Cubierta

Jimmy Burns

Jimmy Burns Marañón nació en Madrid en 1953. Es nieto del célebre médico y científico Gregorio Marañón e hijo de Tom Burns, diplomático británico que actuó como espía durante la Segunda Guerra Mundial. Su vida ha transcurrido a caballo entre Inglaterra y España, y es un reputado y galardonado periodista futbolístico que ha colaborado con Financial Times —diario del que fue corresponsal en Sudamérica—, London Observer, la BBC, o The Economist. También es el autor de ocho libros, entre los que destacan The Land that Lost Its Heroes (Bloomsbury, 1987), su libro sobre Argentina y la Guerra de las Malvinas que obtuvo el prestigioso Somerset Maugham Award al mejor libro de no-ficción en 1988; Maradona, la mano de Dios (Aguilar, 1997); Barça. La pasión de un pueblo (Anagrama, 1999) y Cuando Beckham llegó a España (Pearson Alhambra, 2005). De Riotinto a la Roja es su último libro. Cuando no está en España o viajando, reside en Londres.

@Jimmy_Burns

  1. Prólogo
  2. Introducción
  3. 1 La Furia
  4. 2 Raíces británicas
  5. 3 Raíces españolas
  6. 4 Vascos
  7. 5 Catalanes
  8. 6 Madridistas
  9. 7 Los problemas crecen
  10. 8 Fútbol con cojones
  11. 9 La magia de Mr. Pentland
  12. 10 La conexión sudamericana
  13. 11 Se avecina tormenta
  14. 12 Fútbol contra el enemigo (1)
  15. 13 Fútbol contra el enemigo (2)
  16. 14 Franco al poder
  17. 15 El Mundial de 1950
  18. 16 Los chicos de Almagro
  19. 17 Di Stéfano
  20. 18 Kubala y otros húngaros
  21. 19 Herrera, el Mago
  22. 20 Un oficial al mando
  23. 21 Rivales
  24. 22 La muerte de Franco
  25. 23 La Quinta del Buitre y Raúl
  26. 24 De Dios, Mammón y la filosofía
  27. 25 El factor Cruyff y Venables
  28. 26 El muchachote de Barakaldo
  29. 27 El Sabio de Hortaleza
  30. 28 De Beckham a Guardiola
  31. 29 Campeones del Mundo
  32. 30 Después del Mundial
  33. 31 Eurocopa de 2012
  34. Epílogo de Vicente del Bosque
  35. Bibliografía seleccionada
  36. Agradecimientos

Para Kidge, Julia y Miriam

Prólogo

La ola humana se inició en una ciudad de Sudáfrica, ante la mirada de más de mil millones de personas en todo el mundo, y fue cobrando fuerza conforme ascendía por el continente africano, antes de cruzar el estrecho de Gibraltar para adentrarse en el agreste paisaje de Castilla-La Mancha y estallar en las calles de Madrid. El calor y el polvo del sofocante verano madrileño se vieron sacudidos por la efervescencia humana de más de un millón de españoles que inundaron y refrescaron el centro de la capital para celebrar el regreso de sus héroes, campeones del mundo de fútbol en Sudáfrica 2010.

Tras ser recibidos con honores por el rey Juan Carlos y la reina Sofía en el Palacio Real, los jugadores se subieron a un autobús de dos pisos y emprendieron su lento avance hacia la orilla del río Manzanares. El cortejo salió del palacio del presidente José Luis Rodríguez Zapatero y atravesó la Plaza de España, presidida por la estatua de Cervantes. Y en aquel breve trayecto, el carácter de una nación pareció cobrar forma.

A lo largo de una historia marcada por invasiones extranjeras, golpes de estado y guerras civiles, España ha tenido monarcas y políticos brillantes y desastrosos a partes iguales, y ha vivido el fracaso de numerosas misiones. Sin embargo, mientras Zapatero —líder socialista bastante popular en su día— estaba a las puertas de un naufragio político provocado por su incompetencia administrativa ante la crisis financiera y económica de Europa, el rey Juan Carlos permanecía como un símbolo de reconciliación nacional. Fue el rey quien asumió el papel de jefe de estado democrático tras la muerte de Franco en 1975 y seis años más tarde hizo frente a un intento de golpe de estado, desafiando al ejército con una actitud radicalmente distinta a la de su abuelo Alfonso XIII, quien aceptó pasivamente el levantamiento sin derramamiento de sangre encabezado por Miguel Primo de Rivera en la década de 1920.

Probablemente lo más importante del golpe de 1981 no fue el hecho de que ocurriera, sino que fracasara. Los españoles se dieron cuenta de los beneficios de vivir en democracia y salieron a las calles a manifestarse. España había cambiado de manera irreversible desde los oscuros días de Franco. Ya no había vuelta atrás. Y sin embargo, la estatua del personaje literario de Don Quijote seguía allí como recordatorio de una nación encarnada por un «héroe» cuya nobleza y hazañas —tan celebradas por filósofos españoles que intentaban poner al país en un pedestal moral y político— resultaron ilusorias.

En 1936, en los prolegómenos de la Guerra Civil Española, Manuel Azaña, por entonces presidente de la Segunda República, comentó que en la derrota y la decepción de Don Quijote estaba el fracaso de la propia España. Podría haber añadido —con la mirada puesta en el futuro— que el fútbol español sería el reflejo de la política del país durante gran parte de su historia, al estar sembrado de relatos de gran talento individual y ocasionales éxitos colectivos, pero marcado irremediablemente por el bajo rendimiento de la selección en comparación con los éxitos internacionales de clubes rivales.

