A través de esta colección se ofrece un canal de difusión para las investigaciones que se elaboran al interior de las universidades e instituciones públicas del país, partiendo de la convicción de que dicho quehacer intelectual sólo está completo y tiene razón de ser cuando se comparten sus resultados con la comunidad. El conocimiento como fin último no tiene sentido, su razón es hacer mejor la vida de las comunidades y del país en general, contribuyendo a que haya un intercambio de ideas que ayude a construir una sociedad informada y madura, mediante la discusión de las ideas en la que tengan cabida todos los ciudadanos, es decir utilizando los espacios públicos.

Con la colección Pública textos se ponen al alcance de los alumnos de educación media y superior trabajos en los que investigadores reconocidos —en muchos casos sus propios maestros— cierran el círculo académico al difundir entre los educandos los resultados de sus quehaceres profesionales

Títulos de la colección

1 Nueva narrativa mexicana

Elizabeth Hernández Alvídrez, Samuel Arriarán

2 La polifonía de la creación. Gramática de la vida

Teresa Aizpún

3 Aproximaciones a la narrativa de la Revolución Mexicana.

Didáctica de la literatura hispanoamericana del siglo XX

Francisco Hernández Ortiz, Miguel Ángel Duque Hernández y Laura Érika Gallegos Infante (Coordinadores)

Contenido

Prólogo

Felipe Garrido
Director adjunto de la Academia Mexicana de la Lengua

“La lógica del soldado es la lógica del absurdo”: una propuesta de lectura de Los de abajo de Mariano Azuela

Miguel Ángel Duque Hernández

El espacio en la configuración de los personajes. La sombra del Caudillo de Martín Luis Guzmán

Elvia Estefanía López Vera

Felipe Ángeles, una figura literaria en la historia de la Revolución Mexicana

Norma Angélica Cuevas Velasco

“Y después de salvarles el pellejo, yo sigo siendo malo”: “El hombre malo” de Rafael F. Muñoz

María Azareel Vaca Morales

Cuitas en la relación padre-hijo en “No oyes ladrar a los perros”, de Juan Rulfo

Rosa Esther Hernández Hernández

La otra versión de la narrativa mexicana en las primeras décadas del siglo XX

Jesús Alberto Leyva Ortiz

La narrativa de la Revolución Mexicana: legado cultural
El caso de El médico y el santero de José María Dávila

Francisco Hernández Ortiz

La dicha de ser buey: Hombres en tempestad, de Jorge Ferretis

Laura Érika Gallegos Infante

“Esta tropa es carne de cañón”: La Revancha, de Agustín Vera

Sofía Iyali Téllez Villalobos

Pobreza y magisterio en la narrativa de Jesús R. Alderete

María Guadalupe Escalante Bravo

El erotismo del horror y la seducción de los sentidos: Cartucho, de Nellie Campobello

Alma Rosa Cañedo Gamboa

Coser y pegar botones en la Revolución Mexicana

Ana Mayela de Velázquez Farfán

Las soldaderas en Heriberto Frías, Rafael F. Muñoz y Mariano Azuela

Martha Patricia Mireles Alemán

“Frente a un tequila servido, en el nombre sea de Dios”.
La Santa de Cabora y Jesusa Palancares: símbolos místicos y terrenales de la Revolución Mexicana

Olimpia Badillo Iracheta

La impunidad en La sombra del Caudillo

Sonia Vargas Almazán

Sobre los coordinadores

Prólogo

I

El movimiento armado que arrasó México entre 1910 y 1920, y las nuevas condiciones sociales que se dieron durante la lucha y en el país que surgió de ella, produjeron un arte nuevo que incluye las novelas y los cuentos que, teñidos por la ficción –otro rostro de la realidad–, dieron testimonio de lo ocurrido en aquellos años.

Un arte nuevo son palabras clave. Los narradores de la Revolución inauguraron una nueva manera de contar que, desde un punto de vista estilístico, los separa de sus antecesores, los cronistas, cuentistas y novelistas del Porfiriato. Rompieron con los modelos realistas y modernistas; con su forma afrancesada, su refinamiento, sus personajes aristocráticos o pintorescos. Crearon una nueva técnica –nerviosa y sincopada, que comenzó a fragmentar el relato mediante quiebres en la secuencia espacial y temporal–, un nuevo lenguaje que a menudo abrevó en la oralidad, una nueva visión de la realidad. En sus relatos, el heroísmo, el valor, el sacrificio, el cumplimiento del deber, el estoicismo, alternan con la crueldad, la avaricia, la injusticia, la traición. Nadie ha juzgado tan rigurosamente a la Revolución como sus narradores.

