portada

Carlos Monsiváis

Escribir, por ejemplo

(DE LOS INVENTORES DE LA TRADICIÓN)

Image

Image

Primera edición, 2008
Primera edición electrónica, 2013

D. R. ©, Rogelio Cuéllar, por las fotos de Rosario Castellanos, Carlos Monsiváis, Augusto Monterroso, José Revueltas, Alfonso Reyes, Juan Rulfo y Jaime Sabines.

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

Acerca del autor


ImageCarlos Monsiváis (ciudad de México, 1938-2010) es una de las figuras de la crítica social y la  literatura de más renombre en la actualidad. En 1977 recibió el Premio Nacional de Periodismo, en 2006, el Premio FIL de Literatura, y, en 2008, las medallas “Oro de Bellas Artes” y “1808 del Gobierno del Distrito Federal”. Su obra abarca crónicas y ensayos, antologías, traducciones, biografías y otros textos inclasificables. Entre sus libros destacan Días de guardar (1970), Nuevo catecismo para indios remisos (1982), Lo fugitivo permanece (1984; Premio Xavier Villaurrutia), Los rituales del caos (1995) e Imágenes de la tradición viva (FCE, 2007).

A José Luis Ibáñez

Índice general

Nota preliminar

Ramón López Velarde: “Dogma recíproco del corazón”

México y la toma de partido de Alfonso Reyes

Julio Torri: El segundo Ulises

Agustín Yáñez: “Pueblo de mujeres enlutadas”

José Revueltas: Crónica de una vida militante. “Señores, a orgullo tengo…”

Juan Rulfo: “Sí, tampoco los muertos retoñan, desgraciadamente”

Augusto Monterroso: Lo breve, si bueno, se extiende en la memoria

Rosario Castellanos: El aprendizaje y la utilidad del llanto

“¡Sabines al poder!” (En torno a un recital de 1996)

Carlos Fuentes: “… Mi plegaria desarticulada se vuelve albur, relajo”

Nota preliminar

USO LA LÍNEA CÉLEBRE DE PABLO NERUDA COMO PUNTO DE partida. Escribir, por ejemplo… Escribir poemas, cuentos, novelas, crónicas, ensayos, piezas literarias que en pleno desacato de los géneros literarios se extravían y vivifican. Escribir por ejemplo obras caudalosas o muy breves; escribir desde la autobiografía desbordada o desde las revelaciones que desdeñan la confesión y le entregan a la escritura la pena de perderse y la dicha de hallarse (o al revés); escribir desde la ironía, la jactancia, el ánimo clásico; escribir a partir de los temas nacionales o de las experiencias comunes a todos; escribir desde la pasión por la técnica o, no sin precauciones, desde el arrebato de la inspiración… Escribir, por ejemplo…

A las tradiciones literarias las construyen simultáneamente las herencias nacionales y las internacionales (¿qué sería en rigor lo nacional en la experiencia literaria además de un acervo de temas y de lectores bien predispuestos?); los autores irrenunciables y los relegados por los vuelcos de la memoria; las leyes del Mercado y su juego cada vez más artero de inclusiones y omisiones; los lectores asiduos y los intermitentes; los gustos genuinos y las predilecciones volátiles; los temperamentos intransferibles y las tendencias de época.

Escribir, por ejemplo, los textos de donde se extraen las sensaciones de pertenencia a una colectividad, o en donde la poesía produce la refundición incesante del idioma, o en donde se transmiten las otras visiones de la vida cotidiana o de la épica. Así, Octavio Paz, que lleva a la prosa el valor extraordinario de su poesía, en Piedra de Sol ve en la pareja a la especie inextinguible. Si el contexto directo es un bombardeo fascista en el Madrid de 1937, la poesía lírica sitúa a los que se renuevan en el horizonte del amor y la sensualidad, fijados y recreados por la escritura:

los dos se desnudaron y se amaron

por defender nuestra porción eterna,

nuestra ración de tiempo y paraíso,

tocar nuestra raíz y recobrarnos,

recobrar nuestra herencia arrebatada

por ladrones de vida hace mil siglos…

Toda tradición literaria se modifica, se subvierte a sí misma, se reconstruye, se inventa, se enriquece, se lee de manera distinta de un tiempo a otro o de un año al siguiente. La de México, en vínculo orgánico con lo internacional, dispone de autores primordiales, más frecuentados por sus compatriotas por razones de la cercanía, pero válidos en sí mismos, y que persisten no obstante las apoteosis y las precipitaciones del canon, un término reciente muy controvertido en la industria académica y en los lectores.

De entre el número muy significativo de creadores mexicanos, elijo ahora a diez, sin olvidar mi gratitud de lector hacia otros varios, muy especialmente poetas. Dos de los textos son crónicas, las dedicadas a José Revueltas y Jaime Sabines, los demás son ensayos. Un común denominador de estos autores: se les sigue leyendo con entusiasmo renovado, y esta continuidad del criterio exigente no es un hecho menor de nuestro desarrollo literario.

C. M.

Ramón López Velarde: “Dogma recíproco del corazón”

Image

 

I

La vida breve

RAMÓN MODESTO LÓPEZ VELARDE, UNO DE LOS NUEVE HIJOS de María Trinidad Berumen y el abogado José Guadalupe López Velarde, nace el 15 de junio de 1888 en Ciudad García (Jerez), Zacatecas. Algunas características: una infancia feliz, religiosidad omnipresente, ventanas con pájaros y flores, veladas literario-musicales donde el novio dice poemas y la novia canta, adolescencia que alumbra los romances vigilados y las vacaciones en pueblos cercanos. A los ocho años de edad, Ramón intenta ya redactar versos; a los diez años, a su padre se le nombra notario público en la ciudad de Aguascalientes. Primeras y segundas letras de Ramón en el Seminario Conciliar de Nuestra Señora de Guadalupe, en Aguascalientes (1901-1902), y en el Seminario Conciliar de la Purísima, en la ciudad de Zacatecas (1903-1905). Nada sorprendente: en los seminarios hay la educación humanista que, con método laico, sólo se imparte en algunas instituciones de la ciudad de México. Al respecto, un testimonio primerizo de López Velarde, el soneto “Del Seminario”:

Hoy que la indiferencia del siglo me desola

sé que ayer tuve dones celestes de contino

y con los ejercicios de Ignacio de Loyola

el corazón sangraba como al dardo divino.