Ahora bien, aquel verano de 2010, más allá de la estatua de Don Quijote, miles de personas se lanzaron a las calles y las avenidas acompañando el lento avance del autobús de la victoria y alzando sus manos en señal de admiración, o quizá para cerciorarse de que no estaban soñando.

No fue un regreso cualquiera. Para empezar, las celebraciones inundaron el país, desde Sevilla hasta Barcelona, como reflejo de la riqueza de identidades regionales del equipo campeón. En el País Vasco, donde la organización terrorista ETA mantenía su campaña sangrienta en pos de la independencia, un grupo de energúmenos apaleó al propietario de una tienda por celebrar la victoria del equipo, mientras una banda de «patriotas» de extrema derecha cubría la estatua de un político nacionalista vasco con el rojo y el amarillo de la bandera española. En Catalunya, unos pocos seguidores radicales del Barça, también partidarios de la independencia, se negaron a ver el Mundial y organizaron una contramanifestación de protesta. Pero fueron incidentes aislados. La imagen dominante fue la proliferación de banderas españolas por todo el país, incluso en los barrios más nacionalistas y antiespañoles, como si la hazaña compartida del fútbol lograra dejar a un lado por un momento los prejuicios políticos, sociales y culturales —aparentemente irreconciliables— que habían separado a los españoles de distintas regiones y orígenes durante gran parte de su historia.

No se trataba solamente de la primera vez que el equipo español se alzaba con la Copa del Mundo, sino que lo había hecho con una maestría que muchos calificaron como el mejor fútbol jamás visto. Se había extendido el apodo de la Roja para referirse a la selección, un nombre asumido casi de manera casual tras una rueda de prensa de Luis Aragonés, seleccionador a cuyas órdenes el equipo español desplegó un nuevo estilo creativo y ganador que le sirvió para conseguir la Eurocopa de 2008. Para la mayoría de los españoles el rojo había sido uno de los colores principales de la camiseta y el pantalón de la selección prácticamente desde siempre, a pesar de la insistencia de algunos políticos en evitar que se convirtiera en una especie de marca, similar a la Azzurra de Italia o Les Bleus franceses. Al utilizar esta palabra, Aragonés entendía que lo pasado en política, pasado estaba, que los españoles ya podían llamar a cada cosa por su nombre y referirse a la equipación por su verdadero color. Sin embargo, en 2008 los franquistas nostálgicos recibieron las palabras de Aragonés como una provocación. Además, mientras el Real Madrid lucía camiseta blanca, el Barça llevaba el rojo entre sus colores, y la bandera catalana tenía más rayas rojas que la española. En cuanto a Zapatero, a bastantes aficionados madridistas les hacía poca gracia que fuera el primer presidente que se declaraba abiertamente barcelonista, a pesar de haber nacido en una ciudad tan castellana como Valladolid.

El verano de 2008 fue una especie de luna de miel para el gobierno socialista de Zapatero antes de que explosionara la crisis de la banca mundial con la caída de Lehman Brothers. Aquella primavera, el PSOE había sido reelegido en las elecciones generales, dando a Zapatero un nuevo mandato para continuar con su agenda de radicales reformas sociales, políticas y culturales. Tras una campaña de amarga lucha electoral, la victoria en las urnas parecía refrendar sus decisiones más audaces, como la de retirar las tropas españolas de Iraq, conceder mayor autonomía a las comunidades o aprobar la ley del matrimonio homosexual.

El futuro parecía de color rojo. Hasta tal punto de que algunos elementos de la derecha tacharon a Aragonés de oportunista político, cuando en realidad ya se había granjeado la fama de decir lo que le apetecía cuando le apetecía, por muy políticamente incorrecto que fuera, como cuando despertó la ira de los medios de comunicación británicos con sus burlas dirigidas a los jugadores de color de la selección inglesa. Sin embargo, el nombre de la Roja cuajó y se hizo cada vez más popular, no a causa de Aragonés, sino a pesar de él (antes de empezar la campaña de preparación para el Mundial, Aragonés fue sustituido por Vicente del Bosque), como si la denominación apelara inconscientemente al espíritu nacional, trazando una línea a partir de la cual España había pasado de ser un estado fracasado a una nación civilizada que podía desplegar buen fútbol y encontrar en este el sentido de un propósito común.

A mediados del siglo XIX, y antes de redactar su Manual para viajeros por España y lectores en casa, uno de los mejores libros jamás escritos por un extranjero sobre el país, el mordaz viajero inglés Richard Ford recorrió España a caballo de punta a punta. Ford llegó a la conclusión de que una de las características fundamentales del pueblo español era su incapacidad o su reticencia para invertir sus energías en el bien común, algo que describía como una tendencia «desamalgamadora».

«España es y siempre ha sido», afirmaba Ford, «un montón de pequeños cuerpos atados por una cuerda de arena que, al no estar unido, tampoco tiene fuerza.»

La Roja era la pasión que fluía por las venas de la nación; en un contexto moderno, fue una pasión vivificadora. Era el color de una hazaña deportiva reconocida por aficionados de todo el mundo, no el rojo de los pelotones de ejecución que alejó a España del resto del mundo durante siglos. Fútbol creado por futbolistas con estilo y con unidad de espíritu y de propósito. Uno para todos y todos para uno.

El Mundial de Sudáfrica pasaría a la historia por muchas cosas —por las ensordecedoras vuvuzelas, por el fracaso de Inglaterra, por el relativo éxito de Estados Unidos, por la humillante eliminación de Francia en medio de una revolución en el vestuario, por las excentricidades de Maradona, por la brutalidad de los holandeses y por el omnipresente buen rollo del público local—, pero ante todo será recordado porque al final ganó el mejor.