Testimonio es también una palabra clave. La narrativa de la Revolución es obra de escritores que participaron en la lucha o sufrieron sus consecuencias; fueron protagonistas o testigos. La vivieron, y escribieron sobre lo que habían vivido.

Al filo del agua, Pedro Páramo, La muerte de Artemio Cruz, Los relámpagos de agosto, Día de un siglo, por citar cinco obras maestras, no forman parte de la novela o de la narrativa de la Revolución aunque se ocupen de esa guerra civil: Yáñez, Rulfo, Fuentes, Ibargüengoitia y Lizalde no la vivieron. Son novelas sobre la Revolución, pero no de la Revolución. La diferencia es crucial. (Haber escrito 1492: Vida y tiempos de Juan Cabezón de Castilla no convierte a Homero Aridjis en un cronista de Indias.

Estos grandes artistas no escriben como sus antecesores, los narradores de la Revolución. Sus recursos son otros. Torri, Yáñez, Revueltas, Arreola, Rulfo provocaron, a mediados del siglo XX, un rompimiento en la narrativa; hallaron una vez más nuevas maneras de contar. Del mismo modo que Azuela, Vasconcelos, Muñoz, Guzmán y otros que aquí aparecen lo habían hecho dos decenios antes.

Los autores de las obras que estudian los trabajos de este libro compartieron una nueva manera de escribir y vivieron, más o menos de cerca, los hechos que narran. Mediante la ficción dieron forma literaria a sucesos inmediatos. No está de más recordar lo que sucedió y tener un marco histórico.

Antes abro un paréntesis y me detengo en Rulfo –me sorprende encontrarlo aquí–, testigo y víctima de la guerra cristera, no de la Revolución. Las historias de El llano en llamas ocurren en ese contexto y el cuento que da nombre al libro es una crónica de hechos históricos, en una geografía y un tiempo que la ficción no altera. Pedro Zamora y Petronilo Flores son personajes bien documentados. Muy diferente es la geografía de Pedro Páramo, donde Rulfo desencaja topónimos reales para ubicarlos a su antojo en un espacio fabulado donde el tiempo abarca un amplio lapso que incluye, a la distancia, como algo que sucede por ahí, en otro lugar, la Revolución y la guerra cristera. Es tan breve lo que Rulfo dice de estos conflictos que lo incluyo aquí completo, en tres segmentos que en el libro no son consecutivos:

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–¿Sabe, don Pedro, que derrotaron al Tilcuate?

–Sé que hubo alguna balacera anoche, porque se estuvo oyendo el alboroto, pero de ahí en más no sé nada. ¿Quién te contó eso, Gerardo?

–Llegaron unos heridos a Comala. Mi mujer ayudó para eso de los vendajes. Dijeron que eran de la gente de Damasio y que habían tenido muchos muertos. Parece que se encontraron con unos que se dicen villistas.

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–Supe que te habían derrotado, Damasio. ¿Por qué te dejas hacer eso?

–Le informaron mal, patrón. A mí no me ha pasado nada. Tengo mi gente enterita. Ahí traigo setecientos hombres y otros cuantos arrimados. Lo que pasó es que unos pocos de los viejos, aburridos de estar ociosos, se pusieron a disparar contra un pelotón de pelones, que resultó ser todo un ejército. Villistas, ¿sabe usted?

–¿Y de dónde salieron ésos?

–Vienen del Norte, arriando parejo con todo lo que encuentran. Parece, según se ve, que andan recorriendo la tierra, tanteando todos los terrenos. Son poderosos. Eso ni quien se los quite.

–¿Y por qué no te juntas con ellos? Ya te he dicho que hay que estar con el que vaya ganando.

–Ya estoy con ellos.

–¿Entonces para qué vienes a verme?

–Necesitamos dinero, patrón. Ya estamos cansados de comer carne. Ya ni se nos antoja. Y nadie nos quiere fiar. Por eso venimos, para que usted nos provea y no nos veamos urgidos de robarle a nadie. Si anduviéramos remotos no nos importaría darle un entre a los vecinos; pero aquí todos estamos emparentados y nos remuerde robar. Total, es dinero lo que necesitamos para mercar aunque sea una gorda con chile. Estamos hartos de comer carne.

