LA CANCIÓN DE SHANNARA




V.1: septiembre, 2016


Título original: The Wishsong of Shannara

© Terry Brooks, 1985

© de la traducción, María Alberdi, 2016

© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2016

Todos los derechos reservados.


Diseño de cubierta: Taller de los Libros


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Traducción publicada bajo acuerdo con Ballantine Books, sello de The Random House Publishing Group, una división de Random House, Inc.


Publicado por Oz Editorial

C/ Mallorca, 303, 2º 1ª

08037 Barcelona

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ISBN: 978-84-16224-45-6

IBIC: FM

Conversión a ebook: Taller de los Libros


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LA CANCIÓN DE SHANNARA

Terry Brooks

LIBRO III TRILOGÍA DE SHANNARA

Traducción de María Alberdi

Colección Oz Nébula


1



Para Lester del Rey

Experto



1


El cambio de estación se cernía sobre las Cuatro Tierras a medida que el verano daba paso al otoño. Los días de calor abrasador de mediados de año, que ralentizaban la vida y en los que parecía haber tiempo para todo, quedaban ya lejos. A pesar de que las altas temperaturas persistían, los días habían comenzado ya a acortarse, la humedad del aire había desaparecido, y la vida comenzaba a recordar sus necesidades más primarias. Las señales de cambio se respiraban en el ambiente; las hojas de los árboles ya habían empezado a amarillear en el Valle Sombrío.

Brin Ohmsford se detuvo junto a los macizos florales que bordeaban el sendero principal que conducía a su casa. Quedó ensimismado unos instantes mientras observaba el follaje carmesí del viejo arce que cubría el patio con su sombra. Su figura ancha y su tronco nudoso se alzaban majestuosos. Brin sonrió; ese viejo árbol le traía innumerables recuerdos de la infancia. De manera impulsiva abandonó el sendero y se encaminó hacia él.

Era una joven de alta estatura. Más alta que sus padres y su hermano Jair, y casi tanto como Rone Leah. Y a pesar de su delicada apariencia, en realidad era tan fuerte como cualquiera de ellos.

Jair, por supuesto, nunca admitiría algo así, aunque únicamente porque para él era difícil aceptar su papel de hermano pequeño. Una chica, al fin y al cabo, no era más que eso: una chica.

Pasó las yemas de los dedos sobre la corteza del arce; parecía estar acariciándolo. Luego alzó la vista, perdiéndola entre la espesura de intrincadas ramas sobre su cabeza. Una negra y larga cabellera indicaba, sin género de dudas, de quién era hija. Veinte años atrás Eretria exhibía exactamente el mismo aspecto que hoy ofrecía su hija: piel tostada y ojos negros, así como unos rasgos suaves y delicados. Si algo no había heredado Brin de su madre era el ardor. En eso más bien se asemejaba a su padre, con su temperamento frío, disciplinado y de una enorme confianza en sí mismo. En una ocasión, una de las travesuras más reprensibles de Jair llevó a Wil Ohmsford, no sin pesar, a comparar a sus dos hijos. Llegó a la conclusión de que Jair era capaz de hacer cualquier cosa, mientras que Brin, aunque igual de capaz, solo emprendería acciones tras sopesarlas en profundidad previamente. De esta reflexión, Brin todavía no estaba segura de cuál de los dos había salido peor parado. 

Apartó las manos del tronco y las dejó caer a sus costados. Recordó la vez en que había utilizado la Canción de los Deseos con el viejo árbol. Todavía era una niña que experimentaba con la magia élfica. Había sucedido a mediados de verano y la había utilizado para cambiar el color de las hojas de un verde estival por el de un carmesí más propio del otoño. Su mente infantil no concebía nada nocivo en ello, ya que para ella el rojo era un color mucho más bonito que el verde. Su padre, en cambio, se enfureció, pues el arce tardó casi tres años en recuperar sus ciclos biológicos tras aquella brutal alteración de su sistema. Aquella fue la última vez que Jair o ella utilizaron la magia con sus padres delante.

—Brin, ven a ayudarme con lo que queda de equipaje, por favor —le reclamó su madre.

Dio una palmadita al viejo arce y se encaminó hacia la casa.

Su padre nunca había confiado demasiado en la magia élfica. Unos veinte años atrás, con el fin de proteger a la Elegida Amberle Elessedil en su búsqueda del Fuego de Sangre, había utilizado las piedras élficas que el druida Allanon le había entregado. Aquello había producido un profundo cambio en él. Fue consciente en el mismo momento de utilizarlas, aunque desconocía en qué consistía aquel cambio. Solo conoció el alcance tras los nacimientos de Brin primero y, más tarde, de Jair. No fue él quien percibió aquellos cambios derivados de la magia, sino sus hijos. Ellos fueron quienes adquirieron los efectos palpables de la magia. Ellos, y quién sabe si las futuras generaciones de los Ohmsford. Aunque todavía no existía modo de asegurar que la magia de la Canción de los Deseos fuera a perdurar más adelante.

Brin la había llamado así: Canción de los Deseos. Deséalo, cántalo, y será tuyo. Aquello fue lo que sintió al descubrir por primera vez su poder. Pronto aprendió que podía condicionar el comportamiento de los seres vivos con su canción. De esta manera había cambiado el color de las hojas del viejo arce. Podía tranquilizar a un perro enfurecido, hacer que un pájaro se posara en su muñeca, transformarse en parte de cualquier ser viviente, y también convertirlo en parte de sí misma. No sabía muy bien cómo conseguía hacer todo aquello, pero el caso es que podía hacerlo. Cantaba, y sin planearlo ni ensayarlo, la música y las palabras siempre acudían a ella, como la cosa más natural del mundo. Siempre era consciente de lo que cantaba, y a la vez estaba completamente ajena mientras permanecía con la mente ocupada en unos sentimientos y unas sensaciones indescriptibles. La atravesaban como purificándola y, en cierta manera, la renovaban mientras el deseo se hacía realidad.

Era el regalo de la magia élfica o, tal vez, su maldición. Cuando su padre descubrió que ella la poseía, pensó que se trataba de una maldición. En el fondo Brin sabía que él estaba asustado por lo que las piedras élficas podían hacer, y por el cambio que su uso había producido en su interior.

