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letras mexicanas


CUANDO EL TACTO TOMA LA PALABRA

GUILLERMO SAMPERIO

Cuando el tacto toma la palabra

CUENTOS, 1974-1999

letras mexicanas


FONDO DE CULTURA ECONÓMICA

Primera edición, 1999
Primera edición electrónica, 2015

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LENIN EN EL FUTBOL

Para
ALMA SEPÚLVEDA

I

LLEGUÉ

A LA mañana siguiente me confesó que le había parecido que el universo hacía cita en el hipódromo, que planetas y planetoides volaban sobre la pista y las cabezas de los aficionados, que los pulmones se le llenaban de éter.

—Ahora sí se chingó todo.

Y renegó con estas palabras como si efectivamente Plutón y Mercurio y Saturno le rondaran los ojos: estaba pálido. A mí me extrañó su aspecto porque en ese momento entraba la mejor chica de la mañana, sobre todo cuando Super Cookie amenazaba echarnos abajo la 2-6.

—De seguro fueron los jatdogs.

—Ya se te va a pasar, nenito —le dijo Isabel.

Yo no alcanzaba a comprender a qué se referían. Le miré los ojos a Isabel y me dio a entender con un gesto que sí, que para Ricardo todo se chingaba en ese momento, que lo de menos era que la 2-6 entrara preciosa en medio de la gritería y el llanto de los aficionados, desde preferente hasta sol.

—¿Qué pasa? —pregunté.

—Ya tengo media hora y nada que se me quita.

—Pero cálmate, nada vas a ganar con ponerte así.

Por mi parte, levanté los hombros dándoles a entender que con su pan se lo comieran. Préstamelos —le dije a Ricardo, mientras le arrebataba los boletos de la mano—, yo cobro. Les di la espalda y empecé a caminar abriéndome paso entre la Vía Láctea de mujeres y hombres ensombrerados y sudorosos. En las taquillas había un colón como de medio kilómetro; pero no importaba porque íbamos a sacar diez mil entre los dos y eso ameritaba hacer hasta una cola de cuatro kilómetros.

—¡Felicidades! —exclamó el pagador, dándome a entender que le prestara unos cien pesos, aunque fuera.

—Ya sabe usted, de vez en cuando le toca a uno —le contesté, escabulléndome antes de que me pidiera una propina que, en realidad, no se merecía.

Diez mil pesos exactos, ni más ni menos. Decidí abrirme paso de nueva cuenta por la Vía Láctea: piernas, sudor, viseras, malos alientos, individuos con el ceño fruncido y otros con cara de satisfacción, e Isabel y Ricardo brillaban por su ausencia.

Primero pensé que Ricardo intentaba darle vuelta al negocio. Yo estaba de acuerdo en que la importación de baleros a veces se pone cabrona, pero eso sucede con la mayoría de los productos de importación, además el que no arriesga no gana, le dije contundentemente a Ricardo, Ricardo hizo mmm y se rascó detrás de la oreja, se miró los zapatos y me respondió: bueno, pero Sonia sería subgerente o algo por el estilo, así le echas un ojo. Por eso no te preocupes, agregué, y me imaginé las caderas de Sonia, qué buena estaba Sonia. De antemano existía el acuerdo de que yo sería el gerente general, tomando en cuenta que Ricardo ya no tenía tiempo de nada con la importación de agujas y sapos y con la fábrica de ropa. A mí no me convenía el cien por ciento porque de un tiempecito para acá andaba correteando un negocito de lo que fuera. Lo que menos me imaginaba era que Ricardo quisiera poner de subgerente a Sonia, lo que equivalía a que Sonia fuera una especie de secretaria-espía. Si este Ricardo es pendejo, pero va a misa: le cuido a su culito y su culito me cuida a mí.

Luego imaginé que Isabel le había confesado lo nuestro y que se largaron para que Ricardo no me volviera a ver la cara nunca de los nuncas; pero Rikis no estaba en condiciones de tener una concepción del honor tan a la francesa. Su reacción inmediata sería cachetear e insultar a Isabel sin importarle los aficionados presentes: gran escandalera en los de preferente.

Claro que sí, me decía a mí mismo, estoy caminando por la cuerda floja; más bien caminaba por muchas cuerdas flojas: por una malla floja. Necesitaba un adelanto, por lo menos para el lunes, para cubrir la deuda que andaba bailando en la Financiera y para que autorizaran el traspaso de la maquinaria. Después habría que tender una cuerda por aquí y otra por allá, y reponer la sangría al adelanto de Ricardo; ya con el negocio caminando las cosas tomarían otro rumbo.

