Isabel González

 

 

Casi tan salvaje

 

 

 

 

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Isabel González, Casi tan salvaje

Primera edición digital: mayo de 2016

 

ISBN epub: 978-84-8393-529-3

 

© Isabel González, 2012

© De la fotografía de solapa: Ismael Martínez, 2012

© De la fotografía de cubierta: Laci Kuskulic, 2011

© De esta portada, maqueta y edición: Editorial Páginas de Espuma, S. L., 2016

 

 

Voces / Literatura 168

 

 

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A mi hermano Ángel

 

 

 

 

 

 

 

 

Abro otra vez la puerta y salgo al mismo incorregible futuro del que vengo. Se dignifica en la distancia el caos; de cerca, es un maldito basurero de normas.

José Manuel Caballero Bonald,

«Contribución a la perplejidad», Laberinto de fortuna

 

 

 

Sueña con su calavera y viene un perro y se la lleva.

Roberto Iniesta (Extremoduro),

«Standby», Yo, minoría absoluta

 

 

No es amor lo que se pide

 

No es amor lo que se pide. Son muchas cosas pequeñas y sin descanso. Una tras otra. No sé por qué lo llaman amor. No sé por qué no lo llaman muchas cosas pequeñas y sin descanso. Creo que podría ajustar mi vida a ello. ¡Se ha acabado el queso rallado!, descubro el paquete vacío. Me alarmo. Pero hay queso en la despensa y un rallador en el armario y he perdido la costumbre de aunarlos.

Hoy me he levantado a las seis, he planchado, he enviado dos correos y he contemplado a mis hijos mientras dormían. Aunque no me reclamaban, les he arrancado la sábana y los he despertado. Porque, a veces, también es lo que no se pide. Sobre todo, lo que no se pide. No sé por qué no lo llaman muchas cosas pequeñas y sin descanso y también lo que no se pide. El verbo dar. Un estadio primitivo. Ni siquiera precursor del trueque. Sacarse una muela y que consista en entregar una muela. Sacarse un hijo y que consista en entregar un hijo. La entrega. Una mujer que se llama Marisa y que llama Marisa a su taza. Marisa, al aparador. Marisa, a su calle y a su coche. «¿Marisa marisa?», pregunta a los vecinos. Los vecinos le sonríen como si fuera estúpida. No se dan cuenta de que, hablen de lo que hablen, también ellos están siempre hablando de ellos.

Y, sin embargo, no basta la entrega.

No basta la empatía.

La simbiosis.

La historia de ese hombre gordo que se rodeó de cosas enormes para atenuar su gordura. Cosas voluminosas. Palacios. Balaustradas de caoba. Mil hectáreas de terreno. Todos sus criados eran gordos. Todos sus consejeros. Comía mucho. Codornices en el desayuno. El zumo de cien melones.

Un día, un hombre flaco se internó por descuido en su bosque. Traía las costillas esculpidas. Bayas y arándanos. Las manos llenas de diminutas moras. Hacía tiempo que el hombre gordo no veía a nadie tan escuálido. «¿Tienes hambre?», le preguntó. «No es el hambre lo que me mueve, señor –contestó el hombre flaco–. Podría comer corzos y jabalíes. Soy un buen cazador. Pero sólo robo frutos pequeños para atenuar mi delgadez».

Y se alejó con su corona de mosquitos.

Porque no basta disponer de un bosque, de mosquitos o de un calendario laboral al que adaptarse. No sé por qué no lo llaman muchas cosas pequeñas y sin descanso y también lo que no se pide; nunca un bosque ni mosquitos; tampoco un calendario laboral al que adaptarse.

¿Sabes qué ha sucedido? Que no había queso rallado, que los niños dormían y que tú no estabas. Que quise ponerme el vestido de seda y que ya no había vestido; que al retirar la funda, encontré mil larvas adheridas a la percha; los botones por el suelo como ojos de plástico. Podría hervir los capullos e hilar de nuevo el tejido. Podría haberme preparado una infusión de pomelo y larvas. Pero me he asustado y he cerrado la puerta de golpe. Sigo aquí. Sentada. Quieta mientras las vainas crepitan.

