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LETRAS MEXICANAS

Historia de un vestido negro

GUILLERMO SAMPERIO

Historia
de un vestido
negro

Prólogo
HERNÁN LARA ZAVALA

Fondo de Cultura Económica

Primera edición, 2013
Primera edición electrónica, 2013

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Acerca del autor


SamperioGuillermo Samperio (México, D. F., 1948) ha recibido los premios Casa de las Américas 1977, en la rama de cuento, por el libro Miedo ambiente; el Nacional de Periodismo Literario al Mejor Libro de Cuentos por Cuaderno imaginario (1991); “Juan Rulfo” del Instituto Cervantes de París, por el cuento “¿Mentirme?” en 2000, y el Letterario Nazionale di Calabria e Basilicata 2010 al mejor libro de un autor extranjero por su obra La Gioconda en bicicleta, publicado en Italia por Aljon Editrice. Además, la UNAM, el IPN, el Conaculta y el INBA le rindieron un homenaje en el Palacio de Bellas Artes en 1994 por sus 25 años como escritor. Es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte. Entre sus más de cuarenta libros publicados, además de los mencionados, destacan Cualquier día sábado (1974), Gente de la ciudad (FCE, 1985), Ventriloquía inalámbrica (1996), Cuando el tacto toma la palabra, cuentos 1974-1994 (FCE, 1999), La brevedad es una catarina anaranjada (2004), La guerra oculta (2008), Tongolele y el ombligo de la luna (2010) y Sueños de escarabajo (2011).

ÍNDICE

El universo alucinante de Guillermo Samperio,
por Hernán Lara Zavala

I

De una acera a la de enfrente

De Holanda a Las Galias

El cohete espacial

El Guitarra

La mejor atracción

Los últimos Ramseses

O quizás Moby Dick

Mi cuarto y el claro de bosque

Los gobelinos

Silvestre el Joven

Los Hombres de la Cabeza Ladeada

Liliputenses

El poemario inconcluso

Alicia en el país de los brujos

La copa de aceitunas

El perro de la melancolía

Del olvido de Kra y Krut

El otro sueño

A escondidas

Refugio de un ejecutante

II. DOS CATEDRALES

Las cucarachas

Los derechos de los ácaros

El camello extraviado

De arena

El asesino sin caras

Los curitas

La patrulla modelo 1950

Tabaco

Mi colilla vida

Desde Barcelona

Dos catedrales

Ella casi bella

Muerte de Vallejo con mujeres

Para mejorar el edificio

El teatro de los bramidos

Caballos

Bermejo caballo

Los héroes caballos

Apagacaballos

Cabalgata

Todavía caballo de hojalata

Microbestiario

Zacate / Estropajo

El zapato negro de tacón bajo

Tuzi zapati

III. NADA MÁS ÁNGEL

El viaje de los tres desde Cádiz

Cóndores y mastines

Pipa, pipeta o puro

Una noche en La Habana vieja

Por culpa de la dolariza

Buenas caminatas

Heridas sobre un cuerpo desnudo

Ser y tiempo

Lirios salvajes

El caso de la mujer azul

Relato de hechos

Historia de un vestido negro

Los tempraneros

Teatro de la soledad

De 50 a 10 y de 10 a 100

Violaciones y desesperanza

Días buenos

Mi relación silenciosa con algunas especies animales

Nada más ángel

El universo alucinante
de Guillermo Samperio

Me parece que ha llegado el momento de aceptar dentro del canon de la literatura mexicana a ciertos autores que han dado prueba sobrada de su talento narrativo y a los que se sigue tratando como meros discípulos de sus grandes predecesores. Éste es el caso de Guillermo Samperio a quien se le identifica con Arreola, Monterroso, Cortázar, Felisberto Hernández, Rodolfo Walsh y con Borges pero que, a lo largo de los años, ha logrado consolidar un complejo e inquietante universo narrativo mediante su prolífica y original obra. En efecto, Samperio es el tipo de escritor que cultiva lo fantástico, lo prodigioso, lo imaginario y lo sobrenatural. También posee en su haber cuentos realistas, aunque siempre narrados a través de una perspectiva irónica y humorística, una visión oblicua y desconcertante que hace que hasta lo más banal resulte extraño. Guillermo Samperio es un maestro consumado de la narración breve que van desde la novela corta o relato hasta el minicuento o ficción súbita.