Después de que Brin hiciese que el perro de la familia persiguiera su propia cola hasta la extenuación, y de que secara un huerto entero de verduras, su padre reafirmó de manera apresurada su decisión de que nunca nadie volvería a utilizar las piedras élficas. Las ocultó en un lugar que solo él conocía, y ahí habían permanecido desde ese momento. O al menos eso creía el padre, aunque ella no estaba segura del todo. Unos meses atrás, cuando alguien habló de la piedras élficas escondidas, Brin había intuido una sonrisa burlona en Jair. Por supuesto no esperaba que lo admitiera, pero sabía lo complicado que era ocultar algo a su hermano, y por ello sospechó que había encontrado el escondrijo.

Encontró a Rone Leah en la puerta principal, alto y esbelto. Tenía el cabello castaño rojizo que le llegaba por los hombros, y lo llevaba recogido con una diadema ancha en la nuca. Sus maliciosos ojos eran grises.

—¿Por qué no me ayudas? Lo estoy haciendo yo todo y ni siquiera soy miembro de la familia.

—Mientras permanezcas aquí ese es tu deber —le reprendió Brin—. ¿Qué más hay que hacer?

—Solo queda sacar estos bultos; con esto deberíamos acabar. —Había varios baúles de piel y bolsas más pequeñas apilados en la entrada. Rone cargó con el más grande—. Creo que tu madre quiere que vayas al dormitorio.

Desapareció pasillo abajo, y Brin entró en su casa hacia los dormitorios, ubicados en la parte de atrás. Sus padres se estaban preparando para partir en su peregrinación bianual hacia las lejanas comunidades del sur del Valle Sombrío. Un viaje que los mantendría lejos de su hogar durante más de dos semanas. No existían muchos sanadores que poseyeran la destreza de Wil Ohmsford, y ninguno a menos de quinientas millas del valle. Por eso dos veces al año, en primavera y otoño, su padre viajaba a aquellas alejadas aldeas para prestar sus servicios allá donde fueran necesarios. Eretria siempre iba con él pues, con una experiencia casi tan rigurosa como la de su marido, se había convertido en una ayuda más que competente en el cuidado de heridos y enfermos. Otros hubieran evitado hacer esos viajes, pero a ellos les impulsaba el deseo de paliar el dolor. Los padres de Brin poseían un gran sentido del deber. Sanar era la profesión a la cual ambos habían consagrado sus vidas, y era un compromiso que no se tomaban a la ligera.

En su ausencia durante estos viajes, a Brin se le encomendaba el cuidado de Jair. En esta ocasión, sin embargo, Rone Leah había viajado desde las tierras altas para ocuparse de ambos.

Cuando Brin entró en el dormitorio, su madre dejó de empaquetar sus últimas cosas y dirigió una amplia sonrisa a su hija. Su larga y negra melena caía sutilmente por sus hombros. Se lo echó hacia atrás, descubriendo un rostro en apariencia no mucho mayor que el de su hija. 

—¿Has visto a tu hermano? Ya casi estamos listos para irnos.

Brin negó con la cabeza. 

—Creía que estaba con nuestro padre. ¿Puedo ayudarte con algo?

Eretria asintió al tiempo que la agarraba por los hombros, e hizo que se sentara junto a ella en la cama.

—Quiero que me prometas una cosa, Brin; quiero que me prometas que ni tú ni tu hermano usaréis la Canción de los Deseos mientras tu padre y yo no estemos.

Brin sonrió.

—Yo apenas la uso —sus oscuros ojos buscaron la complicidad de los de su madre.

—Ya lo sé. Pero Jair sí lo hace, aunque él piense que no me entero. En cualquier caso, mientras no estemos, tu padre y yo no queremos que ninguno de los dos la utilice. ¿Está claro?

Brin dudó un instante. Su padre entendía que la magia élfica era parte de sus retoños, pero no por ello aceptaba que esta fuera buena o necesaria. Argumentaba que sus hijos eran ingeniosos e inteligentes, y que por eso no necesitaban valerse de artificios para salir adelante. Sed quienes podáis sin recurrir a la canción. Eretria, por su parte, ejercía de eco, aunque le costaba menos que a él admitir que muchas veces eran simplemente ignorados.

Por desgracia, en el caso de Jair resultaba difícil contar con su discreción. Era impulsivo y obstinado. Cuando deseaba utilizar la Canción de los Deseos, no podía evitar el capricho, siempre y cuando pudiera salirse con la suya. Además, Jair sentía la magia élfica de manera diferente…

—¿Brin?

—Madre, no veo qué problema hay en que Jair use la Canción de los Deseos —respondió la joven, exteriorizando sus pensamientos—. Es solo un juguete.

Eretria negó con un movimiento de cabeza.

—Incluso un juguete puede ser peligroso si se utiliza de manera irresponsable. Además, ya deberías conocer la magia élfica lo bastante como para darte cuenta de que nunca es inofensiva. Y ahora escúchame: tú y tu hermano sois lo suficientemente mayores como para no necesitar que vuestros padres os vigilen de manera constante. Pero una pequeña advertencia tal vez no os venga mal: no quiero que utilicéis la magia cuando no estemos. Llama la atención sin necesidad. Prométeme que tú no la usarás, y que evitarás que lo haga Jair.

Brin asintió despacio. 

—Esto es por los rumores sobre los caminantes negros, ¿verdad?

Había oído las historias. En la posada se hablaba mucho sobre ello en los últimos días. Caminantes negros: seres silenciosos y sin rostro, nacidos de la magia negra y que no procedían de ningún lado. Algunos decían que el Señor de los Brujos y sus secuaces estaban de vuelta.

—¿Tiene que ver con eso?

—Así es. —Ante la perspicacia de Brin, su madre perfiló una sonrisa—. Ahora prométemelo.

—Te lo prometo.

Brin le devolvió la sonrisa, a pesar de creer que todo aquello era un sinsentido.