Feliz era mi alma sin que estuviese sola:

había en torno de ella pan de hostias, el vino

de consagrar, los actos con que Jesús se inmola

y tesis de Boecius y de Tomás de Aquino.

¿Amor a las mujeres? Apenas rememoro

que tuve no sé cuáles sensaciones arcanas

en las misas solemnes, cuando brillaba oro

de casullas y mitras, en aquellas mañanas

en que vi muchas bellas colegialas: el coro

que a la iglesia traían las monjas Teresianas.

[El Regional,
Guadalajara, 20 de junio de 1909]

Antes de La sangre devota, aunque sin complejidad, esta poesía es ya en lo primordial autobiográfica y de sinceridad pasmosa. Hasta el final, si no aportan sentimientos tumultuosos, estos poemas jamás esconden lo sustancial: creencias, amores, caídas morales, procesos de seducción, entusiasmos devocionales, hallazgos de la hermosura entre vitrales y rumor de misas, descubrimientos de la virtud entre las hetairas, esas “consabidas náyades arteras”, que en otra dimensión del lenguaje son las prostitutas.

* * *

La vida antes de ser mitología, López Velarde antes de ser López Velarde. Desde sus primeros escritos idealiza a fondo la ciudad natal, su recinto de la transparencia. Otros, convencidos de la tesis opuesta (“pueblo chico, infierno grande”) insisten en lo represivo de los sitios “levíticos”. Así, un epigramista anónimo de 1915:

Esas gentes de Jerez,

miel y veneno a la vez,

todos son nobles sin título,

todos ricos sin haber,

todititos son parientes

y nadie se puede ver.

* * *

En 1903, durante unas vacaciones en Jerez, López Velarde se enamora de Josefa de los Ríos, algunos años mayor que él, aún no Fuensanta, el amor perfecto nunca consumado físicamente.

En 1904 inicia sus colaboraciones periodísticas; en 1905 ingresa al Instituto Científico y Literario en Aguascalientes; en 1906 publica por primera vez; en 1908 estudia en la Facultad de Derecho de San Luis Potosí; en 1908 muere su padre; en 1909 publica en la revista Nosotros el poema “Canonización”, sobre Fuensanta:

A tu virtud mi devoción es tanta

que te miro en altar, como la santa

Patrona que veneran tus zagales,

y así es como mis versos se han tornado

endecasílabos pontificales

En Aguascalientes se hace amigo del pintor Saturnino Herrán, el músico Manuel M. Ponce, el doctor Pedro de Alba (luego figura política) y el poeta y cronista Enrique Fernández Ledesma. Cultivan un arte sin aspavientos, del que da cuenta la revista Bohemia, dirigida por Fernández Ledesma y Pedro de Alba (dura un año), y en donde López Velarde es colaborador central.

“La deuda que nunca le pagaremos a Madero”

En 1910 el poeta conoce al candidato presidencial Francisco I. Madero en San Luis Potosí, se incorpora al movimiento antirreleccionista y se adhiere al grupo que ayuda a Madero en su fuga a los Estados Unidos. El 18 de noviembre de 1911 le escribe a su amigo Eduardo J. Correa, y es muy explícito al respecto de su lealtad política:

Para que se acabe de formar un concepto cabal de mis impresiones sobre este asunto [el gobierno de Madero], le diré que si la administración de Madero resultase el mayor de los fracasos, eso no obstante, sería yo lealmente adicto a Madero, como lo he sido desde la tiranía del general Díaz.

Me dice usted en su carta que le parece que la Revolución sólo ha servido para cambiar de amos. Medite tranquilamente en cómo vivimos hoy y cómo vivíamos antes, y se convencerá de que está preocupado, muy preocupado. No estaremos viviendo en una República de ángeles, pero estamos viviendo como hombres y ésta es la deuda que nunca le pagaremos a Madero.

En 1912 López Velarde acepta ser candidato suplente en Jerez, postulado por el Partido Católico. Pierde debido a las maniobras fraudulentas del licenciado Aquiles Elorduy. En 1911 se le nombra Juez de Letras en Venado, San Luis Potosí, puesto en el que permanece sólo un mes. Una vecina del pueblo, doña Teresa Tarango, lo evoca: “Su aspecto era imponente, diferente a todos, usaba bombín y vestía de negro. Siempre andaba solitario. Se le invitaba a todas las fiestas y las muchachas estaban enamoradas de él, pero era un hombre serio, parecía mayor” (Ramón López Velarde. Sus rostros desconocidos, FCE, 1971, un excelente reportaje de Guadalupe Appendini).

“Sobre tu capital cada hora vuela”

La Revolución es la revolución, y a un tío de Ramón, el sacerdote Inocencio López Velarde, lo asesinan los villistas al entrar a Zacatecas. En 1912 López Velarde inicia sus colaboraciones en La Nación, el órgano del Partido Católico, que por dos años dirige su amigo Eduardo J. Correa, y viaja por vez primera a la ciudad de México, en 1914. Instalado en la capital, insiste sin mayor fortuna en el periodismo político, publica prosas poéticas extraordinarias y algunas crónicas interesantes. La necesidad lo obliga a la ronda de puestos burocráticos y da clases de un lado a otro. En 1916 inicia su relación sentimental con Margarita Quijano, diez años mayor, pero el idilio se suspende muy pronto. Ese año, aparece su primer libro, La sangre devota.