Los temas de su narrativa abarcan los universos paralelos de la mente, del tiempo, del espacio, de los sueños y de la imaginación; la irrealidad de las apariencias; las dudosas fronteras de la identidad personal; el tema del doble en donde el propio Samperio se transfigura ad libitum mediante juegos de espejos y adopta máscaras y simulacros, a veces bufos, a veces meros jugueteos con su propia personalidad; los bestiarios donde animales (ácaros, cucarachas, cochinillas, sapos, camellos y caballos) y seres humanos se reflejan indistintamente uno en el otro y se trastocan; los viajes a lugares que, aunque conocidos, nos asombran al convertirse en metáforas o símbolos de espacios fantasiosos e ignotos.

Particular importancia tiene en sus relatos la figura femenina, de la que Guillermo exhibe una amplísima galería dentro de su cuentística: rubias, trigueñas, pelirrojas morenas, altas, flacas, gordas, bellas, feas, burócratas, melancólicas, psicópatas, actrices, cantantes y modelos a las que viste con toda su parafernalia y muy particularmente con zapatos de diversos colores y tacones que las van moldeando como si la parte sustituyera al todo. Éste es el caso también del cuento “Historia de un vestido negro” en la que la prenda adquiere vida propia. Las mujeres de Samperio poseen la capacidad de experimentar diversos cambios y metamorfosis: “nos transformamos, nos disfrazamos, nos escondemos. Esto implica que todos al mismo tiempo sigamos buscando un lugar donde alguien nos encontrará a buena hora”, dice una de sus tantas protagonistas.

Los retratos de los personajes masculinos son también una de las grandes aportaciones de la obra de Guillermo Samperio. Sus “hombres” forman parte de lo más excéntrico, chusco y divertido de la fauna humana, lo cual le ha permitido establecer toda una taxonomía que supera con mucho la mera división de “famas y cronopios” cortazarianos. Sus vastas, humorísticas y rebuscadas figuras y definiciones de los seres humanos, como “Los hombres de la cabeza ladeada”, intentan reflejar lo que el propio autor describe como “la oscuridad del individuo”. Su estilo —como el de todo escritor que se respeta— es único: oscila entre lo culto, lo seudocientífico y lo metafísico; su prosa puede alcanzar altos vuelos líricos en donde el autor se permite de todo: desde imágenes sublimes y delicadas con algunos giros coloquiales, hasta lo burlón, lo vulgar y lo chusco para llegar, en ocasiones, hasta lo francamente obsceno. Y todo esto nos conmueve y nos lleva al asombro, a lo inesperado y frecuentemente a la risa. Éste es el libro que el lector tiene en sus manos, cuyas virtudes esenciales son el juego, el humor y la creatividad.

HERNÁN LARA ZAVALA

A mi padre, Pablo Samperio

I

De una acera a la de enfrente

Me compré un vestido azul para la ocasión. Hoy lo traigo puesto, mientras te escribo este mensaje. La cita no había sido confirmada, pero tenía ganas de verme en tus ojos de nuevo, de oír tu voz sosegada, las pausas que haces.

Acababa de leer un cuento de Italo Calvino en el que el amante recorre al infinito una autopista en uno y otro sentido, imaginando a la mujer que corre en sentido inverso. El encuentro, por supuesto, es imposible.

Y así me la pasaba: atravesando la calle entre las dos Gandhis de una acera a la de enfrente, cuando me di cuenta de que las dos tenían cafetería y de que te había citado en la cafetería de la Gandhi, sin suponer las dos. Yo prefería que llegaras a la librería viejita, donde nos vimos la última vez. Confundí tu melena con las de varios clientes. Después de todo, qué voy a saber con cuántas canas cuenta o si era más o menos larga. Pero ninguna coronaba tus rasgos. Luego, olvidé la melena y pensé que estabas enfermo, o si habrías engordado o enflaquecido; o que tu desmemoria se había profundizado. Que te había enviado el mensaje a un viejo e-mail. Pero aún así no podría confundirte. Insistía en pensar en que no me habías confirmado y que, en lugar de mandarte un simple mail, debí haberte hablado por teléfono para la cita y no se me ocurría llamarte a tu casa para decirte que ya estaba en la Gandhi.