Tardaron media hora más en terminar de hacer el equipaje y entonces Wil y Eretria estuvieron listos para emprender el viaje. Jair llegó justo en ese momento de la posada, donde había ido a comprar un dulce especial para regalárselo a su madre, pues a ella le gustaban esas cosas. Se dijeron adiós.

—No olvides lo que me has prometido, Brin —susurró Eretria a su hija mientras la besaba en la mejilla y la abrazaba con fuerza.

Después subieron al carro en el que harían su viaje, y este comenzó a avanzar con pausa por la polvorienta carretera en busca de su destino.

Brin se quedó observándolos hasta que desaparecieron.



Brin, Jair y Rone Leah salieron de excursión aquella misma tarde por los bosques del Valle Sombrío, y no pensaron en dar media vuelta y emprender el camino de vuelta a casa hasta bien avanzado el día. Cuando se dispusieron a regresar, el sol ya estaba poniéndose tras las montañas que circundaban el valle, y las sombras de los árboles se alargaban anunciando el ocaso. Tenían una hora de camino hasta la aldea, pero los dos Ohmsford y el montañés habían transitado ya tantas veces por aquellos senderos forestales que no corrían peligro de perderse ni siquiera en la más oscura de las noches. Por ello caminaban con calma, disfrutando los últimos momentos de lo que había sido un bello día otoñal.

—¿Qué os parece salir de pesca mañana? —sugirió Rone mientras sonreía ampliamente a Brin—. Con un tiempo como este, no importa si pescamos algo o no.

Al ser el mayor de los tres, Rone abría la marcha a través de los árboles. Llevaba cruzada a la espalda la desgastada vaina que envolvía a la espada de Leah, que se adivinaba vagamente bajo su capa. En otros tiempos, esta espada la llevaba el heredero del trono de Leah, aunque hacía tiempo que había dejado de cumplir esa función y había sido reemplazada. Pero Rone siempre había admirado ese viejo acero, que ya su bisabuelo Menion había portado cuando salió en busca de la espada de Shannara. Dado lo mucho que admiraba el arma, su padre se la había regalado. Un pequeño gesto que simbolizaba su posición como príncipe de Leah, aunque fuera el más joven de los príncipes.

—Te olvidas de una cosa —respondió Brin con desaprobación—. Acordamos que mañana haríamos las reparaciones en la casa que le prometimos a mi padre que haríamos mientras estaba fuera.

—Ya trabajaremos otro día —dijo Rone encogiéndose de hombros—. La casa tampoco se va a hundir.

—Deberíamos explorar los confines del valle —dijo Jair Ohmsford.

Delgado y esbelto, había heredado los rasgos élficos de su padre: ojos estrechos, cejas en ángulo y orejas ligeramente puntiagudas, cubiertas por una mata embrollada de cabello rubio.

—Creo que deberíamos buscar algún rastro de los mordíferos.

Rone esbozó una sonrisa.

—¿Y qué sabes sobre los caminantes, tigre? —le preguntó. Tigre era el sobrenombre cariñoso de Jair.

—Lo mismo que tú, supongo. En Valle Sombrío escuchamos las mismas historias que tú en las tierras altas —respondió el joven vallense—. Caminantes negros, mordíferos… seres procedentes de la oscuridad. En la posada no se habla de otra cosa.

Brin dirigió una mirada de reproche a su hermano. 

—Eso no son más que cuentos. Nada más.

—¿Y tú qué piensas? —preguntó Jair a Rone.

Ante la sorpresa de Brin, el joven de las tierras altas se encogió de hombros. 

—Tal vez sí. Tal vez no…

La joven contestó repentinamente con un tono furioso. 

—Rone, historias como esa nunca han faltado desde que el Señor de los Brujos fue destruido, y no hay una sola palabra de verdad en todas ellas. ¿Por qué tendría que ser distinto esta vez?

—No lo sé. Yo solo creo que hay que ser precavido. Recuerda que nadie creía las historias de los Portadores de la Calavera en la época de Shea Ohmsford. Hasta que fue demasiado tarde.

—Por eso creo que deberíamos echar un vistazo por los alrededores —repitió Jair.

—¿Para qué? —preguntó Brin con voz cortante—. ¿Para encontrarnos a alguno de esos seres, que se supone que son tan peligrosos? ¿Qué harías entonces? ¿Recurrir a la Canción de los Deseos?

Jair se ruborizó.

—Si fuera necesario lo haría. Podría emplear la magia…

—La magia no es un pasatiempo, Jair —le cortó en seco—. ¿Cuántas veces tengo que decírtelo?

—Yo solo he dicho que…

—Sé bien lo que has dicho. Piensas que la Canción de los Deseos puede hacer cualquier cosa por ti, pero estás totalmente equivocado. Mejor si pusieras más atención a lo que padre dice acerca del uso de la magia. Algún día te ocasionará problemas.

—¿Por qué te enfadas? —preguntó Jair mientras clavaba su mirada en ella.

La joven se dio cuenta de que realmente estaba enojada, y de que no ganaba nada con ello.

—Lo siento —se disculpó—. Prometí a madre que ninguno de los dos utilizaría la Canción de los Deseos mientras ellos estuvieran fuera. Supongo que por eso me molesta el oíros hablar de salir en busca de los mordíferos.

Un destello de indignación resplandeció en los ojos de Jair. 

—¿Y a ti quién te ha autorizado a hacer promesas en mi nombre, Brin?

—Nadie, supongo. Pero nuestra madre…

—Nuestra madre no lo entiende…

—¡Calmaos, por favor! —Rone Leah les imploró juntando las manos—. Este tipo de discusiones hacen que me alegre de alojarme en la posada en lugar de en vuestra casa. Olvidemos todo esto ahora y volvamos al tema original. ¿Vamos de pesca mañana o no?

—Vamos a pescar —dijo Jair.

—Sí. Vayamos a pescar —agregó Brin—. Pero después de acabar con algunas de las reparaciones.