Ignoro cuántos aficionados al fútbol en todo el mundo recordarán dónde estaban en aquel momento exacto de la prórroga en el estadio Soccer City de Johannesburgo en el que Andrés Iniesta controló con mucho temple un pase de Cesc Fàbregas que le venía botando y empalmó una media volea perfecta para clavar el esférico en la portería holandesa. Yo jamás olvidaré el escenario donde lo vi en directo por la televisión, bajo el cielo estrellado de una playa en el sur de España, muy cerca del lugar donde un grupo de ingleses jugaron el primer partido de fútbol disputado en suelo español en 1887. Cuando Iniesta marcó ese gol, todos supimos que España lo había logrado y estallamos en una danza colectiva.

Aunque los holandeses habían lucido su tradicional uniforme naranja, los españoles vistieron de azul oscuro en lugar de su habitual rojo en pos de la claridad visual. Pero el equipo español se aferró a la Roja, un nombre que lo condujo al éxito después de muchos años de agonía, convirtiéndolo primero en campeón de Europa y luego en campeón del mundo. Por fin, los de rojo reinaban. ¡Viva la Roja!1

Introducción

Mendizábal fue el culpable de mi eterna obsesión por el fútbol español.

Aquel chaval de origen vasco (solo recuerdo llamarle por su apellido) cortó en seco mi primer intento de hacerme un sitio en el hermoso juego cuando tenía siete años. Acababa de empezar a correr con el balón hacia la portería contraria cuando mi incursión terminó tan repentinamente como había empezado. Mendizábal, más alto que yo y el doble de corpulento, me hizo una entrada por detrás mandándome al césped helado del campo de deportes del colegio, cerca del puente londinense de Hammersmith.

Mi compañero de Bilbao recibió un aviso cautelar de nuestro profesor de gimnasia, Mr. Atkinson, mientras, aún en el suelo y retorciéndome de dolor, yo trataba de curar el tajo que me había dejado donde antes estaba mi rodilla y me apretaba la mano dolorida. Hoy, ya en mi madurez, luzco aquella cicatriz en la pierna y el dedo roto como una insignia de honor, mi rito de iniciación en un juego que estaba destinado a ser parte inseparable de mí a lo largo de la infancia, la juventud y la edad adulta, aunque fuera como aficionado y jugador amateur, no como profesional. Mis sueños de ser futbolista profesional se desvanecieron el día en que la bota de Mendizábal se interpuso en mi carrera con la misma facilidad que las aspas del molino destrozaron la adarga de Don Quijote.

Ahora comprendo que mi vivencia del juego estaba escrita desde la cuna. Nací en Madrid de madre castellana y padre con mezcla de sangre escocesa, inglesa, vasca y sudamericana, lo cual hizo que mis lealtades e intereses estuvieran destinados a deambular entre continentes y a través de la diversidad geográfica, cultural y política de España.

Si mi primer ídolo futbolístico fue el argentino Alfredo Di Stéfano fue porque, salvando mis estudios en aquel colegio privado en Inglaterra junto a Mendizábal, mi infancia discurrió en gran medida junto a mi madre en Madrid en los años 50. En aquella época, la España de Franco luchaba contra las penurias de su aislamiento del resto de Europa. Era la época anterior al turismo de masas, cuando la mayoría de los extranjeros aún consideraban al país, y a Madrid en especial, como un lugar siniestro, anticuado y represivo. Pocos conocían el fútbol español más allá de sus fronteras, pero aquellos fueron los años dorados del Real Madrid, en los que el club atrajo a una afición entusiasta que trascendía las barreras políticas e ideológicas. Mi madre fue madridista toda la vida y nunca llegó a entender que mi lealtad no permaneciera en las gradas del Bernabéu. Sin embargo, la respuesta estaba en el hecho de que, aunque nací en un hospital a apenas unas manzanas del Bernabéu, ella nunca me llevó al estadio. En su lugar, me llevaba a ver corridas de toros, y mis ocasionales visitas al Bernabéu se limitaban a las generosas invitaciones de mi abuelo Gregorio, un eminente médico que había jugado de joven, cuando el fútbol español aún estaba en sus albores.

Recuerdo la primera vez que vi de cerca aquel gigantesco estadio, brillando en plena oscuridad como una catedral iluminada y eclipsando todos los edificios a su alrededor. Quedé conmovido por el calor y la emoción del público. Del Real Madrid, recuerdo ante todo a Di Stéfano, centro de gravedad de todos sus compañeros y del propio desarrollo del juego. Mientras la mayoría de jugadores parecían limitarse a cubrir una posición en el campo, Di Stéfano estaba en todas partes; bajaba a ayudar en defensa para, acto seguido, liderar un ataque tras otro sobre la portería contraria. Su extraordinaria energía y su primorosa técnica hacían las delicias de la afición.

El ambiente de la madrileña plaza de toros de Las Ventas y del Bernabéu me resultaban muy parecidos. En ambos lugares se respetaba enormemente la técnica y el dominio y se despreciaba duramente el error y la claudicación. Di Stéfano cargaba sobre sus hombros el destino del partido del mismo modo que el torero estelar lo hacía con la corrida. Con el paso del tiempo descubriría otros paralelismos entre el toreo y el fútbol español, entre la furia y el donaire, en la estocada certera y el gol perfecto, en el capotazo deshilvanado y un pase fallido, en la facilidad con la que la emoción de la multitud podía pasar del rugido de euforia a una letanía de insultos, en la lucha a vida o muerte, en la volatilidad del triunfo. La única diferencia estaba en los pañuelos blancos. Si en Las Ventas se sacaban para pedir un premio para el torero, en el Bernabéu simbolizaban descontento, ya fuera por una decisión del árbitro, por un Real Madrid en baja forma o por un partido jugado sin garra y terminado en humillación.

