Fernando Iwasaki

 

 

Inqvisiciones pervanas

 

 

 

Prólogo de Mario Vargas Llosa

 

 

Edición definitiva

 

 

 

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Fernando Iwasaki, Inquisiciones peruanas

Primera edición digital: mayo de 2016

 

ISBN epub: 978-84-8393-572-9

 

© Fernando Iwasaki, 2007

© Del prólogo, Mario Vargas Llosa, 2007

© De esta portada, maqueta y edición: Editorial Páginas de Espuma, S. L., 2016

© Ilustración de cubierta: Fernando Vicente

 

 

Voces / Literatura 86

 

 

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INQVISICIONES

PERVANAS

 

 

Donde se trata en forma breve y compendiosa de los negocios, embvstes, artes y donosvras con que el demonio inficiona las mientes de los incavtos y mamacallos.

 

 

por

 

 

el Licenciado

 

 

Fernando Iwasaki Cauti

 

 

Antigvo colegial de los muy reverendos Hermanos Maristas de la noble Provincia de Lima, Maestro de Historia y Artes en la Pontificia Vuniversidad Católica del Perv y Doctorando por la de Sevilla, hasta que el Ministerio le reconozca sus títvlos de Vltramar.

 

 

Impreso de Madrid, en el año de MMVII

 

 

 

 

 

 

A Marle,

ab initio

Como dize Aristótiles, cosa es verdadera,

el mundo por dos cosas trabaja: la primera,

por aver mantenençia; la otra cosa era

por aver juntamiento con hembra plazentera.

 

Juan Ruiz, Arcipreste de Hita

 

 

 

Santa Librada,

Santa Librada,

que la salida

sea tan dulce

como la entrada.

 

Copla popular española a Santa Librada,

Patrona de los partos

 

 

 

¡De nuevo y acomodarse!

Dijo un cura al acostarse.

El sacristán dijo amén,

y se acostó también.

 

Canción popular peruana

 

 

 

Déjame que te cuente, limeño,

déjame que te diga la gloria

del ensueño que evoca la memoria,

del viejo puente, el río y la alameda...

 

Chabuca Granda

Prólogo

 

Como solía hacerlo el gran tradicionista peruano Ricardo Palma, Fernando Iwasaki Cauti explora la historia con ojos de artista y creador de ficciones y, disputándole los viejos legajos e infolios coloniales a las telarañas y a las polillas, encuentra en esos documentos materiales que tienen la originalidad, la frescura y la audacia de la mejor literatura. Pero, Iwasaki es bastante más atrevido en su escrutinio de la sociedad limeña durante los siglos de la Colonia que Palma, cuya irreverencia no traspasó nunca ciertos límites. Los deliciosos (y a veces feroces) relatos de estas Inquisiciones Peruanas nos muestran una sociedad que, detrás de su apariencia soñolienta y ceremoniosa, impregnada de olor a sacris­tía, de rutinas estrictas y dóciles a las enseñanzas de la Santa Madre Iglesia, hervía de una sensualidad y unas pasiones carnales tanto más intensas y coruscantes cuanto más aplastadas se hallaban por toda suerte de prejuicios, prohibiciones y persecuciones.

Nada como la represión, el tabú, el riesgo implícito en su ejercicio, para hacer del sexo una preocupación dominante en una sociedad y para retorcerlo y degradarlo, convirtiéndolo en instrumento de dominación y fuente de frustraciones y neurosis. Esa es la imagen que el lector saca de las aventuras que protagonizan los personajes de este libro: un mundo de represión y estupidez amorosa, que, por ello mismo, prohijó y alentó las peores taras y depravaciones.

Pero, ésta sería la conclusión de una lectura seria y grave, que traicionaría unos relatos que están escritos en una vena risueña y bonachona, con una actitud tolerante y comprensiva para la ceguera y los excesos a que suelen ser propensos los seres humanos, y una percepción de la inevitable ingenuidad, inocencia y hasta idealismo que acompaña a veces aquellos comportamientos terribles, dictados por una fe rectilínea o una ignorancia inconmensurable.

Además de divertido, sorprendente y audaz, este libro es un buen ejemplo de la manera como la historia y la literatura pueden colaborar una con la otra y no enfrentarse en lo que muchos creen una incompatibilidad de objetivos, métodos y puntos de vista. No hay tal cosa. En estos relatos, la investigación, las referencias documentales, son tan rigurosas como deben serlo en un libro científico. Al mismo tiempo, la selección y la organización de ese fidedigno material están hechas con una intención artística y un cuidado de la forma que lo tornan invención, ficción.

Historiador, ensayista, crítico y cuentista, Fernando Iwasaki Cauti ha sabido integrar en Inquisiciones Peruanas todas estas vocaciones y curiosidades y el resultado es un libro que divierte e instruye a la vez, que hace viajar al lector por un mundo de fantasía al mismo tiempo que lo enfrenta, sin remilgos, a una realidad siniestra, dominada por el miedo, los fantasmas y la falta de libertad.

