EL DESTINO DE VIOLET Y LUKE

V.1: diciembre, 2016


Título original: The Destiny of Violet & Luke

© Jessica Sorensen, 2014

© de la traducción, Vicky Vázquez, 2016

© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2016


Fotografía de cubierta: © Micheko Productions, Inh. Michele Vitucci / Alamy Stock Photo

Diseño de cubierta: Taller de los Libros


Este libro es una obra de ficción. Los nombres, personajes, lugares y hechos son producto de la imaginación de la autora o están utilizados de modo ficticio. Cualquier parecido con hechos actuales, locales o personas, vivas o muertas, es pura coincidencia.


Publicado por Oz Editorial

C/ Mallorca, 303, 2º 1ª

08037 Barcelona

info@ozeditorial.com

www.ozeditorial.com


ISBN: 978-84-16224-51-7

IBIC: YFM

Conversión a ebook: Taller de los Libros


Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.

EL DESTINO DE VIOLET Y LUKE

JESSICA SORENSEN


Traducción de Vicky Vázquez


Serie La coincidencia #3



1






Para todo aquel que se mueve al ritmo de su propio tambor

Prólogo

Luke

(Ocho años)

Odio correr, pero parece que siempre lo estoy haciendo. Siempre corriendo a todas partes. Siempre intentando esconderme. Me escondo tanto como corro, pero si no lo hago pasará algo malo. Algo como que me encuentren o que me obliguen a hacer cosas que me ponen enfermo. Que ella me obligue a ayudarla.

—Sal, sal de donde estés —canturrea mamá mientras salgo por la puerta de casa.

Su voz suena pastosa; eso significa que ha vuelto a medicarse. Lo hace mucho, y no tiene ningún sentido. Yo también tengo que tomar medicinas a veces, pero para evitar ponerme malo. Cuando ella las toma parece ponerse peor.

Antes no era así. O, al menos, no era tan malo. Hace como un año, cuando papá aún estaba aquí, se comportaba de forma normal y no tomaba nada. Ahora toma cosas continuamente, y creo que se está volviendo loca. Al menos es lo que parece si la comparo con las madres de los demás. Las veo cuando recogen a mis amigos de la escuela y siempre parecen felices y equilibradas. Mis amigos siempre se alegran de verlas y no salen corriendo a esconderse, como hago yo todo el tiempo.

Corro hacia la parte trasera de la casa, huyendo del sonido de su voz mientras me persigue, buscándome. Siempre me está buscando y lo odio; a veces la odio por obligarme a huir y esconderme. Y por encontrarme. Normalmente me oculto debajo de la cama o en el armario o alguna otra parte de la casa, pero últimamente tarda menos en dar conmigo, así que hoy he decidido esconderme fuera.

Cuando llego a las escaleras del porche trasero me paro en seco, intentando recuperar el aliento. Hay el espacio justo para agacharme debajo de los tablones ruinosos y esconderme. Me abrazo las piernas y meto la cabeza entre las rodillas. La luz del sol brilla a través de las grietas de la madera. Estoy nervioso, porque si el sol me ve, quizás ella también pueda.

Me muevo a un lado, más cerca del primer escalón y fuera del alcance de la luz, y entonces contengo la respiración al oír el crujido de las bisagras de la puerta metálica.

—Luke —me llama desde el escalón más alto. Avanza arrastrando las zapatillas por la madera y la puerta se cierra de golpe—. Luke, ¿estás aquí fuera?

Escondo la cara entre los brazos, aguantando las lágrimas aunque quiera llorar, porque si lo hago me oirá. Entonces querrá abrazarme y no me gusta cuando lo hace. No me gustan muchas de las cosas que hace, ni cómo me hace sentir, como si mi vida estuviera mal.

—Luke Price— dice bajando la escalera. Miro a través de las grietas y veo sus zapatillas rosas de pelo. El humo del cigarrillo hace que me arda el estómago—. Si estás aquí y me estás ignorando te vas a meter en un buen lío.

Suena casi como si estuviera cantando, como si fuera la canción de algún juego. A veces pienso que eso es lo que es para ella: un juego en el que siempre pierdo yo.

La escalera cruje cuando baja lentamente. Las cenizas del cigarrillo caen al suelo y encima de mi cabeza. Algunas me caen en la boca, pero no escupo. Me quedo tan quieto como puedo, luchando para que el corazón deje de latirme con tanta fuerza, y me sudan las palmas de las manos.

Por fin, después de lo que parece ser una eternidad, se gira y vuelve a subir la escalera en dirección a la casa.

—Vale, como quieras.

Nunca es como yo quiero, lo sé muy bien. Por eso me quedo quieto incluso después de que se cierre la puerta. Apenas respiro; el viento sopla y la luz del sol es cada vez más tenue. Espero hasta que el cielo está casi gris para asomarme a través de las grietas de la escalera. Si fuera como yo quiero, me quedaría aquí para siempre, escondido, pero tengo hambre y estoy cansado.

Como ya no veo ni oigo nada, me inclino y saco la cabeza de debajo de la escalera. Parece que no hay moros en la costa, así que apoyo las manos en el suelo y salgo gateando. Me levanto, me sacudo la tierra y las piedrecitas de los vaqueros rotos, entonces cojo aire y voy corriendo por el lateral de la casa, siguiendo la valla, hasta que llego al jardín delantero.

Nunca me ha gustado demasiado el sitio donde vivimos. Las casas necesitan una mano de pintura y la hierba siempre se ve amarilla. Mamá dice que es porque somos pobres y es lo único que podemos permitirnos porque papá nos dejó, y que a él no le importa y por eso nunca viene a verme. No sé si creerla, porque siempre está diciendo mentiras, como cuando me promete una y otra vez que esa será la última vez que me hará hacer cosas que no quiero.

Me quedo en el jardín un rato, pensando dónde ir. Podría trepar por la ventana de la habitación de mi hermana y esconderme allí hasta que llegue a casa, a lo mejor entonces puede ayudarme. Pero últimamente ha estado muy rara y se enfada cada vez que le hablo. Tiene suerte, porque mamá nunca le presta tanta atención como a mí. No sé por qué. Hago todo lo posible por pasar desapercibido. No hago estropicios y dejo la casa limpia y ordenada como a ella le gusta. Soy silencioso. Me quedo en mi habitación y coloco los juguetes por categorías, como a ella le gusta, y aun así siempre me está llamando. En cambio Amy parece ser invisible para ella.

