AGRADECIMIENTOS

A JEREMY WHITTLE, EL JUEZ, y a DAVID LUXTON, EL KÁISER, sin quienes no habría libro. Siempre creísteis en él; gracias por enseñarme a hacerlo y por hacerlo cuando yo no aprendía. A IAN PREECE, EL CURA, que ha sido un editor de lo más hábil y con una paciencia de santo. Gracias por aguantar mi «ingenuidad» y por dejarme hacer el libro que quería.

A los fotógrafos: GRAHAM WATSON, para quien siempre seré el Júnior; me has visto competir más que nadie y has visto mis altibajos más de cerca que nadie, gracias por proporcionarme los recuerdos. A TIM DE WAELE, por su generosidad y por el don de estar en el lugar exacto en el momento adecuado, lo que ha propiciado algunas de mis fotografías favoritas. A BRUNO BADE, desde la etapa prólogo del Tour del Porvenir de 1997 a la Crono de las Naciones de 2010; gracias por rebuscar en tus archivos. A TIMM KÖLLN, el alemán catalán; te admiro por el libro que hiciste del pelotón. A CHRIS MACPHERSON, nuestro hombre en Los Ángeles; gracias por captar ese momento californiano y por esa copa en ese bar. A CAMILLE MCMILLAN, El Cronista, la leyenda.

El ciclismo me permite conocer a personas interesantes. KADIR GUIREY es una de ellas, y a través de él he conocido a NADAV KANDER. Nadav, gracias por hacer el retrato de la cubierta. Creía que lo tenía en la cabeza. Evidentemente no lo tenía yo, sino tú. Me encantaría salir a rodar contigo en el futuro, parar de vez en cuando a tomar sopa de pollo y charlar sin tapujos.

A los estimados miembros del Velo Club Rocacorba, gracias por aguantar la insensatez de vuestro presidente y por ofrecer vuestra ayuda y consejos para el libro. No hay opinión que tenga más en cuenta que vuestras cincuenta y una.

A mi equipo, SLIPSTREAM, más conocido comúnmente como TEAM GARMIN. En especial a DOUG ELLIS, que creyó en nosotros e hizo que lográramos algo que nadie pensaba que fuera posible.

A mi mujer, NICOLE MILLAR, que me vio convertirme en una especie de Howard Hugues mientras escribía este libro. Puede que haya pasado la pretemporada en casa, pero no estaba del todo allí; gracias por sacarme y «airearme» de vez en cuando y por no enfadarte cuando no podía apartar las manos de la cabeza en el extremo de la mesa de la cocina, ajeno a cualquier cosa que no fuera la pantalla que tenía delante. Eres un ángel.

1. LOS PRIMEROS AÑOS

A pesar de que nací en Malta —el 4 de enero de 1977, para los que quieran saber la fecha exacta—, siempre me he considerado escocés.

Mis padres, Gordon y Avril, se fueron de la isla cuando yo tenía once meses y volvieron a Escocia. Fue una vuelta a casa, un regreso a lo nuestro. Sin embargo, como mi padre era de las Fuerzas Aéreas y debía ir a donde le destinaran, en realidad el lugar no era fruto de su elección.

Vivíamos en Forres. Mis primeros recuerdos son de una urbanización, de un autobús escolar (con una barra metálica encima del asiento de delante que intentaba morder sin lograrlo porque el autobús daba botes) y de mi abuela dándome petisúes de chocolate.

La urbanización de las Fuerzas Aéreas era mi patio de recreo. Solía pasar el tiempo jugando con mis figuritas de La guerra de las galaxias y con mis naves. Según todo el mundo, era un crío tranquilo que vivía en su pequeño mundo.

Me han contado una historia, tanto mi madre como mi padre, sobre una fiesta de cumpleaños que me organizaron en casa. Desaparecí muy pronto y me encontraron jugando solo en mi cuarto. Les pregunté cuándo se iban todos. Recuerdo que de crío era así.