El establo

 

Lo esperó durante horas en un establo del año dos mil diez. Sin abrir el bolso con la ropa interior negra. Lo esperó así, sentada al borde de la cama, con las piernas juntas y el bolso sobre las rodillas. Lista para coger el autobús a una ciudad extraña. Echó un vistazo a las serigrafías colgadas en la pared de piedra. «Chillida», leyó en las plaquitas. Kentias en el pesebre. De modo que en esto se habían convertido los establos. Habían llevado los burros al zoo y habían devuelto los leones a África por cuestiones ecológicas. El resultado es que ahora los zoos eran una cosa aburrida llena de asnos y de conejos, y que ella ocupaba el lugar exacto donde pació una mula. Aparearse en la habitación pija de una casa rural restaurada. Lo que había venido a hacer. Con esos cuadros que no le gustaban y que tanto se parecían a las argollas suspendidas sobre la cama. Donde no estaba la cabecera. Donde se amarraba a las bestias.

Por supuesto, pensó que aquel no era su sitio. Claro que quiso marcharse. Pero huir requería demasiadas gestiones con las que no había contado. Encender el móvil, llamar a un taxi, inventar excusas. Volvió a mirarse el reloj y sus zapatos inapropiados. Se descalzó. Un sistema de calefacción bajo el suelo templaba las baldosas de pizarra. Resultaba agradable. Podría esperar así otras cuatro horas. Cuarenta horas. Cuarenta años desde aquel fuego. Contaban chistes y el chico del ciclo superior quemó las suelas de sus botas. El chico del ciclo superior saltaba sobre las llamas, imitaba a una grulla y bebía de dos botellas a un tiempo. Cualquier sandez a la que está dispuesto un adolescente por llamar la atención. Y lo conseguía y era un orgullo que, entre todas las chicas, fuera a ella a quien cogiera de la mano. Hubo abucheos, silbidos, gestos inequívocos, la constatación de que algo se avecinaba. La pareja se alejó de la lumbre y caminó por la orilla del pantano bajo otra luz. La de la enorme luna que dibujaba las eneas. El chico del ciclo superior no la arrastró sin embargo hacia su tienda. Porque allí hacía frío. Porque los borrachos tropezaban con los vientos y soltaban las piquetas. Dejaron atrás la zona de acampada y se encaminaron hacia su coche. Él le abrió la puerta. Ella subió tiritando. «¿Tienes frío?». Arrancó el motor y la radio. «¿Te gusta?». Los pies arriba y la cabeza abajo. El tacto extraño, los dedos ajenos y ese olor a gata recién parida de los lugares cerrados donde se practica sexo.

Cada vez que lo recordaba, la mujer añadía o suprimía un detalle. Esta vez incorporó las eneas. Le resultaba difícil distinguir lo real de lo auténtico. Lo real: el mismo día que aprendió a fumar corrió sin bragas por la orilla del pantano. «Necesito ir al baño», pronunció. Abrió la puerta y ahí se quedó él. Esperando. En comparación con aquello, dos horas de retraso carecían de significado. Lo imaginó en pleno atasco, maniobrando en un desvío para dar la vuelta. Lo imaginó arrepintiéndose. O ni siquiera eso: tecleaba en su oficina, levantaba la vista hacia el reloj y, al llegar la hora acordada, dejaba sin más que su pulso se acelerara un poco. Llegados a este punto, la mujer pudo haber llorado, pero el llanto medía las emociones como una cinta métrica, así que suspiró, volvió a calzarse y salió a cenar con el desconcierto de una tejedora a quien en el mismo acto le quitan las agujas y le entregan la lana. Manos diligentes con las labores y manos torpes para sostener el menú. Qué hacer con tanta mano. Desdoblar la servilleta, colocarla sobre las piernas, alisarla, mirar al frente, recogerla de nuevo, volver a plegarla sobre el mantel. En el comedor sólo había otra mesa ocupada. Un congreso de algo que les obligaba a colgarse tarjetas identificativas. Veinte hombres que la miraron por turnos. Una señora que cena sin compañía. Una señora más redonda que vertical. No parecía una furcia ni una terrorista. No parecía una famosa. Pero inclinaron la cabeza y la saludaron con respeto porque, para estar sola, alguien tenía que ser. A la espera de sus boletus, la no furcia ni famosa ni terrorista reparó en un cuadro bordado, minucioso, hermoso de verdad. Un caballo negro relegado al espacio muerto entre el paragüero y la cocina. Expuesto a las salpicaduras de lluvia y de grasa. Rigor en la puntada y flexibilidad en las crines. Soltura de las articulaciones. Acceder a la curvatura con una técnica tan lineal. Sólo alguien que lo hubiera intentado podría apreciar la dificultad. «Gallardo», leyó en la chapita adherida al marco.

