Apología del disimulo
A petición del Preboste, certifico haber leído la obra de I. Padilla (en adelante P.) titulada Los anacrónicos y otros cuentos (en adelante L. A.), y haber encontrado en ella indicios de crímenes y ofensas varios. L. A. se presenta ante el desprevenido lector como la reunión de tres «cuentos»; una lectura más atenta revela que P. continúa con su empeño de darnos gato por liebre, de insistir con la táctica de camuflaje que lo caracteriza (ver expediente IGOR-21-345). P. se burla de nuestro celo, haciendo pasar por ficciones panfletos de naturaleza subversiva. Habiéndolo seguido por décadas —mi vigilancia se remonta a 1985—, sé que P. es un maestro de la ambigüedad y los dobleces: jamás se quiebra o estremece, pero por lo bajo desliza las mentiras más oscuras. Maestro del estilo y la metáfora, emplea un ritmo hipnótico para reducir a sus lectores. Los seduce con sus adjetivos y el vaivén marino de su prosa y luego los zahiere con sus dudas. Así es P.: sus personajes nunca aman y nunca se conduelen, nunca son generosos ni abnegados, en secreto odian a los demás o los desprecian, fingen ser una cosa y son otra. Nunca se cuestiona, pero se regodea en derruir las certezas ajenas. «Los anacrónicos» finge ser el irónico relato de un grupo de viejos que se empeña en celebrar un pasado imaginario. Un juego, dirán sus abogados defensores. ¡Falso! P. se burla de nuestros héroes y nuestras ceremonias. ¿Y qué decir de «El carcinoma de Siam»? Una apología del fratricidio. Por no hablar de «Desiertos tan amargos», la mayor alabanza de la destrucción que este censor haya leído. Las pruebas son contundentes: L. A. merece la pira. Mi recomendación es quemar el libro antes de abrirlo, de otro modo uno corre el peligro de quedar atrapado entre sus páginas.
Jorge Volpi