo, tratando de reprimir una sonrisa traicionera.

–Pero si ya estoy sorda perdida, cariño. Ven aquí, dame un beso.

Lo hago, y ella me envuelve con sus brazos rollizos y su aroma familiar, un olor que me transporta de inmediato a mi infancia, a una época que olía a croquetas recién hechas, cloro de la piscina y tardes de verano jugando al parchís. A una época en la que mis padres todavía estaban aquí. A una vida mejor, en la que Óscar, Fer y yo íbamos a ser amigos para siempre.

–No deberías poner la tele tan alta –la riño, intentando apartar esos pensamientos de mi cabeza. Ella me da un cachete suave en la mejilla, con dulzura. Veo un brillo de cariño en sus ojos, tan castaños como los míos, aunque rodeados de arrugas.

–Anda, anda…

–¡Lo digo en serio! Imagina que algún día te pasa algo y no puedo oírte…

Las palabras salen de mi boca antes de que pueda detenerlas, pero no me arrepiento de haberlas pronunciado. Después de lo que les pasó a mis padres, el miedo a quedarme solo por completo me persigue cada día. Y después de lo de Óscar, ellos son lo único que me queda. Ella y Rocky. Pero mi abuela ya está mayor, y pensar que algún día pueda sucederle algo, que algún día pueda perderla también a ella…

No. Ni siquiera puedo permitirme pensar en eso. Un recuerdo del último verano trata de abrirse paso a través de mi mente, pero hago un esfuerzo por apartarlo antes de que llegue a tomar forma.

–No te preocupes, cariño –dice con el rostro serio–. Pondré la tele más bajo, te lo prometo.

Se levanta y me da otro abrazo, tan cálido como el anterior, pero más largo. Y, una vez más, vuelvo a ser un niño, sin más preocupaciones que a qué jugar a continuación o cuál sería mi Pokémon inicial cuando saliera la próxima edición del juego. Ojalá pudiera vivir en sus brazos para siempre, pero no puedo.

–¿Qué hay para comer? –pregunto cuando nos separamos, y ella me mira con una sonrisa y un brillo divertido en los ojos.

–Adivina.

Sé lo que significa esa sonrisa: ha hecho uno de mis platos preferidos. Sonriendo yo también, olfateo el aire, tratando de averiguar de qué se trata. Huele… huele a tomate. Sí, estoy seguro de que es tomate.

–¿Macarrones?

Ella se ríe.

–Frío, frío…

Suelto una carcajada, feliz de poder tener este momento de diversión con ella, este juego que llevamos haciendo desde que era pequeño. Sigo olfateando y esta vez capto algo más, otro matiz en el delicioso aroma que proviene de la cocina: es queso, sin duda.

–¿Has hecho pizza? –pregunto, un tanto extrañado. Mi abuela no es precisamente muy partidaria de las pizzas.

–¡Ni loca! Pero te vas acercando –añade con una sonrisita–. Si lo adivinas a la próxima, te dejo repetir.

–Qué misteriosa…

Olfateo un poco más, acercándome despacio hasta la cocina, tratando de captar mejor el olor.

–¡Ni se te ocurra entrar a mirar! Si lo haces es trampa.

Suelto una carcajada.

–Que no, tranquila…

Sí, sin duda lo que huelo es tomate y queso. El olor es inconfundible. Pero, si no es ni pasta ni pizza… ¿qué puede ser? Sigo olisqueando el aire, y entonces percibo algo más. Un olor como a especias, aunque no sabría decir de cuáles se trata exactamente. Puede que tenga buen olfato, pero no soy Rocky.

Entonces me doy cuenta de lo que es.

–¿Lasaña?

–¿Por qué no vas a averiguarlo? –replica ella con voz misteriosa, aunque su sonrisa me dice que he acertado.

Entro en la cocina y me acerco al horno, emocionado. Miro por la ventanilla y veo que he acertado: ahí está la fuente de lasaña, con una capa de queso rallado por encima tostándose poco a poco. El aroma es penetrante a pesar del horno cerrado, y me extraña no haberlo reconocido antes. Supongo que me ha costado situarlo porque mi abuela llevaba mucho tiempo sin cocinar su plato estrella. Antes comíamos lasaña prácticamente todos los domingos después de misa, pero desde lo de mis padres… No tiene mucho sentido que se pase horas en la cocina solo para dos personas, así que por lo general únicamente la hace para mi cumpleaños y en alguna que otra fecha especial. Pero no sé qué tiene el día de hoy para que se haya animado.