Me reía de mí misma atravesando una y otra vez la calle. Y decidí mejor buscarte en el anaquel de literatura mexicana. Ahí estabas, claro, en la S; junto a tus libros, un autor que no conozco. Ya olvidé su nombre de pila: quizás Humberto. Pero recuerdo con claridad su apellido: Saraya. Decía, en realidad, “Sara, ya”, me dije y entendí el mensaje oculto o, con franqueza, tosco. Me reí de mí otra vez y me senté en la banqueta a esperarte una eternidad. Ya conoces mi obstinación y esta vez no me abandonaría. Pensé también que no habrías leído mi mensaje, pero no supuse que podría haberse extraviado en la madeja infinita del Internet, o que tu cuenta estaba sobrecargada de mensajes y que, en esos casos, rebotan al ilimitado territorio de la web infinita. Y yo allí en la banqueta; podrías llegar, tal vez, más tarde a tomarte tu café de siempre. Me puse a leer un libro de antropología.

Empezó una llovizna y no me moví; la llovizna se convirtió en lluvia y, ésta, en granizada. Yo seguía leyendo, aunque veía cómo mi libro se deshacía en mis manos. Se quitó la granizada y regresó la lluvia; se quitó la lluvia y regresó la llovizna; se quitó la llovizna y vino un aire fresco. Mi vestido azul seguía azul, pero mi libro de antropología se había convertido en libro de cañería. Llegó la noche y aún supuse que, tal vez, llegarías por tu taza de café capuchino cargado sin azúcar como recuerdo que lo tomabas, o que tendrías algún compromiso ya no conmigo, porque nuestra hora se había extraviado en alguna de las coladeras cercanas como mi mensaje.

Cerraron ambas Gandhis, la vieja y la nueva, la de una acera y la de la otra, una frente a la otra. Se fueron yendo los automóviles y la avenida Miguel Ángel de Quevedo se quedó vacía. Me di cuenta de que los cuidadores de carros no habían puesto atención en mí, a pesar de que los autos se estacionaban cerca de mis pies y luego se iban y se acomodaban otros. Cuando hicieron cuentas de las propinas y se las repartieron, casi a un lado mío, se despidieron y ninguno me echó un ojo.

Me di cuenta de que cerca de mí se encontraban dos árboles. Luego pensé que, como vivías por el rumbo, quizás pasarías por aquí y me descubrirías de inmediato. Llegó la media noche y la madrugada y noté que mi vestido azul, debido a luz de los arbotantes, se veía medio verde. No supe en qué momento me quedé dormida, allí sentada, al lado de la Gandhi viejita.

Al amanecer, se me hizo extraño que no hubiera sentido frío, aún cuando me había granizado, llovido y lloviznado y que un viento casi helado recorría Miguel Ángel de Quevedo de oriente a poniente y luego de poniente a oriente como el hombre en el cuento de Italo Calvino. Más tarde, como a las diez de la mañana, sin hambre, sin ganas de moverme ni bañarme ni cambiarme de ropa, descubrí que mi vestido azul se había convertido en verde; y no sólo eso, sino que además estaba de pie, tenía yo un tronco a mis pies, hojas y ramas de jacaranda a mi alrededor.