Qué suerte tiene. Ojalá yo fuera invisible.

Decido ir hasta la gasolinera de la esquina para comprarme una chocolatina o algo, porque me duele el estómago del hambre. Pero justo cuando piso la acera, oigo que se abre la puerta principal.

—Luke, ven aquí ahora mismo—. Está histérica. Chasquea los dedos y señala el suelo—. Te necesito.

Me quedo petrificado, deseando ser lo suficientemente valiente como para echar a correr calle abajo. Vete. No vuelvas nunca. Duerme en una caja, porque una caja parece mucho mejor que mi casa esterilizada. Pero no soy valiente y me doy la vuelta y voy hasta ella, como me ha pedido. Sostiene la puerta abierta. Está despeinada y lleva la camiseta morada sin mangas y los pantalones cortos de cuadros de siempre. Es como un uniforme para ella, aunque no tiene trabajo. O al menos no un trabajo bueno donde tenga que llevar uniforme. En lugar de eso vende su medicina a unos hombres asquerosos que siempre la miran fijamente, o a Amy cuando sale de la habitación.

—Entra ahí —dice señalando con el dedo.

Avanzo casi arrastrándome y dejo escapar un suspiro inseguro. Me dan ganas de vomitar, me pasa cada vez que me necesita; me revuelve el estómago pensar en lo que va a obligarme a hacer.

Cuando llego a las escaleras, ella retrocede. No parece contenta pero tampoco triste. Aguanta la puerta y no deja de mirarme con esos ojos marrones que me recuerdan a la bolsa de canicas que me hizo tirar porque no tenían buena pinta. Una vez dentro, cierra la puerta y echa el cerrojo de la parte de arriba. Luego pone la cadena y aprieta el seguro del pomo antes de girarse.

Las cortinas están echadas y hay un cigarrillo encendido en un cenicero de cristal verde azulado que está sobre la mesita. La salita está llena de humo. Hay un sofá justo detrás de la mesita, cubierto por un plástico para «evitar que el aire sucio estropee la tela», o eso dijo mi madre una vez. Siempre piensa que la suciedad del aire va a hacerle algo a la casa o a ella, por eso ya apenas sale.

—¿Por qué te fuiste corriendo? —pregunta acercándose al sofá y dejándose caer. Coge el cigarrillo y, antes de llevárselo a la boca, sacude la ceniza. Inhala profundamente, unos segundos después una nube de humo le rodea la cara. La tiene repleta de llagas—. ¿Estabas jugando a un juego o algo así?

Asiento con la cabeza, porque decirle que estaba jugando es mucho mejor que decirle que estaba escondiéndome de ella.

—Sí.

Da otra calada al cigarrillo y mira la hilera de figuritas de gato alineadas sobre una de las estanterías de la salita. Cada estante está decorado con una serie de figuritas organizadas según la especie. Lo hizo durante uno de esos episodios que le dan cuando toma demasiada medicación, esa que le hace mantenerse despierta durante mucho, mucho tiempo, no la que la deja frita. El tintineo del cristal y sus murmullos incoherentes me despertaron y cuando salí de la habitación vi que estaba como loca, moviéndose sin parar, intentando ordenar a los animales porque si no «algo malo iba a pasar». Sabía que era así; lo sentía en los huesos. Creo que aunque las colocó pasó algo malo. Muchas cosas malas, la verdad.

—Luke, presta atención —me dice.

Aparto la vista de las figuritas. Ojalá fuera una de ellas, así podría quedarme encima de uno de los estantes y observar lo que va a pasar en vez de participar. Se cambia el cigarrillo de mano y se inclina a un lado para coger el pequeño «botiquín» de madera. Lo coloca sobre las piernas, vuelve a llevarse el cigarrillo a la boca por última vez, y luego lo deja para encender la lámpara.

—Deja de enredar y ven aquí.

Me tenso y miro por encima del hombro en dirección a la puerta. Cruzo los dedos para que Amy venga a casa y nos interrumpa el tiempo suficiente para poder encontrar otro sitio en el que esconderme. Pero no aparece y estoy atrapado. Con ella.

—¿Tengo que hacerlo? —digo en voz baja.

Asiente con una mirada caótica y enloquecida.

—Debes hacerlo.

Me giro tembloroso y avanzo lentamente hacia el sofá. Me siento a su lado y ella me da unas palmaditas en la cabeza como si fuera su mascota. Lo hace mucho y hace que me pregunte cómo me ve, si para ella soy más una mascota que un hijo.

—Hoy has sido un niño malo —dice sin dejar de tocarme el pelo con los dedos. Odio cuando hace eso y me da ganas de afeitarme la cabeza para que no pueda acariciarme—. Deberías haber venido cuando te llamé.

—Lo siento —miento, porque lo único que siento es que me haya encontrado.

Tengo que encontrar sitios mejores para esconderme y quedarme en ellos el tiempo necesario para que deje de buscarme. Entonces quizá pueda hacerme invisible como Amy.

—Está bien. —Me acaricia la mejilla y luego el cuello antes de apartar la mano. Me da un beso en la mejilla y yo cierro los ojos, aguantando la respiración, conteniendo un chillido porque quiero gritar: ¡No me toques! —Sé que en el fondo eres un buen chico.

No, no lo soy. Soy horrible porque te odio. Te odio de verdad. Te odio tanto que desearía que desaparecieras.

Empieza a tararear una canción inventada mientras levanta la tapa de la caja y la pone a un lado con cuidado. No tengo que mirar el interior para saber qué contiene. Una cuchara, un mechero, una bolsita de plástico con una cosa que se parece al azúcar moreno, un pedacito de algodón, media botella de agua, una goma elástica grande, una aguja y una jeringuilla que seguramente robó de mi reserva de insulina.

—¿Te acuerdas de lo que hay que hacer? —pregunta, y luego vuelve a canturrear.

Asiento y las lágrimas me arden en los ojos porque no quiero hacerlo; no quiero hacer nada que me diga ella.

—Sí.

Aparto la mirada cuando ella abre la bolsita y pone parte de la sustancia marrón en la cuchara con un poco de agua, aun así se cuales son sus movimientos, la he visto hacer esto muchas veces, algunas días incluso dos veces. Depende de cuánto hable consigo misma. Si es mucho, entonces saca más la aguja. Pero a veces, cuando está más callada, no es tan malo. Me gustan los días en que está callada, ya sea porque está ocupada limpiando o metida en su mundo. También me gusta cuando se queda medio inconsciente.