Me gustaba dibujar. De hecho, dibujaba mucho. Había otro niño, mi mejor amigo, pero ya no recuerdo cómo se llamaba. Mi hermana Frances (a veces Fran, a veces France; Fran para los demás, France para mí) llegó casi al año de nuestro regreso a Escocia y pronto se convirtió en mi nueva compañera de juegos.

Fran era una niña muy espabilada y empezó a andar y a hablar a una edad extrañamente temprana. Cuando la gente se enteraba de que yo era el hermano mayor, y no Fran, no daba crédito. Para mí, la propensión de Fran a hablar nunca ha supuesto un problema. Simplemente señalo que, en cualquier caso, soy mayor que ella. Esta es mi manera de reivindicar que soy el primogénito.

A mi padre lo destinaron a Kinloss, una base de las Fuerzas Aéreas que hay cerca de Forres. A veces, cuando no estaba volando, me llevaba a la base y jugaba en los hangares de los aviones, que estaban cubiertos de hierba, y corría tras él entre los aparatos. Es un recuerdo muy vivo, incluso ahora. A veces paso por delante de un garaje que desprende ese mismo olor a metal caliente y a gasóleo y vuelvo a estar allí, corriendo entre esas enormes máquinas de guerra con mi padre, en los hangares cubiertos de hierba. Me encantaría que más talleres olieran así.

Era demasiado pequeño para entender su trabajo, pero recuerdo cuando se fue a las islas Malvinas. Un día desapareció sin más y no volvimos a verlo durante lo que pareció una eternidad. Que yo recuerde, aquella fue la única vez que mi madre nos pidió a mi hermana y a mí que rezáramos por la noche. Nunca recibía noticias suyas y aquello debió de resultarle muy duro.

Mi padrino, el comandante Mike Norman, también participó en la guerra de las Malvinas. Él y su mujer, Thelma, eran amigos de mis padres de la época de Malta. Mike le había dado a mi madre una bandera de la infantería de marina para que la izara en casa cuando se pusiera de parto. Todavía la conserva.

Mi padrino Mike era una especie de héroe de la guerra y años después, cuando yo vivía en Hong Kong, me enteré del papel destacado que había tenido en el conflicto al ver una película de la BBC titulada Un gesto descortés (An Ungentlemanly Act). Mike había sido el oficial al mando de la unidad de infantería de marina que había en las Malvinas cuando los argentinos las invadieron.

Cuando fue evidente que los argentinos estaban preparando una invasión en toda regla, Rex Hunt, el gobernador de las islas, le ordenó que las defendiera. A pesar de que los argentinos los superaban en número, Mike dirigió a sus hombres con valentía y habilidad, pero tras algunas horas defendiendo la casa del gobernador, le ordenaron que se rindiera.

Dos meses después, cuando el ejército argentino capituló, izó de nuevo la bandera británica. Pero la guerra dejó impronta en él. Muchos años después, tras la jubilación de Mike, mi madre habló con Thelma por teléfono y le preguntó cómo estaba.

—Está bien —dijo Thelma—. Lo tengo trasteando por el jardín. Pero si te digo la verdad, Avril, esas rodillas nunca se recuperaron de aquella maldita marcha.

En muchos aspectos, el hecho de crecer como hijos de militares nos diferenciaba de los otros niños. Nuestros padres, pertenecieran a las Fuerzas Aéreas, al Ejército o a la Armada, no podían aparcar sus sistemas de valores al llegar a casa y quitarse el uniforme. Trabajaban en un ambiente con cientos de años de historia y normas, y eso contribuyó a que nuestra infancia fuera disciplinada y severa.

A mi hermana y a mí podían llevarnos a cualquier restaurante del mundo sin correr el peligro de que nos portáramos mal. Sin ser duro en exceso con nosotros, nuestro padre era estricto, pero también era increíblemente divertido y cariñoso en momentos de relax y alegría, algo que resultaba de lo más curioso porque era imposible imaginarlo así cuando llevaba puesto el uniforme.

