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Mercedes Abad

 

 

La niña gorda

 

 

 

 

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Mercedes Abad, La niña gorda

Primera edición digital: mayo de 2016

Segunda edición digital: febrero de 2018

 

ISBN: 978-84-8393-522-4

IBIC: FYB

 

 

 

Colección Voces / Literatura 199

 

 

Nuestro fondo editorial en www.paginasdeespuma.com

 

 

 

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© Mercedes Abad, 2014

© De esta portada, maqueta y edición: Editorial Páginas de Espuma, S. L., 2018

 

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A Álvaro.

A todos los que nunca consiguen saciarse.

El endocrino

 

Jamás sabremos en qué momento exacto se le ocurrió a la madre la idea de llevar a su hija a un endocrino para ponerla a dieta. No sabremos si fue quizá charlando con alguna amiga que se lo aconsejó después de haber hecho lo mismo con su propia hija. No sabremos si fue una idea totalmente propia, ajena a toda influencia, ni si fue una idea propia de larga gestación, de esas que se van incubando noche tras noche en la angustia del insomnio, o si, por el contrario, fue una de esas ideas repentinas y fulminantes como una iluminación. Estamos condenados a ignorar el proceso que llevó a la madre a tomar una decisión que iba a suponer un cambio radical en la vida de la hija. Y no es que la madre haya muerto ni tenga Alzheimer ni cualquier otra patología cerebral que haya afectado a sus recuerdos. La madre existe, disminuida en alguna de sus facultades, pero viva al fin, y goza de una memoria espléndida para sus ochenta años. El problema es que la hija jamás le ha preguntado en qué preciso instante tomó la decisión de llevarla al endocrino y, a decir verdad, tampoco proyecta hacerlo ni a corto ni a medio plazo por la sencilla razón de que prefiere inventárselo. Con el tiempo ha aprendido a desconfiar de la realidad. La ha visto tantas veces dar pruebas de su criminal mezquindad, que prefiere sustituirla por los más amables frutos de su imaginación. Le fastidiaría mucho pensar que su madre la llevó al endocrino contagiada por alguna amiga, aunque llamar amistad a las relaciones cultivadas por su madre en el mercado, la tienda de ultramarinos, el Salón del Reino de los Testigos de Jehovà o la puerta del colegio, cuando los iba a buscar a ella y a sus hermanos, suponga conferir un honor inmerecido a aquellos roces efímeros y triviales, ajenos al verdadero afecto tal y como lo entiende la hija. No parece muy verosímil, y sí muy perturbador, que la idea hubiera procedido de la desastrada señora Gregori, aquel espantajo con pelos de rata y zapatones ortopédicos, a quien sin duda le habría convenido conceder alguna importancia, aún remota, a la belleza física, ni de la señora Castelló, cuyas hijas no tenían muchas luces y descollaban en el fracaso escolar pero eran todas indudablemente flacas, cada cual más bonita que la anterior, como si fuesen tan solo sucesivos borradores de algo increíble que aún estaba por venir como premio extraordinario al cristiano ardor con que aquellos padres producían un retoño cada año. De hecho, Susana se ha preguntado muchas veces por qué demonios las primeras de la clase eran siempre niñas más o menos gordas, feúchas, tímidas y torpes, cuando no directamente inadaptadas, pequeños monstruos sociales, carentes de todo atractivo, con gafas, granos, correctores dentales, vestidos espantosos y mucha vida interior.

No, imposible, la idea no pudo proceder de ninguna de aquellas señoras, todas más o menos irritantes a causa de su irreprimible proclividad a retener a la madre a la puerta del colegio con sus estúpidos e interminables parloteos, robándole impunemente a Susana la porción de atención materna que le correspondía y retrasando el ansiado regreso a los ochenta metros cuadrados que constituían su hogar, a la pantagruélica y consoladora merienda, a los juguetes, a la televisión y a los libros. Ninguna de esas harpías se merece tal honor. Ninguna de ellas es digna de haber interpretado un papel tan crucial en la biografía de Susana. A la porra pues con aquel hatajo de pesadas que se pasaban la vida despidiéndose porque supuestamente tenían mucha prisa pero no se iban ni a tiros (tan poca prisa tenían que se pasaban horas enumerando con lujo de detalles todos los motivos por los que tenían que irse). Atreverse a señalar esa obvia incongruencia le valió en una ocasión a Susana una sonora bofetada, aunque a decir verdad el parloteo materno con la pesada de turno quedó interrumpido, de modo que, aun pagando un precio alto, Susana consiguió volver a casa esa tarde antes de lo normal y comprendió el valor de una impertinencia a tiempo.