Calienta la cuchara con el mechero sin dejar de canturrear en voz baja. La verdad es que tiene una voz bonita, pero la letra de sus canciones dan miedo. Cuando la cuchara ya está caliente, se ata la goma elástica alrededor del brazo. Me quedo sentado en el sofá a su lado y tamborileo con los dedos en la pierna, fingiendo estar en otra parte en vez de aquí. En cualquier lugar menos en este.

La odio.

—Venga, Luke, ayúdame, ¿vale? —dice por fin cuando su medicina se ha derretido del todo. Entonces coge un poco con la jeringa.

Me giro hacia ella, temblando. Siempre tiemblo. Siempre estoy nervioso, todo el rato. Siempre temiendo hacer algo mal. Meter la pata. Me pasa la jeringuilla y extiende el brazo sobre mi regazo. Tiene marcas moradas y puntos rojos por todo el antebrazo, de todas las veces que se ha pinchado. Las venas se ven muy oscuras y no me gusta ver cómo se introduce la aguja, pero a ella le encanta. Mecánicamente, apunto hacia el brazo, cerca de las demás marcas que tiene en la piel.

Me tiemblan las manos.

—Por favor, no me obligues a hacer esto —susurro—. Por favor, mamá.

No sé ni para qué lo intento. Hará cualquier cosa para recibir su medicación. Y cuando digo cualquier cosa, lo digo en serio. Cosas malas que la gente normal no haría.

—Respiraciones profundas, ¿recuerdas? —Me ignora y rodea la parte posterior de mi cuello con el otro brazo—. Ya sabes, pincha la vena. Puedes destrozarme el brazo y hasta matarme si no tienes cuidado, ¿vale? —Lo dice con mucha dulzura, como si fuera algo agradable, como si eso me tranquilizara.

Pero solo empeora las cosas, sobre todo porque parte de mí desearía fallar y no pinchar la vena. Tengo inspirar unas cuentas veces para tranquilizarme y evitar pensar en ese lugar oscuro al que mi mente siempre quiere ir. Me recuerdo a mí mismo que no quiero hacerle daño. No quiero.

Cuando consigo controlar los nervios lo mejor que puedo, meto la aguja en la vena tal y como lo he hecho cientos de veces. Siempre noto una molestia, como si fuera mi propia piel la que sintiera el pinchazo. Hago una mueca cuando sus músculos se tensan un poco debajo de la aguja. Al empujar la jeringa, la medicina entra en sus venas y unos segundos suelta un sonido raro. Entonces se hunde en el sofá y me arrastra con ella. Rápidamente, saco la aguja antes de que caigamos del todo sobre los cojines.

—Gracias, Luke —dice medio dormida, y me da unas palmaditas en la cabeza mientras me abraza contra ella.

Hace un sonido vibrante con la garganta, como si estuviera intentando volver a tararear, pero el sonido está atrapado, igual que yo.

Aprieto los labios y miro a la pared sin apenas respirar. Al poco, deja caer el brazo muerto a un lado y la mano golpea contra el suelo mientras cierra los ojos, liberándome temporalmente.

Me incorporo conteniendo las lágrimas, odiándola por obligarme a hacer esto y odiándome a mí mismo por hacerlo, y en secreto me alegro de que esté dormida. Dejo la jeringuilla en la mesa y me levanto. Uso toda mi fuerza para ponerla de lado, porque a veces vomita. La casa está en silencio, como a mí me gusta. Pero al mismo tiempo no me gusta porque el vacío me afecta. En realidad lo que quiero es lo que tienen todos los demás niños, a los que veo en el parque jugando en los columpios mientras sus padres los empujan cada vez más alto. Siempre están riéndose y sonriendo. Todo el mundo parece estar así menos yo. Cada vez que me acerco al parque recuerdo la sensación que tengo ahora mismo; una mezcla de maldad y repulsión con un odio y tristeza, un revoltijo de emociones que me hace enfermar. Siempre me borra la sonrisa de la cara y ya ni me molesto en intentar sonreír. La felicidad no es real. Es una fantasía.

Guardo la jeringa y la cuchara en la caja, preguntándome si mi vida será siempre igual. Si siempre llevaré toda esta tristeza y este odio dentro de mí. Cuando termino de guardar todo estoy temblando y necesito irme a alguna parte, volver a salir corriendo. Ya no aguanto más. No soporto vivir aquí. Con ella.

—¡No puedo soportarlo! —grito a pleno pulmón, y doy un puñetazo a la mesita.

La mano hace un ruido seco y me duele tanto que los ojos se me llenan de lágrimas. Lloro de dolor y me dejo caer en el suelo, pero por supuesto, nadie me oye.

Nadie me oye nunca.


Violet

(Trece años)


Odio mudarme. No solo de una casa a otra, sino de una familia a otra. Odio mover las piernas y los brazos, moverme hacia delante en la vida, porque normalmente implica que voy a un nuevo lugar. Si pudiera, me quedaría quieta, sin avanzar nunca, sin ir a ninguna parte. Pero siempre tengo que hacerlo; no es una elección, y nunca sé exactamente a dónde voy o con quién voy a acabar. A veces las familias están bien, pero otras veces no. Borrachos, fanáticos religiosos, gente llena de odio, gente con las manos demasiado largas.

La familia con la que estoy ahora siempre me está diciendo que todo lo que hago está mal y que debería ser más como su hija, Jennifer. No sé muy bien para qué me acogieron. Parecen muy contentos con la hija que tienen y yo solo soy un objeto decorativo del que poder presumir delante de sus amigos para que les digan lo geniales que son por acoger a una niña tan problemática. Soy la huérfana no deseada que trajeron a casa con la esperanza de arreglarme y hacer que su familia parezca maravillosa.

—Fue tan bonito por vuestra parte darle un hogar —dice una mujer de pelo rojo chillón a Amelia, mi madre actual. Está celebrando una de esas fiestas del vecindario, algo que hace a menudo, y luego se queja de ellas a su marido—. Estos pobres niños necesitan un techo sobre sus cabezas.

Amelia me mira. Estoy sentada en una silla, en la mesa donde me han ordenado permanecer durante toda la fiesta.