Llegaron los cuidadores de carros; uno de ellos se metió a la librería. Al rato salió con un bote, le echó un poco de agua a cada árbol de los que estaban junto a mí y, al final, a mí también me tocó un buen chorro de agua. Me sentí contenta, como con energías, regenerada. El muchacho del bote dijo: “Se está poniendo chula la jacaranda, ¿no?” Los demás asintieron. A cada momento que pasaba el tiempo, se me iba borrando la memoria; mi último pensamiento fue que tal vez a tu computadora se le había descompuesto la memoria y que por ello no habías recibido mi mensaje. Lo último que me dije fue que debí haberte llamado por teléfono para concertar la cita. Que no se hacen citas por Internet y menos a ciegas, y menos no confirmadas, y menos de un estado a otro, y menos cuando es tan importante para una y menos y menos y menos y meno y men y me y m y

De Holanda a Las Galias

A Silvia Molina

Sobre el lomo negligente del recuerdo una sombra se delinea. No estoy seguro de si deseo que tal nebulosidad de la memoria deba ser más nítida o regrese a dormir el sueño del olvido. Entiendo que la aparición de la sombra es una señal que no he podido eludir. Si fuera la rememoración de los zapatos de Van Gogh que perdí en la fugacidad del ferrocarril, o la cama del cansancio al fondo del cuarto que perdió sus tonalidades, donde en plena oscuridad te despertaste emitiendo una lengua extraña, quizá de antepasados muy antiguos, o el sombrero corriente, comprado en Ámsterdam, el que te pusiste cuando amanecía y tus labios no pronunciaban palabras reconocibles antes de abandonar esta arquitectura antigua donde nos guarecimos tantos años; digo, si fuera cualquiera de estos sucesos que ahora, en la penumbra cenicienta, regresan a mí, tal vez entendería el sonido distante de cascabeles e instrumentos musicales que entonan, como a propósito mal tañidos, tonadas viejas que surgen del fondo de la sombra y parecería que la misma sombra ejecuta algún instrumento desaparecido como la armonía de copas.

Un cansancio que no puedo eludir viene también hacia mí como arenosa nube densa que no me permite resguardo ni defensa si fueran necesarios. Podría dejarse venir hacia mí el trote poderoso de un rinoceronte lóbrego o la caída extremosa del que fuera nuestro antiguo ropero y dejarme hecho un reguero de pólvora y, condescendiente, de arcilla.

Este inevitable estado de indefensión es el espejo de la señal del lomo de la sombra. Quisiera encontrarme alerta, al abrigo de la claridad, distante de esta casa donde ya no están tu sombrero colorido ni tus brazos viejos como los míos. Poco a poco la sombra se va convirtiendo en enlace funesto y surge una puerta entreabierta; varias líneas figuran una pirámide etérea; tu voz emerge de uno de sus vértices, o de la cúspide, y tu lenguaje es el mismo con el que partiste; se enciende el entendimiento en mi epidermis como si de un antiguo cajón salieran vapores de otra vida u otra muerte. Allí estás, pero tampoco te encuentras. Eres un cuadro sobre el que se pinta, con aplicaciones gruesas, a alguien semejante a ti, pero vestida con ropajes de las antiguas Galias.

Entiendo al fin que me encuentro en la etapa final de otra cultura y otro siglo; el cansancio me va sometiendo. Sé que estoy pronto a morir o a transmutarme hacia el territorio donde te desvaneciste, pero no importa una o la otra cosa. Podríamos seguir juntos en ese país de lo etéreo con una devoción de misterios y otras costumbres que iré aprendiendo como cambié de numerosos oficios en este lado de la Tierra, mi amor.

El cohete espacial

A Porfirio Romo

El hombre estaba detenido en el centro del puente de Insurgentes; en su cabeza había construido una brújula imposible, útil nada más para el hombre, aunque creyera compartirla con el mundo; no sabía si mirar hacia el oriente o hacia el poniente.

Se decidió por lo primero y el aire removía las solapas de su saco como si llevara un nido de gorriones inquietos; miró la torre de relaciones exteriores pero, en su lugar, vio un cohete espacial; cuando la nave despegaba y hacía temblar la Ciudad de México, el hombre pensó que sus psiquiatras eran unos hijos de puta.

Los automóviles, los camiones de redilas y los microbuses pasaban a sus espaldas y a veces le hacían perder la vertical; bueno, también pasaban tráileres y motocicletas y microautos de la nueva moda.

De pronto, sintió que los temblores del cohete espacial se detenían y de todos modos insultó a los médicos y recordó su cuarto en el hospital psiquiátrico y su memoria le trajo a la mujer sin cabellos; bajo la bata blanca ella era linda, maniquí hermoso, pálido.

