Ángel Zapata

 

 

Las buenas intenciones

y otros cuentos

 

 

 

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Ángel Zapata, Las buenas intenciones y otros cuentos

Primera edición digital: mayo de 2016

 

 

ISBN epub: 978-84-8393-502-6

 

 

© Ángel Zapata, 2011

© De la ilustración de cubierta: Roberto Carrillo

© De esta portada, maqueta y edición: Editorial Páginas de Espuma, S. L., 2016

 

 

Voces / Literatura 153

 

 

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Para Medardo Fraile

Para Eduardo García

 

 

 

 

 

 

–Pero yo soy real –dijo Alicia echándose a llorar.

–No te vas a volver más real por llorar –observó Tweedledee–. No hay por qué llorar.

Lewis Carroll, A través del espejo

 

 

 

Siempre le he temido a mi corazón.

Joseph Conrad, La línea de sombra

 

Mitades

 

Me notaba rendido aquella noche, pero la marca roja que Concha tenía en el hombro a mí me parecía un chupetón, y así se lo dije.

–¿Te refieres a esto? –me dijo ella. Y se señaló la marca, sin levantar los ojos del libro.

–Sí, Concha.

–Pero Alberto ¿estás tonto o qué? ¿de qué iba a tener yo un chupetón?

–Pues de follar, Concha. Hasta donde yo sé, los chupetones salen de follar, o de darse la paliza, o de otras cosas por el estilo.

–Tú sí que estás paliza, Alberto, hijo. Anda, duérmete, y mañana será otro día ¿eh?

Por un momento le hice caso a Concha. Dejé las gafas junto al despertador, apagué la lámpara de mi mesilla y me puse a dormir. Pero no había manera. Seguía pensando en el chupetón. «Duérmete», me había dicho. Y a pesar del cansancio, medio dormido y todo, pude oír cómo Concha tardaba una eternidad en pasar la página del libro que se había llevado a la cama, cuando ella, normalmente, suele leer muy rápido.

De modo que era inútil empeñarse en dormir y volví a espabilarme. Concha y yo nos habíamos casado seis años antes y faltaban unos pocos días para que fuese nuestro aniversario. En todo ese tiempo habíamos tenido algún altibajo, pero las cosas entre nosotros no podía decirse que fueran mal. Yo nos veía bien como pareja. Nos veía normal por lo menos, ni mejor ni peor que las otras parejas que conocíamos. En los últimos meses, quizá Concha había estado un poco más fría que de costumbre. O puede que muy fría incluso. Pero yo lo achacaba a su carácter, algo inestable en general. Dejé correr las cosas. Eso fue lo que hice. Ahora había una marca en su hombro. Y no servía de nada esforzarse en dormir.

Al cabo de un rato noté que Concha se daba la vuelta hacia su lado de la cama, dejaba el libro en la mesilla y apagaba la luz. Entonces lo intenté otra vez.

–Concha.

–¿Qué?

–Nada: que quién te ha hecho el chupetón.

–¿Qué chupetón, Alberto?

–Pues el que tienes en el hombro, Concha. Porque esa marca roja yo estoy casi seguro de que es un chupetón, ya te lo he dicho.

–Alberto: ¿tú te has propuesto darme la noche?

–No, Concha.

–¿Lo dejamos para mañana entonces?

–Pues no lo sé. No sé si lo dejamos, porque un chupetón es algo serio. ¿Cómo voy a dormirme sabiendo que estás aquí, a mi lado, como si no pasara nada, pero con un chupetón inexplicable en mitad del hombro?

–Alberto.

–¿Sí?

–Este cardenal que tengo en el hombro no es un chupetón, ¿vale?

–Pues lo parece. Parece un chupetón.

–Estás a punto de hartarme –dijo ella; y volvió a dar la luz de su mesilla– ¿Qué pasa? ¿Que tengo que enseñártelo para que te convenzas? A ver, míralo bien: ¿te parece o no te parece un chupetón?

Me incorporé en la cama, encendí la lámpara de mi mesilla, y me puse las gafas otra vez. Después examiné un buen rato el hombro pecoso de Concha.

–¿Ya? –me dijo.

–Bueno.

–Bueno ¿qué?

–Pues que puede que no sea un chupetón.

–¿Lo dejamos entonces?

–Lo dejamos.

–¿Prometido?

–Prometido.

–¿Tienes frío? ¿Quieres que encienda la calefacción?

–No, por mí no la enciendas.

–¿Te has quedado tranquilo?

–Sí –le dije.

Pero no se lo dije de verdad. Se lo dije por no querer pelea; porque así, mirado de cerca y con gafas, aquella marca roja en el hombro de Concha tenía todo el aspecto de ser un chupetón.

Eran casi las doce y los dos madrugábamos al día siguiente. Llevábamos un rato con la luz apagada, intentando dormir, y yo seguía con las gafas puestas. No sé por qué. Tenía las gafas puestas y unas ganas terribles de fumar. De manera que fui con cuidado. Salí despacio de la cama, busqué el tabaco por los bolsillos del pantalón; y una vez acostado encendí el cigarrillo haciendo pantalla con la mano izquierda, para que el resplandor no despertase a Concha.

Estaba tan rendido como antes, o quizá más, pero noté que Concha seguía despierta porque tragaba saliva. Un médico lo había explicado aquella noche en un documental de la televisión. La gente que duerme no traga saliva. Por lo visto es así. Es un mecanismo fisiológico, había explicado el médico. De modo que Concha no estaba dormida, y a mí me pareció que iba a ser preferible dejar habladas las cosas.

–Concha, antes te he prometido que lo dejábamos porque no tenía ganas de discutir –le dije.