—Sí, pero es difícil, sabes. —Lleva un jersey amarillo que me recuerda al canario de una de mis familias de acogida. Coloca unas galletas y unas lonchas de queso en un plato grande de flores y luego se dirige al frigorífico—. Es una niña algo problemática—. Abre la puerta de la nevera y saca una jarra grande de limonada. Vuelve a mirarme y luego se inclina hacia la mujer pelirroja y baja la voz—. Siempre está enfadada, el otro día rompió un jarrón porque no encontraba los zapatos… pero estamos trabajando en ella.

Siempre enfadada. Eso es lo que dice todo el mundo. Estoy muy enfadada con el mundo, lo cual es comprensible teniendo en cuenta por lo que he pasado, pero nadie quiere lidiar con ello. Que probablemente tenga demasiada rabia dentro. Que estoy rota. Que soy inestable. Tal vez incluso peligrosa. Todas las cosas que ningún adulto quiere ver en un niño. Quieren sonrisas y carcajadas, niños que también los hagan sonreír y reír a ellos. Yo soy el lado oscuro y morboso de la infancia. Estoy segura de que están esperando a que haga algo que les dé una excusa para librarse de mí, y así le dirán a todo el mundo que lo intentaron pero que no tenía solución.

—Y las pesadillas —continúa diciendo Amelia—. Se despierta gritando cada noche, la otra noche mojó la cama. Hasta entró corriendo en nuestra habitación diciendo que le daba miedo dormir sola. —Posa los ojos sobre el osito harapiento de color morado que tengo abrazado—. Es muy inmadura y lleva ese peluche consigo a todas partes… Es raro.

La odio. No sabe lo que es ver cosas que la mayoría de la gente no podría ni admitir que existen. La cruda realidad pintada de rojo, grabada en mi mente; unas imágenes que no puedo borrar. Muerte. Crueldad. Terror. Gente quitando la vida a los demás como si su existencia no significara nada. Y luego me dejan atrás y dejan que cargue con esa realidad podrida y espantosa. Sola. ¿Por qué me dejaron atrás? Este osito es lo único que me queda de una época en la que la realidad no consumía mi vida.

Giro la cabeza, alejándome del sonido de su voz, y miro por la ventana cómo el sol se refleja en un adorno del césped con forma de tulipán. Abrazo el osito contra mi pecho; mi padre me lo dio como regalo de cumpleaños adelantado el día antes de morir. En el tulipán del césped hay unos abalorios pequeñitos de color rojo con forma de corazón y cuando atrapan la luz destellan y forman unos puntos brillantes que bailan sobre el hormigón del porche trasero. Es algo bonito de ver y me concentro en ellos, tragándome la rabia y reprimiéndola, intentando mantener las emociones bajo control. De lo contrario, todos los sentimientos que he enterrado escaparán y no podré hacer otra cosa que buscar la manera de bloquearlo, encontrar mi descarga de adrenalina.

Además, Amelia no tiene por qué repetir lo que yo ya sé. Sé lo que hago cada noche al igual que sé lo que significo para ellos, y también sé que dentro de unos meses se cansarán de mí y me enviarán a otro lugar, a un hogar diferente donde todo lo que haga molestará también a esa gente, y con el tiempo ellos me enviarán a los siguientes. Es como un reloj, y no espero nada más. Todo acaba decepcionándote. Cuando era pequeña tenía expectativas: que seguiría creciendo con papá y mamá y sería feliz; pero ese sueño se desmoronó el día que murieron.

—Violet —me llama Amelia, y rápidamente me giro hacia ella.

Tanto ella como su amiga pelirroja me están mirando preocupadas, con un destello de miedo en los ojos, y me pregunto cuánto sabe de mí su amiga. ¿Sabe lo de aquella noche? ¿Lo que vi? ¿Aquello de lo que huí? ¿Aquello de lo que no pude huir? ¿Eso le hace tenerme miedo?

—¿Me estás escuchando? —pregunta.

Niego con la cabeza.

—No.

Frunce el ceño mientras abre la despensa que está por encima de su cabeza.

—¿No qué?

Me coloco el osito en el regazo y me recuerdo a mí misma que tengo que contener el enfado, porque la última vez que lo dejé escapar acabé rompiendo un montón de cosas y me trajeron aquí.

—No, señora.

Relaja el entrecejo y coge unas cuantas latas de judías de uno de los armaritos superiores.

—Bueno, si escucharas a la primera, iríamos por buen camino.

—Ahora estoy escuchando. —Mi réplica le hace tensar la cara—. Lo siento. Ahora estoy escuchando, señora.

Me mira con frialdad mientras apila las latas en la encimera y saca un abrelatas de un cajón.

—Decía que si puedes ir al garaje y traerme carne de hamburguesa del congelador.

Asiento y me bajo de la silla, sin soltar el osito. Es un alivio salir de la sofocante cocina y alejarme de su amiga, que sigue mirándome como si fuera a apuñalarla. Al salir por la puerta oigo a Amelia decir:

—Creo que hablaremos con los servicios sociales para que se la lleven… No es lo que esperábamos.

Nunca esperes nada. Quiero darme la vuelta y decírselo, pero sigo caminando en dirección al garaje. Las luces están encendidas. Bajo al trote los escalones y rodeo el coche hacia el congelador que está en la esquina. Me detengo al ver a Jennifer en la esquina, acompañada de un chico y dos chicas que están haciendo el tonto con unas bicicletas.

—Vaya, vaya, mira lo que trajo la marea —dice con desprecio separando la bicicleta de la pared. Es una bici rosa, igual que el vestido que lleva. Yo solía tener una bicicleta, pero era morada porque odio el rosa. Pero nunca aprendí a montar y ahora forma parte de mi antigua vida, metida en una caja y vendida junto con el resto de mi infancia—. Es Violet y ese estúpido oso. —Mira a sus amigos—. Siempre lo lleva consigo como si fuera una niña pequeña.

Sujeto bien el osito y la ignoro lo mejor que puedo, porque es lo único que puedo hacer. Esta no es mi casa ni mi familia, y nadie va a apoyarme. Estoy sola en el mundo. Es algo que aprendí pronto, acostumbrarme a la idea de estar siempre sola ha hecho que la vida sea más llevadera durante los últimos años.

Paso junto a ella y sus amigos rápidamente. Todos se ríen cuando ella murmura que huelo como una indigente. Abro el congelador y saco medio kilo de carne congelada, y luego lo cierro y voy hacia la puerta. Jennifer ha soltado la bici para colocarse estratégicamente en mi camino.