* * *

Al inhumarse los restos de López Velarde, el 16 de junio de 1963 en la Rotonda de los Hombres Ilustres, el discurso le corresponde al poeta José Gorostiza:

Habría que haberlo visto recorrer en aquellos años, entre 1916 y 1921, la estrecha calle principal de la ciudad de México, andando en sentido inverso la ruta del Duque Job, desde la esquina de la Casa de los Azulejos, hasta, seguramente, la de Madero y Gante, y en ocasiones hasta “El Globo” en el cruce con la calle de Bolívar… Era un vigoroso ejemplar de virilidad y nada había en su figura que hubiera podido proporcionar el menor indicio de la angustia que lo desgarraba. La misma discretísima elegancia con que llevaba el chaqué gris o el traje negro (que la pobreza de sus últimos años iba ludiendo con la paciencia de un roedor inexorable), y el sombrero de hongo, los guantes amarillentos, ¿qué era sino el estudiado disfraz con que el poeta, en el martes de carnestolendas que fue su corta vida, se escondía tras la apariencia de un pulido caballero provinciano, orgulloso de su estirpe decente y de su minúscula casa solariega? [José Gorostiza. Prosa, recopilación, introducción y notas de Miguel Capistrán, Conaculta, 2001]

* * *

“En un clima de ala de mosca / la lujuria toca a rebato.” En la capital, según le informa a Eduardo J. Correa, el poeta “se desbarranca” entre “las flores del pecado”. También, el “oscurecimiento” de los versos cumple funciones de gozo del misterio y de requisitos de la vida burocrática:

¿En qué comulgatorio secreto hay que llorar?

¿Qué brújula se imanta de mi sino? ¿Qué par

de trenzas destronadas se me ofrecen por hijas?

¿Qué lecho esquimal pide tibieza en su tramonto?

Ánima adoratriz, a la hora que elijas

para ensalzar tus fieles granadas, estoy pronto.

[De “Ánima adoratriz”]

* * *

En 1915 López Velarde inicia su carrera literaria y colabora en Revista de Revistas, El Nacional Bisemanal, Vida Moderna, El Universal Ilustrado y México Moderno; en 1917 es codirector de la revista Pegaso junto a dos poetas importantes, Enrique González Martínez y Efrén Rebolledo.

En 1917 muere Josefa de los Ríos, Fuensanta, “la mujer que dictó casi todas las páginas” de La sangre devota. En 1919 publica Zozobra, en edición de México Moderno, abre un bufete y es secretario particular o auxiliar de Manuel Aguirre Berlanga, secretario de Gobernación del presidente Venustiano Carranza y ex condiscípulo de Leyes en San Luis Potosí.

Entre 1918 y 1920 el Partido Católico Nacional queda a la desbandada. Además de la formulación laica del Artículo Tercero constitucional, al gobierno de Carranza no le simpatizan los sacerdotes ni los obispos, y Correa también se aleja de su amigo: “López Velarde ha desistido de la militancia católica y se ha enfrascado en la privada discordia de una fe quebradiza… un alma más que se ha perdido en los espejismos de la modernidad” (Correspondencia de Ramón López Velarde con Eduardo J. Correa, FCE, México, 1989, edición de Guillermo Sheridan).

En 1920, a la derrota de Carranza, López Velarde se dispone a acompañar al gobierno en su fuga a Veracruz, pero interrumpe el viaje. A su sobrina Margarita González le informa: “El día 7 del pasado salí con los trenes del gobierno… pero no pasé de este lado de la Villa, pues el enemigo nos rodeó”. Luego del asesinato de Carranza, relata Gorostiza:

lastimado profundamente en sus sentimientos por el asesinato del bien querido Primer Jefe del Ejército Constitucionalista, se negó desde entonces a colaborar en ningún puesto con el gobierno de la República. Sus amigos, que veían azorados crecer su silenciosa pobreza, lo obligaron materialmente a aceptar una clase de literatura en la Escuela Preparatoria y alguna magra remuneración que le daba la revista mensual El Maestro

Y, en su oración fúnebre en el Panteón Francés, Enrique Fernández Ledesma complementa esta información: “Vivió pobre y murió pobre, en una casa decimal y en una alcoba de diez metros cuadrados”.

* * *

En mayo de 1921 dialoga con su compadre Eduardo J. Correa en el atrio de la iglesia. Éste evoca la conversación:

Ramón no pudo dominar los impulsos de la carne y de ello se querellaba frecuentemente en el seno de la intimidad, diciendo que el Credo andaba muy bien en él pero los Mandamientos algo mal… Aunque lo que consta por reiterada confesión propia no necesita confirmación, quiero aportar un dato personalísimo consistente en algo que tiene valor especial por haber acontecido pocos días antes de la muerte de Ramón. Nos encontramos en la Avenida Madero y nos metimos al atrio de San Felipe a charlar. Se acercaba el santo de su madre, en cuya fecha, en otros años, Ramón acostumbraba acercarse al Banquete Eucarístico como el regalo de mayor estima para Doña Trinidad, y lo exhorté a que lo hiciera esa vez, proponiéndole que antes se preparara haciendo los ejercicios espirituales de San Ignacio. Se rió de mi propuesta y me dijo que estaba planeando un viaje al viejo mundo y que deseaba ganar intensamente de la belleza de las circasianas; pero que a su vuelta atendería mi sugestión, pues continuaba radicalmente cristiano, nada más que, como a San Pablo, no lo dejaba el aguijón de la carne. Le repliqué que si pensaba dar la carne al diablo y los huesos a Dios y nos despedimos sin que lo volviera a ver…

El 19 de junio, a la una y veinte minutos de la madrugada, cuatro días después de cumplir 33 años, muere Ramón López Velarde, de neumonía y pleuresía, en su departamento de Avenida Jalisco 71, hoy Álvaro Obregón. Según el testimonio de su amigo Jesús B. González, éstas son sus últimas palabras: “Ven madre mía y llora en mis manos, que quiero llevarme tus lágrimas”. Lo confiesa y le administra los santos óleos el sacerdote Pascual Díaz, que será arzobispo primado de México. Un amigo de López Velarde, el político constitucionalista y cronista parlamentario Djed Bórquez (Juan de Dios Bojórquez) refiere su diálogo con el presidente Álvaro Obregón:

1921-Muere. Esa mañana, al leer la noticia, voy a Chapultepec. Acompaño al general Obregón en su paseo matinal por el bosque.