–¿Ahora te me vas a poner exigente, Damasio?

–De ningún modo, patrón. Estoy abogando por los muchachos, por mí, ni me apuro.

–Está bien que te acomidas por tu gente; pero sonsácales a otros lo que necesitas. Yo ya te di. Confórmate con lo que te di. Y éste no es un consejo ni mucho menos, ¿pero no se te ha ocurrido asaltar Contla? ¿Para qué crees que andas en la Revolución? Si vas a pedir limosna estás atrasado. Valía más que mejor te fueras con tu mujer a cuidar gallinas. ¡Échate sobre algún pueblo! Si tú andas arriesgando el pellejo, ¿por qué diablos no van a poner otros algo de su parte? Contla está que hierve de ricos. Quítales tantito de lo que tienen. ¿O acaso creen que tú eres su pilmama y que estás para cuidarles sus intereses? No, Damasio. Hazles ver que no andas jugando ni divirtiéndote. Dales un pegue y ya verás cómo sales con centavos de este mitote.

–Lo que sea, patrón. De usted siempre saco algo de provecho.

–Pues que te aproveche.

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El Tilcuate siguió viniendo:

–Ahora somos carrancistas.

–Está bien.

–Andamos con mi general Obregón.

–Está bien.

–Allá se ha hecho la paz. Andamos sueltos.

–Espera. No desarmes a tu gente. Esto no puede durar mucho.

–Se ha levantado en armas el padre Rentería. ¿Nos vamos con él, o contra él?

–Eso ni se discute. Ponte al lado del gobierno.

–Pero si somos irregulares. Nos consideran rebeldes.

–Entonces vete a descansar.

–¿Con el vuelo que llevo?

–Haz lo que quieras, entonces.

–Me iré a reforzar al padrecito. Me gusta cómo gritan. Además lleva uno ganada la salvación.

–Haz lo que quieras.

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La capacidad de síntesis es genial. Se revisan los sucesos y se ahonda en las motivaciones y los vicios del movimiento. Se hace claro cómo los grandes terratenientes muchas veces lo manejaron en su favor. Rulfo sigue la línea de sus antecesores y nos presenta una visión crítica de la Revolución y de la guerra cristera. Lo que dice es breve, profundo y totalizador. Pero Pedro Páramo no pertenece a la narrativa de la Revolución. Menos aún “No oyes ladrar los perros”. De cualquier forma, el trabajo que aquí se incluye sobre Rulfo abre horizontes y muestra la necesidad de no dejar fuera a este enorme autor. Y el paréntesis que me he permitido abrir pone de manifiesto una de las virtudes de este libro: lo que sus autores dicen estimula al debate, promueve el intercambio de ideas y de credos estéticos.

Superada esta digresión rulfiana, resumo ahora los hechos de la Revolución.

II

Durante los más de treinta años en que gobernó Porfirio Díaz, un pequeño grupo de allegados suyos acaparó el poder e hizo todo lo necesario para no compartirlo. Por eso se llegó a las armas; no por la miseria ni por los abusos ni por el estado de esclavitud en que vivían muchos campesinos y mineros.

Cuando en marzo de 1908, James Creelman publicó en el Pearson’s Magazine una entrevista donde Díaz afirmó que México estaba maduro para la democracia, algunos personajes, poderosos y acaudalados, decidieron participar en la oposición. Uno de ellos fue Francisco I. Madero.

Miembro de una familia adinerada, Madero pensaba que Díaz no debía volver a reelegirse; fundó el Partido Antirreeleccionista, que lo nombró como su candidato a la presidencia. Después viajó por la República para dar a conocer sus ideas. Fue la primera vez que un aspirante al poder se dirigía al pueblo, a los votantes.

Madero tuvo seguidores suficientes para que Díaz lo viera como un peligro, y lo arraigara en San Luis Potosí. En octubre de 1910, Madero escapó a los Estados Unidos y publicó el Plan de San Luis. En ese documento desconoció a Díaz y se declaró presidente provisional; prometió que se devolverían las tierras a quienes habían sido despojados; que los votos se respetarían y el presidente ya no podría reelegirse. Pidió al pueblo que se alzara en armas, el 20 de noviembre. Más de un caudillo atendió su voz. En Chihuahua, Madero logró la adhesión de Pacual Orozco y Pancho Villa. En marzo de 1911, Zapata encabezó a campesinos de Morelos que reclamaban sus derechos sobre la tierra y el agua.