Sin embargo, nada de esto tiene ahora la menor importancia. Ni siquiera importa que Susana prefiera en el fondo de su alma que la decisión materna fuera totalmente propia, libre de enojosas influencias exteriores. Lo único que ahora importa es proceder a la solemne presentación de la niña gorda a los lectores que la seguirán a lo largo de estas páginas. Se llama Susana Mur y la tarde en que su madre la conduce al endocrino cuenta con trece años y medio, sesenta y siete kilos con novecientos gramos y un metro cincuenta y nueve de estatura. En cuanto a su carácter, un narrador realista, más proclive a mostrar la conducta del personaje, sus dichos y sus hechos que a deslizarse en el complejo entramado de su mundo interior, inventaría sin duda escenas cotidianas en las que Susana aparecería como una niña dócil y apacible, quizá un poco repipi y redicha y marisabidilla, pero deseosa de complacer o, mejor dicho, temerosa de disgustar, una niña, en suma, más bien medrosa y obediente. Un narrador más romántico, en cambio, aseguraría, haciendo un uso insolente de su facultad omnisciente, que si bien Susana se ha mostrado hasta ahora dócil y tranquila, las secretas turbulencias que agitan desde hace un tiempo los confines de su alma están a punto de provocar una tormenta en la superficie por un proceso parecido al de las erupciones volcánicas. Et voilà, messieurs, dames: les jeux sont faits, y esta es la protagonista de las páginas a las que se asoman.

Pero no nos precipitemos, ni nos dejemos engullir aún por los profundos seísmos del alma, y sigamos a la niña gorda, cual narradores realistas, en el crucial viaje, que la Susana adulta recuerda con asombrosa nitidez, entre su casa, en un barrio de clase media, y el consultorio del endocrino, en un barrio de gente bien de la zona alta de la ciudad. Susana ha tenido que ponerse un vestido que detesta particularmente, porque los vaqueros ya no le caben y la pieza que menos le disgusta de todo su vestuario está dando tumbos en la lavadora. Atrapada en ese camisero de punto hecho por la modista (ya que dar con ropa de su talla en las tiendas resulta casi imposible) con abominable estampado geométrico sobre fondo gris claro y botones rojos hasta algo más abajo del pecho, Susana se peina la larga melena de un claro color cobrizo, que le llega casi a la cintura, y se odia concienzudamente delante del espejo.

Por una vez la madre, poco dada al derroche, considera que la ocasión bien merece un taxi. Quizá a causa de ese insólito viaje en taxi en lugar del habitual autobús, con sus traqueteos, sacudidas y frenazos, la niña gorda comprende lo trascendental del momento y el corazón se le encoge. Después de un largo y sepulcral silencio, propio de quien asiste a un entierro y va grave y compungido, vierte una lágrima –ni dos ni tres, sino una–. De hecho, la niña gorda va a un entierro: el suyo, pues no puede por menos de intuir oscuramente que ya es tan sólo el capullo, el envoltorio a punto de caducar, del que saldrá una desconocida, un enigma absoluto. Al ver la única lágrima deslizarse por la mejilla de su hija, la madre, que ya bastante culpable se siente de arrastrarla a un endocrino –lo que entraña un tácito reconocimiento de que su hija no le gusta tal como es– siente que su decisión se tambalea y vacila y está ella misma a punto de echarse a llorar. Por suerte, ya han llegado a su destino, el taxista detiene el vehículo, detiene el taxímetro con un gesto que tiene algo de ejecución de sentencia, susurra el importe, contagiado él mismo por la solemnidad del momento, y la madre se salva de la culpabilidad y la melancolía gracias a la trivial cadena gestual consistente en sacar el monedero del bolso y hurgar en él hasta encontrar el dinero para pagar la carrera. Pero quiere el incomparable azar, el dionisíaco azar, hacedor de ironías a tiempo completo, que el taxi se haya detenido no exactamente enfrente del edificio donde el endocrino tiene su consulta, sino un poquito más arriba, frente a uno de esos establecimientos, que en Cataluña se llaman granjas, donde el pueblo acude a consumir gozoso humeantes tazas de chocolate caliente, coronadas de desbordante nata, que suelen acompañarse con melindros, churros, ensaimadas o croissants y son una de las delicias preferidas por Susana. La niña gorda clava una mirada serena en ese establecimiento y mueve los labios como quien procede a una solemne despedida. Y es en ese momento cuando la madre se hunde y toda su resolución se va al traste.