—Ha muerto un gran poeta.

Le digo. Y le cuento de Ramón y le recito sus versos, que impresionan al poeta que existía en Obregón.

Al mediodía, en la Universidad, Vasconcelos llega alborozado:

—¡Qué gran Presidente tenemos!—dice—. Acabo de hablarle de López Velarde y me recitó sus versos.

—Hágale suntuoso entierro, por cuenta del gobierno—había ordenado el invencible Manco.

Ante la alegría del Rector, yo sólo recordé las poesías lópezvelardianas que acababa de recitar y la formidable memoria del general Obregón [El son del corazón. Poemas. Bloque de Obreros Intelectuales de México, 1932].

En junio de 1921, la revista El Maestro publica La suave Patria. En efecto, el gobierno paga los funerales. A iniciativa de Juan de Dios Bojórquez, Jesús B. González y Pedro de Alba, la Cámara de Diputados declara tres días de luto en homenaje al poeta. Se le vela en el Paraninfo Universitario y se le entierra en el Panteón Francés de La Piedad, con la presencia del secretario de Educación Pública José Vasconcelos.

En noviembre de 1921 la revista México Moderno le dedica un número dirigido por Enrique González Martínez y Genaro Estrada. Antes, ya en el número de junio se inserta un volante que proclama el duelo:

Ramón López Velarde, el poeta mexicano por antonomasia, que auscultó con originalísimo talento el ritmo insospechado de nuestra vida provinciana, llevando a una poesía nueva y universal por sus secretos de selección y purezas estéticas, los latidos de una raza, ha muerto.

En agosto de 1921, José Juan Tablada finaliza su “Retablo a la memoria de López Velarde” con una jaculatoria:

Un gran cirio en la sombra llora y arde

por él… y entre murmullos feligreses

de suspiros, de llantos y de preces,

dice una voz al ánimo cobarde:

¡Qué triste será la tarde

cuando a México regreses

sin ver a López Velarde…!

De modo póstumo se publican El son del corazón (1919-1921; 1932), El minutero (1916-1921; 1923) y Don de febrero y otras crónicas (1907-1917; 1952). En 1990 el Fondo de Cultura Económica publica la edición definitiva de las Obras, compiladas y anotadas por José Luis Martínez.

II

Las metamorfosis del origen

En Tesis sobre la historia (1939-1940), Walter Benjamin señala: “La imagen verdadera del pasado pasa de largo velozmente. El pasado sólo es atrapado como la imagen que refulge, para nunca más volver, en el instante en que se vuelve reconocible… Porque la imagen verdadera del pasado es una imagen que amenaza con desaparecer con todo presente que no se reconozca aludido en ella” (Tesis sobre la historia, de 1939-1940, traducción y presentación de Bolívar Echeverría).

Las visiones de la provincia quieta, sojuzgada, inerte, vienen de lo innegable, de la represión conservadora, de la negación de las libertades, de la dictadura patriarcal, de los impulsos reprimidos y del pacto que, con tal de volver aceptables las costumbres más autoritarias, las califica de pintorescas. Esto le quita protagonismo a las fuerzas culturales de la provincia que sí existen, como afirma Guillermo Sheridan en su excelente prólogo a Ramón López Velarde. Correspondencia con Eduardo J. Correa y otros escritos juveniles (1905-1913): “Se trata más bien de unos centros culturales vivos y alertas a lo que pasa en el mundo, integrados por personalidades interesantes y dotados de una singular autonomía”.

Estas “personalidades interesantes” son eruditos asombrosos, lectores de primer orden, conocedores de lenguas clásicas, propietarios de bibliotecas insólitas aun para los criterios de la capital, y algunos de ellos son poetas y prosistas de finura considerable. Estos excéntricos suelen participar de la ideología predominante en sus regiones y si en algo discrepan de ella nunca lo dicen con tal de no admitir la ruptura abierta.

En la edición de las Obras, José Luis Martínez recuerda a escritores de temas cercanos a los de López Velarde, a los que anima la condición de protagonistas de una experiencia marginal: Manuel Martínez Valadez (Visiones de provincia, de 1918, y Alma solariega, de 1923), Enrique Fernández Ledesma (Con la sed en los labios, de 1919), Francisco González León (dos libros previos al de López Velarde: Megalomanías y Maquetas, de 1908, y dos libros posteriores: Campanas de la tarde, de 1922, y De mi libro de horas, de 1937) y Severo Amador (Bocetos provincianos, de 1907, y Las baladas del terruño, de 1931). Además, una legión no contabilizada de imitadores.

A López Velarde se le suele adjudicar la fiebre de recuperación de “lo provinciano”, lo que viene de una lectura prejuiciada y con frecuencia falsa. En sus poemas no ve en la capital el “gran pozo de iniquidad”, ese cargo que en lugar de ahuyentar atrae irremisiblemente a los jóvenes, ansiosos de extraviar su virtud en las corrientes “depravadas” de la ciudad de México (son minoría los convencidos del pecado como el fin de los tiempos). Y el mensaje de López Velarde, si alguno, subraya los valores supremos de la estética que es ética, de la lentitud inevitable que aletarga las bondades (la provincia es inocencia en cámara lenta), de la suma de hábitos y detalles y disfrutes pequeños que la reiteración agiganta y que de perderse dañarían sin remedio la capacidad de observación tan propia del “espíritu nacional” (mexicano es aquel que se fija a diario en lo que hacen otros mexicanos). Véase el poema de la prima Águeda (1916):

A la hora de comer, en la penumbra

quieta del refectorio,

me iba embelesando un quebradizo

sonar intermitente de vajilla

y el timbre caricioso

de la voz de mi prima.