En mi edad adulta, mis horizontes se ensancharon y empecé a seguir a los equipos que a mi modo de ver hacían el mejor juego en España, lo cual me llevó a visitar continuamente el Camp Nou para contemplar cómo varios holandeses, especialmente Johan Cruyff, hechizaban el fútbol español con su magia. Sin embargo, en los años 50 tener una sola gota de sangre española significaba dar por hecho que Di Stéfano era el mejor jugador de la historia y el Real Madrid el mejor club del mundo. En aquella época, el club blanco era una auténtica máquina de hacer goles, sus jugadores luchaban como leones con hambre de gol, y yo coleccionaba los cromos de Di Stéfano, completamente seducido por su fútbol. Verle jugar en YouTube hoy en día es solo un atisbo de la grandeza de un jugador que acaparaba espacio y tiempo y dominaba el juego con su personalidad y su técnica. Gracias a Dios que nos queda el recuerdo de nuestros mayores.

Durante mi infancia podría haberme aficionado al juego en alguno de los estadios de Londres o, como Mendizábal, haberme hecho aficionado del Athletic de Bilbao, el mejor club español antes de la era moderna del fútbol, pero mi padre, que pasaba gran parte de su tiempo en Inglaterra, nunca sintió especial interés por el fútbol. Sus aficiones de juventud eran el tenis, el rugby o el críquet; nada de lealtades tribales. Con el paso de los años, fue perdiendo cualquier interés por el deporte en general, en parte por una lesión en la espalda, pero sobre todo porque durante los años de la guerra, mientras otros seguían a Stanley Matthews, él se dedicó a trabajar como espía, y luego el resto de su vida a la lectura, la pintura y el ajedrez en su tiempo libre.

Sin embargo, entre el colegio y las vacaciones en España, y posteriormente en mi trabajo como periodista, tuve la oportunidad de ver cómo el fútbol se extendía por el enorme abanico social y generacional español que practicaba asiduamente ese deporte sin importarle el régimen en el poder.

Esta es la historia de cómo uno de los países más empobrecidos de Europa sobrevivió a la agitación política y se convirtió en un crisol creativo de talento deportivo. A lo largo de los años, he escrito sobre fútbol en Europa y Sudamérica, y he acabado comprendiendo que la evolución del fútbol en España solo puede explicarse en el marco del contexto político y social del país y su apertura a la influencia extranjera procedente del Viejo y el Nuevo mundo. Este libro abarca un período de la historia durante el cual el epicentro geográfico del fútbol, con las primeras influencias inglesas, se ha ido trasladando desde el País Vasco hasta Sudamérica, cruzando el océano Atlántico, para regresar a Madrid y a Catalunya, donde dos clubes, el Real Madrid y el Fútbol Club Barcelona, hoy comparten no solo la mayoría de peñas futbolísticas del país, sino el cetro de una afición mundial masiva que les sigue en directo, ya sea por televisión o a través de internet.

Desde los primeros albores en los que un grupo de ingenieros y marineros británicos empezaron a jugar al fútbol en pueblos mineros del sur de España y cerca de los astilleros de Bilbao hasta el desembarco de las estrellas sudamericanas y de otros países europeos, la fusión de los extranjeros con el talento nacional se ha ido imponiendo a la adversidad política para generar un fútbol técnicamente sublime, apasionado y enormemente valioso como entretenimiento. El camino, sin embargo, no ha sido fácil.

Este libro nos guía en un viaje a través de una galería de personajes y partidos extraordinarios que han definido el fútbol español, desde sus comienzos, cuando unos pocos entusiastas desarrollaron su técnica dando patadas a un balón en un campo de residuos industriales, hasta la aparición de los primeros grandes talentos nacionales, refinados entre otros por emigrantes ingleses. La historia prosigue con el mestizaje entre jugadores españoles y extranjeros y el profundo impacto del éxito de clubes como el Barcelona o el Real Madrid, dos de las instituciones deportivas más poderosas y exitosas del mundo y base de la mayoría de los jugadores de la primera selección nacional en ganar la Eurocopa y el Mundial.

Se trata de un viaje por algunos de los paisajes, ciudades, gentes, mitos y hechos que han contribuido a que el fútbol español pase de ser pupilo a maestro. De Riotinto a la Roja trata de cómo el gran fracasado del fútbol internacional se convirtió en el gran campeón del fútbol mundial. Trata del país en el que nací y de cómo su fútbol se hizo bello.

Jimmy Burns

Londres / Madrid / Barcelona / Sitges, febrero de 2012

1 La Furia

Durante la dictadura de Franco —de 1939 a 1975—, el fútbol se convirtió en un pasatiempo fomentado activamente por el Estado, siempre y cuando no fuera explotado por el enemigo. Ese «enemigo» abarcaba desde comunistas, francmasones y librepensadores hasta nacionalistas catalanes o vascos, la mayoría de los cuales eran personas decentes que apoyaban a clubes de sus regiones que tenían una fuerte identidad cultural. Cuando yo era pequeño, este hecho dio al fútbol un cariz político, que separaba a los amantes del fútbol entre demócratas y fascistas.

Franco era brutal, tanto dentro como fuera del campo. Lejos de la magnanimidad, en el momento de la victoria en la Guerra Civil en 1939, se alzó resuelto a gobernar el país con mano de hierro. España estaba dividida entre quienes seguían apoyándole y los militares que apoyaron su levantamiento, y aquellos que habían luchado contra él en el bando del gobierno republicano, democráticamente electo. A los primeros les esperaba un empleo, prestaciones de la seguridad social y viviendas nuevas, mientras que al resto le deparó la cárcel, la ejecución, la exclusión social o el exilio.