Isabel era la cuerda más floja, pero la más redituable de todas; con ella tenía asegurada una rentita mensual que no estaba en condiciones de abandonar, aunque me repugnaran sus llantas y su cursi melancolía. Además Chabela me quiere, me ama apasionadamente, soy su aventura inolvidable y la confirmación de su desgracia, a pesar de los niños, de los dos carros y la camioneta Datsun tan práctica, de la cocinera y la mucama uniformemente uniformadas y del bruto ese de Ricardo: Chabela sería capaz de privarse de todas esas comodidades con tal de irse a vivir conmigo a una isla desierta. Con Sonia no he tenido más que un morboso intercambio de miradas y hasta allí, porque me imagino que Sonia es de esas mujeres que les encanta decir cochinaditas en el momento del clinch, y no dudo que en pleno agitado ir y venir le confiese a Ricardo que yo así y asado con su esposa y así y asado con ella, y sobre todo asado, porque yo también soy de los que recuerdan otras relaciones carnales en el momento del clinch y le diría a Sonia: esto y aquello y lo de más allá con la puta de Chabela, olvídate, así como la ves de pipiú y guante, en la cama es un tigre, ¡carajo! Entonces más me vale vivir alejado de Sonia, aunque me tenga que morder un huevo por sus nalgas.

Pero recapacité: no le quiere dar vuelta al negocio ni Chabela ha confesado nada de nada. Lo que pasaba era que Ricardo se había puesto mal de alguna misteriosa enfermedad y no pudieron esperar más, y salieron volados hacia una clínica u hospital. Todavía jugué ocho veces en la última; hablé por teléfono pero los señores todavía no llegaban; me fui solo a la taberna del pinche italiano loco. Al fin y al cabo Isabel me llamaría más tarde para ponernos de acuerdo. Comí lo clásico: espagueti a la boloñesa, unos ravioles apestosos que dejé a medias y vino blanco.

Cuando llegué a casa, Petra me informó que la esposa del señor Ricardo había estado llamando.

—Prepáreme un turco, Petra.

—Síeñor.

Me puse a leer las Últimas: la OEA se desintegra, Reuter, Kissinger declara que su gobierno puede bajar los precios de importación del tomate y la papa si México sube a dieciocho dólares el precio del barril, el América se coronó con goles de Reynoso y Gómez.

Con suerte hasta me quedo con la lana de los caballos, como haciéndome el olvidadizo; pero no, es mejor política entregarle sus cinco, aunque se le hayan olvidado. Es un punto a mi favor.

—Yo contesto.

—Síeñor.

Era, desde luego, Isabel; comenzó inmediatamente con su melcocha: sí mi amorcito, no mi amorcito, no te preocupes mi rey, etcétera, etcétera. Por fin: la enfermedad secreta de Ricardo salió en primer lugar. Cuando Isabel me contó de cuál se trataba, no pude impedir, a pesar del tono de circunstancias que asumía Isabel, una sonora carcajada.

—No te burles —me dijo con el mismo tono—, que su padre murió de lo mismo. Y eso es lo que le pone los pelos de punta.

Eché una nueva carcajada porque me imaginé a Ricardo con los pelos de punta. Isabel se percató de que no debió haber dicho “los pelos de punta”, porque inmediatamente lanzó una penosa risita.

—Así que hoy no nos podemos ver.

—Se pone como chiquito y tiene razón.

—Mira nomás, ¿y ya le ha dado otras veces?

—Dos, pero no ha pasado de media hora, dice que después de media hora la cosa se pone fatal, según los médicos.

—Por lo menos me hubieran esperado.

—Cómo querías, Ricardo es…

—No me tardé ni cinco segundos.

—Para Ricardo fueron años luz.

—¿Entonces?

—No puedo, tengo que cuidarlo.

—A la misma hora, en el mismo lugar y cuando quieras.

—Está bueno, pero tenle un poco de respeto a Rikis.

—¿También tú?

—Bueno, en el fondo no es para tanto.

—¿Entonces?

—Dentro de dos horas.

—No es para tanto.

—Ya te quisiera ver.

—Hablas como si ya se te hubiera muerto tu famoso Rikis.

—Bueno, en una hora, amorcito.

—No te cuelgues de todos modos.

—No, no te preocupes, mi rey.