Su brújula imposible se deshizo y vinieron a su mente las piernas de ella; decidió regresar hacia el sur, atravesaría media ciudad y llegaría al nosocomio como cualquier visitante o familiar.

Con el esmoquin que traía puesto y su sombrero hongo nadie lo reconocería y lo tomarían por el dueño del hospital; cuando terminaba de bajar el puente y casi lo atropella un auto, unos policías vestidos de bata blanca le pusieron una camisa de fuerza.

Aunque repitió que lo estaban confundiendo, lo subieron a una ambulancia; de cualquier manera, se dijo, raptaré a la maniquí y despediré a estos imbéciles y dejaré salir a todos mis amigos, qué caray.

El Guitarra

A Nabor

En el poblado de Ometepec había un músico que se autonombraba El Guitarra, debido a que días antes de empezar su primera gira, fue a la iglesia de santa Matilde y, de pronto, ante la efigie de la santa escuchó en su oído derecho ciertas palabras femeninas sensuales: “Te llamarás El Guitarra, pues tu corazón es una guitarra y también tu alma tiene forma de guitarra; todo concuerda. Ve con Dios, hijo, por estos rumbos del terruño, acompañado de mi bendición”. Cuando volteó hacia su derecha no había nadie; la persona más distante, como a cuatro lugares de donde él estaba hincado, era un hombre. Al pensar que se trataba de un milagro, le entró una vergüenza inaudita por haber pensado que una muchachona, tal vez conocida o parienta de él, le había hecho la broma con esa voz sensual.

Antes de salir de la iglesia, rezó tres padres nuestros y tres aves marías para componerle un poco a su error garrafal; incluso, al salir, como vio que el confesor estaba desocupado, se detuvo un momento con él para comentarle lo que le había sucedido. El sacerdote le dijo que había hecho bien en rezar, pero que no se preocupara pues cuando él, el padre, hablaba con la virgen, ése era su tono de voz pues, antes de arrepentirse de sus pecados, que no fueron pocos, y dedicarse a hacer milagros en Ometepec y otros lugares cercanos, ella se dedicaba a la vida ligera en el sentido que cantaba en un cabaret prohibido y que esa voz siempre había sido la suya desde adolescente y que, ya santa, pues era imposible que Dios le cambiara esa expresión bucal; son pequeñeces, hijo, ve con Dios y que tengas suerte en la música; ya lo dijo nuestra patrona y ella es de las más atinadas por estos rumbos del sur.

Así que El Guitarra salió contentísimo y pensó que hasta había una gran coincidencia con santa Matilde pues, entre otros nombres que él había anotado para su nombre artístico había escrito el de El Guitarra, pues todo mundo se ponía unos nombres extravagantes y muy copetudos. Él había escuchado decir a la gente, incluso entre músicos, cuando un intérprete era bueno con el violín, decían “El Violín” o “El Chelo” y no lo llamaban por su nombre, así que él también anotó “El Guitarra” y, bueno, seguiría el consejo de la patrona. Ya se avecinaba su primer fin de semana en un par de días. Empezaría el viernes y acabaría el sábado hasta la hora que se pudiera y saliera chamba.

Y así fue, el primer fin de semana anduvo de arriba abajo en Ometepec, recorriendo jardines, plazas, bares, cantinas y, para su buena suerte, contratado varias veces para llevar serenata. Terminó por ahí de las dos y media de la mañana de sábado para domingo, con la última serenata a una muchacha en verdad muy guapa, tanto que al mismo Guitarra le había gustado mucho y, como dándole por su lado al novio, le regaló a la mujer un par de rancheras románticas. El único problema, o problemón, según él, es que le empezaron a llamar “El guitarrista”, a pesar de que él insistía en aclararles que su nombre artístico era “El Guitarra” con “guita” al principio y “arra” al final. ¿Cómo era eso de que desacataran lo dicho por santa Matilde, quien también había sido cantante?