–¿Cómo es que te ha dado por hacer lasaña?

–Esta noche vendrán Paquita y Paloma, las de la mercería. Así tengo la cena lista, y como sé que te encanta… pues me apetecía darte un caprichito.

La abrazo con fuerza, entusiasmado.

–Eres la mejor abuela del mundo.

–Anda, anda… no seas zalamero. Ve a lavarte las manos y pon la mesa, ¿quieres? A esto le quedan solo cinco minutos.

Me apresuro a obedecer, deseoso de empezar a comer, así que corro por el pasillo hasta mi habitación. Rocky me sigue, juguetón, pero le lanzo una de las galletitas con forma de hueso del paquete que hay en un estante y enseguida sale disparado en su búsqueda. Es increíble la energía que tiene para su edad. Una vez en mi cuarto, echo un vistazo hacia la esquina más alejada, donde mi guitarra reposa contra la pared. La funda está llena de polvo, y siento una punzada en el corazón al recordar el verso de antes. «Eres lo mejor que perdí y que jamás he tenido.»

Los dedos me pican por las ganas de tocar algo, de darle forma a ese verso, pero los ignoro a pesar de que casi me arden. Después de todo, llevo meses siendo incapaz de componer música, así que no sabría siquiera por dónde empezar. Antes, la música era para mí algo tan natural como respirar, y la guitarra era como una extensión de mi brazo. Ahora, es como si me hubieran amputado el brazo entero.

En menos de tres minutos ya he dejado la mochila sobre la cama, me he lavado las manos y he puesto la mesa. Me siento en mi sitio con las tripas sonando justo cuando mi abuela saca la fuente de lasaña del horno. Inspiro y la boca se me hace agua: el aroma es aún más intenso ahora que ha abierto la puerta.

–Ya podrías darte tanta prisa cuando hay ensalada –me regaña, aunque está claro que se siente complacida por mi entusiasmo.

Aguardo expectante mientras sirve la lasaña, y después espero con paciencia a que se siente antes de atacar mi plato. En cuanto lo hace, parto el trozo más grande que soy capaz de meterme en la boca y me lo trago sin apenas masticarlo. Me quemo la lengua, el paladar y la garganta, y enseguida se me llenan los ojos de lágrimas que me resbalan por la cara. Me bebo medio vaso de agua de un solo trago para calmar el dolor mientras mi abuela me observa fijamente con una mirada reprobadora.

–Te lo tienes merecido –comenta, cortando con lentitud un trozo de su lasaña–. Eso te pasa por glotón.

–Lo siento –me disculpo, avergonzado, y corto un trozo mucho más pequeño que el anterior. Soplo con cuidado antes de meterme el tenedor en la boca y entonces saboreo la lasaña y suelto un suspiro de satisfacción–. Está buenísima.

–Me alegra que te guste. ¿Puedes poner la tele? Ya va a empezar la novela…

–Voy.

Me acerco a la tele anticuada y pequeña que hay en un lado de la encimera, y tras encenderla vuelvo a la mesa sin molestarme siquiera en comprobar el canal: esa tele existe única y exclusivamente para que mi abuela vea su telenovela. Me siento de nuevo y me concentro en mi lasaña, lamentando no tener dos estómagos para poder comer el doble.

–Esas son las películas que tanto te gustan, ¿no? –me pregunta señalando la tele con el tenedor. Veo que están poniendo un tráiler, así que asiento con la cabeza–. ¿Irás a verla? Acaban de decir que ya está en el cine.

Me encojo de hombros.

–No lo sé.

–Podrías ir con Óscar y Fernando, ¿no?

Vuelvo a encogerme de hombros, notando una punzada de dolor que me quita todo el apetito de golpe.

–Supongo.

Mi abuela me lanza una mirada de suspicacia.

–Hace mucho que no vienen por aquí ni sales con ellos. –Hace una pausa y me observa con atención–. ¿Es que os habéis peleado?

No sé si habrá un récord de encogerse de hombros, pero estoy seguro de que tengo que estar batiéndolo en estos momentos.

–Más o menos.

–Ay, las peleas de juventud… –Suelta un suspiro–. Pero seguro que lo arreglaréis pronto, ¿a que sí?