Desde un punto de vista cultural, España se convirtió en un patio de colegio cuidadosamente controlado. Con la creciente emigración del campo a las grandes ciudades, especialmente Madrid y Barcelona, y la proliferación de nuevas tecnologías como la radio primero y la televisión después, el fútbol desbancó a los toros como pasatiempo preferido, y aupado por un régimen que veía el deporte bajo el prisma de la supervivencia, como un vehículo para diluir los antagonismos políticos más inquietantes. Como escribió Alfredo Relaño, uno de los más eminentes comentaristas deportivos en España:

El fútbol crecía. El mundo (España) se rehacía de la guerra y había poco que hacer salvo trabajar todas las horas posibles en la dura posguerra (en la nuestra o en la de todos, que ambas fueron duras, solo que la nuestra fue más larga y se solapó con la otra), retirar cascotes y, los domingos, ir al fútbol. Años duros, de escaseces, frío y pocas diversiones. Una radio en cada casa (los sabios se afanaban todavía en perfilar el invento de la televisión), cine en salas de barrio y fútbol. A veces también ciclismo, a veces boxeo, pero sobre todo fútbol, y poco más.

En los años 20, cuando empezaron a destacar los primeros futbolistas profesionales españoles, el estilo directo, agresivo y brioso del Athletic de Bilbao fue la referencia, aunque el término Furia que acabaría defendiendo su estilo no debe considerarse originario de aquel club. Los vascos jugaban de aquella manera porque eran más altos y más fuertes que otros españoles y porque estaban acostumbrados a jugar en campos mojados, cuando la mayor parte de España era semidesértica. En los albores del fútbol español, había muy pocos campos de hierba.

En aquel momento, los españoles admitían sin complejos que el brioso y agresivo deporte del fútbol tenía sus raíces en Gran Bretaña y en los técnicos ingleses que vinieron a clubes españoles. Las cosas cambiaron con el franquismo, y la expresión Furia Española pasó a formar parte de la nomenclatura del régimen militarista. La Furia se redefinió entonces y se promovió a través de la maquinaria propagandística del estado como una de las principales virtudes de la Nueva España, recuperada de la mitología de conquistas y gloria del pasado imperial del país, que incluía la reconquista de la Granada musulmana de manos de los Reyes Católicos o la creación de Hispanoamérica por los primeros conquistadores. El término se nutría también de un estereotipo nacional mitificado en la figura literaria de Don Quijote, encarnación del espíritu inconformista, que aparca su desesperanza y su fracaso en pos de la nobleza de su propósito.

Como escribiera el diario falangista Arriba en 1939, unos meses después de la victoria final de Franco en la Guerra Civil: «La Furia Española está presente en todos los aspectos de la vida española, ahora más que nunca… El deporte donde más se manifiesta la Furia es el fútbol, un juego donde la virilidad de la raza española puede encontrar su máxima expresión, imponiéndose casi siempre en competiciones internacionales a equipos más técnicos pero menos agresivos». Dicho de otro modo, el fútbol debía jugarse como si el terreno fuera un campo de batalla, y los jugadores, soldados. Lo importante era el coraje, el sacrificio y, ante todo, la aniquilación física del contrario. Ni la técnica ni la creatividad, por no hablar del juego limpio, tenían cabida en la armería española.

A Franco le gustaba la expresión «la Furia» porque veía en ella un ejemplo de la esencia de la nacionalidad española. No es de extrañar, por tanto, que un jugador vasco simpatizante del régimen se acabara convirtiendo en emblema de la causa franquista. Sucedió en el Mundial de Brasil de 1950, cuando España debía enfrentarse a Inglaterra en la fase de grupos. El jugador en cuestión era Telmo Zarra, delantero del Athletic de Bilbao, seis veces máximo goleador del campeonato liguero. Para los españoles, Zarra ya era un ídolo de la talla de Manolete, legendario torero muerto en la plaza de toros de Linares tres años antes. Entre los aficionados se decía que Zarra jugaba con tres piernas, la tercera de las cuales era su cabeza. Pero no fue con la cabeza, sino con el pie, como consiguió Zarra el gol de la victoria contra Inglaterra, zafándose del defensa Alf Ramsey tras un pase de Gaínza. Acabado el partido, Armando Muñoz Calero, máximo dirigente del fútbol español, escribió a Franco diciéndole: «Excelencia: hemos vencido a la Pérfida Albión». Así se resarcía la España de Franco de la derrota de la Armada Invencible. Toda una revancha…

Resultó ser una victoria pírrica, pues España perdió toda opción de ganar el Mundial al caer derrotada por 6-1 ante Brasil en la liguilla final entre cuatro equipos. Franco obtendría su consolación en la final de 1964 de la Copa de Europa de Naciones, cuando España desató toda su Furia para derrotar a la Unión Soviética y lograr el único título importante de la selección en las tres décadas de dictadura.

Mucho después de la muerte de Franco, no pocos comentaristas españoles seguían achacando los fracasos españoles no a la Furia, sino precisamente a su ausencia en ciertos jugadores de la selección. Sin embargo, tras el historial de fracasos del equipo nacional, también estaba la mala suerte unida a la desafortunada elección de seleccionadores. A excepción de la medalla de oro lograda en Barcelona 92, la España democrática tendría que esperar hasta 2008 para volver a ganar la Eurocopa, después de aguantar muchos años de angustias y desilusiones con una sucesión de entrenadores en su mayoría mediocres.