Caminaron en silencio un rato. Ella seguía dándole vueltas a la creciente afición de Jair de utilizar la Canción de los Deseos. Su madre estaba en lo cierto; Jair practicaba la magia siempre que tenía ocasión. La percibía de manera menos peligrosa que Brin, puesto que en ella funcionaba de manera distinta. La Canción de los Deseos utilizada por Brin tenía efectos reales; usada por Jair, en cambio, solo producía una ilusión. Cuando utilizaba la magia, sus efectos eran mera apariencia. Eso le concedía mayor libertad, y alentaba sus deseos de experimentación. Lo hacía de manera secreta, pero lo hacía. Ni siquiera Brin estaba demasiado seguro de qué era lo que Jair había aprendido a hacer.

La tarde se disipó por completo y la noche ocupó su lugar. La luna llena parecía un faro de luz blanca en el horizonte del este, y las estrellas empezaron a parpadear. Al llegar la noche el aire comenzó a enfriarse rápidamente, y los olores del bosque se intensificaron con el perfume de las hojas secas. El rumor de insectos y pájaros nocturnos lo invadió todo.

—Creo que igual deberíamos pescar en el río Rappahalladran —dijo Jair de repente.

Todos se quedaron callados durante un instante.

—No sé —respondió finalmente Rone—. Podríamos probar suerte en las charcas de Valle Sombrío también.

Brin miró al joven de las tierras altas con expresión de extrañeza. Sonaba como preocupado.

—No si queremos pescar truchas —insistió Jair—. Además, quiero acampar en el bosque de Duln una o dos noches.

—Podemos hacer eso en el valle también.

—Pero el valle sería como estar en el patio trasero —puntualizó Jair mientras su irritación aumentaba—. El bosque de Duln tiene, al menos, un par de sitios que todavía no hemos explorado. ¿De qué tienes miedo?

—De nada —contestó a la defensiva el joven de las tierras altas—. Solo pienso que… Mira, es mejor que lo discutamos más tarde. Déjame que te diga lo que me sucedió cuando me dirigía hacia aquí. Casi me pierdo. Había un perro lobo…

Brin se quedó rezagada mientras hablaban. Seguía desconcertada ante la inesperada resistencia de Rone a acampar un par de noches en el bosque de Duln, una excursión que ya habían hecho docenas de veces. ¿Acaso pasaba algo fuera de Valle Sombrío que debieran temer? Frunció el ceño al recordar la preocupación que había mostrado su madre; ahora Rone también parecía intranquilo. Al contrario de lo que había hecho ella, el joven de las tierras altas no se dio demasiada prisa en tildar de rumores infundados aquellas historias sobre los mordíferos. De hecho, se había mostrado inusualmente comedido, cuando lo que habría hecho normalmente habría sido reírse de aquellas historias sin sentido. ¿Por qué no había sido así entonces? Cabía la posibilidad, pensó, de que existiera alguna causa que le hiciera creer que aquel no era asunto de risa.

Media hora después, las luces de la aldea comenzaron a filtrarse entre los árboles del bosque. Ya era de noche, y los tres jóvenes avanzaban con cautela por el sendero, ayudados por el brillo de la luz de la luna. La senda descendía hacia la resguardada depresión en donde se ubicaba la aldea, haciéndose ancha hasta convertirse en una carretera. Las primeras casas aparecieron. Se oían voces salir de su interior. Brin sintió los primeros síntomas de cansancio. En ese momento le habría encantado escurrirse hasta el confort de su cama, y abandonarse a una buena noche de sueño.

Caminaron en dirección al centro de Valle Sombrío pasando frente a la vieja posada, gestionada durante varias generaciones por la familia Ohmsford. Los Ohmsford todavía poseían el establecimiento, aunque desde que Shea y Flick fallecieron ya no vivían en él. Ahora lo dirigían unos amigos de la familia, que compartían ingresos y gastos con Wil Ohmsford. Brin sabía que su padre nunca se había sentido cómodo viviendo en la posada, pues su vinculación al negocio era inexistente. Prefería la vida de curandero a la de mesonero. Solo Jair mostraba cierto interés por las cuestiones relacionadas con la posada, ya que disfrutaba yendo allí a escuchar las historias que contaban los viajeros de paso por el Valle Sombrío. Relatos con la necesaria dosis de aventura como para satisfacer el espíritu de un joven inquieto como él.

La posada estaba llena aquella noche. Sus grandes puertas se abrieron de golpe; las luces del interior caían sobre las mesas, y su larga barra aparecía atestada de viajeros y aldeanos que bebían cerveza mientras bromeaban y reían en aquella fría noche de otoño. Rone sonrió por encima del hombro a Brin, y sacudió la cabeza con resignación. Nadie deseaba que aquel día acabara.

Poco después llegaron al hogar de los Ohmsford. Una casita hecha de piedra y mortero, emplazada sobre una pequeña colina rodeada de árboles. Estaban a mitad de camino en el sendero de guijarros flanqueado de setos y ciruelos en flor que llevaba a la puerta de entrada, cuando Brin les ordenó de manera repentina que se detuvieran.

Había una luz en la ventana de la habitación delantera.

—¿Alguien ha dejado esta mañana alguna lámpara encendida? —preguntó con tranquilidad, conociendo ya la respuesta. 

Ambos negaron con la cabeza.

—Tal vez alguien se ha detenido a hacernos una visita —apuntó Rone.

—La casa estaba cerrada —respondió Brin.

Se miraron el uno al otro sin mediar palabra. Una sensación difusa de inquietud crecía en su interior. Jair, por su parte, permanecía tranquilo.

—Bueno, pues entremos y veamos quién anda ahí —dijo él al tiempo que reemprendía la marcha.

—Un momento, valiente —dijo Rone mientras tiraba del hombro del joven—. No nos precipitemos.

—¿Quién crees que nos espera dentro, uno de los caminantes? —preguntó Jair a la vez que se soltaba y volvía a mirar hacia la luz.

—¡Para de decir tonterías! —ordenó tajantemente Brin.

—Eso crees, ¿a que sí? —preguntó Jair mientras sonreía—. ¡Crees que un caminante negro ha entrado a robarnos!

—Muy cortés por su parte el encender una luz para que nos percatáramos de su presencia —comentó Rone lacónico.

Miraron nuevamente hacia la ventana iluminada sin decidirse.