–Hija, ¿te apetece un chocolate? –dice con voz ahogada en un charco de emoción–. A modo de despedida –se siente impelida a matizar.

–No –contesta sin dudarlo un instante la niña con triunfal orgullo y cierta ferocidad, escupiéndoselo al mundo en general y a su madre en particular, como un condenado a muerte que no admite últimos cigarrillos ni tonterías de esa clase.

Si tenéis que ejecutarme, abreviemos la despedida y vayamos al cadalso, podría haber dicho pero no dijo la niña gorda, y no por falta de imaginación ni de conocimientos literarios, porque entre sus queridos libros, las aventuras épicas y los relatos de piratas ocupan un lugar destacado y no son frases de ese tipo lo que falta entre sus páginas. Sin embargo, después de ese lacónico «no», la niña gorda enmudece, de modo que no hay solemnes declaraciones suyas que sacar ahora a colación. Pero hay un gesto, en cambio, que traduce y contiene a la perfección la esencia del momento, y es que la niña gorda, en lugar de seguir a su madre mansamente hasta el interior del edificio donde atiende el endocrino, se abre paso, aprovechando una ligera vacilación de la madre, y la precede, entra primero, se precipita a su destino con la frente bien alta, en lo que quizá sea su primer gesto claro de soberanía. No sólo entra la primera en la portería del endocrino, sino que, dueña de su destino por primera vez en la vida, saluda al portero con un «buenos días» en voz alta y decidida, subrayado por un leve taconeo en el suelo, como un redoble de tambor, antes de que lo haga la madre, muchísimo más flojito y un tanto acoquinada, y es ella también quien llama al ascensor con un dedo que no tiembla, envalentonada, cada vez más poderosa, tras ese «no» que le da alas, y paladeando una embriaguez desconocida hasta entonces. Metida en el ascensor, observa a su madre, que parece disminuida, atenuada, como si el poder que anima a Susana debilitara a la madre. Siempre hay la misma cantidad de poder, piensa entonces Susana; lo que tú ganas, siempre hay alguien que lo pierde. De pronto, le vienen unas ganas casi incontenibles de echarse a reír: acaba de comprender que su madre le habría concedido cualquier cosa que ella le hubiera pedido antes de entrar al portal del endocrino: chocolate con churros y nata, galletas, helados, bocadillos de jamón, pasteles, libros, tebeos, todo se lo habría concedido gustosa esa madre que se siente culpable, todo se lo ha puesto simbólicamente a los pies, y ella lo ha rechazado con un simple monosílabo. Comprende la niña gorda (justo cuando se inicia el proceso en que dejará de serlo) que su madre habría preferido que ella se zampara seis tazas de chocolate una detrás de otra y se hubiera atracado de churros y de nata. La habría reñido, claro, pero eso le habría permitido sobreponerse a la culpa y recuperar su poder. Comprende la niña gorda que gracias a su «no» ha ascendido a una posición superior y este momento excelso queda retóricamente subrayado por la ascensión hasta el sexto piso del edificio de la calle Balmes donde atiende el endocrino. Lo único que no comprende la niña gorda pese a su clarividencia es que en ese preciso instante está dejando atrás la infancia y que en lo sucesivo no habrá ya tierra firme que pisar, sino tan sólo las arenas movedizas, minadas de incertidumbre, de la adolescencia.