Fue entonces cuando la selección logró estar a la altura de sus clubes más importantes, tras dar con un entrenador adecuado y llegar a un consenso sobre una forma de jugar al fútbol que no solo fuera eficaz, sino también vistosa. Yo ya era seguidor del Barça, tras una transformación que comenzó en la década de los 70, cuando Johan Cruyff llegó a Catalunya. Al igual que Di Stéfano, su personalidad y su manera de jugar marcaron a toda una generación de futbolistas, aunque su presencia resultara aún más duradera. Para aficionados como yo, desde un punto de vista futbolístico, Cruyff acabó encarnando lo mejor de la España posterior a Franco, y eso alimentó mi posterior entusiasmo por la Roja y su reinvención de la Furia en una estética nueva donde el noble propósito iba ligado a un juego creativo y una fórmula ganadora.

2 Raíces
británicas

El terreno donde se jugó el primer partido de fútbol en España está hoy oculto bajo una mina abandonada en el sur del país. Decidido a encontrarlo, salí de la londinense Victoria Station en el Gatwick Express una fría mañana de invierno. Cuatro horas más tarde estaba en un coche de alquiler, saliendo del aeropuerto de Sevilla, con el flamenco de Radiolé de fondo y un radiante sol tratando de abrirse paso entre las nubes del Atlántico. Conduje hacia las colinas de Aracena a través de olivares, campos de fresas y tierras de pastos donde pacían toros de lidia.

Saliendo de la autopista que lleva hacia la frontera con Portugal, una carretera secundaria me llevó hasta las gigantescas minas a cielo abierto de Riotinto, una de las explotaciones más antiguas del mundo —y según algunos, lugar donde estuvieron las legendarias minas del Rey Salomón— donde muchas generaciones de hombres han dejado una huella duradera y brutal sobre un paisaje en su día precioso. Hace más de treinta años, el historiador David Avery describió gráficamente las minas diciendo que «es un laberinto de valles extrañamente esculpidos y brillantemente coloreados donde hace tiempo, entre manos y máquinas, abrieron enormes fisuras y esculpieron angulosos terraplenes en pendiente».

Sin embargo, no se trata simplemente de una cavidad multicolor en medio de un paisaje desolado, sino el reflejo de cómo el avance del hombre va consumiendo a la naturaleza. Montañas, valles y aldeas enteros han desaparecido, haciendo muy difícil orientarse en el paraje. Llovía a cántaros y el paisaje parecía desaparecer tras la cortina de agua que caía ladera abajo y a través de los campos teñida, como el río, del rojo sangre de los residuos de mineral oxidado.

Por suerte, cuando llegué al magnífico mirador que hay sobre Corta Atalaya, había dejado de llover, y bajo la luz agonizante del día, la explotación a cielo abierto se presentó como un caleidoscopio de colores: con el rostro rosáceo de roca salpicado de vetas doradas y verde botella, altas escarpaduras de escoria negra y violeta, y bancos escalonados de pirita plateada. Mi guía era José Antonio Delgado, joven exalcalde de Riotinto, un pueblo que debe su existencia a los cimientos que dejó un grupo de pioneros británicos en la segunda mitad del siglo XIX. Antonio no es aficionado al fútbol, pero sí un socialista que sabía de las fosas de la Guerra Civil recientemente excavadas en la aldea vecina de Nerva.

Una de las personas allí enterradas era Luis Ruiz, un cirujano veterinario local que jugó de portero en el equipo del pueblo antes de que estallara la Guerra Civil en 1936. Un año antes de comenzar la contienda, el veterinario denunció al carnicero del pueblo ante las autoridades sanitarias por vender carne de vacas enfermas. El carnicero nunca perdonó a Ruiz por la multa que le impusieron y toda la clientela que perdió. Cuando el ejército de Franco tomó el pueblo, le acusó de ser un rojo. Se lo llevaron preso y fue ejecutado. Tuve la oportunidad de conocer a su sobrina, Pilar, en su pequeño apartamento en un primer piso cerca de la plaza del pueblo. Fumadora compulsiva y con una expresión que parecía hablarme desde las mismas puertas de la muerte, me contó que su familia fue vengada muchos años más tarde por un toro de lidia que corneó al carnicero hasta la muerte. «El toro se llamaba Justiciero», dijo antes de perderse en un ataque de tos.

Sin embargo, José Antonio quería compartir su preocupación por asuntos más actuales —la degradación del medio ambiente, el crecimiento del desempleo entre los jóvenes y el tráfico de drogas en la zona—. Señalando hacia la escoria de la mina, dijo: «El primer campo de fútbol de España está enterrado en algún lugar allá abajo».

Más tarde me reuní con Rafael Cortés, un historiador local de aspecto sepulcral con algunos conocimientos de fútbol. «El fútbol es parte de nuestro patrimonio», me dijo. Compartimos una botella de vino tinto y un buen plato de cochinillo asado con José Reyes Remesal, presidente del club de fútbol local, el Riotinto Balompié. Remesal era un pícaro genial con aspecto de haber dedicado gran parte de su vida a divertirse. Cortés no tenía ninguna duda de que Riotinto era la cuna del fútbol español, aunque lamentaba el hecho de que ni el estado ni el mundo del fútbol en general lo hubieran reconocido suficientemente. Parte del problema estribaba en que, desde que las minas dejaron de funcionar a principios de los 90, Riotinto había caído en desgracia. La mayoría de los bares locales se habían convertido en peñas madridistas o barcelonistas. El único otro club al que se seguía en el pueblo era el Athletic de Bilbao, que compartía la tradición minera de Riotinto. Los vecinos en paro se reunían regularmente, empapados de aguardiente, para ver los partidos de más audiencia en la televisión. «La gente de aquí es del Madrid o del Barça porque se pueden permitir a los mejores jugadores y ganan casi todos los títulos», decía Cortés.

