AGRADECIMIENTOS

Tardé casi cinco años en escribir este libro, y la lista de personas que me ayudaron es larga. Varios profesores de la Escuela de Periodismo de la Universidad de Columbia me proporcionaron una valiosísima guía y apoyo, en concreto Sam Freedman, Kelly McMasters, Kristen Lombardi, John Bennett y los miembros del consejo de administración de la Lynton Fellowship. Me gustaría dar las gracias sobre todo a Jim Mintz y a Sheila Coronel, que me impartieron la mejor clase que he recibido.

La investigación es un proceso molesto, pero mis fuentes han sido excepcionalmente cooperadoras y amables. En Ilmenau, Karlheinz Brandenburg fue un anfitrión de una amabilidad que casi me hizo sentir incómodo. Al igual que Bernhard Grill en Erlangen. Matthias Rose y Susanne Rottenberger, en Fraunhofer, me concertaron una media docena de entrevistas, y también me ayudaron a rescatar mi coche de alquiler cuando lo metí en una zanja dando marcha atrás. En Sony, Doug Morris fue generoso con su información y su tiempo, al igual que Julie Swidler y Liz Young. En Nueva York, Patrick Saunders y Simon Tai me proporcionaron una valiosísima información y contexto. Aunque por encima de todo, he de darle las gracias a Dell Glover por compartir su increíble historia con el mundo.

Nunca olvidaré el día (casualmente era mi cumpleaños) en que mi agente, Chris Parris-Lamb, extrajo mis páginas de entre una pila de manuscritos y me dijo que yo tenía algo que valía la pena publicar. Como escritor nadie me conocía, y a mis treinta y cuatro años intentaba llevar a cabo una transición profesional sin ninguna tribuna, sin que mi nombre le sonara a nadie y sin ninguna obra publicada. Pero Chris —posiblemente a consecuencia de un traumatismo craneal— decidió que yo iba a ser su próximo cliente, y esa decisión cambió mi vida. Sin su sentido comercial y editorial, este proyecto se habría ido a pique. Espero que el lector me perdone este empalagoso momento a lo Rod Tidwell, pero es que es así de bueno. Y también Will Roberts, Andy Kifer, Rebecca Gardner y el resto del equipo en Gernert Company.

También tuve suerte con mi editor. En Viking Press, Allison Lorentzen se arriesgó mucho conmigo, y posteriormente tuvo la amabilidad de concederme el deseo de leerle el manuscrito entero en voz alta, con lo que sacrificó su fin de semana al servicio de mi neurosis. Es una gran editora. El resto del equipo de Viking también es estupendo: Diego Núñez, Min Lee, Jason Ramírez, Nicholas LoVecchio, Lydia Hirt, Sarah Janet, Lindsay Prevette, Whitney Peeling, Andrea Schulz, Brian Tart, Clare Ferraro y Catherine Boyd. Al otro lado del Atlántico, en Bodley Head, Stuart Williams, Vanessa Milton, Kirsty Howarth, Joe Pickering, David Bond y James Paul Jones fueron todos estupendos. (Disfruté sobre todo de la lectura de la ley antilibelo británica. Hemos de repetirlo.) Y no puedo olvidar a mis verificadores de datos, Jill Malter y Dacus Thompson, que se vieron obligados a leerse miles de páginas de notas y a recordarme en repetidas ocasiones que no, que Charlotte no es la capital de Carolina del Norte. Una labor adicional de verificación de datos la llevó a cabo Lev Mendes del New Yorker, donde los editores Willing Davidson y David Remnick tuvieron la amabilidad de publicar un extracto de este libro.

No siempre es fácil tener a un escritor por amigo. De hecho, suele ser una mierda, así que me gustaría dar las gracias a esas personas cercanas a mí que escucharon (o al menos fingieron escuchar) cómo me quejaba de este proyecto lo largo de los años: Robin Respaut, Dustin Kimmel, Josh Morgenstern, David Graffunder, Elliot Ross, Brian y Kimberly Barber, Laura Griffin, Daryl Stein, Dan D’Addario, Pete Beatty, Bryan Joiner, Lisa Kingery, Dan Duray, Brian y Kristy Burlingame, Bernardo de Sousa e Silva, Laura y Rui Mesquita, Jaime Roberts, Beverley Liang, Atossa Abrahamian y Jihae Hong. Muchísimas gracias sobre todo a mi alma gemela Daniel Kingery por casi dos décadas de amor y amistad. Y muchísimas muchísimas gracias a Amanda Wirth, sin cuya paciencia, amabilidad y apoyo nunca habría podido escribir este libro.

Y por último, a mi familia. Aquí sí que tengo una gran suerte. Mi padre, Leonard Witt, fue periodista durante muchos años, y siempre me ha animado a escribir. Mi madre, Diana Witt, estudió para bibliotecaria, e incluso compiló el índice de la edición original de este libro. Pero fue mi hermana, Emily Witt, quien realmente me demostró que el proyecto era posible. Es una gran reportera, una pensadora original y una de mis escritoras vivas favoritas. Siempre será una inspiración para mí.