Incluso, en la última cantina donde estuvo, se sentó a platicar sus cuitas con su amigo Ernesto y le mostró su guitarra para que viera por qué se llamaba “El Guitarra”: “Mira estas micas amarillas y corales bien acopladas, estas flores anaranjadas subidas, con hojas verde limón arriba y abajo, el entorno colorado con varias estrellitas y además estas cintas azul fuerte y azul claro colgadas al final del brazo, míralas, Ernesto, son una chulada. Ahora mírame a mí, lo contrario a la guitarra para que resaltara ella y dijeran ‘ya llegó El Guitarra’: mi chamarrita de mezclilla, un pantalón de caqui y estos botines negros, además de este simple sombrero de paja; ya no se podía menos, ¿no crees, Ernesto?” Ya medio borracho, Ernesto le comentó: “A lo mejor la virgencita se equivocó o fueron puras alucinaciones tuyas, mi buen Guitarra, pues…”

En cuanto “El Guitarra” escuchó estas palabras de su gran amigo desde la infancia, salió de la cantina más encabronado que nunca, pues necesitaba aunque fuera un apoyito para no sentirse tan de la chingada. Ya en camino a su casa, se prometió que le llamarían “El Guitarra” costara lo que costase y que se iba a dar otras giras de fin de semana, gritando su nombre aunque les dolieran las orejas. Y así lo hizo, pero cuando se dio cuenta de que no lo llamarían por el nombre que le había puesto santa Matilde y que muchos se habían cansado de escuchar su alegato cuando entraba a los sitios de la beberecua y seguían diciéndole “El guitarrista”, se quedó todo confundido y casi le estaba dando la razón a su amigo Ernesto.

Así que se cambió de nombre y se autodenominó “El gallo de Ometepec”, pero antes, pensó, necesito cambiarme de vestimenta y llegar reluciendo de lo lindo.

La mejor atracción

Don Maximino es dueño de un circo; su mayor atracción no es la mujer que va saltando en giros sobre un caballo, ni una jirafa que hace nudo su cuello ni los trapecistas que hacen el triple salto mortal, vaya, ni la mujer que vuela en un avioncito sin cables ni red de protección. No, la mayor seducción es un sapo casi del tamaño de un elefante o quizá un poco más. Antes, cuando no tenía al sapo, su consentido era el elefante, pero al comprarle el sapo a la mafia coreana o china, pues en esos países degustan sapos, Germán, el elefante, pasó al peor lugar. Y así como en las cañerías de nuestra ciudad andan ratas del tamaño de un perro, en aquellos países orientales andan sapos gigantes; de ahí que usen coladeras tamaño big. Ahora, mientras van haciendo el cambio hacia otro pueblo y lo mismo ha pasado ya en muchos cambios, el sapote va muy contento en su carreta y el elefante, triste y sudoroso, es el que jala la carreta.

Por cierto, este sapo no es verde, sino café; y la espalda, que le llega hasta el culo, está plagada de granos rojos que parecen barros. Una vez, don Maximino le quiso exprimir uno, pero el sapo le lanzó un líquido desde el hocico y le quemó parte del brazo a su patrón. Desde entonces, el sapo fue todavía más el consentido. Vale decir que el sapo no hace ninguna gracia al aparecer ante el público, vaya, ni salta porque está gordísimo, ni croa porque está afónico.

Sin embargo, en cuanto aparece, jalado por el elefante, primero se hace una gran suspensión del respirar, como si la gente deseara correr, pero al darse cuenta de que es sapo huevón y que respira con gran dificultad, inflando y desinflando sus costados, la gente empieza a reírse y de pronto explota el gran aplauso; entonces, don Maximino y, sobre todo, Germán, saben que han triunfado en este pueblo también.

Al final, el chiste del sapo coreano o chino es sólo ser jalado por el elefante, de cuello a cuello, dar un par de vueltas al ruedo del circo mientras la gente aúlla; si pudiera dar autógrafos, los daría. Además, por lo general, anda muy enojado y ni los payasos le sacan una media sonrisa. Don Maximino tiene la hipótesis de que su disgusto proviene de que no se lo han comido. “Cuando me canse de él y me llene más el bolsillo, haremos una gran comilona para que mi vieja, la mujer barbuda, ponga en práctica sus mejores artes culinarias.”