—Okey.

Nada más eso me faltaba: que Ricardo se enfermara de hipo. Me reí por dentro y luego por fuera y Petra se sorprendió de que probablemente me estuviera volviendo loco. Me di tiempo para tomarme mi turco.

—Tráigame las galletas, Petra.

—Síeñor.

Luego me di un bañito, me puse unos calzones transparentes, como los que le gustan a Isabel, y también una camiseta transparente; todo transparente para que Isabel admirara este bello cuerpo. Camino a nuestro departamento intenté quitarme esa sensación de angustia que se me metió sin sentir; de mi casa al cuerpo de Isabel todo fue bultos, piezas de algo grande, de la ciudad, palabras: Salí carro calles arbotantes caras cuerpos llegué Isabel besos puerta escaleras alfombra casa vacía amorcito amorcito 2-6 cochinito carcajada hipo media hora Sonia culito amorcito nalgas así y asado putilla calzones transparentes ojos de Chabela lengua manos alfombra putillita ag putillita gr ag ag así y asado y:

—No sé cómo le podemos hacer esto a Ricardo —concluyó Isabel, mientras le brotaban las primeras lágrimas.

Entre moco y moco, me platicó que lo dejó en muy mal estado. Ricardo se opuso terminantemente a que Isabel se quedara en casa, que no podía cortar sus relaciones sociales por algo de lo que no estaban seguros, que lo mejor era no pensar en lo peor, además que si por desgracia moría, ella tendría que seguir una vida común y corriente, como si no hubiera pasado nada, que él, desde la cama de convaleciente, deseaba lo mejor de lo mejor para su futura viuda. Pero, le recomendaba, en el caso de que Isabel emprendiera una nueva vida con algún otro hombre, que no se casara con cualquier pelagatos; que se cuidara de los vividores cazafortunas, los cuales abundaban en el Distrito Federal y en todas las grandes metrópolis; que se cuidara, en resumidas cuentas, de que no le chuparan todo el dinero que él, Ricardo Lizárraga, le dejaba en títulos, acciones y cédulas hipotecarias. Según Isabel, mientras Ricardo le daba estos consejos, él sudaba a chorros y derramaba aguadas lágrimas. Recordó la espeluznante muerte de don Ricardo, que los médicos se mordían las uñas ante la imposibilidad de detener aquel hipo que cada vez más subía de tono y cubría de luto la casa de los Lizárraga.

—Va a ser la noche más terrible. Ni yo voy a poder dormir.

—¿No crees que Ricardo está exagerando la nota? En la actualidad los médicos ya no se muerden las uñas.

Aún seguíamos entrepiernados, la cabeza de Isabel se apoyaba sobre mi hombro derecho, sus lágrimas me recorrían el sobaco.

Le acaricié el nacimiento de las nalgas.

—Puede que sí.

—Sí, porque si no, no estarías aquí.

Mis manos subieron un poco hasta encontrarse con un par de gruesas llantas; Isabel me las retiró, volviéndomelas a poner en el nacimiento de las nalgas.

—Si estoy aquí es por otra cosa.

—Qué bueno.

—Lo sabes bien, cariño, no necesito repetirlo como perica.

—Qué bueno.

Mis manos insistieron sobre las llantas, esta vez Isabel se quedó quieta, luego comencé a rascarle los granitos de la espalda; Isabel movió un poco la cabeza como acurrucándose entre mi hombro y mi cabeza. Me dio un beso en el cuello.

—Te quiero, tontito.

Me revolvió los cabellos.

—Le empezó cuando la 2-6 entraba preciosa.

—Desde antes, cuando repitió los jatdogs.

—Por poco y Super Cookie…

Nuestros cuerpos se separaron lentamente, Isabel rodó hacia mi derecha, quedando recostada sobre mi antebrazo, se enderezó poco a poco y me mordió la tetilla izquierda. La retiré jalándole una oreja.

—Malcriada.

—Tonto.

—Putillitita.

—¿A que no sabes una cosa?

—¿Qué?

—Que Ricardo ya no quiere hacer el negocio contigo.

Se me revolvió el estómago, sentí que los malditos ravioles se me subían a la garganta, odié las llantas y la panza de Isabel.

—Pero si los negocios no tienen nada que ver con el hipo. Además es tu futuro.

—Pero…

—¿Pero?