Quizá a causa de la exaltación que entonces la embargaba, la Susana adulta es incapaz de recordar, por mucho que se esfuerce, cómo era el endocrino o cómo se llamaba. Así que jamás sabremos si era un hombre flaco o grueso, si era alto o bajito, si era calvo o melenudo o si llevaba gafas. Susana recuerda en cambio, con pasmosa exactitud, como si sólo hiciera dos minutos que acabara de marcharse, la mágica luz dorada que bañaba la consulta, orientada al suroeste y con un sol bastante bajo filtrándose por las cortinas e iluminando al trasluz las partículas de polvo que flotan en la estancia donde el endocrino las recibe. Si hubo alguna enfermera que abrió la puerta y las hizo pasar a una sala de espera, como es de rigor en esos casos, la niña gorda no lo recuerda. Sólo la luz tamizada por las cortinas y el hipnótico polvo en suspensión, como a veces se ve también en algunas iglesias cuando los rayos del sol penetran por las ventanas. Lo siguiente que recuerda la Susana adulta es la voz del médico, una voz suave y dulce, que adopta un tono juguetón al decir, con una pausa exagerada entre el nombre y el apellido:

–Susan Amur, qué nombre tan bonito.

También recuerda el ligero rubor que le tiñe de vergüenza las mejillas cuando su madre se precipita, como una tonta, a especificar:

–Susan Amur, no: Susana Mur –sin darse cuenta de que el doctor ha cambiado adrede la posición de las letras para hacer un juego de palabras en el que Susana no había caído hasta entonces pese a ser portadora de ese nombre calambur, una palabra que aprendió el otro día en el colegio. Susan Amur, repite para sus adentros la niña gorda, mientras el médico, que sin duda se ha dado cuenta de que ella sí aprecia su ingenio, clava en ella una mirada chispeante y esboza una sonrisa de clara complicidad.

Después de eso, Susana ya sólo recuerda la habitación oscura donde la dejan sola, sin estímulos de ninguna clase, recostada en una butaca y conectada a una terrorífica máquina de grandes dimensiones por un tubo negro y articulado que alguien le metió en la boca, quizá el médico o quizá una enfermera. ¿Oyó mal o alguien le dijo «relájate, los nervios podrían alterar la prueba» antes de cerrar la puerta tras de sí? Lo único que se oye ahora es el angustioso sonido de su respiración en el tubo, amplificado por el tremendo silencio de la habitación, y a la niña gorda que pronto dejará de serlo le vienen unas horribles ganas de romper a llorar. Para no ceder al impertinente llanto y frenar de algún modo su sensación de desamparo, evoca el momento en que rechazó la invitación de su madre a concederse un último chocolate antes de entrar en la consulta del endocrino y su «no» vuelve a darle fuerzas. Se solaza imaginando versiones delgadas y gráciles de sí misma que llevan a cabo impecables saltos de altura sin derribar sistemáticamente el listón con el culo y versiones delgadas de sí misma y vestidas con ropa comprada en grandes almacenes, como la de las otras niñas, y versiones delgadas de sí misma que bailan grácilmente en la función de danza de final de curso sin hacer el ridículo cada vez que alza los brazos y se pone de puntillas. Aunque a decir verdad lo que más la solaza es imaginar cómo serán a partir de ahora las comilonas de los domingos en su casa (y, en ese momento, a pesar de la imponente máquina que analiza su metabolismo, se siente mucho mejor) con sus padres y su hermano zampando aperitivos de patatas fritas y cortezas de cerdo comprados en la churrería, tacos de queso y canapés de sobrasada coronados por almendritas, canelones y croquetas, empanadillas gallegas y pasteles de tortilla cubiertos de una gruesa capa de mayonesa casera, purés de patata con mucha mantequilla, ensaladillas rusas y espagueti con tomate, trufas y lionesas, tartas heladas y frutas escarchadas, mientras ella cumple a rajatabla con la dieta del endocrino sin flaquear ni un instante. Y aún la solaza más imaginar a su madre, «un día es un día, pobrecitamía», sugerirle pequeñas transgresiones que ella, por supuesto, rechazará una tras otra sin que la menor vacilación venga a hacer temblar un ápice su fuerza de voluntad. Tendrá a toda la familia sumida en un pasmo, cada vez más intimidada e incómoda ante la idea de contar con alguien tan poderoso, tan firme, tan incorruptible entre sus filas. Y cuanto más se encojan ellos, más crecerá ella. Porque siempre hay la misma cantidad de poder; sólo cambia de usuario, y lo que uno pierde, hay otro que lo gana.