Los últimos Ramseses

A Rafa y Chana

Por allí voy al anochecer, en el campo de montes azules y filos violetas y malvas; llevo una máscara amarilla, ceñida a mis facciones. Los brazos hacia arriba y mis manos portan guantes también amarillos, el color de nuestro signo; al fondo ya se nota un poco la luz de la luna llena. Y debo confesar que mi espíritu ya se había debilitado, que una noche de luna llena como ésta no tuve ganas de asistir al concilio nocturno y que no deseaba ver más cómo sacrificábamos al alce frente a la hoguera de leños gruesos, arrancarle luego la cornamenta para después dársela a algún niño que todavía no la tuviera, preparándolo, sin que lo supiera, para las noches de los concilios.

Después de empalar el cuerpo del alce y asarlo casi al carbón, cada uno de nosotros, con los guantes amarillos puestos, le arrancábamos trozos de su cuerpo hasta que el Ministro, evaluando que ya el esqueleto se transparentaba, emitía un grito de “Alto”; nosotros nos aquietábamos y poníamos la cabeza hacia abajo en el sitio en que estuviéramos. El Ministro lanzaba entonces dos oraciones con voz firme, mirando hacia la luna, al fin de las cuales, los jóvenes mayores repartían copas y nos servían vino de la mejor cosecha de nuestros viñedos —los propios jóvenes se servían en copas doradas semejantes a las que nosotros usábamos.

El Ministro nos pedía que nos hincáramos en círculo y, dirigiendo los brazos hacia la Madre Diana, circular como espejo de platino, dijéramos al unísono: “En el Monte de los Inmortales divisamos una deidad, resplandece su mirada como un aro fugaz. Las estrellas se deslizan por una puerta rojiza en su entorno; y, desde su belleza nívea, se alzará nuestra destreza”.

En ese instante, levantábamos las copas hacia el cielo negro, señalando a la Diana y luego bebíamos el vino hasta darle fin. Los jóvenes recogían las copas, en tanto nosotros nos abrazábamos, incluyendo cuatro golpes en la espalda, los cuales representaban la estrella de las múltiples direcciones, lo que a su vez quería decir que éramos libres para ser los que éramos y luego regresábamos a nuestras casas, llevando en el pecho esa libertad.

Aquella noche que yo no asistí soñé con todo esto y pensaba que no había tal libertad y que si éramos un grupo grande de simples campiranos con viñedos y cría de cerdos, además de cazadores de acuerdo con las leyes del país, no había necesidad de evidenciar nuestra barbarie, ocultándola con una ceremonia tan primitiva. A nuestro entorno nadie recuerda a Diana, nadie mira a la luna ni la llama madre; esa deidad fue expulsada ya de hecho, con inferiores cultos, en la época de los últimos Ramseses. En los poblados que nos rodean y que no quieren mezclarse con nosotros ni nosotros con ellos, ahí cortan y asan a los alces en la cocina y se sientan a la mesa a comer; y los que no son cazadores nada más van al mercado central y compran las piezas que necesitan, empaquetadas y limpias, sin tener que arrancar con la propia mano el trozo que nos tragaremos.

Sin embargo, al día siguiente me di cuenta de que era un apestado en la población; no sólo no me hablaban sino que además me veían con ojos de arma de fuego. Es cierto que a nada me obligaban, ni mi propia familia, pero en medida de que se acercaba el día de la nueva luna llena, sentía que cada una de las gentes de la población metía su mano en mi pecho para arrancarme un trozo de alma hasta dejarme vacío. Por ello, cuando fui a hablar con el Ministro y suscribir mi reincorporación a la ceremonia de esta noche, se llevaron a cabo los preparativos de mi renacimiento, pues el Ministro, todo el pueblo y yo mismo sabíamos muy bien que yo me había quedado sin alma.