III

El atavismo y la fe de bautismo

Alfredo R. Placencia (1873-1930) es un cura de pueblo. Francisco González León (1862-1945), ex seminarista, “renuncia al mundo” a los 50 años de edad y opta por el apostolado laico. Ambos comparten con López Velarde la decisión vocacional: “revelar lo negado a los ojos profanos, la hermosura oculta a los sabios y revelada a los humildes”. Se exalta lo que la modernidad desprecia, ignora, hace a un lado, y se detallan las ventajas del tiempo sin tiempo que, entre otras cosas, le opone al progreso la perfección y la moralidad de las costumbres pueblerinas. En estos sitios, en estos poemas, y a lo largo de estas existencias, se busca objetivar la virtud y aportarle a cada imagen el contexto forzoso de cualidades bíblicas y devociones caseras. El lirio en el campo, la rendición del alma a la naturaleza, la religión por sobre las sujeciones de la moda.

González León y Placencia, cada uno de manera muy singular, sitúan la versión utópica de la provincia, exaltan la versión local de los valores de la cristiandad, la melancolía alborozada que infunde la religión vivida desde el aislamiento. En los pueblos de Jalisco, regidos por la monotonía, sólo hay un espectáculo permanente: el de las emociones. Si son legítimas (piadosas/familiares) tenderán, según los poetas, a revelarnos las vidas armoniosamente sedentarias, la voluntad de hallazgo de lo diverso en las repeticiones del rosario, la selección de objetos y colores predilectos, las horas del día donde el ánimo se distiende, mientras “están callados todos los ruidos”.

Hay aquí semejanzas con la propuesta cristiana de López Velarde. En “El cofrade de San Miguel” escribe:

Recuerdo que al mostrarme Herrán este cuadro, le dije mi resistencia a los crucifijos del populacho […]

Yo no puedo con estos Cristos, hazmerreír y trasgo, que se coordinan, en ultramar, con la pifia mesiánica refugiada bajo las faldillas de Guillermina. Reverente y reverencial, adoro a un Cristo sin guardarropa, cuyo cuerpo bendecido irradia de una dignidad limpia y traslúcida, como la de un nardo que hubiese padecido por la salvación de las rosas.

(Resituar lo venerado es trasladar de algún modo el impulso de la religiosidad a la mirada sobre los objetos, es personalizar al extremo la fe.)

* * *

Placencia y González León pertenecen a una “vanguardia secreta” que rompe con esquemas previsibles de lo católico y con moldes de la secularización ya presente. ¿Pero quién advierte una ruptura tajante si la envuelven las galas idiomáticas? No hay, ni en la Iglesia ni en la sociedad literaria de entonces, espacio para ellos. Su aventura es única. Placencia, sostenido por la desnudez del estilo, se aparta de los goces verbales al uso, y llega al borde de la desesperación, con ánimo comparable al de Léon Bloy o Simone Weil:

Como el último pobre vergonzante,

quiero un lecho raído

en algún hospital desconocido,

y algún Cristo de cobre, agonizante,

y una tremenda inmensidad de olvido…

[De “Mi Cristo de cobre”]

O traspasa la herejía en pos de una nueva beatitud:

Así te ves, mejor, crucificado.

Bien quisieras herir, pero no puedes.

Quien acertó a ponerte en ese estado

no hizo cosa mejor. Que así te quedes.

[De “Ciego Dios”]

En el curato perdido un sacerdote llora, librado a su esperanza y su desesperanza místicas. Eso es todo. Y al recurrir a estampas tan desoladas, ridiculiza sin proponérselo el kitsch religioso tan omnipresente en la época. Y González León, amigo de López Velarde, trueca el show del sentimiento devocional por el respeto a las emociones sencillas, y repite el Sermón del Monte: la vida es más que el alimento, y el cuerpo más que el vestido. Lo pequeño es hermoso, y no hay caso en renegar de gustos ancestrales. Los lugares sin fama albergan tesoros que potencian los sentidos:

Fue mi libro de texto un amor escolar;

fue una muchacha triste, la que llegó a quererme

tan hondamente, que dejó al pasar

por sobre mi vida, todo su atardecer.

Aún de la colegiala traía la manteleta

azul de las linternas, allá cuando en la escueta

sala de dibujo, en la gran sala,

fue nuestra primera, recóndita violeta,

esbeltez de gacela,

sabiduría de abuela,

arranques de Graciela,

y los dulces resabios de la escuela. Sus manos,

lenidades de paloma,

sus manos escolares que me empeñé en besar;

sus manos que exhalaban el aroma

de un lápiz acabado de tajar.

Ante una poesía sin adornos, cuyo valor se inicia en la resistencia a lo convencional, no hay respuesta crítica. En las astucias de la rima y en el apego de González León a las metáforas de “origen humilde”, sus coetáneos sólo advierten el localismo de la modestia justificada. ¿Quiénes le conceden razón de ser a una poesía tan conservadora en lo temático, tan escueta en lo retórico y, con frecuencia, tan autocomplaciente? No se aquilatan su brillantez y su cultivo de la metamorfosis y las propuestas originales se nublan. No se sabe de la obra de Placencia, y se olvida a González León o se le relega al casillero de la “poesía religiosa y costumbrista”, sin advertir su perspectiva de lo tradicional, donde se compara al pueblo con el paraíso oculto y a la amada con la Virgen (si se deifica a la mujer, es más fácil acercarse a ella), lo que no se detiene allí:

Son mis negras aflicciones cien pecados, ¡oh Cristiana!

Tú estás hecha con la exangüe carne blanca

de los lirios moribundos.

Tú eres rosa que cultiva Jesucristo el hortelano.

¡Quién me diera el asomarme a tus ojos tan profundos!

¡Quién me diera en comuniones esas hostias de tu mano!…

Me he engreído a las iglesias porque buscas sus asilos.

Tienes nombre de la Virgen y a la Virgen te asemejas.

El dualismo de tus ojos es espada de dos filos,

y es de espadas combadas el dualismo de tus ojos.