«Susan Amur», piensa entonces y repite varias veces para sí, «Susan Amur». Dentro de un tiempo Marc Febrer no podrá torturarte llamándote pedazo de vaca ni mugirá a tu paso para provocar las risas de tus compañeros humillándote a ti. Quizá incluso se desenamore de la tonta de Anita Alós y se enamore de ti que, por supuesto, lo rechazarás, y otro poder cambiará de dueño.

Si no fuera por el incómodo tubo que recoge su aliento para analizarlo, Susanita, futura Susan Amur, se habría echado a reír como una loca de impura, indigna, inmoral alegría.

 

El castillo

 

Así que ahí está ella, en apariencia sólo una niña más, que juega en una playa, sin nada particular. Pero mírenla, pobrecita: se llama Susanita, tiene once años, es gorda y no demasiado agraciada. Los movimientos, torpes y vacilantes, como corroídos por la inseguridad; el ceño, ligeramente fruncido; la piel, enrojecida por el sol en lugar de tostada; la nariz, pelada y roja; picaduras de mosquito un poco por todas partes. Sentada muy cerca de la orilla, parece absorta en la construcción de un castillo de arena. Y, en efecto, el impresionante castillo crece sin cesar; los muros alcanzan ya más de un palmo de altura en tres de sus costados y las torres de vigilancia se yerguen ufanas en cada esquina, con una banderita coronando cada una de ellas y las almenas perfectamente recortadas. De vez en cuando se detiene a observar su obra, y cualquiera podría pensar que hay orgullo en su mirada. Pero quien se molestase en estudiarla con mayor atención, vería que de repente, como quebrantando una promesa hecha a sí misma, aparta la mirada supuestamente abstraída en su actividad constructora para observar de forma subrepticia y quizá algo torva a su tía, una mujer atractiva y bronceada de veintisiete años, alta, con buena figura y largas piernas que, unos metros más allá, juega a enterrar en la arena a una niña de largos cabellos rubios, que no tendrá más de seis o siete años, ocho todo lo más.

–Si tuviera una hija, me gustaría que fuera como tú –le dice en perfecto francés la tía, que es políglota, a la niña rubia. Y le peina los sedosos cabellos con los dedos, como si con ese gesto pudiera transmitir ese color exacto de pelo y esa suavidad de seda a sus futuros hijos.

Susanita no ha podido oír las palabras de su tía, pero ha visto como peina arrobada los cabellos de la niña. Sabe que si reclamara a gritos su presencia, la tía, que siempre proclama en voz bien alta lo mucho que adora a su sobrina, vendría corriendo a ver qué le pasa o qué es lo que necesita. Aunque algo le dice que tal vez es mejor no intentar comprobarlo, al menos por el momento.

Véronique! –llama de pronto a la niña rubia otra niña rubia que no es sino una versión más alta y espigada de la primera–. Viens! Papa t’appelle. On part tout de suite.