Isabel me abrazó, plantándome otro de sus besos en el cuello; la retiré con fuerza. Me enderecé y en el momento en que iba levantándome, una mano de Isabel todavía alcanzó a acariciarme una nalga. Empecé a vestirme.

—¿Ya nos vamos?

—Voy al carro por los cigarros y a tomar un poco de aire.

—Ahora tú eres el que exagera la nota. En la bolsa traigo los míos.

Fui hasta el bolso de Isabel, saqué la cajetilla, encendí uno. La angustia regresaba a joderme; Isabel me miraba esbozando una sonrisa burlona. Quise darle un par de madrazos o por lo menos una patada en el culo en el momento en que se levantaba. Pero nada más observé su descuidado cuerpo. Acabé de vestirme.

—Le dije a Rikis que no te había encontrado. Está muy sentido porque no le has hablado.

—No soy adivino.

—Me comunico contigo en media hora. Procura estar para que platiques un poco con Rikis. Él te estima bastante.

—Okey. Y deja de decirle Rikis.

Isabel se fue. Pero antes terminó de contarme todo el drama del mártir Ricardo. Aparte de su decisión de suspender nuestro negocio, mandó llamar al licenciado Robles para dictarle su testamento: a Ricardito o Riquito le dejaba las tres cuadras de Viveros de la Loma; a Chabelita o Chibis le asignaba los edificios de Luis Moya; a Isabel Martínez de Lizárraga o Chabela le dejaba todas las acciones, títulos y cédulas hipotecarias, además de otras pequeñas propiedades que el licenciado Robles se encargaría de ordenar y contabilizar. Donde la pendejada de Ricardo llegó a sus límites fue en sus íntimas confesiones póstumas. Isabel lo dejó hecho un mar de llanto, hip, y llegó hasta esta alfombra un poco para desquitarse de algo que ya sabía, otro poco porque la probable muerte de Ricardo la ponía en un estado particular de sensualidad. Cony y Elisa y la francesa y Elizabeth y desde luego que últimamente con Sonia, que Sonia era la última, que lo perdonara por todo y por los malos momentos, que sólo un sacerdote y ella podían darle el perdón; que a pesar de su infidelidad para con ella nunca, nunca le había faltado a los niños. Y que para que constatara que su arrepentimiento era de aquellos que pocas veces se veían, él, Ricardo Lizárraga, dejaba en las manos de Isabel Martínez futura viuda de Lizárraga una fortuna, mientras que a Sonia no le dejaba ni quinto. Eso es, ni-quin-to.

Yo también salí embarrado en esas confesiones póstumas: que cuando anduvo con la francesa yo salía con la canadiense, y que, te lo confieso amor de mi vida, nunca hubo tal convención en Acapulco ni tal viaje de negocios a Monterrey, ¿te acuerdas?, ni tal problema aduanal en el puerto de Veracruz, que los más gratos momentos los había pasado al lado de su Chabelita, que le creyera. Luego ya no quiso seguir porque no tenía caso, que ella comprendiera, que lo dejara un poco, hip, que el hipo lo estaba acabando.

Me puse los zapatos; la angustia insistía puntual. A medida que recordaba las palabras de Isabel “¿A que no sabes una cosa?”, la rabia me asaltaba, y luego esa sonrisa burlona, ¡carajo! Salí carro calles carajo arbotantes puertas Petra turco:

—Síeñor.

La malla floja había cedido, rompiéndose por la zona que parecía más segura. Sin embargo, quedaba una posibilidad un poco macabra: si Ricardo se moría esa misma noche, al otro día Isabel ordenaría que el licenciado Robles cerrara el negocio conmigo: hasta una semana había de chance para que muriera Ricardo. De todos modos, la cuestión estaba en que se tenía que morir durante la próxima semana para que la malla me soportara de nuevo. Ya me imagino los reproches de Ricardo si yo fuera a convencerlo del negocio: no tienes alma, estoy a las puertas de la muerte y tú pidiéndome ¡negocios en este momento! Esperar, no había otra que esperar. Esperar. Y a ciencia cierta podía esperar tres meses, que fue el tiempo que tardó don Ricardo con el hipo y con la vida, hasta estirar la pata. Según Isabel, había quienes se morían en tres días, otros en cuatro meses, y algunos en un poco más de tiempo; para entonces por lo menos me mandan unos diez años al Palacio Negro, y ni modo que Isabel me consiga una cantidad tan grande. Morir de cáncer todavía, pero de hipo me parece una pendejada. Es como morirse de bostezo o de pestañear, en fin.