[De “Cristiana”]

Salvar lo vivido, proteger lo reverenciado, darle a los recuerdos la calidad de premoniciones. Para González León, la estética es parte central de las funciones de la fe, al ser el esplendor de la imagen el gran testigo de lo verdadero. La convicción es omnipresente: la poesía es el registro de la emoción que se encuentra en el pueblo y en los templos, el alborozo de acercarse con la mayor exactitud posible a los rituales de los ancestros y a las vivencias de los descendientes. No hay amor más álgido que el que le encomienda a los versos el redescubrimiento de la vida diaria:

Liturgia que lo canta,

fe que lo eterniza,

sol que lo abrillanta,

luna que lo melancoliza:

de mi pueblo aquel templo parroquial

con el atrio nemeroso

tras el férreo barandal.

[De “Parroquial”]

En la pintura, Herrán imagina la raza bellísima que debió poblar Aztlán, y Manuel M. Ponce, en su famosísima canción Estrellita, despliega sus experiencias en las calles provincianas. Su estrategia conjunta es don de la época. En México —ésta podría ser la idea— la provincia, por intocada, por apenas vista, por hurtada al golpe civilizatorio, es el surtidor primordial de la estética de lo cotidiano.

IV

Las estaciones de la providencia

En su primera etapa, López Velarde se enamora de los temas que más recrea, y su poesía trasciende escollos de la ingenuidad como en los siguientes versos:

Los días de guardar en pueblos provincianos

regalan al viandante gratos amaneceres

en que frescos los rostros, el Lavalle en las manos,

camino de la iglesia van las mozas aprisa;

que en los días festivos, entre aquellas mujeres

no hay una cara hermosa que se quede sin misa.

[De “Domingos de provincia”]

El juego con la provincia y lo provinciano es, en última instancia, la batalla entre los conservadores (a la defensiva) y los liberales (cuya ofensiva mezcla la crítica justa con la mala fe). Por un lado, el monopolio de lo cursi, que culmina en un lema de la capital del Estado de México, sólo recientemente abandonado: “Toluca es la provincia, la provincia es la Patria”; por otro, la burla, el choteo, el menosprecio de las ambiciones de pureza que se oponen a los siete pecados capitalinos: la petulancia, la decadencia de las costumbres, la frivolidad y el cultivo de los placeres mundanos, la pérdida del sentido de familia, el enaltecimiento del pecado, el relegamiento del sentido de culpa y la moda como teología ante el espejo. Todo esto, no obstante los intentos de adjudicárselo, no tiene que ver con López Velarde, que no intenta salvar los hábitos provincianos, y que más bien admira las visiones y las emociones que inventa.

“Cuando me sobrevenga / el cansancio del fin”

Durante largo tiempo el enfrentamiento o la gran batalla cultural entre la capital y la provincia utiliza elementos no de la poesía sino de la mitología de los textos de López Velarde.

Cuando me sobrevenga

el cansancio del fin,

me iré, como la grulla

del refrán, a mi pueblo,

a arrodillarme entre

las rosas de la plaza,

los aros de los niños

y los flecos de seda de los tápalos.

[De “Humildemente…”]

López Velarde divulga sus buenas nuevas: si la memoria tiene zonas artísticas, la provincia, descrita como el conjunto de sensaciones artísticas de lo cotidiano, vale inmensamente la pena. No hablo de nostalgia, el ensueño retrospectivo tan sujeto siempre a remodelación, sino del enorme acervo de impresiones donde la persona, lo quiera o no, se entrega a su sensibilidad provinciana, es decir, al examen de una formación cultural y sentimental, y al hacerlo descubre o redescubre que, a cambio de lo negativo que pocas veces se reconoce (la estrechez de la visión del mundo o las atmósferas represivas o la ausencia de estímulos), están a su alcance las maravillas que distribuyen el amor a Dios en las imágenes acumuladas por cada persona a lo largo del día (la espiritualidad también es anecdótica). No se compensa la ausencia del progreso con la riqueza sensible; más bien, a través de la percepción literaria, lo vivido ofrece su dimensión artística. En el orden de las vivencias, lo sentido y lo presentido se potencian gracias a la diafanidad de los versos:

remozados altares;

el amor amoroso

de las parejas pares;

noviazgos de muchachas

frescas y humildes, como humildes coles,

y que la mano dan por el postigo

a la luz de dramáticos faroles;

alguna señorita

que canta en algún piano

alguna vieja aria;

el gendarme que pita…

… Y una íntima tristeza reaccionaria.

[De “El retorno maléfico”]

Eso también lo obtiene la poesía: extraer las imágenes del cerco ideológico y llevarlas a la transparencia de los sentimientos, no tal y como se producen sino tal y como los define, por ejemplo, el verso que sitúa la “íntima tristeza reaccionaria”, una respuesta sensible (no política) donde el adjetivo reaccionaria está al servicio de la evocación. (Gabriel Zaid ha examinado con profundidad este poema y este verso.) Y en el vértigo de impresiones que anuncian la modernidad como espíritu de síntesis, López Velarde es singular:

Uno es mi fruto

vivir en el cogollo

de cada minuto.

* * *

“Dios está en el detalle”, el apotegma atribuido a Mies van der Rohe y ya incorporado a la cultura general, es muy probablemente una de las divisas de López Velarde (otra podría ser: “Dios está en la ampliación de los territorios permitidos, o en el perdón que lo devocional otorga a lo prohibido”). En la provincia velardiana, el detalle complementa y diversifica el vigor metafórico. Así es el poema dedicado a Enrique Fernández Ledesma:

De aquella planta que regamos juntos

eran cofrades la senil vihuela,

los pupitres manchados de la escuela,

la bíblica muchacha que adoraste,

los días uniformes, el contraste

de un volumen de Bécquer y Fabiola,

la soprano indeleble que aún nos mima

con el ahínco de su voz pretérita,

y el prístino lucero que te indujo

al apurado trance de la rima.