—¿Puedes moverte a un lado? —digo educadamente, colocándome la carne debajo de un brazo y el osito debajo del otro. Me echo a un lado, pero Jennifer hace lo mismo, con los brazos extendidos a los lados.

—Troll —se ríe el chico, y a continuación se oye un coro de carcajadas.

—Esta es mi casa —dice Jennifer con una sonrisita—. No la tuya, así que no puedes decirme lo que tengo que hacer.

Levanto la carne, luchando por contener el genio.

—Sí, pero tu madre me ha pedido que le lleve esto.

Se lleva las manos a la cintura y me dice de mala gana:

—Eso es porque te considera nuestra criada. De hecho, la oí hablar con mi padre el otro día, y le estaba diciendo que esa es la razón por la que te han acogido, porque necesitaban a alguien que limpiara la casa.

No dejes que te afecte. No importa. Nada importa.

—Aparta de mi camino —digo apretando los dientes. Ella niega con la cabeza.

—De eso nada. No tengo por qué escucharte. Eres una perdedora, una niña loca apestosa.

Los demás se echan a reír y me cuesta mucho no soltarle un puñetazo en la cara. Me enseñaron algo mejor que eso. Mamá y papá no querrían que cayera tan bajo. Me desplazo hacia el otro lado pero ella me imita y me golpea en la espinilla. Un dolor punzante me sube por toda la pierna, pero no le doy la satisfacción de reaccionar y me quedo quieta.

—No me extraña que no tengas padres. Seguramente no te querían —dice con una risita—. Ah espera, es verdad. Murieron… Lo más probable es que los mataras tú misma.

—Cállate —le advierto, y doy un paso hacia ella. Siento cómo la ira me arde por dentro, a punto de estallar.

—¿O qué? —responde, negándose a retroceder.

El chico que está sentado en el suelo se levanta y se acerca a nosotras con una expresión que me hace querer salir corriendo. Pero no lo haré. Estoy segura de que me perseguirían si lo hiciera, y al final acabarían culpándome por este incidente.

—¿Qué quieres decir con que mató a sus padres? —pregunta mientras se limpia la frente sucia con el pulgar.

Jennifer sonríe maliciosamente y se gira hacia él.

—¿No has oído su historia?

—Cállate —la interrumpo, y me acerco tanto a ella que estoy a punto de tirarla al suelo. Entonces levanto una mano como si fuera a empujarla—. Te lo advierto.

Ella sigue hablando como si yo no existiera.

—Sus padres fueron asesinados. —Me mira con los ojos llenos de odio y crueldad—. Oí a mi madre decir que fue ella quien los encontró, pero supongo que es porque lo hizo ella misma, porque está loca.

Visualizo la imagen de mis padres en su habitación, rodeados de sangre, y pierdo el control. De inmediato, elimino la imagen de mi mente hasta que solo veo el color rojo. Rojo por todas partes. Sangre. Rojo. Sangre. Muerte. Y una niña estúpida que no se aparta.

Tiro la carne al suelo, sin preocuparme por lo que vaya a pasarme, le cojo un mechón de pelo largo y rubio y tiro de él.

—¡Retíralo! —grito, tirando cada vez más fuerte mientras camino hacia la parte delantera del coche, lejos del chico, arrastrando a Jennifer conmigo.

Ella empieza a gritar con la cabeza inclinada hacia atrás. Los ojos se le llenan de lágrimas.

—¡Serás cabrona!

—¡Suéltala! —grita el chico rodeando el coche en dirección a nosotras—. Maldita loca psicópata. —Se gira hacia las otras chicas y les dice que vayan a buscar a alguien. Ellas salen corriendo y también me miran como si estuviera loca.

Sé que Amelia no tardará en aparecer, y luego no tardará mucho en llamar a los servicios sociales para que vengan a buscarme. Tiemblo de rabia y odio dirigidos a Jennifer, porque es la única que está ahí. No hay nadie más. Se me nubla la vista y noto la cabeza y el corazón aturdidos, me siento como si hubiera vuelto a mi casa de la infancia y estuviera entrando en la habitación otra vez, viendo la sangre… oyendo las voces…

Tiemblo tanto que no me quedan fuerzas en los dedos para sostener a Jennifer, así que la suelto. Avanza trastabillando hacia la parte delantera del coche, y cuando recupera el equilibrio, se gira y me empuja con tanta fuerza que me caigo al suelo y me golpeo la cabeza contra la pared.

—¡Psicópata! —grita con la cara roja como un tomate. Las lágrimas le caen de los ojos—. Mis padres van a echarte de aquí fijo.

Tengo la vista fija en el suelo, delante de sus pies. Abrazo el osito sin poder moverme.

Ella deja escapar un gruñido de frustración, da una patada en el suelo y sale corriendo del garaje.

Un instante después, Amelia entra apresuradamente, gritando incluso antes de llegar hasta mí.

—¡Te vas de aquí! ¿Te enteras?

—Sí. —No me queda ni pizca de emoción y mi voz suena vacía.

—¿Sí qué? —Espera a que responda con los brazos cruzados.

No lo hago porque ya no tengo por qué hacerlo. Me voy a ir de aquí. No se puede borrar lo que acaba de pasar. No puedo cambiar el pasado como tampoco puedo controlar mi futuro.

Se queda lívida, y la cara se le enrojece al intentar contener la furia. Me dice que soy un caso perdido. Me dice que nadie va a quererme. Me dice que me voy. Me dice todas las cosas que yo ya sé.

—¡¿Me estás escuchando siquiera?! —grita, y yo niego con la cabeza. Enfurecida, me arranca el osito de las manos. Eso me saca del trance.

—¡Eh, eso es mío! —exclamo dando un salto para intentar cogerlo.

Mi hombro choca con su brazo y ella lo mueve fuera de mi alcance. Entonces retrocede y esconde el brazo detrás de la espalda.

—Considéralo un castigo por haber hecho daño a mi hija.

—Tu hija se lo merecía. —Entro en pánico. Si le hace algo a ese oso no podré soportarlo. Necesito ese oso para poder… para querer sobrevivir. ¿Por qué sobreviví?

—Bueno, cuando estés dispuesta a pedirle disculpas a Jennifer, te lo devolveré. —Avanza hacia la puerta de la casa, donde está Jennifer con una sonrisa en la cara, esperando una disculpa.