Recuerdo que un amigo aviador siempre lo llamaba «señor», incluso cuando los dos iban vestidos de paisano.

—¿Por qué no le llama Gordon y ya está? —le pregunté una vez.

—No puedo, David —me contestó con cara de póquer—. Es mi jefe.

Años después, cuando mi padre ya había dejado el Ejército y trabajaba en Cathay Pacific, me di cuenta del gran cambio que debió de suponer para él pasar de ser un joven teniente coronel de las Fuerzas Aéreas británicas a ser un copiloto de mediana edad en una compañía aérea comercial. No debió de ser fácil.

A veces mi padre era un temerario. Recuerdo verle un día, en la época en la que era comandante, de pie en el comedor mirando por la ventana, observando su Lotus Elite blanco. En su expresión se adivinaba cierta pena. Al final me dijo que había tenido un accidente con el coche y que estaba triste.

Aprendí a ir en bici en Escocia, pero mi carrera como ciclista no empezó de la forma más prometedora posible: una de las primeras veces que cogí la bici choqué con la parte trasera de un coche aparcado. De hecho, era un poco propenso a los accidentes y jugando al pilla-pilla en el colegio, me rompí la clavícula por primera vez. Mi madre, pobre, necesitó tres días para convencerse de que me la había roto. La verdad es que no sé si esto dice más de mí o de mi madre.

Mi madre es una de las personas más inteligentes que conozco. Es capaz de mantener una conversación de lo más interesante sobre casi cualquier tema. Estudió Ingeniería en la Universidad de Glasgow por la admiración que sentía por su padre adoptivo y ahora, cuarenta años después, está estudiando la cuarta licenciatura. Sus padres la habían adoptado de bebé cuando tenían unos cuarenta y cinco años y formaban una familia encantadora aunque nada convencional. En la actualidad los únicos familiares que tiene somos mi hermana, yo y Terry, su maravilloso vecino pianista. Sus orígenes y circunstancias probablemente expliquen la adoración que siente por France y por mí, a pesar de que el incidente de la clavícula también puso en evidencia que no era ninguna pánfila.

Antes de irnos de Escocia, volví a hacerlo. En el jardín trasero de uno de mis mejores amigos había un montículo que en invierno se endurecía y se convertía en una rígida mezcla de escarcha, hielo y nieve. Por supuesto, sentíamos que teníamos la obligación de deslizarnos por él, y yo debí de ser el que se lo tomaba más en serio, porque un día acabé hecho un ovillo al pie del montículo con la clavícula rota por segunda vez.

Tengo un último recuerdo del tiempo que pasamos en Escocia: el de nuestra partida en 1984, Fran y yo arrebujados en los envolventes asientos del Lotus de papá cantando Yazoo. Destinaban a mi padre a otro sitio y volvíamos a mudarnos, esta vez dirección sur, a nuestra nueva casa de Stone, en el condado de Buckinghamshire.


Es difícil imaginarnos a Frances y a mí a nuestra llegada a Inglaterra como pequeños escoceses, discutiendo con esa cantinela tan típica del acento de Escocia. Desde entonces, como he viajado y he vivido en muchos sitios distintos, se me ha quedado un acento de lo más neutro.

Si acaso, lo que tengo ahora es un acento de expatriado británico que se transforma espontáneamente para parecerse al de mis interlocutores. No es algo de lo que me sienta orgulloso; preferiría sin duda conservar el acento escocés que tenía de pequeño, porque siempre he estado muy orgulloso de ser escocés.

Debo reconocer que a veces, cuando oigo mi acento británico y digo que soy escocés, me siento un farsante, pero supongo que nuestro estilo de vida nómada provocó que para nosotros «encajar» en los sitios fuera algo importante.

Cuando empecé el colegio en Buckinghamshire, a la hora de la comida siempre jugaba al fútbol con la camiseta y el pantalón de la selección escocesa. Mirando atrás, creo que el momento de perder el acento fue fundamental en mi vida. Aun así, me siento muy cómodo rodeado de escoceses y durante la sanción por dopaje pasé la mayor parte del tiempo entre ellos.

