Mariana Torres

 

 

El cuerpo secreto

 

 

 

 

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Mariana Torres, El cuerpo secreto

Primera edición digital: mayo de 2016

 

ISBN epub: 978-84-8393-510-1

 

© Mariana Torres, 2015

© De la ilustración de cubierta: Aron Wiesenfeld, 2015

© De esta portada, maqueta y edición: Editorial Páginas de Espuma, S. L., 2015

 

 

Voces / Literatura 222

 

 

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Índice

 

El hombre araña

Esos niños que lloran

El monstruo está despierto

La planta que grita

El otro lado

El niño pera

Estrella caída

Escarcha

El entierro

Crucero

Árbol monstruo niño árbol

Época de muda

El corsé y la niña

Terrario

Después de la caída

Desierto

El otro

Mi padre

El cuerpo sólido

Fuego

Pólvora

Palomitas de maíz

Todo tan blanco

El camino a Oh

Tierra madre

Nido

Todos los colores

El grito

La máquina

Como cuando era niño

Surcos

Los niños rotos

Volver a la tierra

En la cuerda floja

 

 

 

 

 

 

Para Javier,

en la isla,

en el mar que la rodea

y más allá

 

 

 

 

 

 

 

I was a quiet child

in the way a cherry

has a stone inside.

Mirkka Rekola

El hombre araña

 

El niño, disfrazado de hombre araña, espera cinco minutos antes de llamar a la puerta de los vecinos. Pasa todos los fines de semana con ellos. Alguien lo entrega el sábado a la hora de desayunar, y alguien lo recoge el domingo por la noche. El niño lleva siempre bajo el brazo la caja secreta. La caja secreta es de metal y está protegida por un candado cuya única llave solo guarda el niño. Nadie salvo él toca la caja secreta.

Como es carnaval, el niño no quiere quitarse el disfraz ni pronunciar palabra. Incluso come con la careta puesta y duerme vestido de hombre araña. Al niño le gustaría trepar por las paredes de la casa de los vecinos, como los auténticos hombres araña, y tender una red gigante en una esquina del salón para que los habitantes de la casa quedasen atrapados. Como sabe que eso no es posible, se agazapa en el sofá de cuero con sus zapatillas de hombre araña y la careta bien encajada. Los vecinos, sin poder evitarlo, le regañan por pisar con las zapatillas de hombre araña el sofá recién comprado.

Así que el niño, cuando se queda solo, se quita la careta de hombre araña y abre su caja secreta. En la caja secreta guarda todo lo que nadie puede saber que existe. La caja contiene solamente objetos pequeños. Lagartijas disecadas, canicas quebradas de cristal, un cráneo y medio de gorrión, seis miniaturas de soldados de plomo, y veinticuatro dientes de leche que no son suyos.

Esos niños que lloran

 

No tenías que haber escuchado a los niños que lloran desde las catacumbas. Ya no están ahí. Ahora todo está olvidado, las plantas han vuelto a crecer en la ciudad jardín, han vuelto a llenarlo todo. Hace tiempo que el rey está en silencio. No debías haberlos escuchado.

Solo pasabas por ahí. Pasabas sin querer, en uno de tus viajes perdidos, y sin querer entraste en las alcantarillas. En tu defensa debemos decir que no sabías que eran alcantarillas, tan anchas, tan túnel, quién lo hubiera dicho. Estabas ya dentro cuando escuchaste el llanto, acolchado por las hojas húmedas de las plantas que cubrían los muros. Lo escuchaste claramente. El grito llanto. Surgió desde las catacumbas, llegó a ti y te rodeó como un eco. Tantos niños lloraban dentro, no tenías que haberlo escuchado. Ya no era tiempo.