[De “Introito”]

V

“En recuerdo fanático de mis yertas prosapias”

¿Cuáles son los elementos de la cultura conservadora del tiempo de López Velarde? Cito algunos:

• El amor por las tradiciones novohispanas, seleccionadas y preservadas por las minorías devotas del siglo XIX. En el conjunto se destacan crecientemente el arte religioso del virreinato y la “hidalguía” como forma de vida.

• El catolicismo, la fe de los ancestros, que, además de la relación con la trascendencia, produce la gran estética de las iglesias y la liturgia y el amor a los símbolos.

• La relación viva con el integrismo de España. Los conservadores mexicanos son “criollos espirituales”.

• La identificación de fe única y deber nacional, que deposita en la jerarquía eclesiástica la interpretación de lo real, lo que conlleva el odio a la laicidad y el liberalismo en nombre de la moral obligatoria.

• La Virgen de Guadalupe como culminación de la religiosidad popular.

• La lejanía anímica de la capital y sus “infiernos”, que intensifica en un sector de los provincianos el rechazo visceral/ideológico a las “perversiones de la urbe”, que es desconfianza a lo que no se conoce y disgusto ante la existencia de la mínima tolerancia.

• La certidumbre de un “eje del mal”: el protestantismo, la masonería y el ateísmo (herejías intercambiables), pecados contra Dios y la nación. En “La Conquista”, un texto de El minutero, el poeta afirma: “… persuádeme de que la médula de la patria es guadalupana… las campañas callejeras del Ejército de Salvación convergen al punto de ir a los cielos con pasaje ínfimo a la módica tarifa del mal gusto”.

• La identificación de lo nacional con el ordenamiento rígido y el cumplimiento forzado de las costumbres (sociales y religiosas). También, lo nacional es simultáneamente la severidad y el relajo, la noche de la fiesta y la mañana del arrepentimiento.

• La intolerancia expresada como defensa de las esencias nacionales, la moral y las buenas costumbres.

• El papel subordinado de las mujeres, vírgenes a la postre intercambiables.

• La fe como la gran herencia familiar, que es también la correa de transmisión del dogma.

* * *

De manera no tan paradójica, luego del triunfo de los liberales, las negociaciones de la economía y de la estabilidad reimplantan el juego de las jerarquías, ya sin caballerangos de la Emperatriz. Así es, toda sociedad estable tiende al conservadurismo y al catálogo de prosapias realzadas por el aval de la vida eterna a cargo de los obispos. Desde 1870, en plena República Restaurada, el plan de la “restauración espiritual” se afina, conviene reimplantar la instrucción religiosa, y por eso a cada diócesis se le adjunta un seminario, con la misión de poner al día a los clérigos entre visitas episcopales y conferencias. A los laicos se les instruye a través de misiones, catecismos, predicación, escuelas, peregrinaciones, cofradías. Se quiere un catolicismo hábil que gane la paz; se promueve la meta de un país “regenerado en lo espiritual”, abstracción que es crítica explícita a la Reforma liberal. Aumentan las vocaciones, crece el número de sacerdotes provinciales.

Con Porfirio Díaz en el poder, la Iglesia católica negocia el acatamiento político a cambio de numerosas concesiones. En la provincia sólo rige el catolicismo, apenas confrontado por pequeños bastiones liberales. Cunde la transferencia de algunos deberes religiosos de los sacerdotes a los diáconos, y continúa el veto: no se admiten las ideas que “disuelven” la sociedad y la familia. En Jalisco, Zacatecas, Aguascalientes, San Luis Potosí, Guanajuato y en todo el país, alrededor de los seminarios, se implanta la represión moral como camino seguro al paraíso. Moralizar es vigilar, detallar lo permitido es castigar, y enumerar fiestas, preceptos religiosos, prejuicios, leyendas y adoraciones es unificar en un solo paisaje el dogma, la vida familiar, la gastronomía, la vida comunitaria, el sentido de las diversiones permitidas y las expediciones punitivas contra lo prohibido. Desde el confesionario se dirigen los temperamentos y esto le asegura a los conservadores el ordenamiento de la paz porfiriana.

VI

La tradición como conjunto escultórico

Del vocabulario poético de Ramón López Velarde: incensario, altar, eucarística; azahares, iglesia, hostia, mística, claustro, monasterio, locutorio, conventual, santas, el Amado, vino de consagrar, misa, casullas, mitras, bautizo, virtudes teologales, devocionario, pagano, Evangelio, beato, episcopal, báculo, Cordero Pascual, Espíritu Santo, seráfico, profético, días de guardar, devoción, ánima, cuaresmal, sacramental, corona de espinas, liturgia, litúrgicas, parroquia, custodia, rosario, eclesiástico, Pascua, calvario, santificar, Sión, Anunciación, gloria de Dios, penitente, canonización, pontifical, eucarístico, santuario, hisopo, Corpus, Viernes Santo, estola, cíngulo, Juicio Final, ángeles, reclinatorio, viáticos, teológico, comulgatorio…

Al usar igualmente los espacios de la fe y los rumbos siempre inesperados de la metáfora, algunas voces de la liturgia “modernizan” su sacralidad y, al hacerlo, modulan el espectáculo del “alma dividida”.

* * *

A López Velarde lo determina la voluntad de transgresión; no un proyecto o un programa, sino una posición inevitable. Luego de “la ceremonia de la inocencia” (el infortunio de los primeros textos), López Velarde reinterpreta las costumbres desde la perspectiva estética, rodea lo católico y lo provinciano con los enigmas heredados del modernismo hispanoamericano y sus revoluciones de imagen y prosodia, y —lo esencial— concentra en el amor imposible el sentido de la vida. Su osadía es incomparable, y para solventarla en la escritura, como hará después Agustín Yáñez en Al filo del agua, acude al idioma muy suyo y de su medio social. ¿La estrategia es deliberada, y donde se habla de canonización se filtra lo que los demás, si se atuvieran al texto, verían como profanación? Casi seguramente no; esta literatura no admite estratagemas. Así concluye su poema “A la gracia primitiva de las aldeanas”:

Mi hambre de amores y mi sed de ensueño

que se satisfagan en el ignorado

grupo de doncellas de un lugar pequeño.