–No lo sé –respondo, aunque en realidad sé que es imposible.

–Uy, ¿y eso, cariño? No puede ser tan grave, ¿no?

El récord es mío, sin duda alguna.

–Más o menos.

–¿Qué pasa? ¿Es que os habéis peleado por una chica? –pregunta, bajando la voz en tono de confidencia–. Porque si es eso, puedes contármelo.

–Abuela, por favor…

–Anda, anda, no seas tonto, que yo también fui joven. Es por alguna muchacha, ¿a que sí? ¿Una compañera de clase, quizá?

Trago saliva antes de contestar y noto que la sangre ha empezado a agolparse en mis mejillas. Por favor, que no se fije en mi cara. Por favor, por favor, por favor, que no se fije en mi cara.

–No. No es por ninguna chica.

–Bueno, sea lo que sea… seguro que lo solucionáis –dice ella, con un optimismo que no sentiría si conociera la situación–. Sois amigos desde que erais críos, así que no creo que sea tan grave como para que dure mucho la pelea.

–Supongo.

Digo lo que sé que quiere oír, pero en realidad no lo creo. Ojalá fuera por una chica. Ojalá fuera tan sencillo. Ojalá fuera fácil arreglar todo lo que he destrozado hecho. Pero no lo es. En realidad, no creo que haya arreglo posible.

CAPÍTULO 3

‘Cause I’ve done some things that I can’t speak

And I’ve tried to wash you away but you just won’t leave

Haunting, Halsey

Tengo el estómago revuelto, pero no estoy seguro de si es por la culpa que siento o por toda la lasaña que he comido.

–Acuérdate de sacar a Roque antes de ponerte a hacer los deberes –dice mi abuela desde el fregadero. No me molesto en corregirla: para ella, Rocky siempre será Roque, y no hay nada que hacer–. Como vuelva a hacerse pis en el salón, lo friegas tú.

–Tranquila, ahora voy.

Camino con pies perezosos hasta la puerta de entrada y descuelgo la correa del perchero, haciendo el máximo ruido posible. Rocky viene corriendo en cuanto lo oye y derrapa los últimos dos o tres metros antes de llegar a la puerta, donde se detiene al darse un golpe en el hocico. Suelta un gimoteo lastimero.

–Mira que eres tonto.

Pero no parece que el choque le haya afectado lo más mínimo, gimoteos aparte. Comienza a saltar a mi alrededor, entusiasmado, y después se eleva sobre las patas traseras mientras apoya las delanteras sobre mi pecho para que le ponga la correa. Apenas tarda un minuto en hacer pis una vez que hemos salido; el pobre debía de estar a punto de explotar. Doy gracias internamente porque haya sido capaz de aguantarse.

Sin embargo, cuando termina no me apetece volver todavía a casa. Necesito pasear un poco por ahí, despejarme, tratar de olvidar esta culpa que siento, aunque en el fondo sé que es tarea imposible. Además, tengo el estómago a reventar, así que me vendrá bien caminar un rato para bajar la comida.

Los echo de menos. Los echo demasiado de menos. Han estado a mi lado desde que tengo uso de razón, y ahora… ahora ya no están. Y nunca volverán a estar. Nunca volveremos a pasear juntos a Rocky, ni a hacer los deberes juntos. Nunca volveremos a pasar las tardes en casa de Fer. Nunca volveremos a hartarnos de pizza y golosinas hasta que nos duela la barriga. Nunca volveremos a pasarnos la noche hablando por el grupo de WhatsApp.

Y todo por mi culpa.

No sé cómo ha ocurrido, pero cuando quiero darme cuenta hemos llegado hasta el edificio de Óscar. Levanto la mirada hasta su ventana y no puedo evitar sonreír al recordar todas las veces que lo he visto asomado por ella esperando a que llegara, todas las veces que yo mismo me he asomado estando en su habitación para hacer tiempo mientras él iba al baño o a buscar algo de comer a la cocina. Pero sé que probablemente nunca más volveré a verlo a través de esa ventana. Nunca más volveré a asomarme por ella.