La escuela no me gustaba demasiado, pero fuera del aula lo pasaba en grande, sobre todo después de descubrir las bicis BMX y de convertirme en el orgulloso propietario de una Raleigh Super Tuff Burner. Mi padre me llevaba a las competiciones de BMX de High Wycombe en fines de semana alternos. Tenía ocho años y fue la introducción perfecta al mundo de la competición.

El boom de las BMX estaba en su momento más álgido y películas como ET y Los bicivoladores fueron grandes éxitos de taquilla. Todavía no he visto ET, pero aun así, algunos años después, mientras estaba de vacaciones en California con la familia, me escogieron entre un montón de críos para montar en la BMX de ET por delante de una pantalla azul en los estudios Universal. No me atreví a decirles que no había visto la película.

Me encantaba el frenesí de las competiciones de BMX. La puerta de salida se abría y los diez ciclistas participantes nos precipitábamos con infantil despreocupación hacia las primeras rampas y el primer giro peraltado hacia la izquierda. La técnica no importaba demasiado. Aquello dependía más bien de la cantidad de valor juvenil y de la suerte.

Yo todavía tenía mi fiel Raleigh, pero competía con chavales que tenían BMX especiales de competición. Nunca me importó hasta que un día, después de haber acabado entre los tres primeros y mientras empujaba mi Raleigh cuesta arriba para la siguiente carrera, oí que el comentarista mencionaba que mi bicicleta no tenía nada de especial. Me disgusté muchísimo, por no decir otra cosa.

Con todo, en mi primera temporada acabé el cuarto del país en mi categoría, lo que me dio derecho a una placa para el manillar con el número cuatro para la siguiente temporada. Sin embargo, recuerdo perfectamente que pensaba que ser el cuarto del país no era nada del otro mundo.

No sé por qué tenía expectativas tan altas o me imponía tanta presión a tan temprana edad, aunque competía contra chavales que evidentemente se lo tomaban mucho más en serio que yo. Para mi padre y para mí no era más que una manera de pasar juntos los domingos. Él no se permitió nunca sufrir el síndrome del padre ultracompetitivo. Si yo sentía alguna presión o quería cumplir algún deseo, era únicamente cosa mía.

Nunca llegué a usar la placa con el número cuatro. Aquel invierno me robaron mi querida Super Tuff Burner y ahí se acabó mi carrera de ciclista de BMX. Me pasé años mirando por las cunetas y recorriendo aparcamientos de bicicletas buscándola y tardé mucho tiempo en aceptar que nunca la recuperaría.

Aparte de a las BMX, dedicaba buena parte del tiempo al patinaje sobre ruedas, normalmente en roller discos. No recuerdo con qué frecuencia se organizaban discotecas para patinar, pero nunca me pareció suficiente. Era el rey de la pista y el Thame Leisure Centre era mi reino.

Como suelen hacer todos los hermanos pequeños, France copiaba todo lo que yo hacía, ya fuera mi afición a las BMX o a los patines. France nunca tardaba demasiado en tener, como yo, todo el equipo y en acompañarme a todas partes. Además, para mi fastidio, todo el mundo seguía pensando que era la hermana mayor, algo nada agradable para un chico que ya era tranquilo, tímido e introspectivo. Me avergüenza decir que me esforcé en asegurarme de que el patinaje fuera la última de mis aficiones que Frances copiara. Entonces no veía el amor de una hermana pequeña, solo la carga.

France era una persona segura de sí misma y, por tanto, capaz de hablar con gente. Hablaba con quien fuera en cualquier momento y sobre todos los temas posibles. Nosotros, mis padres y yo, nos quedábamos atrás y la mandábamos a ella a preguntar toda clase de cosas a toda clase de personas. No necesitábamos conocimientos de la zona ni guía turístico cuando nos íbamos de vacaciones, porque teníamos nuestro pequeño buscador con patas: Frances era nuestro Google.