Voy corriendo en la vegetal oscuridad azulosa, con a veces ráfagas violetas y malvas; llevo la máscara amarilla, ceñida a mis facciones. Mis brazos van en alto con mis guantes amarillos; los demás, en lugar de guantes, llevan sólo máscaras amarillas. Detrás de mí va el Viceministro y, unos metros más adelante, el Ministro. Bajo la máscara, llevo la cabeza vendada, así como el cuello y partes de brazos y piernas, a la manera de los cadáveres del antiguo Egipto. Nos estamos avecinando al amplio claro de luna; por ello los reflejos azules son más claros en mi pecho, en el del Ministro y la vegetación que nos rodea. A nuestras espaldas, donde vienen más hombres, el azul es más intenso, casi oscuro, y por ello no se distinguen. Ése es el motivo por el que pareciera que sólo cuatro luces amarillas cruzan la vegetación como si alguien, con sus pinceles, nos estuviera pintando.

O quizás Moby Dick

A Rodrigo de Sahagún

Voy caminando a la orilla del malecón de madera rojiza. En el cielo azul claro hay una gran luna que va al ocaso. Las casas de sólo un piso son de azul cobalto en varios tonos y sus techos son de dos aguas y ninguna tiene ventanas. El mar lleva un movimiento parejo luego de la tormenta.

Encima de mi sombrero blanco sigue mi halcón con su sombrerito; mientras camino, leo un libro de cetrería. Los peces me aburren, del tamaño que sean, así como sus colores. Son aliados de las mujeres.

Detengo mi lectura cuando escucho la voz de una de ellas; se encuentra ante una puerta de cristal. Su vestido transparenta sus senos y la bastilla le llega a medio muslo (¿será por el calor?).

Frente a mí, a unos tres metros, se me acerca un cocodrilo; dudo entre seguir adelante, hacia el reptil o, de plano me dirijo hacia a la mujer. La primera elección me costará la vida y, la segunda, la vida junto a una mujer que está de muy buen ver, pero mi sexta esposa también estaba de buen ver, como las anteriores cinco.

El cocodrilo se encuentra ya a dos metros de mí y la mujer se ha subido la bastilla arriba de su pubis, el cual está desnudo; ella da un giro, observo sus nalgas fenomenales y vuelve a colocarse de frente con la falda al nivel de la cintura, lo cual me hace sudar.

Cómo hubiera deseado venir leyendo poemas de Stevenson, o las aventuras de Odiseo o, quizás, Moby Dick, ni modo. El cocodrilo abre sus fauces a un metro de mí. Escucho un disparo, el cocodrilo se revuelca en su sangre, gira y cae al mar. Ya no tengo que decidir nada: la mujer, que tiene una escopeta en la mano derecha, se encuentra desnuda y, en la mano izquierda, tiene un coctel de vodka con agua quina y una aceituna a un costado de la copa. Ya decidido, mientras cierro mi libro de cetrería, escucho otro disparo y veo ante mis ojos varias plumas de mi halcón con sombrerito.

Mientras camino hacia la puerta de cristal, donde me espera ella, lamento no haber elegido la montaña; allí hubiera podido leer un libro sobre el mar. Pero, quizás, desde alguna cabaña de puerta de cristal una campirana mujer semidesnuda hubiera matado de un escopetazo a un leopardo que me fuera a atacar a dos metros de distancia y también se hubiera desplumado mi halcón. Luego, ella me hubiera atraído hacia su cabaña. Pero en este caso hubiera habido la diferencia de que sí habría venido leyendo poemas de Stevenson.

Mi cuarto y el claro de bosque

En tu lejanía, me sube un amargor vagabundo; los muros de fotografías de mi cuarto son estériles. Las cubre un velo y me vienen ondulantes e insensibles designios. Estoy en una bóveda taciturna donde se levantan flores pálidas, sordas, salvajes, rodeado de enredaderas de rumores estremecidos.

Te recuerdo remota, de ébano, tras crepúsculos de caprichos, de distantes augurios indescifrables. Tras rombos de una tela antigua miro tu cara glaciar, crepitando, deslumbrándome; en tus ojos apenas un abismo lánguido.

En mi cuarto se instala, poco a poco, una niebla burlona, suntuosa, sombría, pero amarga, gimiente, que me cubre como crepúsculo, y percibo que soy ya un fardo de saltimbanqui artrítico de rostro verde.

No digo que estoy amortajado porque no he desfallecido ante este sistema implacable de sombras.