Y entonces, como si Óscar hubiera estado leyéndome la mente, la luz de su habitación se enciende. Las cortinas están echadas, así que las miro, expectante. Quizá se acerque a ellas para abrirlas. Quizá le dé por mirar fuera y me vea. O tal vez podría mandarle un mensaje para que se asome. O, mejor aún, para que baje. Tal vez podríamos hablar de todo lo que ha pasado, podría pedirle perdón por existir cómo me he portado con él. Tal vez podríamos arreglarlo todo.

Pero soy un cobarde, así que no hago nada.

En lugar de ello, me limito a observar el cristal, sabiendo que no servirá de nada. No va a asomarse; hace demasiado frío ahora que el invierno está ya casi encima y yo mismo estoy comenzando a congelarme. Tampoco va a abrir las cortinas. El sol de finales de noviembre es demasiado débil como para que pueda leer, y seguro que por eso ha encendido la luz; siempre se tumba en la cama a leer después de comer. Pero entonces, para mi sorpresa, la luz se apaga.

Aguardo durante unos minutos, esperando a que la ventana vuelva a iluminarse, pero eso no ocurre. Frunzo el ceño, sorprendido. Óscar casi nunca varía su rutina diaria. Desde que tengo uso de razón, después de comer siempre se dedica a leer. Incluso cuando hemos estado juntos o con Fer, siempre lee al menos un capítulo; para él es una especie de ritual sagrado que nunca está dispuesto a romper.

Me pregunto qué estará haciendo. Tal vez haya ido a ver la tele, pero sé que eso es improbable, al menos, estando su padre en casa. Quizás esté hablando con su madre, pero por alguna razón no acabo de creerlo. Puede que su padre se haya enterado de lo que ha pasado en el instituto y esté dándole una paliza en estos momentos. Tratándose de él, la verdad es que no me extrañaría. Se me revuelve el estómago solo de pensar en la posibilidad de que esté pasándole algo ahora mismo.

Por lo que sé, podría estar abriéndose las venas en la bañera. Pero él nunca haría algo así, ¿verdad? Las náuseas me impiden seguir aquí un segundo más, así que doy media vuelta para marcharme. Durante el camino me encuentro con un par de vecinos que me miran con extrañeza al ver mi expresión, pero no dicen nada. Antes de entrar en casa me esfuerzo por recuperar mi máscara, esa que me acompaña en casi todo momento.

Por suerte, mi abuela sigue en la cocina con la mirada clavada en la telenovela que tiene a todo volumen. Puedo quitarme la máscara, aunque sea durante un rato. Pero tan solo un rato: no puedo permitir que vea lo que hay debajo. Soy su única familia, y tras perder a mi padre yo me he convertido en lo más parecido que tiene a un hijo, mucho más que un nieto. No podría soportar ver su mirada de decepción si se enterara de lo que soy. No podría mirarla mientras su corazón se rompe al darse cuenta de que a mí también me ha perdido. Y lo peor es que mi propio corazón es el que está roto, teniendo que vivir en una mentira para no perderla. Ojalá pudiera morirme cambiar lo que soy. Ojalá pudiera ser diferente para no decepcionar a la única persona que sigue queriéndome. Pero no puedo, y lo peor es que ya he perdido demasiado por intentarlo.

Una vez que estoy en mi habitación, cierro la puerta y echo el pestillo. Vuelvo a mirar la guitarra, pero entonces abro el tercer cajón de mi escritorio, que está repleto de papeles, y rebusco entre ellos. El corazón me da un vuelco al pensar que lo he perdido, pero entonces encuentro el dibujo. Se ha arrugado un poco por el paso del tiempo, pero sigue estando en buen estado.

Los trazos de Óscar son algo inseguros, pero delicados. Lo observo primero a él y no puedo evitar sonreír. Nunca se ha retratado fiel a la realidad. Siempre se ha sentido poca cosa, y eso queda claro en sus dibujos. Siempre se representa más delgado de lo que es realmente, menos guapo, como si dibujarse no fuera más que un mal necesario. Como si quisiera dedicarse a sí mismo el menor tiempo posible. A Fer, en cambio, lo dibuja exactamente como es. Fuerte, guapo, de facciones bien proporcionadas. Consigue captar a la perfección ese brillo amable en sus ojos, a pesar de que la ilustración está hecha a lápiz.