—Yo contesto.

—Síeñor —se escuchó que decía Petra desde la cocina.

—En dónde se metieron. Los anduve buscando como loco.

—Qué tiene.

—Qué mala suerte.

—A ver, pásamelo.

—¡Qué te pasa, hombre!

—Sí, sí me acuerdo, de lo mismo.

—Ahorita mismo voy para allá.

—Bueno, si tú lo quieres. De todos modos cuenta conmigo. Ya sabes, lo que necesites.

—Comprendo, no tiene. Qué médico te está atendiendo.

—Es una eminencia, confía en él.

—No te pongas pesimista, no siempre es de gravedad, y eso tú lo sabes muy bien, Ricardo Lizárraga.

—Por eso no te preocupes, lo primero es tu salud; ya después veremos.

—Se puede atrasar, las máquinas no se van a ir.

—De veras, ¿no quieres que vaya?, se puede ofrecer algo.

—Muy bien, en punto. Estaré ahí antes de que cante el gallo.

—Yo manejo, no te preocupes.

—Cualquier cosa que se les ofrezca, ya sabes, para eso estamos.

—Okey, okey. Chao. Que te mejores, y despídeme de Chabela.

—Gracias.

Esa noche tenía que ser forzosamente. Hablé con Duber y que también estaba quebrado, que ni quinto. Y todos los canales se me cerraban, mientras la malla quedaba rota allá arriba, en la cabeza del precipicio. Pensé en irme de México. Irme de México; pero antes, lo más razonable era esperar la noche y el amanecer, y qué ocho y media ni qué madres, a las siete estoy en primera fila. Qué noche tan terrible, me acordé de las noches para amanecer examen de inglés en la secundaria, de las noches antes de ir de día de campo, de la noche en que al otro día me le declararía a Margarita, la noche en que me dijo Lety que no le bajaba; pero esta noche resumía todas aquellas noches: la angustia y el no saber qué hacer eran los únicos ogros que presidían mi noche. Me tomé alrededor de diez turcos; la pijama la mandé al carajo, empapada de sudor, y la mañana comenzó a aparecer, terrible, quizá un gris mañanero como nunca. Durante toda la noche esperé el telefonazo fatal y salvador, y no llegó. Las seis de la mañana entraron penosas, lentas; un bañito revitalizador, una rasurada, el último turco y salí de casa.

Hacía bastante tiempo que no miraba a las gentes tan temprano. En las esquinas, al menos eso me parecía, se arremolinaban los empleados y los obreros. Hacia las calles por donde vive la familia Lizárraga los obreros empezaban a escasear; poco a poco los empleados también desaparecieron; podía pensarse que por esas calles nadie transitaba, que nadie vivía, a excepción de alguna criada regando un pasto bien recortado. Las calles de costumbre y la casa de costumbre de Ricardo Lizárraga. Me abrió una de las uniformadas, no sé si la cocinera o la mucama, siempre las he confundido. Isabel salió al jol a recibirme, estaba ojerosa.

—Me dijo que lo despertara en cuanto llegaras. Pero antes de que lo veas, una última confesión: él mandó matar a Ramírez para que la fábrica no se fuera a la huelga, ¿lo sabías?

—Ya lo sabía. ¿Por qué?

—Porque…

Isabel me siguió y en el primer descanso me dio una nalgada.

—Son un par de malcriados asesinos.

—No jodas, Chabelita —le dije casi con un susurro.

Antes de entrar a la recámara me dio otra nalgada; en ese momento salía otra uniformada, que peló tamaños ojotes cuando Chabela me nalgueó; también salió una enfermera, qué caderas.

Me encontré con un Rikis sonriente, ojeroso, adelgazado considerablemente, pero sobre todo sonriente. Isabel se quedó en el pasillo, y quizá escuchó que Ricardo me confesaba que le había parecido que el universo hacía cita en el hipódromo.