Gallardo me gusta más que Chillida –dijo a la camarera mientras se dejaba servir a duras penas. Le acercaba los platos, le apartaba las copas, hacía hueco a las fuentes.

–Gracias –contestó la camarera exagerando las erres y la modestia. Resultaba evidente que ella era la autora, pero la mujer quería oírlo de su boca. Obligarle a pronunciarlo. Tenía la costumbre de procurar felicidad.

–¿Lo ha hecho usted? –le preguntó.

Los congresistas pidieron la cuenta y la camarera se retiró a buscar la factura sin contestar. Uno de ellos se acercó a su mesa, le deseó buen provecho y le entregó una tarjeta: «Fulanito de tal, ingeniero eólico».

–Encantada. «Hermasa. Líderes en energía sostenible» –respondió ella.

Sílaba por sílaba, el eslogan del tráiler que transportaba molinos de viento y que había duplicado la tarifa de su taxi hasta ahí. Sílaba por sílaba. Con la naturalidad de una mentira sin objetivo. El hombre se despidió y la camarera trajo el café.

–Parece de verdad –volvió a insistir en el cuadro.

–Es de verdad.

–No me refiero al café.

–Yo tampoco.

La camarera dejó la bandeja sobre la mesa, descolgó el cuadro y le pasó la manga para quitarle el polvo.

–¿De verdad quiere saber la historia?

De cerca, la camarera todavía era más rosa y más azul. Más lejana. Se sentó a su lado y comenzó a hablar.

–Mi padre sólo se bañaba una vez al año. Mi padre era un hombre de campo. Un día se marchó a la feria y volvió con un animal de cuento. «Os presento a Gallardo», nos dijo. Gallardo se dice Dzielny en mi idioma. «Os presento a Dzielny», dijo. Y me enamoré de ese caballo negro y brillante. Un animal hecho para volar. Yo limpiaba su cuadra, yo le daba de comer y yo fui la primera en darme cuenta. Sudaba, tenía fiebre, le sangraban los cascos cada vez que labraba. «¡Un caballo de circo con los ahorros de diez años!», comprendí los reproches de mi madre. La debilidad de mi padre. Yo le daba de comer, yo lo cepillaba y yo limpiaba su establo.

La camarera se sirvió ginebra y señaló mi cuarto.

–Un establo muy parecido a ese.

–¿Mi habitación?

–Muy parecido, sí. Con un ventanuco que también daba a un valle –dijo. Vació su vaso y continuó–. Gallardo perdía pelo, las legañas lo cegaban y yo tenía que hacer algo. Tenía que hacerlo. Con el pelo muerto de sus crines yo rellenaba mi almohada, ¿comprendes? Así que, una noche, bajé al establo y le solté la cuerda.

La camarera miró el cuadro.

–Siga por favor.

–Fue mi padre quien lo encontró la mañana siguiente. Sin vida. Tirado sobre el heno. Yo le había soltado la cuerda que lo mantenía alejado del pesebre y él, el muy tonto, en vez de largarse, se había empachado de avena. El muy estúpido. Nunca confesé mi culpa. Nadie me pidió que lo hiciera porque en el fondo era un alivio. No esperamos a que amaneciera. Lo cargamos en un carro y lo llevamos a la sima. Su cuerpo negro se despeñó bajo una corona de buitres.

Las dos mujeres contemplaron la labor de mercería con el recogimiento de quien observa un cáliz y cree en él. La ginebra borboteaba al salir de la botella. Los frigoríficos aullaban en la cocina y el silencio se arrastraba bajo las piernas como una sábana por la arena.

–Aquí falta un punto. –La camarera golpeó con la uña el cristal del cuadro–. Otro punto blanco en el ojo derecho y la mirada le hubiera brillado como el primer día.

Dos mujeres que se cuentan lo que no cuenta.

–No ha venido –dijo la mujer.

No se preguntaron si volverían a verse. No se hicieron más confidencias. Las cosas que se cuentan a cualquiera son las cosas que sólo se pueden contar a cualquiera. La mujer regresó a su establo y pensó en su marido. Pensar en él consistía en pensar en otras cosas. Su marido: la masa base a la que podía agregarse el resto de ingredientes. Muchas frases condicionales. Abstracciones. Ideas estúpidas como la de volver a citarse con el primer hombre del que huyó. Abrió el bolso con la ropa interior negra, se tumbó sobre la colcha y con la otra mano contó las vigas del techo. En cada viga, los nudos de la madera.