—No podemos quedarnos aquí toda la noche —dijo finalmente Rone mientras empuñaba la espada de Leah—. Echemos un vistazo. Vosotros permaneced detrás de mí; si pasa algo, corred a la posada y traed ayuda. —Titubeó—. Aunque no va a suceder nada.

Continuaron la marcha hasta llegar a la puerta, donde se detuvieron a escuchar. La casa estaba en silencio. Brin le entregó la llave a Rone y entraron. El recibidor estaba negro como el carbón, salvo por una estrecha franja de luz amarillenta que se expandía por el pasillo que conducía al interior. Tras unos momentos de duda atravesaron el recibidor y entraron en la primera habitación.

Estaba vacía.

—Vale, pues aquí no hay ningún mordífero —dijo Jair—. No hay nada salvo…

No llegó a terminar la frase. Una alargada sombra se proyectó sobre la zona iluminada desde el salón del lado opuesto. Era un hombre de más de dos metros, envuelto en una capa negra. Retiró la capucha hacia atrás, dejando al descubierto un rostro curtido y delgado de expresión firme. Una barba y unos cabellos negros moteados de gris pendían de su cabeza y su mentón. Pero eran sus ojos, hondos y penetrantes, lo que realmente lo distinguían. Desde la profunda sombra de su ancha frente daban la impresión de verlo todo; incluso aquello escondido. 

Rone Leah alzó la espada en el acto, pero la mano del forastero, que salió de entre sus ropas, lo detuvo.

—No vas a necesitar eso.

El joven de las tierras altas dudó. Miró durante un instante los oscuros ojos de su oponente y bajó la espada. Brin y Jair estaban inmóviles, completamente incapaces de huir o de hablar siquiera.

—No hay nada que temer —retumbó grave la voz del forastero.

Ninguno de los tres se sintió particularmente tranquilizado tras aquella afirmación, aunque se relajaron levemente cuando comprobaron que la negra figura no presentaba intención de acercarse a ellos. Brin miró con rapidez a su hermano y lo encontró observando al forastero con toda su atención. Como si tratara de descubrir algo. El hombre alto miró al muchacho, luego a Rone y, finalmente, a ella.

—¿Ninguno me reconoce? —preguntó mediante un suave murmullo.

Hubo un momento de silencio. De repente Jair asintió con la cabeza.

—¡Allanon! —exclamó mientras asentía con la cabeza y la excitación se esbozaba en su rostro—. ¡Eres Allanon!

Sobre el autor

2

Terry Brooks es un célebre y prolífico autor de literatura fantástica, con más de veinticinco best sellers en las listas de más vendidos del New York Times. Solo las novelas de la serie Shannara cuentan con más de treinta volúmenes, aunque también ha escrito otras sagas, como las de Landover o de Word & Void. También ha realizado adaptaciones del cine de las películas Star Wars Episodio I: La Amenaza Fantasma y Hook.

La canción de Shannara

Libro III de la trilogía de Shannara


La saga de fantasía épica que ha vendido 25 millones de ejemplares


Un antiguo mal ha despertado y ha enviado a sus espectrales súbditos, los mordíferos, a destruir a la humanidad. Para enfrentarse a este horrible poder que amenaza el futuro de las Cuatro Tierras, el druida Allanon busca una vez más la ayuda de los descendientes de Shannara y encarga a la joven Brin Ohmsford, la única con el poder mágico de la Canción de los Deseos, la destrucción del Ildatch, un libro de magia negra.

Brin acepta unirse al druida en esta peligrosa misión, y es que una antigua profecía augura la destrucción de todo cuanto los rodea. ¿Será capaz la joven de evitar las trampas del ancestral libro de magia negra tan poderoso que dominó durante muchos años al malvado Señor de los Brujos?



«No sé cuántos libros de Terry Brooks he leído (y releído) en mi vida. Su obra fue importantísima en mi juventud.»

Patrick Rothfuss


«Un gran narrador, Terry Brooks crea epopeyas ricas llenas de misterio, magia y personajes memorables.»

Christopher Paolini


«Confirma el lugar de Terry Brooks a la cabeza del mundo de la fantasía.»

Philip Pullman


«Un viaje de fantasía maravilloso.»

Frank Herbert


«Shannara fue uno de mis mundos favoritos de la literatura cuando era joven.»

Karen Russell


«Si Tolkien es el abuelo de la fantasía moderna, Terry Brooks es su tío favorito.»

Peter V. Brett



CONTENIDOS

Página de créditos

Sinopsis de La canción de Shannara

Dedicatoria

Mapa Tierra del Norte

Mapa Tierra del Este


Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Capítulo 43

Capítulo 44

Capítulo 45

Capítulo 46

Capítulo 47

Capítulo 48


La espada de Shannara

Las piedras élficas de Shannara

Sobre el autor

2


Brin, Jair y Rone Leah se sentaron juntos en la mesa del comedor, acompañados de aquel extraño que ahora sabían que era Allanon. Nadie, al menos que ellos supieran, lo había visto en veinte años, y Wil Ohmsford había sido de los últimos. Sin embargo, todos conocían las historias que se contaban de él; un vagabundo enigmático y oscuro que había viajado hasta los confines más lejanos de las Cuatro Tierras. Filósofo, maestro e historiador de las razas; el último de los druidas, y hombre de conocimiento que había dirigido a las razas desde el caos que había seguido a la destrucción del viejo mundo a la civilización que florecía a día de hoy. Fue él quien había guiado a Shea, Flick Ohmsford y Menion Leah en la búsqueda de la legendaria espada de Shannara, hacía ya más de setenta años, con el propósito de destruir al Señor de los Brujos. 

Fue también él quien había visitado a Wil Ohmsford cuando el vallense estudiaba en Storlock para ser curandero. Quien lo convenció para que fuera guía y protector de la elfa Amberle Elessedil cuando había salido en busca de los poderes requeridos para devolver la vida a la moribunda Ellcrys, y así encarcelar de nuevo a los demonios que campaban a sus anchas por las Tierras de Occidente. Conocían bien las historias sobre Allanon, y sabían que el hecho de que el druida apareciera de nuevo no podía significar otra cosa más que problemas.