Derrotado en seis meses, Díaz renunció a la presidencia y se fue a vivir a París, donde murió en 1915.

El Congreso nombró presidente interino a Francisco León de la Barra, y convocó a elecciones. Madero fue electo presidente; José María Pino Suárez, vicepresidente. En noviembre de 1911 asumieron sus cargos.

Madero quiso apegarse escrupulosamente a la ley, aunque con eso los cambios se produjeran con enorme lentitud. No todos le tuvieron paciencia. Zapata se rebeló en Morelos a veinte días de que Madero ocupara la presidencia, y Pascual Orozco hizo lo mismo en Chihuahua a principios de 1912. Madero encargó la campaña contra Orozco al general Victoriano Huerta, que en unos meses derrotó a los orozquistas.

Las compañías extranjeras querían conservar los privilegios que les había concedido Díaz, y concluyeron que Madero era un estorbo. Con el apoyo de diplomáticos extranjeros, encabezados por el embajador de los Estados Unidos, en febrero de 1913 tres antiguos militares porfiristas se rebelaron contra Madero. Uno de ellos, Bernardo Reyes, murió cuando encabezaba un ataque contra Palacio Nacional. Félix Díaz y Manuel Mondragón se fortificaron en la Ciudadela, un depósito de armas en el centro de la capital.

Madero puso el mando de sus tropas en manos de Huerta, que un año antes había sometido a los orozquistas, pero ahora –no lo sabía el presidente– estaba de acuerdo con los sublevados. Durante diez días –la Decena Trágica– hubo una serie de enfrentamientos que causaron enorme confusión y un elevado número de muertos, muchos de ellos civiles. El embajador de los Estados Unidos, Henry Lane Wilson, arregló que Huerta y los alzados se entrevistaran.

El 18 de febrero, siguiendo órdenes de Huerta, unos soldados federales apresaron a Madero y a Pino Suárez; los asesinaron cuatro días después. Huerta realizó las maquinaciones necesarias para asumir la presidencia de acuerdo con las leyes, pero de inmediato tuvo que enfrentarse a quienes no estaban dispuestos a aceptar la traición que lo había llevado al poder.

Venustiano Carranza, gobernador de Coahuila, desconoció a Huerta y se rebeló. A su ejército se le llamó constitucionalista porque exigía el respeto a la Constitución. Con tropas y grupos de guerrilleros bajo el mando de Obregón, Villa, Zapata y otros jefes, la guerra se extendió por el país.

Huerta esperaba ayuda de los Estados Unidos, pero en 1913 Woodrow Wilson llegó a la presidencia de aquel país y se negó a reconocer su gobierno. Mientras, los revolucionarios avanzaban. Álvaro Obregón bajó de Sonora a Guadalajara, por la costa del Pacífico, sin perder una sola batalla. Zapata continuó luchando en Morelos. Villa derrotó a los federales en Torreón y en Zacatecas.

Los enemigos de Huerta triunfaron. En agosto de 1914, el Chacal, como fue llamado, dejó el país y Carranza entró en México. Pero no todos los revolucionarios estaban de acuerdo con que don Venustiano fuera el primer jefe, como se hacía llamar, ni en que él decidiera el rumbo que debía seguir el movimiento. En busca de un acuerdo, en octubre de 1914, los revolucionarios celebraron en Aguascalientes la Soberana Convención Revolucionaria, que eligió como presidente interino a Eulalio Gutiérrez. Los villistas y los zapatistas lo aceptaron; Carranza no.

La Revolución quedó convertida en una lucha sin cuartel entre dos bandos: carrancistas, contra villistas y zapatistas. En un principio Villa y Zapata sacaron ventaja; ocuparon gran parte del país y tomaron la capital. Carranza y Obregón se refugiaron en Veracruz, se hicieron fuertes y de ahí salieron para finalmente vencer a su enemigo.

A fines de 1916, en Querétaro, a partir de la Constitución de 1857, los triunfadores redactaron una nueva, que se promulgó el 5 de febrero de 1917 y que es –con numerosas enmiendas– nuestra actual Constitución.

En Morelos y Chihuahua las guerrillas siguieron combatiendo, aun después de que tanto Zapata como Villa fueron asesinados; el primero en 1919, y el segundo en 1923. Tres años antes Villa había firmado la paz con el gobierno, y había recibido un rancho, en Durango.