 

Mario Vargas Llosa

Londres, octubre de 1996

Exordio

 

Siempre descreí de aquella ñoña invención de la historia, según la cual Lima fue alguna vez una limpia ciudad perfu­mada de magnolias, donde apenas el lamento de los campanarios quebraba el modoso silencio de una austera población entregada al rezo y los cilicios. Esta imagen ador­mecedora ha sobrevivido a pesar de los testimonios del Inca Garcilaso, quien en ella fue muy triste; del barón de Humboldt, irritado por la aldeana envidia que dominaba la Tres Veces Coronada Villa; de Herman Melville, que se recreó en su inmundicia; de Charles Darwin, que la calificó de fatua y miserable, y de Sebastián Salazar Bondy, quien le dedicó una obra de corrosiva edificación: Lima la horrible.

Y sin embargo, la mitología oficial de Lima no deja lugar a otras referencias que tal vez podrían componer una leyenda más real y persuasiva. En una novela de Henry James –Watch and Ward– el joven protagonista se enamora de una limeña de dulces ojos avellanados, en El vampiro de Sussex Sherlock Holmes persigue a una refinada y sensual asesina peruana y H. P. Lovecraft eligió la vetusta biblio­teca de la Universidad de San Marcos para ubicar un ejemplar de su apócrifo y terrible Necronomicón. En el imaginario universal, Lima es sobre todo una voluptuosa ciudad de mujeres fatales e inercias siniestras.

¿De dónde proviene esa respetable reputación? Paul Gauguin siempre evocaba la inmoderación de sus nodrizas limeñas y admitía que su debilidad por las mujeres color canela no había surgido en Tahití sino en Lima, cuando las muchachas de su abuela Flora Tristán le acariciaban el sexo y lo acurrucaban entre sus pechos tiernos y olorosos para que soñara con los angelitos. Apenas unos años antes, cientos de limeñas –aristócratas y plebeyas, casadas y doncellas, nobles y esclavas– habían pasado por la alcoba de Simón Bolívar en su casa de Magdalena, donde la tradición recuerda a una madura criolla de pubis lacio que fue rasurada como un melocotón por el invicto Libertador. Pero la historia de amor del anciano virrey Amat con una cómica libertina más conocida como la Perricholi, quizás es el único episodio de erotismo, fornicio y adulterio que ha sorteado el mojigato pudor de los historiadores. Lamentablemente, sabemos más acerca de los caballos regalados a la Perricholi que del arte de montar del enamorado virrey, quien preso de instintos ecuestres hizo construir una torre desde donde seguía las corridas de toros y los movimientos circulares de la grupa de su amante.

La literatura fantástica nos enseña que ciertos fenómenos extraordinarios tienen su origen en situaciones igualmente inverosímiles, y la fruición de los limeños parece provenir de inexorables designios astrales, pues fray Antonio de la Calancha afirmó en su Corónica moralizada del Orden de San Agustín, impresa en 1638, que Lima estaba regida por el signo Géminis y que ello explicaba el deseo de sus habitantes por «quererse casar con gentes de otras tierras, i comúnmente no ser muy pacíficos los casados», así como el «ser los onbres liberales i de buenas entrañas, diligentes en sus cosas, dados a grangear i a mercancías, amigos de ablar mucho i en lenguage discreto; i las mugeres estimadas, i que se tienen en mucho, siendo las más dellas inclinadas al matrimonio desde muy niñas». Si el recatado agustino se hu­biera atrevido a enumerar otras calidades geminianas, habría tenido que mencionar la concupiscencia, el hedonismo, la coquetería, el desenfreno y la morbidez; mas nunca la continencia, el decoro o la templanza. Por eso es que la «lisura» que derraman las limeñas por puentes y alamedas no es ni sencillez ni dulzura ni suavidad, sino pura provocación, deseo y obscenidad.

¿Podemos seguir afirmando entonces que Lima es una ciudad pacata y pudibunda?, ¿por qué hasta ahora perdura la fama de cucufata y santurrona? No creo que el respon­sable sea don Ricardo Palma y sus sabrosas Tradiciones Peruanas, sino la inverosímil constelación de santos, venerables y otras piadosas especies que vivieron en Lima durante los siglos xvi y xvii. La influencia de esas figuras es tan grande, que el estereotipo de las limeñas no es la Perricholi sino Santa Rosa.

Por eso he decidido dedicar estas páginas a conjurar la imagen vicaria de Lima desde sus propios sedimentos religiosos, redimiendo de la incuria a una singular floresta de monjas, confesores, beatas, heterodoxos, exorcistas e inquisidores, para regalo de arrechos y escándalo de necios.

 

 

 

F. I. C.

Sevilla, primavera de 1992