En cuanto a mí, siempre me dibuja mejor de lo que soy realmente. Al igual que a sí mismo se infravalora, a mí me sobrevalora… o tal vez simplemente me dibuja como le gustaría que fuera, no sé. El de la imagen soy yo, eso está claro… pero al mismo tiempo no lo soy. En el dibujo soy más guapo. Más musculoso. La sonrisa es mucho más bonita. Los ojos… los ojos no me transmiten lo mismo que cuando me miro al espejo. En la ilustración parecen desprender pureza. Cariño. En cambio, cuando me miro al espejo mis ojos me muestran algo muy distinto. Me transmiten odio. Culpa. Asco. Asco por lo que soy, por lo que he hecho y por todo lo que no puedo cambiar.

Guardo el dibujo, incapaz de seguir mirándolo más tiempo. En más de una ocasión me he planteado la posibilidad de romperlo en pedazos y tirarlo a la basura, de quemarlo incluso, pero sé que no sería capaz de hacerlo. Puede que sea demasiado idílico, que no represente realmente la realidad…pero es lo único que me queda de ellos. Lo único que tengo para aferrarme a un pasado que ya no existe, a una amistad que perdí por mi culpa. Vuelvo a oír versos en mi cabeza. «Eres los restos de un sueño perdido. Eres lo mejor que perdí y que jamás he tenido.»

Tengo las mejillas llenas de lágrimas, así que me las froto con la manga para secarlas. Observo la manga empapada y me doy cuenta de que estoy temblando. No comprendo por qué hasta que entiendo que es por el llanto.

Cuando por fin consigo parar, suelto un suspiro y me pongo en pie para ir al cuarto de baño a lavarme la cara, con cuidado de no toparme con mi abuela por el camino. El agua fría me escuece en los ojos hinchados, pero logra relajarme un poco. Observo el agua mientras desaparece por el desagüe, llevándose con ella los restos de mis lágrimas. Ojalá todo desapareciera con la misma facilidad.

Me seco la cara con la toalla y entonces un destello capta mi atención. Se trata de mi maquinilla de afeitar, que se ha mojado y refleja la luz del techo. La tomo con cuidado, y entonces una idea tentadora se me pasa por la cabeza.

Sí. Podría acabar con todo fácilmente, ¿verdad?

Acerco la maquinilla a mis ojos y observo la cuchilla. Está bien afilada. Apenas he tenido ocasión de usarla, así que no está desgastada. Probablemente el corte sería limpio, siempre que lo hiciera en el lugar adecuado. Podría terminar con todo ahora mismo, pagar por lo que he hecho. Pagar por el infierno que Óscar tiene que soportar día a día por mi culpa, todo por culpa de mi cobardía.

Acerco la maquinilla a mi muñeca, inseguro de dónde cortar. ¿Por qué las películas y la tele no son más explícitas con esto? Podría acabar haciendo una carnicería intentando conseguir mi objetivo. Aun así, sé que merecerá la pena. Pego la hoja de la cuchilla a la muñeca, al lugar donde noto claramente una vena latiendo. Presiono un poco y trago saliva para tratar de armarme del valor necesario para hacerlo, para acabar por fin con todo.

Pero no. No soy capaz de hacerlo. Después de todo, si hay algo de lo que estoy seguro es de que soy un cobarde.

O tal vez no sea eso. Tal vez sea solo que en el fondo sé que esa no es la solución.

(OSCURIDAD)

Oscuridad. Oscuridad por todas partes, hasta donde alcanza la vista.

Estoy solo. Sí. Completamente solo. Estoy en el fondo de un pozo infinito, donde nada puede alcanzarme. Donde nada puede ya salvarme.

Mi propia respiración resulta estruendosa en mis oídos. Los latidos de mi corazón son ensordecedores. Y entonces oigo algo más. Otra respiración, aunque mucho más lejana. Es un corazón que no es el mío, aunque sus latidos suenan mucho más irregulares. Perezosos. Lentos.

Como si estuvieran apagándose.

Veo un resplandor a lo lejos. No. No es un resplandor. Son dos, y se acercan poco a poco hacia mí. Me doy cuenta de que es de allí de donde provienen la respiración y los latidos, y comprendo que se trata del brillo de unos ojos.

El pánico me atenaza el estómago con una garra helada, y el corazón comienza a palpitarme cada vez con más fuerza. No sé qué hacer. No tengo adónde huir en medio de esta oscuridad. Esos ojos se acercan cada vez más, furiosos e implacables, y sé que vienen a por mí.