Venustiano Carranza fue el primer presidente electo después de promulgada la Constitución de 1917. Al final de su mandato, no logró convencer a los jefes revolucionarios de que apoyaran a su candidato en las siguientes elecciones. Inconformes, Álvaro Obregón y Plutarco Elías Calles organizaron la Rebelión de Agua Prieta, en Sonora.

Carranza escapó con algunos de sus hombres rumbo a Veracruz y fue asesinado en la sierra de Puebla, en mayo de 1920.

Al triunfo de la rebelión, Adolfo de la Huerta fue nombrado presidente interino y consiguió que los generales zapatistas y el mismo Villa dejaran las armas. Pacificó el país y convocó a elecciones; el nuevo presidente fue Álvaro Obregón.

III

En 1924, cuando Obregón terminaba su gestión como presidente de la República –Vasconcelos ya había renunciado a la Secretaría de Educación Pública–, surgió en El Universal una polémica en torno al carácter de la literatura mexicana, que tuvo como inesperadas consecuencias que Los de abajo, de Mariano Azuela –aparecida en 1915–, fuera reconocida como una gran novela, y que se desbordara el interés por la literatura de la Revolución. Todos habían vivido el horror de la contienda, todos necesitaban el consuelo y las explicaciones sobre lo acontecido que sólo la literatura puede ofrecer, y muchos, cada vez más, tenían algo que decir sobre lo que había pasado. Los diarios, las revistas y las librerías comenzaron a recibir un alud de crónicas, cuentos y novelas que mostraban lo que había sido la Revolución... y en lo que se había convertido.

Hasta mediados de la década de 1910 la Revolución había sido un movimiento bastante confuso: la derrota de Díaz, el brevísimo gobierno de Madero y su asesinato, la llegada legal pero artera de Huerta a la presidencia y la lucha en su contra de Carranza, Villa y Obregón, más la rebelión zapatista enclavada en Morelos. Pocos escritores la narraron. En consecuencia, ni los críticos ni los lectores podían, en ese momento, mostrar interés en la Revolución.

En septiembre de 1916 El Mexicano, periódico oficial del primer gobierno surgido de la Revolución, organizó un concurso de cuento en el que fueron premiados sobre todo relatos de tema colonial, que era un género de moda. Francisco Monterde presentó dos cuentos sobre la Revolución, y uno de tema virreinal, “El secreto de la escala”. Este último recibió una mención. La decisión del jurado, dijo después Monterde, hizo comprender a “más de un joven de esos días” que “el ambiente no era propicio para obras que trataran de la Revolución Mexicana”.

Entre 1916 y 1924 se escribieron novelas y cuentos más bien colonialistas, costumbristas, sentimentales, que seguían modelos europeos. Hubo pocas excepciones: un cuento de José Vasconcelos, “El fusilado” (1918), y sendos libros de Domingo S. Trueba (Cuentos trágicos, 1921), Miguel López de Heredia (Junto a la hoguera crepitante, 1923) y Miguel Galindo (A través de la sierra, 1924). Las cosas cambiaron después de la polémica de El Universal.

La narrativa de la Revolución alcanzó enorme popularidad entre 1928, cuando apareció El feroz cabecilla, de Rafael F. Muñoz, el primer libro de cuentos dedicado enteramente al tema, y principios de la década de 1940. En el año culminante, 1934, publicaron libros que se ocupaban del pasado inmediato, entre otros, dice Luis Leal, “Manuel W. González, Rubén García, Alfonso Fabila, Celestino Herrera Frimont, Mauricio Magdaleno, Rafael Muñoz, Rafael Sánchez Escobar, Eliseo Torres, Francisco L. Urquizo, Hernán Robleto, José Rubén Romero y Francisco Rojas González”.

En las obras de estos autores, y después en las de Gregorio López y Fuentes, Antonio Acevedo Escobedo, Jesús Colín Segura, Ramón Rubín, Mario Pavón Flores, Carmen Báez y Jorge Ferretis, el tono dominante es la tragedia y, más allá de los incidentes de cada historia, hay un apasionado clamor de protesta social, como no se había visto hasta entonces. Buscan mostrar las razones, el rencor, las penalidades y la angustia del pueblo, sacudido por los desastres de la guerra. Denuncian a los patrones, los hacendados, los cabecillas, el viejo orden social. Y asimismo a los nuevos amos –más de una vez antiguos revolucionarios–. Se protestó porque los de abajo siguieron abajo. Debe destacarse –ya lo dije– que en sus cuentos y novelas los narradores de la Revolución fueron sus primeros y más acerbos críticos.