Es tan vasto el reflejo condicionado de la tradición católica y criolla de provincia (“para doblegar y desaparecer lo prohibido, nunca lo menciones”) que la censura no observa las “profanaciones” de López Velarde. La inferencia es notable: si a los poemas los inundan las palabras del culto no hay duda: los textos son edificantes.

López Velarde se considera a salvo de la secularización: “hasta la casa en que nací / místicamente armada contra la laica era”, pero sus textos son animosamente laicos porque, además de concederle espacio a los “nuevos estremecimientos”, se vierten los vocablos del catolicismo en versos profundamente terrenales, en el filo de la navaja de dos imposibilidades: la renuncia a la fe y la renuncia al “perímetro jovial de las mujeres”. No en balde le entusiasma la cuarteta del poeta Herrera y Reissig:

Rezar un avemaría

rimados por la cintura,

y sorprendernos el cura

en esa impropia armonía.

* * *

“Un poeta—argumenta Northrop Frye—es la forma en que un mito crea otro mito.” El mito de donde surge López Velarde, me atrevo a sugerir, es el de la belleza de los ritos religiosos, con su aura de sueños y murmullos de la grey vuelta coro del presagio, y el mito creado es el de la poesía donde, en un círculo reverencial, lo profano (el deseo carnal) se disuelve y se recupera en lo sagrado (el deseo de asir la totalidad, ya no atisbada como por espejo). Y las visiones se desprenden de la actitud abierta. López Velarde, católico ferviente, está convencido de cuán posible y necesario es integrar la poesía con los símbolos y las voces de su creencia, y no oculta su intención: hacer de los versos el espacio de la otra libertad, contigua a la ya otorgada por la fe, la libertad de perder y recuperar la pureza en el mismo instante, de no darle tregua a ese ejercicio amatorio sin el cual la imagen de Dios se borra:

Ya no puedo dudar… Diste muerte a mi cándida niñez,

toda olorosa a sacristía, y también

diste muerte al liviano chacal de mi cartuja.

Que sea para bien…

Ya no puedo dudar… Consumaste el prodigio

de, sin hacerme daño, sustituir mi agua clara

con un licor de uvas… Y yo bebo

el licor que tu mano me depara.

Me revelas la síntesis de mi propio Zodíaco:

el León y la Virgen. Y mis ojos te ven

apretar en los dedos—como un haz de centellas—

éxtasis y placeres. Que sea para bien…

[De “Que sea para bien”]

El personaje poético de López Velarde entrevera la autobiografía y la enorme complejidad. Con audacia y talento inmenso, López Velarde convierte sus paisajes interiores y/o exteriores (la provincia, el amor a la religión, el apasionamiento por las jóvenes de aura virginal, la razón de ser de las tradiciones que transfiguran la poesía) en figuraciones de lo desconocido, de lo insólito por tan conocido, de la coexistencia de dos credos vitales (la renuncia y la entrega), del avasallamiento de lo sensual, de la primacía de lo religioso. No hay contradicción porque rige un criterio inmutable: “Ninguna respuesta pediré a mi dicha papista, a mi fe romana. Me basta sentirme la última oveja en la penumbra de un Gólgota que ensalman las señoritas de voz de arcángel”. Y la autobiografía se extiende hasta incorporar otras mitologías:

La edad del Cristo azul se me acongoja

porque Mahoma me sigue tiñendo

verde el espíritu y la carne roja,

y los talla, al beduino y a la hurí,

como una esmeralda en un rubí.

[De “Treinta y tres”]

VII

La vida literaria: cercanías, interpretaciones, distanciamientos, valoración múltiple, acuerdos nacionales

La obra de López Velarde se ha investigado y divulgado con rigor y lucidez. Entre lo más destacado, Xavier Villaurrutia (“Ramón López Velarde”, en Textos y pretextos, La Casa de España en México, 1940), José Luis Martínez (encargado de la edición de las Obras, versión aumentada de 1990, FCE, México), Octavio Paz (“El camino de la pasión”, en Generaciones y semblanzas, FCE, 1987), Luis Noyola Vázquez (Fuentes de Fuensanta. La ascensión de López Velarde, 1947 y 1988), Allen Phillips (Ramón López Velarde, el poeta y el prosista, INBA, México, 1962), Elena Molina Ortega (estudio biográfico y tres volúmenes de textos de RLV, UNAM, 1952-1953), Guadalupe Appendini (Ramón López Velarde. Sus rostros desconocidos, Gobierno del Estado de Zacatecas, 1988), José Emilio Pacheco (Ramón López Velarde. La lumbre inmóvil, selección y prólogo de Marco Antonio Campos, Gobierno del Estado de Zacatecas, 2003) y Guillermo Sheridan (Un corazón adicto. La vida de Ramón López Velarde, FCE, 1989; la edición de la correspondencia con Eduardo J. Correa y el aporte al rescate de numerosos poemas, crónicas, artículos y prosas).

Se han establecido las lecturas centrales y la correspondencia. Siempre, la lista de escritores fundamentales de López Velarde la encabezan Baudelaire (con la cita inevitable: “Entonces era yo seminarista / sin Baudelaire, sin rima y sin olfato”), el francés Jules Laforgue, el español Andrés González Blanco, el uruguayo Julio Herrera y Reissig, los mexicanos Manuel José Othón, Gutiérrez Nájera y Amado Nervo, el belga George Rodenbach y el francés Francis Jammes. También hay consenso respecto a sus procedimientos. Señala Pacheco, en su excelente La lumbre inmóvil: “López Velarde presenta una pluralidad de alusiones, reticencias, elipsis, sobreentendidos y significados subtextuales como no hay en ninguno de sus antecesores mexicanos”. Y agrega: “No es ni será nunca un ‘poeta popular’. Entre los nuestros es el que exige mayor colaboración del lector y conocimiento previo del lenguaje”.

* * *