Mi madre y mi padre hicieron un esfuerzo importante por que los dos adquiriéramos más conocimientos. Ambos recibíamos clases extraescolares y yo aprendía a tocar el trombón y el piano. Tocaba el trombón en el grupo de jazz del colegio y ahora me sorprende recordar que fingía disfrutarlo y que perseveré durante mucho tiempo.

De todas formas, en casa no todo fluía y al final resultó imposible pasar por alto los problemas que había entre mis padres. Al principio era algo sutil, pero más adelante hubo cosas que no podía ignorar. Cada vez era más difícil fingir que no se peleaban. Me imagino que llevarían tiempo así, pero los niños deciden no ver esas cosas.

Al final la situación llegó a un punto crítico. Un día me despertaron en plena noche, mi madre llorosa y mi padre sentado en mi cama, y me dijeron que se separaban, que no era culpa mía y que tenía que cuidar de mi hermana.

Creo que no lloré. Sin duda no recuerdo haber llorado, pero recuerdo que me cabreé de cojones. Mi infancia había llegado a su abrupto final. Tenía once años.

A la mañana siguiente fui al colegio como de costumbre, pisando hierba cubierta de rocío y dejando las huellas marcadas a mi paso.

2. LA SALA DE LOS OFICIALES

Las cosas cambiaron de manera decisiva durante los dos años siguientes.

Al poco tiempo de que mi padre se fuera, Terry, el nuevo compañero de mi madre, se instaló en casa y con él llegaron sus hijos, Simon y Sarah. Simon era un poco mayor que yo y Sarah era de mi edad. Al principio fue extraño. En aquella época mi padre no tenía casa y vivía en la sala de los oficiales en Northwood, mientras todos nosotros vivíamos bajo un mismo techo en un pueblecito a unos veinticinco kilómetros de Stone.

A pesar de todo, Terry era simpático y se nos ganó en seguida. Había conocido a mi madre por trabajo, así que lo conocíamos desde antes de que todo (la relación de mis padres) fracasara. Pero para mí no dejaba de ser una familia nueva.

Ahora puedo ver que no era feliz. No me gustaba nuestro nuevo hogar, el colegio me deprimía y, para colmo, no teníamos dinero. Mi padre no estaba muy presente, a pesar de que nos veíamos los jueves, puesto que vivía en Aylesbury y yo le visitaba en su casa de camino a la escuela y también de regreso.

Fran y yo pasamos algunos fines de semana en la sala de los oficiales de Northwood. No era una sala de oficiales cualquiera, sino que era la sala del comandante y el oficial al mando y en ella podíamos cenar si el presidente del comité de la sala lo permitía.

Era más bien como una sala de fumadores masculina, llena de oficiales mayores y de alto rango que se sentaban a la mesa y cenaban tranquilos con el servicio de plata completo mientras leían o simplemente disfrutaban de una paz y una tranquilidad exclusivas. France y yo nos comportábamos con tanta educación como podíamos porque sabíamos que en semejante ambiente no teníamos margen de error. Fueron las últimas veces en que se nos exigió tal conducta.

De todas formas, mi hermana y yo habíamos empezado a discutir más que a reír, quizá tanto porque éramos adolescentes como porque vivíamos tiempos tumultuosos. Y yo estaba cambiando, estaba rebelándome.

Aquella agitación provocó en mí cambios profundos en un periodo de tiempo muy corto. Empecé a dudar de la sabiduría de los adultos y a entender que mi vida debía controlarla yo. De todas formas, seguía siendo un niño y no estaba preparado para cambios tan importantes.

La escuela no suponía una gran evasión. Los alumnos de la Aylesbury Grammar School eran principalmente chicos inteligentes de escuela pública a los que transmitían los valores de la enseñanza privada. El fútbol, que a casi todos nos encantaba, no estaba entre los deportes del colegio y su lugar, muy a nuestro pesar, lo ocupaba el rugby. Y para más inri, a la asignatura que más me gustaba, arte, le daban poca o ninguna importancia.