LENIN EN EL FUTBOL

YA VES, el que no se vuelve entrenador pone su negocio o hace comerciales. No sé si has visto al Reynoso haciendo comerciales para el pan Bimbo, y al Pajarito anunciando relojes contra balonazos durante un supuesto partido de garra. Yo he estado a un lado de la portería y nunca le he mirado ningún reloj, si hasta las rodilleras le molestan. En la actualidad nada más los mamones usan rodilleras y relojes, como Calderón. Yo las llegué a utilizar, pero ya llovió desde entonces, ahora a pura rodilla pelona y nada más, manito. Pero el asunto que me tiene jodido no fue una cosa que se me ocurriera de la noche a la mañana; además, tú sabes bien que los jugadores siempre se han quejado, los de ayer y los de ahora, y siempre es la misma cantaleta; no hay seguridad y todo déjalo a la buena suerte de tus piernas. Otro hecho que me animó a pensar mejor las cosas fue el movimiento sindical del SUTERM, que se la está rajando bonito y sabroso. Desde luego que no trato de escamotear mi responsabilidad, ni desmentir lo que dicen los periódicos sobre la propaganda que yo realicé, y esto no lo escamoteo porque creo que nosotros teníamos la razón, ¿verdad? Lo estuve pensando mucho tiempo y hasta me leí un libro de Lenin que habla sobre los sindicatos y lo pinche que son los patrones. A últimas fechas la idea se fue madurando como una buena jugada para gol y cuando comencé con mi propaganda, manito, el lic Iturralde dijo que lo único que faltaba, después de los tupamaros, eran balompiecistas de izquierda, como si los futbolistas fuéramos puros pendejos conformistas.

Por su parte, Benítez, un vendido a la directiva, argumentó que por lo menos (te das cuenta, manito: por lo menos) ahora pagaban mejor que antes, que cuando el Dumbo Rodríguez y el Pirata Fuentes. Que no había motivo para tanto escándalo. Pero Benítez es seleccionado, a Benítez le importa una chingada lo que pasa en las reservas; Benítez no piensa en los de segunda ni en los de tercera; Benítez gana bien, tiene una tienda de deportes, vive a toda madre y se parece al lic Iturralde, en lo ojete. Sí, aunque tiene apellido español, es argentino pero de los que dicen que hay que acabar con los comunistas; sí, estaría muy bien departiendo con los militares, aunque no lo creas. Y Benítez no tiene remedio, y yo creo que me ha de odiar porque en las asambleas siempre lo ponía de ejemplo de lo que no debe ser un futbolista. Elvira también tenía miedo, pero un miedo distinto, de mujer, aunque podría pensarse que Benítez tenía miedo de mujer, peor para él; Elvira me salió luego luego con sus no te metas en líos, mira que los niños necesitan un futuro bien cimentado, deja el asunto para otra ocasión y bla-bla-bla, y hasta en la cama seguía con su bla-bla-bla, machaca y machaca.

Tú sabes lo sentimental que son las mujeres y Elvira me salió de las radicales, ya la conoces; pero le agradezco sus caricias en las noches en que me veía muy desesperado. Todo va a salir bien, me decía, a pesar de sus rabietas matinales, y sus manos me despeinaban y luego me alisaban el cabello. Cuando me salía con sus reproches yo no le decía nada, comía en silencio, tragándome también las chingadas madres, porque Elvira no pensaba mejor las cosas, nada más existían su casa y sus hijos y su madre. Con mi suegra fueron unos escándalos de los mil demonios; mi suegro estaba de acuerdo en la necesidad de sindicalizar a los ba-lom-pie-cis-tas.

Y todo lo planifiqué como si estuviera formando la mejor selección nacional, manito. Fíjate. Algunos sólo querían que se pidieran aumento de sueldo y primas extraordinarias; otros, con los que yo había platicado, pedíamos que no sólo se remunerara debidamente a todos los compañeros, sino que era indispensable crear una organización que nos protegiera ahora y en el futuro, que la mejor manera de que lográramos respeto era ésa, un sindicato de futbolistas, que sólo así tendríamos la suficiente fuerza para que desde tercera hasta primera dejaran de jodernos. Se nombraron comisiones para ir a provincia: en Toluca ganamos algunos adeptos, en Guadalajara se decidieron a aplicar el programa de acción hasta sus últimas consecuencias, o sea, hasta la huelga si era preciso. Hasta Gómez se aventó la puntada de comprometerse a formar un buen equipo que le entrara a las patadas en el área chica.