—Lo siento. —Suena casi como un gruñido. Quiero tanto ese maldito oso que haré cualquier cosa que me pida—. Por favor, no te lo lleves. —Mi voz suena desesperada—. Es lo único que me queda de mis padres; es todo lo que tengo de ellos. —Estoy suplicando. Qué débil, qué patética. Lo odio. Me odio a mí misma. Pero necesito a ese oso.

Jennifer me sonríe, cruza los brazos y se apoya en la entrada. Las lágrimas se le han secado y le han dejado las mejillas rojas.

—Mamá, creo que no lo siente de verdad.

Amelia me observa un instante.

—Opino lo mismo. —Frunce el ceño, decepcionada, como si por fin hubiera visto que no puede arreglarme. Entonces cruza la puerta con el oso en la mano—. Podrás recuperarlo cuando oiga una disculpa de verdad de tus labios. Y más vale que sea rápido porque no te queda mucho tiempo aquí.

—He dicho que lo siento —grito apretando los puños—. ¿Qué demonios quieres que diga?

No responde, y entra en la casa con el oso. Jennifer me dirige una sonrisita y la sigue, no sin antes apagar las luces y cerrar la puerta tras de sí.

La oscuridad envuelve el garaje y siento que me ahoga, pero no es nada que no pueda soportar. Ver es mucho peor que no ver más que la oscuridad. Me gusta la oscuridad.

Me dejo caer en el suelo y apoyo la espalda contra la pared, abrazándome las rodillas contra el pecho y dejo que la oscuridad me rodee. Unas pocas lágrimas brotan de mis ojos y me caen por las mejillas, dejo que salgan unas cuantas más. Me digo a mí misma que no pasa nada, porque estoy en la oscuridad, y en la oscuridad no se ve nada.

Pero al cabo de un rato no puedo contenerlas al pensar una y otra vez en lo que Jennifer y los demás niños han dicho. Pienso en la última vez que vi a mis padres, dentro de los ataúdes y cómo llegaron hasta allí. La sangre. Nunca olvidaré la sangre. En el suelo. Sobre mí.

Salen más lágrimas y no tardan en empaparme la cara. El corazón me golpea con fuerza en el pecho y me tiro del pelo mientras grito con los dientes apretados y doy patadas en el suelo. Unas cuchillas y agujas invisibles me pinchan la piel. No puedo bloquear las emociones. No puedo pensar. Mis pulmones necesitan aire. Me duele. Me hace daño. No puedo soportarlo más. Tengo que sacarlo. Tengo que respirar.

Me levanto a trompicones y atravieso la oscuridad hasta encontrar la puerta. La abro de un empujón y salgo de un salto a la luz del sol. Paso corriendo junto a los coches que están aparcados cerca del bordillo. No me detengo hasta que estoy al borde de la carretera que hay enfrente de la casa, donde los coches van volando arriba y abajo. Sin dudarlo un momento, me meto en mitad de la carretera y me paro en la línea de puntos amarillos con los brazos caídos a los lados. Las lágrimas se agolpan en mis ojos al pestañear bajo la luz del sol y el pulso se me acelera cada vez más mientras permanezco ahí de pie. Entonces aparece el torrente de energía que es lo único que resulta familiar en mi vida.

Me siento como si volara en picado hacia algo que no sea ir de un lado a otro, que los demás me pasen entre sí, que me aparten, que me olviden. Frente a mí está lo desconocido y no tengo ni idea de lo que va a pasar. Es liberador, así que me quedo inmóvil incluso cuando oigo el rugido del motor de un coche. Espero hasta que oigo el sonido de los neumáticos; hasta que veo el coche; hasta que está lo suficientemente cerca como para que el conductor me pite; hasta que noto el zumbido de una descarga de adrenalina, que barre la tristeza y el pánico hasta sacarlos de mi cuerpo y de mi mente; hasta que mis emociones remiten y lo único que siento es euforia. Entonces salto hacia la derecha, donde la carretera se encuentra con la hierba. El coche vira a la izquierda para esquivarme: chirrían los frenos, se oye una bocina y a alguien gritar.

Estoy tendida en silencio en la hierba, y me encuentro veinte veces mejor que cuando estaba en el garaje. Me siento a gusto en un agujero oscuro que me adormece; un lugar en el que puedo sentirme bien por ser la niña que nadie quiere. La niña que estaría mejor muerta como sus padres, en vez de estar viva y sola.

Capítulo Uno

Violet

(Primer año de universidad)

Tengo una sonrisa falsa en la cara y ni una sola persona de las que me rodean puede saber si es real o no. En realidad a nadie le importa una mierda, ni a mí tampoco. Solo estoy aquí, fingiendo ser tan radiante como un rayo de sol, por tres motivos:


1. Le debo una a Preston, el último padre de acogida que tuve antes de cumplir los dieciocho, porque me dio un hogar cuando nadie más estaba dispuesto a hacerlo.

2. Porque necesito el dinero.

3. Porque me encanta el subidón que supone pensar que puedo meterme en un lío en cualquier momento, en un buen lío. Y eso se ha convertido en una adicción, como cuando un alcohólico tiene ansias de beber.


—¿Quieres un chupito? —dice un chico interrumpiendo la alegre canción que suena por los altavoces.

Creo que se llama Jason o Jessie o algún otro nombre que empieza por J. Levanta un vaso vacío a la altura de mi cara. Sus ojos grises tienen un aspecto vidrioso por la borrachera y la estupidez, que son prácticamente la misma cosa.

Niego con la cabeza y esbozo mi sonrisa falsa deslumbrante. La llevo como si fuera un collar, resplandeciente. Cuando estoy rodeada de gente me hace parecer bonita, pero cuando llego a casa puedo quitármela y arrojarla a un lado.

—No, gracias.

—¿Seguro? —insiste, y a continuación reclina la cabeza y engulle el resto de la cerveza. Un reguero le cae de la boca hasta el polo azul marino.

Estoy a punto de decir «sí, seguro» pero me contengo y accedo, consciente de que es bueno integrarse. Me hace parecer menos sospechosa y la gente se relaja y confía más.

—Venga, por qué no. —Intento decirlo de forma despreocupada, aunque odio el sabor del tequila.

Lo bebo muy pocas veces y no solo por el sabor. Es por lo que hago cuando está en mi cuerpo, porque mi otro yo iracundo, errático y autodestructivo sale a la superficie, y eso me obliga a estar sobria. Al menos cuando estoy sobria puedo controlar mis emociones, pero cuando estoy borracha es otra historia, y no me apetece pasar por eso esta noche. Ya tengo una cerveza en la mano que apenas he tocado, y no tengo intención de acabármela.