—He recorrido un largo camino hasta encontrarte, Brin Ohmsford —dijo el hombre alto con voz grave y cansada—. Es un viaje que nunca pensé que tendría que hacer.

—¿Por qué me buscas? —preguntó Brin.

—Porque necesito la Canción de los Deseos.

Un interminable silencio siguió a sus palabras. La joven vallense y el druida cruzaron sus miradas por encima de la mesa.

—Es extraño —musitó finalmente Allanon—. No comprendí hasta hace poco que el paso de la magia élfica a los hijos de Wil Ohmsford pudiera tener un propósito tan importante. Pensé que no era más que un efecto secundario inevitable del uso de las piedras élficas.

—¿Para qué necesitas a Brin? —añadió Rone con preocupación; aquello no le gustaba nada.

—¿Y por qué necesitas la Canción de los Deseos? —preguntó a su vez Jair.

—¿No están tus padres aquí? —preguntó Allanon clavando su mirada en Brin.

—No. Y tardarán al menos dos semanas en volver. Están atendiendo enfermos en las aldeas del sur.

—No tengo dos semanas; ni siquiera dos días —susurró el gigante—. Debemos hablar ahora, y tú deberás tomar una decisión sobre qué hacer. Y si decides lo que creo que debes decidir, me temo que esta vez tu padre no me perdonará.

Brin comprendió al fin de qué estaba hablando el druida.

—¿Tengo que acompañarte? —preguntó con calma.

—Déjame que te hable de un peligro que amenaza a las Cuatro Tierras —continuó Allanon sin responder a la pregunta de Brin—. Un mal tan vasto como ninguno a los que jamás se enfrentaron Shea Ohmsford o tu padre. —Cruzó las manos sobre la mesa que había frente a sí y se inclinó hacia ella—. En el mundo antiguo, en los albores de la raza humana, existían criaturas fantásticas que utilizaban magia benigna y maligna. Estoy convencido de que tu padre debe de haberte contado la historia. Ese mundo tocó a su fin con la llegada del hombre. Las criaturas que empleaban la magia maligna fueron encerradas tras el muro de la Prohibición, mientras que aquellas que utilizaban la magia benigna se acabaron perdiendo con la evolución de las razas. Todas, a excepción de los elfos. Pero un libro de esa época sobrevivió. Un libro de magia negra, de un poder tan inverosímil que incluso los magos elfos del mundo antiguo lo temían. Se llamaba Ildatch. Su origen era incierto; parece que surgió temprano, cuando la vida fue creada. El mal lo utilizó durante un tiempo, hasta que los elfos lograron apoderarse de él. Tan grande era su atractivo que, pese a conocer su poder, varios magos elfos se atrevieron a examinar sus secretos. Todos murieron. Fue entonces cuando los magos supervivientes determinaron que el libro debía ser destruido. Pero antes de que pudieran hacerlo, desapareció. Durante los siglos posteriores hubo numerosos rumores sobre su uso aquí y allá, aunque ninguno pudo confirmarse. —El druida frunció el ceño—. Y entonces las Grandes Guerras arrasaron el viejo mundo. Durante dos mil años la existencia del hombre fue reducida a su nivel más primitivo. Nada cambió hasta que los druidas convocaron el Primer Consejo en Paranor, con el propósito de compilar todos los conocimientos del viejo mundo que pudieran ser de utilidad en el nuevo. Todo el conocimiento que se hubiera preservado a lo largo de los años, ya fuera de transmisión oral o estuviera contenido en los libros, fue llevado al consejo, quien lo analizó con la intención de desvelar sus secretos. Por desgracia no todo lo preservado era bueno. Entre los libros hallados por los druidas se encontraba el Ildatch. Lo descubrió un brillante, ambicioso y joven druida llamado Brona.

—El Señor de los Brujos —espetó Brin susurrante.

—Se transformó en el Señor de los Brujos cuando el poder del Ildatch lo trastornó —prosiguió Allanon asintiendo con un gesto—. Él y sus seguidores se perdieron en la magia negra, y durante casi un milenio amenazaron la existencia de las razas. No fue hasta que Shea Ohmsford dominó el poder de la espada de Shannara, que Brona y sus seguidores fueron destruidos. —Hizo una pausa—. Pero el Ildatch desapareció de nuevo. Lo busqué entre las ruinas del Monte de la Calavera cuando el reino del Señor de los Brujos se derrumbó, mas no lo encontré. Pensé que era bueno que se perdiera; que era mejor que quedara enterrado para siempre. Pero me equivoqué. De algún modo fue recuperado por una secta de humanos, seguidores del Señor de los Brujos; presuntos hechiceros de las razas de hombres, no sometidos al poder de la espada de Shannara y que, por tanto, no fueron destruidos junto al Maestro. Aún no sé cómo, pero descubrieron el lugar donde el Ildatch estaba enterrado y lo trajeron de vuelta al mundo de los hombres. Lo llevaron hasta las profundidades de su guarida en la Tierra del Este y allí, escondidos de las razas, comenzaron a indagar en los secretos de su magia. Eso tuvo lugar hace más de sesenta años; ya puedes suponer lo que les ha sucedido.

Brin, completamente pálida, se inclinó hacia adelante.

—¿Estás diciendo que todo ha comenzado de nuevo? ¿Que hay otro Señor de los Brujos y otros Portadores de la Calavera? —acertó finalmente a decir.

—Esos hombres no eran druidas como Brona y sus seguidores, y tampoco ha pasado tanto tiempo desde que quedaron trastocados —respondió Allanon negando con la cabeza—. Pero la magia perturba de manera inadecuada a quienes la manipulan. La diferencia está en la naturaleza de esa perturbación; cada vez es de una manera distinta.

—No lo entiendo —dijo Brin mientras gesticulaba con la cabeza.

—Diferente —repitió Allanon—. La magia, sea buena o mala, se adapta a quien la utiliza, y este se adapta a ella. La última vez, las criaturas nacidas bajo su influjo volaban…

La frase quedó en suspenso, mientras los oyentes cruzaban miradas fugaces. 