Mientras espera a Véronique, que se despide de la tía de Susanita como si en lugar de haberse conocido no hará ni media hora fueran viejas amigas y sufrieran un ataque de nostalgia ante la separación inminente, la versión alta y espigada de Véronique se pone a hacer la rueda en la arena tres o cuatro veces seguidas con una gracia pasmosa. Susanita se da perfecta cuenta de que la niña atrae con sus filigranas las miradas de algunos de los veraneantes que toman el sol tumbados en hamacas o sentados en sillas plegables. ¿Desean también que sus hijos se parezcan a ese grácil ejemplar de cachorro humano? Entretanto, los padres de Véronique han puesto en marcha el motor de su lancha de goma, que ronronea y provoca en el agua una vibración excitante, y parece prometer mil y una aventuras. En esa época –verano de mil novecientos setenta y dos– no se ven muchas lanchas todavía, y verlas llegar y partir constituye un espectáculo, como cuando llegan y zarpan las barcas de los pescadores o como cuando sacan por las mañanas el pescado de las redes y algunas de las piezas capturadas son devueltas al mar en un gesto que nunca dejará de resultarle chocante a Susanita, que escruta la expresión levemente despectiva del pescador, imperturbable por lo demás, al deshacerse del pescado devolviéndolo a la mar. Su abuelo le ha explicado que hay peces que no son comestibles, o no lo bastante sabrosos, indignos en cualquier caso de ser comidos, generalmente por su sabor, porque los que tienen demasiadas espinas aún sirven para preparar caldo. Indigno es una palabra que a Susanita se le quedó rondando por la cabeza mucho tiempo después de oírsela a su abuelo. Indigno, no puede evitar repetir para sus adentros cada vez que ve al pescador devolver algún pez al mar. Tú no, indigno, tú no.

La tía de Susanita se levanta y da unos pasos hacia la orilla, subyugada por el espectáculo de la lancha que va a zarpar. No es la única: otros veraneantes están pendientes de la lancha a punto de zarpar y todos dan un poco la impresión de querer partir con ella. Susanita, que contempla a su tía mientras ella observa a los ocupantes de la lancha, se da cuenta (aunque sin duda no se lo formula con estas mismas palabras) de que su tía se parece más a Véronique, a su hermana y a sus padres que a ella. Aunque su pelo es castaño claro y mucho menos fino que el de los extranjeros, es delgada como ellos y tiene piernas y brazos largos. Además la ha oído a menudo quejarse de que sus pechos son pequeños, pero también la madre de las niñas rubias tiene pechos que apenas abultan bajo la parte de arriba de su biquini de ganchillo. A Susanita, en cambio, a los once años le abulta más el pecho que a cualquiera de ellas, como su tía le hace notar a veces entre risas amablemente burlonas. «De dónde habrá sacado esta niña tanto pecho», exclama poniendo los ojos en blanco como si la envidiara, cuando en el fondo Susanita sospecha que no la envidia para nada, como tampoco la envidian quienes oyen reírse a su tía y, aun sin sumarse a esas risas, las hacen suyas en silencio, disimuladamente. Igual que la menstruación, que le vino hace ya unos meses, con once años apenas cumplidos, cuando lo habitual en la familia es que no baje hasta los catorce o los quince, como le ha oído explicar varias veces a su madre, siempre entre susurros y con sumo sigilo, para que no la oiga Susanita. Y aunque el día de la primera regla la madre le dijera que tenía que estar contenta de ser ya una mujer, lo dijo de tal forma que Susanita habría tenido que ser muy tonta para no darse cuenta de que su madre habría preferido que no le hubiera venido tan pronto.

La tía, deslumbrada por un sol que no tardará en ponerse, se hace visera sobre los ojos con una mano, y dice adiós con la otra a la embarcación que se aleja poco a poco entre los destellos del mar y dejando tras de sí una estela efervescente. Pasado el primer grupo de boyas, la lancha de goma aumenta súbitamente de velocidad, la proa se levanta, y las siluetas de Véronique y la otra niña, con los rubísimos cabellos al viento a modo de aureola, se recortan a contraluz con mágica nitidez.

Curiosamente, será esa tarde la que recuerde Susanita siempre que, años después, ya adulta, piense en esa cala ibicenca, con la lancha de Véronique rasgando el mar en dos y surcando resuelta y veloz la estela incandescente de un sol bastante bajo. Curiosamente, también, al cabo de dos años la tía de Susanita se casará con el tío Robert, un médico francés, se irá a vivir a Rouen, en el noroeste de Francia, y empezará a parir niños y niñas medio extranjeros y con un pelo tan rubio, fino y sedoso como el de Véronique.