Mezclar un grupo tan diverso de chavales no ayudaba a que las aulas fueran un lugar armonioso. Hicimos llorar a la profesora de francés más de una vez y el tutor de segundo sufrió un ataque de nervios. Éramos inteligentes y rebeldes, una combinación terrible para un profesor.

El ciclismo seguía gustándome, pero no tenía bici. Mi fugaz carrera en el mundo de las BMX se había acabado y empecé a interesarme por el ciclismo de montaña. De vez en cuando cogía trabajos y mi padre me dijo que igualaría mis ingresos para que pudiera comprarme una bicicleta nueva, así que a la tarea de repartir periódicos añadí las de lavar coches y segar césped en jardines. Mi plan financiero para conseguir una mountain bike nueva estaba organizado hasta el último detalle.

Tenía un gráfico enorme colgado en el techo en el que seguía el progreso de los objetivos semanales y mensuales mientras estaba tumbado en la cama. También vaciaba de vez en cuando la hucha y contaba todo el dinero, como un pequeño Ebenezer Scrooge. (Fue la vez que llevé un control más detallado de mis finanzas, aunque debo reconocer que últimamente las cosas han mejorado.) El tesoro que me aguardaba al final era una preciosa bicicleta negra y dorada Marin Bear Valley del 89, que acabé comprando en una tienda de High Wycombe. Así empezó mi vida de ciclista.

Poco tiempo después, mi padre nos dijo que se iba a Hong Kong. Yo sabía que dejaba la RAF y que se estaba preparando para ser piloto comercial, pero nadie había dicho nada de Hong Kong, dábamos por hecho que estaría cerca de nosotros pasara lo que pasara. En seguida dijo que podíamos irnos a Hong Kong con él, pero nosotros ni siquiera sabíamos dónde estaba, por no hablar de cómo era. Aquello no parecía real y, aunque al principio no nos afectó, al final lo hizo, desde luego.

Antes de irse, mi padre y yo fuimos a Escocia juntos a ver internados. Yo no había estado a gusto en Aylesbury desde el principio. Toda la experiencia era espantosa, desde la silenciosa espera en el frío y la oscuridad de la parada del autobús, pasando por el largo viaje en el autobús de dos pisos, hasta la marcha de la muerte desde la estación al colegio. Y luego estaba la escuela en sí.

Tenía casi quinientos años de antigüedad y los cimientos de una gran institución, había ido a menos y en la superficie fallaban cosas. Algunos profesores eran fantásticos, pero también los había muy malos, jóvenes, sin experiencia y muy mal preparados.

Al principio de mi segundo año de secundaria cambiaron la distribución de las clases. Horrorizado, de repente me vi en una clase de chicos que ni conocía ni me caían bien y escribí una carta al director en la que expresaba mi descontento por que me hubieran separado de mis amigos. Al cabo de un par de días, el subdirector quiso hablar conmigo.

Me contó que el director había leído la carta y le había pedido que hablara conmigo.

—Por lo que dices, David —empezó—, interpreto que no estás contento en tu nueva clase, ¿verdad?

—No, señor —contesté, no pretendía contradecir lo que había escrito en la carta.

—Debes entender que hemos hecho distribuciones nuevas por vuestro bien. Aquí no solemos dejar que los muchachos escojáis a qué clase vais. ¿Por qué iba a ser diferente contigo?

Le expliqué que entendía los motivos que daban forma a las nuevas clases y que a mí también me parecía la mejor manera de educarnos. Y entonces añadí:

—Creo que mi situación es un poco distinta de la del resto de alumnos. Mis padres acaban de divorciarse y nos hemos venido a vivir lejos de mis amigos de siempre. Todo esto ha ocurrido en los dos últimos años y tengo la sensación de vivir en un cambio constante. No me apetecen más cambios, señor.