Y me quedé callado. Oía respirar a Concha en la otra esquina de la cama y no sabía si seguir o no.

–Pero va a ser mejor que lo aclaremos –dije–; porque esa marca es un chupetón.

Eso le dije.

Y entonces ocurrió algo extraño. Bueno, no sé si extraño después de todo. Lo que ocurrió en aquel momento fue que Concha se puso a llorar. De golpe. Sin decir una palabra. Íbamos a cumplir seis años de casados, y hasta esa misma noche yo no había visto nunca llorar a Concha. Ahora tampoco la veía. La sentía llorar. Pero lloraba tan desde dentro, que parecía que iba a romperse en dos mitades.

Yo seguía fumando, y aunque no había encendido la lámpara de la mesilla llevaba todavía las gafas puestas. Entonces tuve un reflejo (o no sé si un reflejo: un impulso, más bien); pero el caso es que avancé en la oscuridad mi mano izquierda, y la puse en el hombro de Concha. Ella rehuyó mi mano, dobló las piernas sobre el pecho, y siguió llorando así, hecha un ovillo, en su borde del colchón.

Luego Concha me habló en cuanto pudo:

–Lo siento mucho, Alberto –me dijo–. Lo siento. Lo siento mucho. Sé que no vas a perdonármelo, y que no puedes imaginarte cómo lo siento –me dijo Concha.

Me lo había dicho llorando; y al cabo de un rato, un poco más tranquila, me dijo también:

–No sé si lo siento en realidad.

Eso fue lo que dijo.

Yo me senté en mi lado de la cama, con los pies en el suelo y los codos apoyados en las rodillas. Era una noche de febrero y la tarima del dormitorio estaba helada. Tenía todavía las gafas puestas, pero ya no notaba el cansancio.

Notaba los pies fríos. Sólo eso.

Por un momento tuve la idea de ir a encender yo mismo los radiadores de la calefacción.

Tuve la idea pero no lo hice.

Pensé que era mejor si no hacía nada.

Justo y el ángel

 

Justo me dice que no haga caso. Me dice que haga como si no le viera. «Tú, ni caso», me dice Justo. Me insiste en que el precio del piso ha sido una ganga. Y en que el ángel de la anunciación, con sus bucles dorados y sus alas de nieve, se cansará algún día de aparecerse a las doce, junto a la máquina de coser, y llamarme «bendita entre las mujeres».

–A ti qué más te da lo que te llame –me dice Justo–.Tú piensa en que este piso tiene un balcón hermoso, Antonia; y en que está bien comunicado.

Eso me dice.

–Bendita tú entre las mujeres –me dice el ángel todos los días.

Y a pesar de sus bucles dorados y sus alas de nieve, yo me pongo roja como una manzana, porque me lo dice con mucha intención.

–Tú ni caso –me insiste Justo.

Y entre Justo y el ángel van a volverme loca.

Quizá una mala racha

 

Si se ponía a pensarlo, y era algo que hacía a menudo, a Pablo le daba miedo que de tanto respirar la gente se acabara el oxígeno. Aquello del oxígeno lo había explicado unos días antes don Evelio, en la clase de Ciencias, y cuando a Pablo le venía esa aprensión, la de que el aire se agotase, se estaba un rato grande, media hora quizá, llenando los pulmones a bocanadas cortas –lo mismo que los peces o las personas cuando se disgustan–, y hasta se hacía el propósito de acostumbrarse y respirar sin avaricia.

También por esa época, a principios de junio, su madre quiso llevarle de visita a casa de su amiga Encarnación, que se había hecho testigo de Jehová. Y Pablo recordaba aquella tarde porque Encarnación les había sacado café y unas galletas largas con sabor a canela que se llamaban napolitanas, y luego pasó todo el tiempo hablándoles del fin del mundo, de lo cerca que estaba, y de cómo había ahorrado para poner una litera en el cuarto de los niños, y ahora opinaba que no: que para unos meses, para un año a lo más, ya no valía la pena meterse en obras:

–Yo no sé qué pensar, Encarnación –le decía la madre– ¡con lo que tú creías, y aquellas poesías tan románticas que le hacías a la Virgen!

Pero según Encarnación el fin del mundo iba a venir porque Dios lo tenía dicho; y aquella tarde se la pasó leyendo cosas de la Biblia y hablando con rabia de los inicuos, y al decir que la Iglesia tenía una manga así de ancha se cogía pellizcos de la blusa, que tenía –es verdad– unas mangas anchísimas. En cambio del oxígeno no dijo nada. Y Pablo lo del oxígeno lo veía peor, más como de un día para otro.

Claro que todo se juntaba, era una mala época quizá, y esa noche reunió sus cosas en un cajón vacío del armario (un equipo de chapas, doce tebeos de Tarzán, un yoyó profesional y el traje de futbolista), no fuera a despertarse en pleno fin del mundo, o ya con el ahogo del oxígeno escaso, y tuviera que andar preparándolo todo en medio de aquel apuro.

Pero se ve que al día siguiente no pasó nada, y al volver del colegio decidió comentarlo con su amigo Fermín:

–¿Tú respiras mucho?

–Yo, lo normal.

–¿Y si el aire se acaba y viene el fin del mundo?

–No sé: mi padre se está haciendo una casa en Socuéllamos; seguro que nos íbamos allí.

–¿Y seríais capaces de respirar vosotros solos mientras la gente se moría?

–Pss... igual sí. Eso nunca se sabe.

ministro

–Pues a mí tu marido me parece un buen hombre, Encarnación; y cada matrimonio tiene rachas y rachas, y el mundo –yo lo veo a mi modo, tú haz lo que quieras– no se acaba por eso.