No veo a quién pertenecen, pero lo sé de todos modos. Son los ojos de una bestia, y en ellos veo que está dispuesta a destrozarme. A despedazarme. A hacerme pagar por lo que he hecho.

El corazón me late cada vez más fuerte, y con este silencio sé que podrá oírlo perfectamente. No tengo dónde esconderme en esta oscuridad.

Y cuando por fin está delante, veo que no es una bestia. No es ninguna clase de monstruo salido del infierno para hacerme pagar por mis pecados. No.

Es Óscar.

Por algún motivo, puedo verlo a la perfección a pesar de la oscuridad que nos envuelve. Sus ojos están furiosos, pero no es eso lo único que veo en ellos. También veo dolor. Decepción. Son los ojos de un animal moribundo dispuesto a hacer pedazos a su cazador.

–Me has matado, Darío –dice con voz ronca. Una voz que no es la de Óscar y al mismo tiempo es claramente la suya.

–¿Qué…? ¿Qué quieres decir? –logro preguntar, aunque apenas oigo mi propia voz por encima de mis latidos, que retumban con fuerza en mis oídos.

–Tú me has hecho esto.

Extiende ambos brazos hacia mí y entonces la piel se le abre por todas partes, en un sinfín de cortes que la recorren como telarañas. Comienza a manar sangre de ella, a borbotones, más sangre de la que nadie sería capaz de perder y seguir en pie. Me aparto unos pasos, sobresaltado.

–Óscar…

–Esto es por tu culpa –me interrumpe–. Todo esto es culpa tuya.

–Óscar, yo…

–¡Es culpa tuya!

La sangre fluye por sus brazos, espesa y abundante, y cae al suelo formando un charco oscuro. Tiene la camiseta húmeda, y también los pantalones, y veo que sus brazos no son lo único que sangra. Su pecho también lo hace. Sus piernas. Su cuello. Un largo tajo le recorre la cara desde la comisura de los labios hasta la sien, desfigurándolo por completo.

–Lo siento… –susurro entre sollozos, observándolo horrorizado–. De verdad, Óscar… lo siento mucho.

–¡Es culpa tuya! –grita él, furioso, y se acerca a mí. Decidido. Feroz. Sangrando cada vez más.

–Óscar, lo siento…

Pero entonces me doy cuenta de algo y mi voz muere en mi garganta.

Lo que sale de su cuerpo no es sangre corriente.

No.

–Es culpa tuya…

Puede que sea una ilusión óptica, pero estoy seguro de que no es así. Puedo ver su cuerpo con claridad a pesar de la oscuridad, al igual que veo el mío. Por alguna razón, la oscuridad que nos rodea no altera los colores.

Pero su sangre es negra. Negra como el alquitrán. Negra como la noche. Negra como mi corazón, como la esencia de mi alma.

Negra como la muerte.

Rompo a gritar.

CAPÍTULO 4

After the way you’ve touched me

I’m not asleep

But I’m not awake

After the way you loved me

Sleepwalker, Adam Lambert

Despierto sobresaltado, con el corazón palpitando con fuerza en el pecho. Suelto un suspiro de alivio al darme cuenta de que tan solo era un sueño. Sigo a oscuras, pero mis ojos no tardan en acostumbrarse a la tenue penumbra. Veo el resplandor del despertador y una débil luz que entra por las rendijas de la persiana. Sí. Esa oscuridad penetrante y terrible era solo una pesadilla.

Estoy completamente empapado de sudor, frío y caliente al mismo tiempo, y el pijama se me pega de forma desagradable al cuerpo. Siento la garganta áspera, así que estoy seguro de que he estado gritando en sueños. Doy gracias a que la sordera de mi abuela le haya impedido oírme, porque de lo contrario le habría dado un susto de muerte.

Salgo de la cama, haciendo una mueca de asco al darme cuenta de que las sábanas también están empapadas. Demasiado empapadas. Me quito la parte superior del pijama y la tiro al suelo, hecha una bola húmeda. Después me quito el pantalón… y entonces reparo en ello. También tengo los calzoncillos mojados. Demasiado mojados. Y no solo de sudor.

No.

No puede ser.

Pero advierto horrorizado que ha pasado.