—¿Y en esta ocasión? —preguntó Rone.

—Esta vez el mal camina —respondió el druida entrecerrando sus ojos negros.

—¡Mordíferos! —espetó Jair secamente.

Allanon asintió con la cabeza.

—Así es como llaman los gnomos a los que otros llaman espectros o caminantes negros. Son otra forma de la maldad misma. El Ildatch los ha convertido, tal y como ya hiciera con Brona y sus seguidores, en víctimas de la magia. Como consecuencia son esclavos del poder. Están perdidos para el mundo de los hombres; sumidos en la oscuridad.

—Entonces son ciertos los rumores —farfulló Rone Leah. Sus ojos grises buscaron los de Brin—. No te lo había dicho antes para no preocuparte de manera innecesaria, pero unos viajeros que pasaron por Leah me dijeron que los caminantes habían llegado al oeste desde el país del río de Plata. Es por eso que cuando Jair propuso acampar más allá del Valle Sombrío…

—¿Los mordíferos han llegado tan lejos? —le interrumpió Allanon con premura. Su voz denotaba preocupación—. ¿Cuánto hace que te enteraste, príncipe de Leah?

—Hace varios días —respondió Rone titubeante—. Justo antes de llegar al valle.

—Entonces tenemos menos tiempo del que creía. —Las arrugas del rostro del druida se acentuaron.

—Pero ¿qué hacen aquí? —preguntó Jair.

—Supongo que andan buscándome —respondió Allanon mientras alzaba su rostro sombrío.

El silencio se expandió por la casa oscura. Nadie habló; la mirada del druida les hizo permanecer inmóviles.

—Escuchad con atención. La fortaleza de los mordíferos se halla en lo más profundo de la Tierra del Este, justo en lo alto de las montañas que ellos conocen como del Cuerno del Cuervo. Es una fortaleza antigua e imponente, construida por trolls en el transcurso de la Segunda Guerra de las Razas. Se llama Marca Gris. La fortaleza está asentada en el reborde de un conjunto de montañas que rodean un profundo valle. Es en el interior de ese valle donde el Ildatch fue ocultado. —Respiró profundamente—. Hace diez días me encontraba en los confines del valle. Estaba decidido a adentrarme en él, hacerme con el Ildatch, sacarlo de su escondite y destruirlo. El libro es el origen del poder de los mordíferos. Si es destruido, perderán su poder y la amenaza habrá terminado. Permíteme que te diga algo sobre esa amenaza; los espectros no han permanecido inactivos desde la caída de su Maestro. Hace seis meses, una nueva guerra por motivos fronterizos estalló entre los gnomos y los enanos. Durante años las dos naciones han combatido en los bosques de Anar, así que el hecho de que se reactivaran los enfrentamientos no sorprendió a nadie en un principio. Esta vez, sin embargo, existe una diferencia desconocida para la mayoría; la mano de los mordíferos está guiando a los gnomos. Tras la derrota del Señor de los Brujos, las tribus de gnomos fueron vencidas y diseminadas. Ahora, de nuevo, han sido esclavizadas por la magia negra, aunque esta vez bajo el dominio de los espectros negros. La magia les proporciona una fuerza que de ningún otro modo podrían tener por sí mismos. Es así como han conseguido hacer retroceder constantemente a los enanos hacia el sur desde que los enfrentamientos en la frontera comenzaron de nuevo. La amenaza es grave. Hace poco el río de Plata comenzó a desprender pestilencias, envenenado por la magia negra. La tierra comienza a agonizar. Cuando sucumba, los enanos también morirán, y la Tierra del Este estarán perdidas. Elfos de las Tierras del Oeste y habitantes de la frontera de Callahorn ya han acudido en ayuda de los enanos, pero su apoyo no es suficiente para resistir de manera eficaz la magia de los mordíferos. Solo la destrucción del Ildatch pondrá fin a lo que está sucediendo.

»¿Recuerdas los relatos que te contó tu padre, que a su vez a él se los contó el suyo, y a este, a su vez, el suyo, Shea Ohmsford, sobre el avance del Señor de los Brujos por la Tierra del Sur? —preguntó girándose hacia Brin—. Conforme avanzaba el mal, la oscuridad lo envolvía todo. Una sombra se cernía sobre la tierra, y todo lo que encontraba a su paso se mustiaba y moría. Nada que no fuera maligno podía sobrevivir bajo el influjo de aquella sombra. Pues eso es lo que empieza otra vez, muchacha; pero esta vez en el Anar.

»Diez días atrás —continuó Allanon mirando hacia otro lado— estaba frente a los muros de la Marca Gris, resuelto a buscar y destruir el Ildatch. Fue entonces cuando descubrí lo que los caminantes negros habían hecho. Utilizando su magia, habían instituido en el valle una ciénaga boscosa que protege el libro. Un Maelmord en el lenguaje de los duendes; una barrera tan maligna que aplasta y engulle cualquier cosa extraña que trate de entrar en ella. Comprende que esa selva oscura está viva; respira y piensa. Nada puede atravesarla. Yo lo intenté, pero ni siquiera mi extraordinario poder fue suficiente. El Maelmord me repelió, y los caminantes negros me descubrieron. Fui perseguido, pero logré despistarlos. Y ahora siguen buscándome…

Su voz se quebró por momentos. Brin miró a Rone fugazmente; parecía contrariado.

—Si te están buscando al final llegarán aquí, ¿me equivoco? —aprovechó para decir el joven de la montaña, gracias al hueco en la narración que abrió la pausa del druida.

—Sí. Pero eso sucederá independientemente de que ahora me persigan o no. Entiende que tarde o temprano tratarán de eliminar cualquier cosa que suponga una amenaza para su poder sobre las razas. Y es muy probable que la familia Ohmsford lo sea.

—¿Debido a Shea Ohmsford y la espada de Shannara? —preguntó Brin.

—Indirectamente sí; los caminantes negros no son criaturas de ilusión como lo era el Señor de los Brujos. Siendo así, la espada no puede dañarlos. Pero quizá las piedras élficas sí puedan. Esa magia es una fuerza que ha de tenerse muy en cuenta, y los caminantes habrán oído hablar acerca de la búsqueda de Wil Ohmsford del Fuego de Sangre. —El druida hizo una pausa—. Pero la verdadera amenaza para ellos es la Canción de los Deseos.