Entonces, su amigo Remesal me llevó al campo de fútbol del pueblo. El edificio era de principios de los años 30, cuando los británicos construyeron un pueblo nuevo para los empleados de las minas después de destruir progresivamente el antiguo. Poco quedaba de aquella época más allá de unas cuantas casas pintorescas y una iglesia anglicana en el exclusivo barrio británico de Bella Vista, cuyo nombre hacía honor a las vistas panorámicas que solo los directivos y los ingenieros podían disfrutar. Con el césped lleno de calvas rodeado por un perímetro de piedra y unas gradas con capacidad para tres mil aficionados, el estadio parecía un inmenso redil de ovejas, y sus pequeños vestuarios podrían confundirse fácilmente con letrinas públicas. El club local jugaba en una liga regional menor. Como presidente, Remesal admitía que para él aquello era más una afición que un trabajo a tiempo completo, pero aun así se hinchó de orgullo en el momento de enseñarme la sala de trofeos del club. En ella guardaban una pequeña colección de copas logradas en sus «días de gloria», a principios de los años 30, cuando Balompié Río Tinto ganó un campeonato entre diferentes pueblos.


El lugar exacto en el que se celebró ese primer partido y quiénes jugaron sigue siendo objeto de debate, pues lo que quedó enterrado bajo una pila de desechos no fue solamente un campo de fútbol, sino el pueblo entero, originalmente llamado Minas de Riotinto. Sin embargo, varias fotografías antiguas sugieren que lo más probable es que se jugara en un campo cercano al lugar donde el Club Inglés de Riotinto tenía sus oficinas, en el número 2 de la Calle Sanz, junto al despacho del alcalde, en una calle de casas encaladas y tejas rojas. Allí fue donde el club de fútbol de Riotinto reunió probablemente a sus jugadores para un partidillo inaugural durante la fiesta local de San Roque en agosto de 1887.

San Roque, conocido en Francia como Saint Roch, es un santo medieval muy venerado a ambos lados de los Pirineos. Reza la leyenda que, a pesar de enfermar de peste, Roque sobrevivió gracias a un trozo de pan que le trajo un perro leal. La imagen del santo, en la que aparece junto al perro y muestra una herida abierta en el muslo, formaba parte de prácticamente todas las iglesias de España antes de ser víctimas de los destrozos de la Guerra Civil. No obstante, aquel primer encuentro futbolístico en España demostró ser un acto innovador en un país que se había quedado atrás con respecto al resto de Europa tras la época dorada del siglo XVI, cuando fue la nación más poderosa del mundo. Dilapidada la inmensa fortuna procedente de su imperio en América, el poder español en Europa había entrado en un declive continuado a causa de revueltas internas y una serie de largas y costosas guerras. Y mientras algunas zonas del norte se habían beneficiado de una revolución industrial tardía y del comercio exterior, atrayendo un creciente número de emigrantes a sus principales ciudades, la mayoría del país seguía siendo una sociedad rural, casi feudal, enraizada en sus tradiciones esencialmente católicas y vulnerable ante los predadores extranjeros.

Un inversor procedente de la City de Londres llamado Hugh Matheson fue quien, una mañana de febrero de 1873, financió la compra de las moribundas minas de cobre de Riotinto al estado español. En aquel momento, el país estaba inmerso en una de sus periódicas disputas entre conservadores y liberales, tras el derrocamiento de la monarquía borbónica y la instauración de una república antes de la restauración de Alfonso XII. Matheson aprovechó la prolongada inestabilidad política y la debilidad financiera del estado español para sacar una buena tajada. De los tres millones y medio de libras que pagó, una primera parte en monedas de oro fue transportada en tren y luego en carros tirados por bueyes. Cabe recordar que el ferrocarril tardó bastante en llegar al sur de los Pirineos, y muchas partes de España, entre ellas el sur del país, seguían en un estado primitivo de subdesarrollo.

Balompié Río Tinto, con jugadores ingleses y lugareños, diciembre de 1917.

Río Tinto F.C., con jugadores ingleses y lugareños, 1918.

Más tarde Matheson empleó el capital que había reunido en la City para hacerse con los derechos sobre los minerales —uno de los principales recursos españoles— así como poderes para la adquisición obligatoria de terrenos para construir ferrocarriles que unirían las minas con el mar, junto con la propiedad plena y perpetua de todos los terrenos y edificios que pertenecían al estado español dentro de los límites de Riotinto. Finalmente, el 29 de marzo de 1873 se registró la Rio Tinto Company, iniciando con ello el proceso de transformación de unas instalaciones deterioradas en una de las empresas mineras más rentables e implacablemente explotadoras de Europa.

A lo largo de la década siguiente, la población de Riotinto y la localidad vecina de Nerva pasó de mil a diez mil habitantes. Los vecinos que vivían de la agricultura se vieron sobrepasados por la llegada de nuevos inmigrantes procedentes de Andalucía y otras regiones, entre ellos un importante contingente venido de Asturias, también acuciada por elevadas tasas de desempleo. Las perdurables tradiciones de los pueblos vecinos se vieron subsumidas en una clase obrera sujeta a las presiones y tensiones de una economía monetaria dirigida por directivos implacables. El campamento minero se unió a una comunidad que se sentía más sometida que integrada ante la presencia extranjera. Los viejos aldeanos etiquetaron a los nuevos mineros como los Mohínos —una palabra con varias connotaciones, entre las cuales destaca la testarudez y la inclinación a la violencia—. Al otro lado de la barrera social estaba un tal Douglas Gordon, supervisor de la explotación a cielo abierto del filón norte, que hacía las inspecciones sobre un caballo de color azabache y siempre lucía un sombrero de montar. Los mineros le llamaban Don Diablo.