Hacía mucho tiempo que no mojaba la cama. Cuando mis padres murieron… Bueno, entonces lo hacía prácticamente cada noche, hasta el punto de tener que dormir con pañales durante una buena temporada. Pero desde entonces no había vuelto a sucederme, a excepción de esa vez, hace ya meses. Pero no había vuelto a ocurrirme hasta ahora.

Tomo el montón de ropa húmeda y voy al cuarto de baño, tiritando de frío, para encender el radiador. Después me dirijo hacia el pequeño lavadero que hay junto a la cocina. Meto el pijama en la lavadora y después me quito los calzoncillos y los meto también. Oigo los ronquidos de mi abuela por el pasillo, así que sé que no corro peligro de que me pille. Temblando, vuelvo a mi habitación y quito las sábanas de la cama. Por suerte, la funda del colchón ha impedido que este también se moje. La quito también y lo llevo todo hasta la lavadora. Tardo unos minutos en averiguar cómo ponerla en marcha y dónde echar el detergente, pero finalmente lo consigo. Doy gracias una vez más por la sordera de mi abuela, que le impedirá oír el estruendo del centrifugado.

Aterido de frío, me dirijo hacia el cuarto de baño, que por suerte ya está empezando a caldearse. Me meto en la ducha, tiritando, y me abrazo los costados mientras espero a que salga el agua caliente. Me siento sucio, y no es solo por haberme orinado encima. Me siento sucio por la vergüenza, por la culpa. Me siento sucio por lo que he soñado, tan cierto a pesar de lo retorcido de la pesadilla.

El agua me calienta el cuerpo, pero no el corazón. Aunque me quema la piel, no es capaz de derretir el hielo de mis venas. Se lleva la suciedad que siento por fuera, pero no la que tengo dentro y mancha cada milímetro de mi ser.

Una vez duchado, me pongo el albornoz y salgo al pasillo, estremeciéndome por el contraste de temperatura. Ya en mi habitación, saco un pijama limpio del armario y me lo pongo. A continuación, busco unas sábanas, hago la cama y me meto dentro. Miro el despertador de mi mesita de noche: las cuatro y treinta y cuatro del 1 de diciembre. Menuda forma de empezar el mes. Cambio la hora de la alarma y la pongo media hora antes de lo habitual, para poder tender la ropa antes de que se levante mi abuela. Si enciendo la calefacción del lavadero, la ropa no debería tardar demasiado en secarse. Creo recordar que mi abuela puso una lavadora hace un par de días, así que con suerte no entrará allí hasta que yo llegue del instituto.

Me tapo bien, me abrazo a la almohada y espero que el sueño no tarde demasiado en llegar. A ser posible, sin más pesadillas.

* * *

El día transcurre como envuelto en una nube extraña, casi como si el propio tiempo se sintiera confuso. Cuando quiero darme cuenta, las clases han terminado y estoy entrando en mi casa, preparando la máscara de siempre, y Rocky se acerca corriendo y se tumba boca arriba para que le rasque la tripa. Oigo a mi abuela haciendo ruido en la cocina, de modo que no puedo entrar en el lavadero. Aun así, voy hacia allí para que sepa que ya estoy en casa.

–Hola, cariño –me saluda cuando entro, mirándome fijamente. Me dirige una sonrisa, pero hay algo en ella que parece forzado. O eso, o es que me estoy volviendo paranoico–. ¿Cómo estás?

Me encojo de hombros.

–Bien, supongo.

Sigue mirándome durante unos instantes.

–Venga, ve a dejar la mochila a tu cuarto y a lavarte las manos. La comida estará en un cuarto de hora.

Lost Boy @LostBoy_99 · hace 9 minutos

La vida es una mierda.

Y que lo digas, Óscar. Y que lo digas.

Hago clic en el enlace que lleva a su blog. El fuego en el que ardo. Un título que en otras circunstancias podría haberme parecido algo exagerado, pero tal como están las cosas no podría ser más elocuente. Sin embargo, no hay ninguna entrada nueva desde hace más de un mes. «Ser gay es una mierda.» Una vez más, Óscar tiene toda la razón. Aun así, no sé si eso es lo que soy realmente. ¿Soy… soy gay? Casi me da asco el simple hecho de pensar en esa palabra.

Sea como sea, es una mierda, eso seguro.

Lo malo es que, aunque ambos tengamos una opinión tan parecida, hay una diferencia fundamental entre los dos: si él vive en un infierno, es únicamente por mi culpa.