No tenía previsto mencionar el divorcio de mis padres, pero a medida que hablaba, me di cuenta de que era un elemento clave en mis motivos para no separarme de los amigos y para que me pusieran en una clase de menor nivel. El subdirector se levantó de la silla y retrocedió sin moverse de detrás de la mesa.

—Hablaré con el director y le diré qué pienso —me dijo—. Si decidimos hacer una excepción y dejar que vayas a la clase que quieras, no tengas ninguna duda de que te vigilaremos, así que procura no decepcionarnos.

—Gracias, señor.

Se produjo un silencio.

—Una cosa más —añadió—. He preguntado sobre ti antes de la reunión. ¿Sabías que la gente te considera… mmm… un chaval advertido, por así decir?

Yo no tenía ni idea de lo que era un chaval advertido, pero me gustaba cómo sonaba.

—No, no lo sabía —contesté no muy convencido—. ¿Debería darle las gracias?

Mi pregunta le hizo sonreír. Y gracias a él, mis últimos meses en la Aylesbury Grammar School no fueron, ni de lejos, tan terribles como podrían haber sido.


La nueva vida de mi padre iba tomando forma. France y yo fuimos a Hong Kong a visitarlo durante las vacaciones de mitad del trimestre y tuvimos que soportar el sistema internacional creado para los niños que viajan solos. Todavía hoy Frances y yo sentimos una punzada de empatía cuando en los aeropuertos vemos a esos críos que viajan con su paquetito colgando del cuello.

Seguramente el lector también haya visto a esos preadolescentes que entran y salen de los aviones acompañados por el personal de cabina. Te etiquetan con un paquetito que llevas al cuello donde están el billete y el pasaporte y embarcas en un vuelo. En él te sientas solo, muchas veces rodeado de otros chavales que viajan con sus madres y padres para disfrutar de las vacaciones… juntos. Es una experiencia demoledora. Desde el momento en el que te despides de un progenitor hasta que ves al otro en el destino final estás en el limbo, entre familias.

De todas formas, sufrir esa humillación para llegar a Hong Kong valió la pena, porque desde el instante en que el avión tomó tierra, me enamoré del lugar. Había salido de un mundo en blanco y negro para entrar en una vida en technicolor, y sabía que aquello era lo que yo quería.

Frances y yo estuvimos allí menos de una semana, tiempo suficiente para que decidiera que quería trasladarme a Hong Kong. Mi padre había dejado claro que, si nos apetecía, los dos podíamos irnos a vivir con él. Hong Kong era una evasión y no lo dudé, a pesar de que sabía que al volver a casa tendría que decírselo a mi madre.

No recuerdo exactamente cómo se lo expliqué, pero recuerdo la angustia que la noticia ocasionó. Se pasó semanas llorando todas las noches. France fue el daño colateral de todo aquello. No quiso dejar a nuestra madre después de ver lo mal que lo pasaba y eso fue lo que siempre la mantuvo alejada de Hong Kong. Y que yo la dejara fue algo que pesó en nuestra relación durante diez años.

Dejar a mi madre fue duro, pero supongo que una parte de mí la consideraba responsable de que mi padre se hubiese ido y de que nosotros tuviéramos que trasladarnos a otra casa. Por supuesto esto no era —de hecho no es— necesariamente cierto, pero creerlo hizo posible que considerara la posibilidad de irme.

Ahora, desde la distancia, miro atrás y veo que fue una decisión que cambió mi vida. Yo era un chaval egoísta y herido decidido a tomar las riendas de su vida. Aquello me cambió, me fortaleció y sentó las bases de la persona que sería en el futuro.

Hong Kong era mi evasión, me iba al Lejano Oriente por el mismo motivo que muchos otros antes que yo: empezar de cero en un lugar distante. Aylesbury empezó a parecerme mucho más deprimente aun cuando supe que me iba hacia una nueva vida. Lo sentía por todos los que tenían que seguir allí.

Durante los quince años siguientes no volví a vivir de forma permanente en Gran Bretaña.