En 2011, los únicos angloparlantes nativos que encontré en Riotinto eran un par de cazadores de jabalíes estadounidenses que habían venido con un club de tiro de Wisconsin. Para entonces las minas, que habían sido nacionalizadas por el estado español durante los años 50, llevaban mucho tiempo sin funcionar y había desaparecido cualquier sentimiento de comunidad que pudiera haber existido.

Pero volvamos a la época en la que se jugó el primero partido de fútbol, en 1887. En aquel momento la pobreza y el desarraigo alimentaban la violencia que reinaba entre la clase minera. Bajo la influencia del aguardiente local hecho de un licor de patata, las peleas con navajas eran frecuentes entre los varones. Las fiestas de San Roque, patrón de los enfermos y los discapacitados, eran una ocasión en la que los lugareños, a pesar de su pobreza y opresión, se permitían algo de diversión con una celebración que se prolongaba durante algo más de un par de días. El entretenimiento diurno, cuando los hombres aún estaban lo suficientemente sobrios como para mantener la vertical, incluía una versión vociferada del sogatira, carreras de burros y mulas, y el palo encebado.

Cuando los británicos compraron las minas, construyeron las vías del tren sobre el terreno donde estaba la plaza de toros local, aunque luego levantaron un nuevo coso a las afueras del pueblo imitando el estilo de la Maestranza de Sevilla. Se inauguró en 1882 ante el entusiasmo de una multitud de lugareños que acudió a aclamar a dos estrellas del toreo como Currito Cuchares y El Morcilla. Aunque los recién llegados británicos despreciaban la fiesta como una actividad digna de una zafia clase inferior local, tuvieron el buen juicio de no boicotearla, al menos por un tiempo. Dos años después de inaugurarse la nueva plaza de toros, la compañía la compró a su propietario español y la derribó, aduciendo que se había convertido en un punto de encuentro de prostitutas y borrachos. Tres años más tarde, un grupo de empleados mineros, entre los cuales había varios directivos, eligieron el día de San Roque para celebrar un partido de fútbol entre dos equipos integrados exclusivamente por extranjeros.

Aquella primera pachanga entre ingleses expatriados en territorio español recordaría bastante a los primeros años de fútbol popular en Inglaterra, la cuna de aquel deporte. Tal y como documenta Hunter Davies en su historia social del fútbol británico, Postcards from the Edge of Football [Postales desde el filo del fútbol], en sus orígenes en Inglaterra, los partidos de fútbol se celebraban en días de fiesta, con dos equipos formados por un número indeterminado de jugadores que intentaban llevar la pelota de un extremo de un pueblo o barrio al otro, o hasta una meta previamente acordada. «Estaba permitido pegar patadas, pelearse, saldar viejas cuentas, utilizar armas o cualquier clase de violencia, y había heridos de gravedad y, a veces, hasta muertos.»

El primer partido de fútbol documentado en la historia de España cerca de las minas de Riotinto probablemente se jugó de forma parecida y sin apenas reglas, aunque «los ingleses» en el fondo aspiraban a civilizar una de las zonas menos desarrolladas de Europa, con su economía feudal anticuada y sus endémicas inestabilidades políticas.

Cuando no era el foco de una melé desordenada, la dura pelota de cuero se chutaba tan lejos como fuera posible de un lado del campo al otro. Los cabezazos eran muy habituales, si bien una táctica algo extraña considerando que los ingleses llevaban gorros para protegerse del agresivo sol andaluz. Mientras tanto, los españoles observaban desde las bandas. No ha quedado ningún documento escrito ni tradición oral que nos desvele más detalles de aquel partido celebrado en San Roque, pero podemos imaginar a una multitud de lugareños inicialmente aburrida ante la cruda bufonería física de los extranjeros. El juego solamente parecería remedar la violencia en la que a veces derivaba su embriaguez. Además, carecía de la creatividad y el riesgo de las corridas de toros, un entretenimiento popular que podían considerar suyo y que la compañía había decidido aniquilar.

Aunque la leyenda nos haya inducido a creer que el primer partido de fútbol fue el resultado de un gesto de deportividad con el que los ingleses se acercaron a los españoles, la realidad fue bastante distinta. Aquellos primeros pioneros expatriados jugaban al fútbol como podrían haber jugado al polo, al rugby, al tenis o al croquet, es decir, como una forma de reafirmar su diferenciación de los lugareños.

Los españoles observarían a aquellos británicos que jugaron el primer partidillo de fútbol en su país como si fueran de otro planeta, y los gritos de Hooray! (¡hurra!) o Jolly good! (¡excelente!) que se oían desde el campo improvisado les sonarían tan extraños como la iglesia anglicana, desnuda de imágenes, o las villas de estilo victoriano que los directivos se hicieron construir en el exclusivo barrio de Bella Vista.

Las fotografías descoloridas que se han conservado de aquella época evocan la rígida moda del Raj británico en la India imperial —donde hombres y mujeres lucían pantalones de franela blancos, grandes sombreros, voluminosos vestidos de seda y parasoles— y la costumbre de tomar el té, ambos marcadamente diferentes del agreste paisaje y las camisas y pantalones zurcidos de los españoles que les rodeaban. Otras piezas de museo que nos han llegado de aquellos tiempos también sugieren que los británicos disfrutaban de condiciones de vida bastante lujosas, como el compartimento de tren privado del director general, con un interior cubierto de madera de caoba tallada y tapizado con piel, o su «casa grande», decorada como la residencia de un gobernador colonial.