Algún periodista me juró que si nosotros armábamos el jaleo él se comprometía a lanzar unos buenos articulazos a nuestro favor, que ya era tiempo de que se hiciera justicia al deportista, que a partir de nosotros surgía la posibilidad de crear una gran confederación de deportistas; y mira que los articulazos aparecieron pero en autogol, para jodernos, tratándonos de alborotadores y argumentando que la política y el deporte eran como el agua y el aceite. Ahí fue cuando Elvira se puso más necia que nunca y hasta mandó a los niños con mi suegra, porque, según ella, no tardaban en hacernos algo. Mira, manito, entiendo que el periodismo funciona inyectándole dinero y que la cacheteada honestidad vale un carajo para los Iturraldes y para los mismos periodistas deportivos; sin embargo, uno se desespera, y no nada más por no tener dinero para llenarles de plata los bolsillos a los periodistas, sino porque el mundo se te va cerrando por todos lados y nadie te ayuda, y poco a poco hasta los de confianza te dan la espalda. Aquel periodista me dijo unos articulazos como dándome a entender que aparecerían en primera plana y con la fotografía de los muchachos que estaban en el comité, pero nanay, manito, puro camote y bien redondo.

En el juego contra el Pachuca, el centro delantero y el Pelirrojo Pérez me estuvieron dando duro, como si los hubieran mandado a joderme, como una advertencia, porque hasta me decían, bajita la mano, ande cabrón, por revoltoso. Al Pelirrojo, el árbitro no tuvo otra que expulsarlo en el segundo tiempo, porque cuando salté por un centro me sumió el codo en las costillas a lo descarado. Tú sabes que siempre se forman dos bandos, mejor dicho, se forman tres; y los más peligrosos son los que están codo con codo con el patrón, aunque sean tus propios compañeros de juego. Tienen la fuerza del dinero, en forma de primas extraordinarias, compensaciones, cheques que caen del cielo, sin contar con las amenazas de que son objeto. Y a otros compañeros del comité les pasaba lo mismo; los chingaban y los chingaban sus propios compañeros. Al principio nadie se echaba para atrás, estaban con los huevos bien plantados; al final nada más quedamos unos cuantos.

¿Por qué? Las cosas vinieron así: se formaron tres bandos; los de la directiva, que eran la mayoría; los que sólo pedían aumento de sueldo, que también eran una buena cantidad, y nosotros, que después de los dimes y diretes, resultamos no más de veinte. Al principio parecía que contábamos con más de cien jugadores; todos te decían: estoy de acuerdo, saquen el documento y lo firmo. Estoy de acuerdo, estoy de acuerdo: todo mundo. Y a la hora que el documento con las demandas económicas y políticas circuló, nada más firmaron veinte, nadie más; entonces en la Junta de Conciliación y Arbitraje se iban a burlar de nosotros. El documento fracasó y con él fracasaba la oportunidad de crear el primer sindicato nacional de futbolistas. De todos modos pensamos que la cosa no podía quedar así, había que agotar todas las oportunidades: proseguir con la propaganda y comenzar por sindicalizar un equipo, aunque fuera uno, así pondríamos el ejemplo y demostraríamos que no era para tanto, que no pasaba nada, que nadie se moría en una lucha como ésa.

Ya lo ves, argumentos no nos faltaban: desde las fuerzas inferiores los chamacos necesitan llevar algo de dinero a sus casas; primero, porque no estudian y quieren vivir de la patada, y segundo, porque confían en que el futbol es la puerta para la gloria, y no hay nadie que les haga desistir de la idea de querer ser los Borjas del futuro. Se van a probar a las reservas de las reservas de las reservas, y si de casualidad los aceptan apenas les dan para los transportes y cualquier babosada dizque para gastar; cuando te contratan te pagan una miseria ni siquiera el salario mínimo, son chingaderas. Y luego quieren que uno juegue por amor a la camiseta, eso es imposible; el futbolista es un trabajador como cualquier otro y nada más. Por lo regular uno se va a probar al equipo de su pasión y ahí se recibe el primer frentazo: no, chamaco, te falta mucho para ser un futbolista de verdad (yo he escuchado a esos mercachifles del deporte). Ni siquiera te dicen, amablemente, tienes este defecto y el otro, te tienes que tirar con las piernas estiradas y luego arquearlas para caer bien, o cuida mejor el ángulo derecho, nada, sólo te dicen que ni futbolista eres, que más bien pareces un remedo del peor balompiecista. Yo he visto a muchos muchachos que le dan las tres y las malas a Calderón. Luego, después de que has pasado años en las reservas, esperando que alguno se lastime, que vendan a fulano, tienes que jugar contra el equipo de tus amores y quisieras dejar pasar uno que otro balón para que ganara tu equipo, pero no se puede, tu raya y tu puesto se ponen en juego, además de que siempre hay dos porteros detrás de ti esperando que falles, que envejezcas, para sustituirte. Entonces le ganas a tu equipo, ni modo, qué se le hace. Con el tiempo dejas de tener equipo favorito, te da lo mismo estar en el Necaxa que en el América. Los únicos que no son aficionados al futbol son los mismos futbolistas. Esto la gente no lo sabe.