—¿La Canción de los Deseos? —Brin estaba atónita—. ¡Pero si es solo un pasatiempo! ¡No tiene el poder de las piedras élficas! ¿Por qué iba a ser una amenaza para esos monstruos? ¿Cómo va a asustarlos algo tan inocente?

—¿Inocente? —los ojos de Allanon destellaron por un instante. Luego los cerró como si quisiera ocultar algo; su rostro sombrío se volvió inexpresivo. Fue en ese instante cuando Brin realmente se asustó.

—¿Allanon, por qué has venido? —le preguntó de nuevo, tratando de evitar que sus manos temblaran.

Los ojos del druida se abrieron de nuevo. En la mesa justo detrás de él, la llama de la lámpara de aceite crepitaba débilmente.

—Quiero que me acompañes a la guarida de los caminantes negros, en la Tierra del Este. Quiero que utilices la Canción de los Deseos para penetrar en el Maelmord, que llegues hasta el Ildatch, y me lo entregues para que lo destruya.

Todos lo miraron enmudecidos.

—¿Cómo? —logró preguntar finalmente Jair.

—La Canción de los Deseos puede subvertir incluso la magia negra —respondió Allanon—. Puede trastocar el comportamiento de cualquier ser viviente. Incluso puede forzar al Maelmord a aceptar a Brin; abrirle el paso como si fuera uno de los suyos.

—¿La canción puede hacer todo eso? —preguntó Jair mientras sus ojos se agrandaban asombrados.

—La canción no es más que un juguete —repitió Brin mientras negaba con la cabeza.

—¿Solo un juguete? ¿O es que tú la has utilizado solo como tal? —preguntó el druida—. No, Brin Ohmsford; la Canción de los Deseos es magia élfica, y posee el poder de la magia élfica. Tú no lo has constatado todavía, pero te aseguro que es así.

—¡No me importa lo que sea o deje de ser! ¡Brin no va a ir! —intervino Rone manifiestamente enfadado—. ¡No puedes pedirle que haga algo tan peligroso!

—No me queda otra alternativa, príncipe de Leah —respondió Allanon impertérrito—. No más que cuando pedí a Shea Ohmsford que partiera en busca de la espada de Shannara, o cuando le dije a Wil Ohmsford que iniciara la búsqueda del Fuego de Sangre. El legado de la magia élfica que correspondió por vez primera a Jerle Shannara ahora pertenece a los Ohmsford. Me gustaría, al igual que a ti, que todo esto fuera distinto. Podríamos desear también que la noche fuese día… pero el caso es que la Canción de los Deseos pertenece a Brin, y ahora le corresponde a ella utilizarla.

—Brin, escúchame —Rone se giró hacia la joven del valle—. Más allá de los rumores que te he mencionado, también se habla de lo que los caminantes negros les han hecho a los hombres; de ojos y lenguas extirpados; de mentes desprovistas de todo rastro de vida; de un fuego que quema hasta el tuétano. Todo eso lo había descartado hasta ahora. Pensaba que no eran más que cuentos de borrachos de los que se explican junto al fuego durante la noche. Pero el druida ha hecho que cambie mi forma de pensar. No irás con él. No puedes.

—Los rumores de los que hablas son ciertos —reconoció Allanon con voz suave—. El peligro existe. Incluso cabe la posibilidad de morir. Pero ¿qué vamos a hacer si no vienes? ¿Vas a esconderte y esperar que los caminantes negros se olviden de ti? ¿Pedirás a los enanos que te protejan? ¿Qué ocurrirá cuando ya no estén? Como ya sucediera en tiempos del Señor de los Brujos, el mal penetrará en esta tierra y se expandirá hasta que no quede nadie que pueda plantearle resistencia. 

—Brin, si tienes que ir, permite al menos que te acompañe… —le pidió Jair mientras la cogía del brazo.

—¡Por supuesto que no! —le espetó Brin de inmediato—. Ocurra lo que ocurra, tú te quedas aquí.

—Nos quedamos todos aquí —se enfrentó Rone al druida—. No va a ir nadie. Tendrás que buscar otra solución.

—No es posible, Príncipe de Leah —respondió Allanon mientras negaba con la cabeza—. No hay otra manera.

Se quedaron todos en silencio. Brin se recostó en la silla confusa y asustada. Se sentía atrapada por la responsabilidad que el druida le había hecho sentir; por la maraña de obligaciones que le había impuesto. Todo aquello daba vueltas en su cabeza, y los mismos pensamientos iban y venían una y otra vez. La canción solo es un juguete. Magia élfica, sí; pero nada más que un juguete. ¡Inofensivo! ¡No un arma contra un mal que ni siquiera Allanon puede derrotar! Sin embargo, su padre siempre había expresado pavor hacia la magia, y le había prevenido contra su utilización. Le había advertido de que no era algo con lo que jugar. Incluso ella misma había tomado la decisión de no incitar a Jair a usar la Canción de los Deseos…

—Allanon —dijo con calma. El enjuto rostro del druida se volvió hacia ella—. Yo he usado la canción solo para realizar pequeños cambios, para modificar el color de las hojas o el florecimiento de las flores. Cosas diminutas. Y encima hace muchos meses que no la empleo ni siquiera para cosas así. ¿Cómo voy a usarla para influir sobre algo tan maligno como esa ciénaga que contiene el Ildatch?

Hubo un instante de vacilación.

—Yo te enseñaré —respondió el druida.

—Mi padre se ha opuesto siempre al uso de la magia —dijo Brin al tiempo que asentía—. Nos ha advertido acerca de confiar en ella, porque él ya lo hizo una vez y eso cambió su vida. Si él estuviera aquí, Allanon, habría hecho lo mismo que Rone al aconsejar que me opusiera. De hecho, creo incluso que me lo habría ordenado.

—Lo sé, vallense —respondió el druida. Su rostro serio denotaba visibles huellas de cansancio.