Los escritores del Porfiriato, los modernistas y realistas como Gutiérrez Nájera, Nervo, Othón, Urbina y Micrós, entre otros, habían escrito unos pocos relatos que revelaban el clima de injusticia social de aquel tiempo, pero su propósito no era combatirlo –no alcanzaban a percibirlo– sino hacerse solidarios con algún desdichado que ellos veían como víctima no de aquella sociedad, que ellos defendían, sino del abuso de un patrón en particular, de la falta de compasión o, a final de cuentas, de la mala suerte. Querían entretener a sus lectores, no despertar su conciencia.

La excepción fue Azuela, quien ya en sus primeras obras, anteriores a la Revolución, protestó vigorosamente contra los explotadores del pueblo, los políticos y el clero. A diferencia de los modernistas y realistas, Azuela se interesó no solamente en el caso personal, sino en los conflictos sociales, como lo harían después muchos otros escritores. Azuela, además, fue el primero que ensayó una nueva manera de contar. Desde su primera novela, María Luisa, aparecida en 1907, la prosa de Azuela comenzó a abrir caminos nuevos. Se hizo más directa, más enérgica, más eficaz. La estructura de sus obras también fue mostrando novedades. Ya no hubo una secuencia temporal continua; la narración comenzó a fragmentarse y a ensayar frecuentes cambios de tiempo y lugar. Los lectores aprendieron a seguir esos nuevos derroteros que les exigían una mayor participación.

IV

El libro que tienes en las manos, lector amigo, nace del Programa de Actualización Permanente de los profesores investigadores de la Becene, la Benemérita y Centenaria Escuela Normal del Estado de San Luis Potosí. Es resultado del trabajo desarrollado en los talleres de redacción de artículos académicos y de crítica literaria en 2013-2014. Asimismo es producto de la colaboración académica al través de redes interinstitucionales establecidas entre la Becene y la Universidad Autónoma de San Luis, El Colegio de San Luis, la Universidad Veracruzana y la Universidad de Guanajuato, instituciones a las que están adscritos los autores y los dictaminadores. Se publica gracias al apoyo del Programa para el Mejoramiento del Profesorado (Promep) de la Secretaría de Educación Pública.

Tres grandes temas lo ocupan: una indagación del tratamiento literario que dan a la violencia desatada por la Revolución, a sus antecedentes y a los conflictos que la siguieron (Heriberto Frías, Mariano Azuela, Rafael F. Muñoz, Martín Luis Guzmán, Nellie Campobello y Juan Rulfo); estudios sobre novelas y cuentos de autores regionales dignos de un mayor reconocimiento, como José María Dávila, Jorge Ferretis, Agustín Vera y Jesús R. Alderete, y debates sobre personajes femeninos que van de las soldaderas anónimas a figuras señeras, como la Santa de Cabora y Jesusa Palancares. Sorprende que nadie se haya ocupado de La negra Angustias, de Francisco Rojas González pero, ya lo dije, esta obra abre un amplio espacio para la confrontación y el debate y, lejos de llegar a conclusiones definitivas, aspira a generar una animada y concurrida arena para la discusión.

Otro propósito central de este esfuerzo es promover la escritura entre los maestros normalistas y los académicos de San Luis Potosí y de otros lugares del país, y convertir esta obra en fuente de consulta para investigaciones ulteriores. Asimismo la publicación de este libro busca promover la lectura. Al incorporar estos nuevos enfoques a los planes de estudio de Literatura y de Historia en los niveles de educación básica, media y superior se pretende activar la lectura y la escritura, que son la base más firme de todos los aprendizajes.

Debe destacarse con satisfacción que ésta sea una coedición con Iberoamericana-Vervuert y Bonilla Artigas Editores, sellos prestigiados a nivel internacional.

Su propósito es seguir profundizando en el conocimiento de un movimiento literario que se mantiene vigente, que sigue teniendo un enorme número de lectores y sigue siendo objeto de la crítica.

Lo que sigue está en tus manos, diligente y querido lector. A ti te corresponde leer y aprovechar lo que aquí te ofrecemos.

Felipe Garrido
Director adjunto de la Academia Mexicana de la Lengua