Un día Zague me contó la historia de Amado Benigno, un portero extraordinario. En el año de 1926 era la estrella del Flamengo, luego pasó, con los años, al Botafogo, y de ahí a la miseria y luego a la muerte; un día amaneció muerto en la calle el que fuera el famoso golero Amado Benigno, contó Zague. Zague me dijo también que en el Brasil tenías que ser un Pelé para que el gobierno te protegiera cuando viejo. Y yo, mientras tanto, pensaba en los chamacos que juegan en los llanos, en los viejos que ya no juegan. Aunque no sean viejos, porque tú sabes que los jugadores después de los treinta valemos puritita cagada. Necesitas ser un Scarone para jugar con la calva a cuestas, o poner tu negocito, o salir en la televisión anunciando el pan Bimbo, o cualquier oficio que nada tiene que ver con la cancha ni los estadios.

Bueno, una vez que el documento fracasó, la idea de sindicalizar al equipo cobró una fuerza inesperada entre nosotros. Esa idea iba acompañada de otras demandas de menor importancia pero indispensables para jalar otra poca de gente: vacaciones obligatorias, indemnización absoluta en casos de accidentes serios de trabajo, pago proporcional para la jubilación por parte de cada equipo en los que trabajaste, etc. Algún equipo tenía que lanzarse a fondo y nosotros fuimos los primeros. El lic Iturralde pegó el grito en el cielo de la directiva y salió con su eterna demagogia, respondiéndole a la comisión: ustedes no son trabajadores, sino jugadores, entiéndanlo, ju-ga-do-res. Ni su madre le creyó; la cosa era tan seria que ya nadie creía en esas niñerías, ni en los gritos del lic Iturralde, ni en las amenazas de la directiva. Si no se cumplían nuestras demandas, políticas y económicas, nos iríamos a la huelga, sí señor. Futbolistas de izquierda, nada más eso nos faltaba. Mi error fue platicarle toda la situación a Elvira, porque su cantaleta arreció, y si nos bañábamos juntos seguía dale que dale con su Hogar, sus Niños, su Futuro. Ni modo de responderle lo mismo que al lic Iturralde; yo me enjabonaba despacio cada pedacito de carne; metía la cabeza en la regadera y ahí la dejaba un buen rato; las palabras de Elvira se confundían con el ruido de la regadera, así descansaba un poco, manito. Ahorita Elvira está en casa de mis suegros; mi suegra ya me vino a gritar mis cosas, ella que tanto me pedía que le dedicara un paradón. Mi suegro viene y me anima; bajita la mano me dice que no le haga caso a doña Elvira, que a veces no sabe ni en dónde se encuentra parada.

Cuando la directiva se dio cuenta de que la cosa iba en serio, nos empezaron a atacar muy feo por los periódicos y por la televisión. Las amenazas y las presiones estaban a la orden del día. Luego vino la friega de a de veras: unos mafiosos fueron a tirar piedras a la casa, un vidrio fue el que quedó sano y salvo, los demás estaban hechos un llanto. Llegaron tarjetas anónimas y llamadas telefónicas para meternos miedo. Elvira no esperó más y desde la noche de las pedradas se fue de la casa. Entonces pensamos que había que dar el salto definitivo: ir a la huelga de futbolistas, la directiva no nos dejaba otro camino. Y aunque ahora nos quieran responsabilizar a nosotros, la directiva fue la que arrojó la primera piedra. El comité en su conjunto padecía insomnio, pero no se rajó: el paro laboral tomó cuerpo. Y nada más ahí, en el pleito legal, ahora ilegal, la cosa se empezó a desquebrajar. Lo que vino después, manito, ya te lo sabes de memoria. El equipo cambió de razón social, se declaró la quiebra y el comité se quedó en el aire. Las demandas en mi contra salieron a primer plano, aunque todas no tengan una base real. Mi licenciado parece una tortuga de las grandes, porque no veo para cuándo voy a salir del tambo. Por ahí tengo un dinerito ahorrado: la mitad se va para la fianza y la otra para una taquería o quizá para un restorán. Y como estoy muy feo no creo que me contraten para los comerciales de la televisión.