Jessie o Jason esboza una sonrisa tonta, muy grande y fea.

—¡Joder, sí! —exclama, como si estuviéramos celebrando algo, y siento el deseo de poner los ojos en blanco.

Levanta la mano para que yo se la choque y yo lo hago, suspirando para mis adentros de pura frustración, a pesar de que es una buena señal, porque significa que está a punto de transformarse en un idiota borracho e incoherente.

Siempre es la misma rutina: emborracharlos y llevarme el dinero. Es lo que me enseñó Preston y lo que hago casi todos los fines de semana: asistir a las fiestas que montan en los pueblos cercanos. Pero nunca en el pueblo en el que estudio, porque según Preston, eso sería demasiado arriesgado y llamaría la atención enseguida.

Llevo un vestido negro estrecho que enseña las pocas curvas que tengo, mi chaqueta de cuero y unas botas altas de cordones. Mi pelo es negro y rizado con mechas rojas, y me cae por la espalda hasta ocultar el tatuaje de un dragón y dos pequeñas estrellas que tengo en la nuca. Esas estrellas representan a las personas que me han querido durante mi vida. Normalmente llevo el pelo suelto porque a los chicos parece gustarles pasar los dedos por él, como si les excitara la suavidad. A mí me da igual, aunque a muchas chicas parece encantarles que los chicos jueguen con su pelo. Yo les dejo tocarlo si quieren, siempre que me paguen al final de esta farsa.

J, que es como voy a llamarlo porque, de verdad, no recuerdo su nombre, sirve dos chupitos de tequila y derrama un poco en la encimera. Cuando me da uno, lo vacío sin inmutarme, sintiendo cómo se me llena la boca de ese sabor asqueroso, y enseguida me llevo la cerveza a los labios y finjo dar un trago, pero en realidad solo estoy escupiendo el tequila en la botella. Sonrío al apartarla de mi boca y dejo el vaso en la encimera. Preston estaría orgulloso de mí, porque fue él quien me enseñó ese truquito como una manera de seguir sobria mientras los demás se emborrachan, para así evitar equivocarme cuando cierro el trato. Y me alegro de que así sea, porque cometer un error con Preston nunca acaba bien.

—¿Otro? —pregunta J, señalando el vaso.

Pero ya es hora de dejar los tragos y hablar de negocios. Le dirijo una de mis mejores sonrisas falsas y dejo la cerveza en la encimera. Me pinté los labios de un rojo vibrante antes de salir, y mi vestido tiene un corte que enseña un poco el canalillo, formado por un sujetador push-up. Es todo una distracción, un disfraz para que desvíe un poco su atención del trato. Las distracciones conllevan errores.

Agarro el filo de su camisa y pestañeo al acercarme a él, intentando no arrugar la nariz al notar el olor espantoso del alcohol en su aliento.

—¿Y si me llevas a tu habitación? —Respiro cerca de su mejilla—. Y hablamos de negocios.

Embriagado por el alcohol, guiña sus ojos azules, algo alarmado por lo directa que he sido. Le pasa a la mayoría y eso me encanta: pillarlos desprevenidos. No revelarles nunca lo que escondo. No abrirme a ellos, porque en realidad nadie quiere que lo haga, o al menos no por las razones apropiadas.

—Vale —farfulla. Deja la botella de tequila en la encimera y se pasa los dedos por el pelo rubio bien cortado.

Sin dejar de sonreír, cojo una rodaja de lima de la encimera, me la meto en la boca y la chupo para quitarme el regusto a tequila. Tiene un sabor amargo, pero es mejor que la quemazón del alcohol. Cuando termino, la dejo sobre la encimera y cojo la botella de tequila.

—Guíame —le digo, y él me lanza otra de sus sonrisas bobaliconas.

Seguramente piensa que va a tener suerte una vez cerremos el trato. La mayoría de los tíos lo piensan, por eso a Preston le gusta encargarme este trabajo. «Eres una distracción», me dice siempre. «Una distracción muy bonita y tentadora».

En mi interior sé que podría hacerlo: enrollarme con J y no sentirme mal después. Puedo bloquear lo que siento en un instante y guardarlo para sacarlo solo cuando lo necesito. No sentiría nada, lo cual facilita las cosas que no quiero hacer. Además, J no está mal, aunque es demasiado atlético y pijo para mí. Es alto, de hombros anchos y músculos de acero. Su cuerpo entero parece gritar que pasa demasiado tiempo en el gimnasio. Me pregunto si será atleta, pero no voy a preguntárselo, al igual que no voy a enrollarme con él.

Me coge de la mano y noto su palma fría y húmeda, y a continuación me conduce a través de la multitud de jóvenes universitarios que llenan la sala de estar de la casa adosada donde están jugando al beer pong.* Varias chicas me miran mal, como si no pudiera estar con un tío tan guapo como J, que lleva una camisa formal y un reloj que debe de costar más que todo el dinero que he gastado a lo largo de mi vida. Pero no me importa, estoy demasiado emocionada por lo que estoy haciendo, lo que estoy a punto de hacer. El peligro. La inseguridad. La adrenalina.

Cuando llegamos al pasillo, desaparecemos de la vista de todos los ojos que me juzgan. Por suerte para mí, J no está muy bien. Los pies apenas lo sostienen al avanzar a trompicones hacia la última puerta del pasillo, arrastrándome con él.

—Huuy. —Suelta una risita y gira el pomo—. Lo siento.

No tengo ni idea de qué es lo que siente, pero sonrío.

—No pasa nada.

Vuelve a sonreírme y me quita la botella de tequila de la mano. Echa la cabeza hacia atrás, da un trago y se atraganta al quitársela de los labios. Entonces me la ofrece.

Como ya no tengo la cerveza para poder escupir en ella, cojo la botella y la dejo en una estantería pequeña que hay en una esquina.

—Vamos a dejar de beber un rato, ¿vale?

—Claro —responde, e intenta impresionarme con una sonrisa de primera—. ¿Qué tal si nos metemos ahí y te quito la ropa? —Observa mi cuerpo y por un momento me planteo darle un puñetazo. Conozco demasiado bien esa mirada, y sé demasiado bien lo que quiere.

Le doy un empujoncito y él entra tambaleándose en la habitación vacía y oscura. Le sigo mientras él continúa avanzando haciendo eses hasta que aterriza en la cama. Cierro la puerta y echo el cerrojo sin dejar de mirarlo. Él permanece tumbado en el colchón, y su cara aturdida se ve iluminada por la suave luz que se filtra a través de la ventana.

—Ven… aquí… —Se incorpora apoyándose en los codos, intentando mantener la cabeza levantada.

Doy unos pasos hacia él y echo un vistazo a la ropa que hay tirada por toda la habitación. Es una habitación grande, y tiene una cómoda que hace juego con la cama extra larga.

—¿Qué tal si hablamos de negocios? —digo colocándome delante de sus piernas, que le cuelgan por el borde del colchón.

Él niega con la cabeza efusivamente, y a continuación se lleva la mano al cinturón de cuero que le rodea el pantalón. Lo observo forcejear con la hebilla durante un rato hasta que pierdo la paciencia, lo desabrocho yo misma y lo saco de un tirón.

—Sabía que te gustaba jugar fuerte. —Se echa a reír y empieza a incorporarse. Sus dedos buscan mi cintura, pero yo le doy un empujoncito en el pecho y vuelve a caer en la cama. Entonces lanzo el cinturón hacia la cómoda.

—No he venido aquí a jugar.

—Preston me prometió que tú… que tú… —Parpadea y mira a su alrededor, confundido—. Que primero te encargarías de mí.

Pongo los ojos en blanco. Maldita sea, Preston. Odio cuando promete cosas. Si fuera más ambiguo sobre lo que va a pasar, no me metería en tantos líos cuando no hago lo que había dicho. Aunque la verdad es que la mayoría de ellos no recuerdan gran cosa de lo que pasa.

—Y lo haré, cariño —miento, y me estremezco al oírme a mí misma usar esa palabra, pero tengo que hacer lo que sea para calmar las cosas. Me saco del bolsillo de la chaqueta la bolsa de pastillas. Con suerte probará una y caerá medio inconsciente—. Pero primero necesito que me pagues.

Él se deja caer hacia un lado, me quita la bolsa de la mano y luego se echa hacia atrás para incorporarse. Se tambalea al sentarse y, tras acomodarse, abre la bolsa. Echa un vistazo al interior, fingiendo comprobar que no le esté timando, aunque está demasiado oscuro para contar las pastillas.

—¿Tienes el dinero? —Miro a mi alrededor.

El equipo de música está en la mesilla de noche, el armario está abierto y se ve repleto de ropa, y en la esquina hay otro armario cerrado. No hay ninguna cartera a la vista, así que imagino que la lleva en el bolsillo. Las cosas se pondrán difíciles si decide ser un capullo a la hora de pagar.

—Primero el juego y luego el dinero —dice, pero yo niego con la cabeza, dispuesta a acabar con este trato.

Estoy a punto de decirle que pague cuando tiene un arranque repentino de energía. Tira a un lado las pastillas y me agarra por la cintura rápidamente. Tira de mí hacia él y yo pierdo el equilibrio, caigo encima suyo y los dos acabamos sobre el colchón.

Empieza a pasar su lengua caliente por mi cuello y a darme besos torpes por toda la piel, y me recorre la pierna con las manos hacia arriba. El aliento le apesta a tequila y a tabaco.

—Dios, qué bien hueles. —Hunde los dedos en mi piel y me hace un poco de daño—. Seguro que te gusta salvaje… Tienes pinta de que te gusta así.

Pongo los ojos en blanco. Si me dieran una moneda por cada vez que he oído eso, no tendría que estar traficando ahora mismo.

Giro la cabeza, me inclino a un lado e intento soltarme. Él afloja un poco pero sigue besándome el cuello y tocándome el trasero con las manos. Luego las desliza entre mis piernas. Estoy empezando a aburrirme y mi mente divaga sobre los deberes, los exámenes finales, volver a casa de Preston en unas semanas…

J gime dentro de mi boca.

—Estoy tan cachondo por ti, nena. —Y entonces frota la prueba de que lo está contra mi pierna y desliza los dedos por mi pelo.

Me molesta un poco que me llame nena y que me haya convertido en un poste para follar. Estoy a punto de quitarle la erección de un rodillazo y acabar con esta situación tan cansina cuando de repente deja de besarme y se desploma. Murmura algo sobre que soy una calientapollas y luego hunde la cabeza en el colchón. Entonces cierra los ojos, y unos segundos más tarde se queda dormido. Su pecho sube y baja al ritmo de su fuerte respiración.

—Gracias a Dios. —Me libero de sus brazos y me aparto de él.

Aunque la situación se ha complicado, me alegro de que esté dormido. Después de mucho pensar, decido que lo mejor es dejar que Preston decida qué hacer, así que cojo el teléfono y marco su número.

—¿Qué pasa, bonita? —contesta a los tres tonos.

Me levanto de la cama y empiezo a andar de un lado para otro.

—Tengo un dilema.

—¿Qué has hecho ahora? —dice en el tono coqueto que emplea con todo el mundo, incluso los tíos.

Él es así, y sé que para él no significa nada. Además, es ocho años mayor que yo.

—No he hecho nada. —Echo un vistazo a J—. Bueno, no mucho… J… el tipo al que me has enviado, se ha desmayado.

—¿Y? —Percibo el tono burlón de su voz.

—Y quiero saber qué quieres que haga. —Dejo de dar vueltas y miro a J, que tiene los brazos y las piernas extendidos a los lados—. ¿Quieres que le coja el dinero sin más o quieres joderle y llevarte las pastillas también?

Preston tarda un momento en responder. Oigo voces de fondo, así que debe de estar en una fiesta.

—¿Qué crees que deberías hacer? —me pregunta por fin.

—Sé lo que quiero hacer —respondo mordiéndome las uñas, una mala costumbre que no consigo quitarme—. Pero bueno, es cosa tuya. Yo solo te estoy haciendo un favor y habré terminado en cuanto acabe de pagar mi matrícula. Ya lo sabes.

—Haciéndome un favor, ¿eh? —Se queda pensativo—. Qué decepción. Todo este tiempo pensando que lo hacías porque estás enamorada de mí en secreto.

Pongo los ojos en blanco ante semejante muestra de su retorcido sentido del humor.

—No pensabas eso.

—Sí que lo pensaba.

—No es verdad.

—Sí que...