Porque solo pasabas por ahí y no vas a poder hacer nada. Igual que no pudimos nosotros, que nos callaron y nos hicieron polvo de piedra. Lo único que podrás hacer es cruzarte con las jardineras, vestidas con sus trajes de faena igual de impolutos que siempre, arrastrando los carros rebosantes de viandas y escobas, y aprender a mirarlas con un respeto nuevo, como hacemos nosotros. Sabiendo que son ellas las que lo escuchan día tras día, desprendidos como un eco que sube, y las rodea, en cada piedra que barren.

El monstruo está despierto

 

–He oído un crujido –dijo el pequeño, con un hilo de voz. Auri se incorporó despacio y abrió los ojos a la oscuridad. Todas las hermanas dormían, podía escuchar la respiración de cada una, coordinadas, como si respirase un solo cuerpo. Dormían apretadas en esa cama inmensa desde siempre, con los brazos y las piernas entrecruzados para que nadie pudiera arrebatarles al pequeño.

Horas atrás Auri había dejado de alimentar la lámpara. Ahora todo estaba oscuro. El pequeño se tapó los oídos con las mangas largas de ese pijama remendado para un niño más grande.

–¿Lo oyes, Auri? Suena otra vez. Está crujiendo mucho hoy.

Auri aguzó el oído. Ahí estaba el crujido, aún leve, suficiente para despertar al pequeño. Esa pues era la noche en que debía ocurrir. Auri buscó a tientas las manos del niño, y las guardó entre las suyas. No podía verlo, pero sentía cómo temblaban todos sus rizos rubios. Él crujió otra vez, crujió tan fuerte que la cama se estremeció y las hermanas despertaron.

–¿Qué hacemos, Auri?

–¿Qué hacemos?

–¿Qué podemos hacer?

–Callarnos, eso hacemos –dijo Auri, con un tono lo suficientemente alto como para provocar una nueva ola de crujidos. Crujidos largos. Auri se arrepintió en seguida de haber levantado la voz, su madre le había repetido cien veces que las voces de las hermanas lo alteraban. Torpe, niña tonta. Así que iba a ocurrir todo esa noche en la que no estaba mamá, qué mala suerte, cómo no lo habían previsto; solo habían pasado dos días desde su descenso al pueblo en busca de provisiones. Estaban solos. Se necesitaban dos días para ir y dos para volver, Auri lo sabía bien. Y él seguía crujiendo debajo de la cama.

Auri soltó al pequeño y bajó por la parte de atrás para que él no pudiera olerla. Buscó la lámpara a tientas. La había dejado en el hueco de la pared donde siempre la guardaban, con los cantos hacia fuera, para encontrarla incluso en total oscuridad. Era fácil de alimentar, preparada horas atrás, rebosante de leños secos, estopas y piñas. Alimentarla era tan sencillo como dejar arder la llama y esperar a que se hiciera fuerte, hasta que la luz fuera potente, cálida. La lámpara pesaba muchísimo, hacían falta los dos brazos y medio cuerpo para cargar con ella. Auri la apoyó en el suelo y la encendió. Los retales de luz inundaron la estancia hasta cubrir cada uno de los rincones, llegar a los más recónditos bajo la cama inmensa. Por un momento los crujidos cesaron. A él nunca le había gustado la luz caliente de la lámpara.

Ahora sí tenían algo de tiempo para organizarse. Auri chasqueó dos dedos y la primera de las hermanas, la más alta de todas, se sentó junto al pequeño, con las piernas cruzadas tras cada chasquido de dedos de Auri, las hermanas fueron rodeando al pequeño, formando un círculo. Se tomaron de las manos. Mientras mantuvieran el círculo no podría pasarle nada al pequeño. Ya no se oían crujidos, pero sí un ronco respirar de hojas secas, tan ronco y presente que incluso podía palparse.

Tras otra señal de Auri las hermanas bajaron al niño de la cama y rodearon la lámpara. Arrastrando esos camisones larguísimos hasta los pies que se enredaban los unos con los otros. El pequeño se dejó llevar en volandas por ellas. Auri apretaba la lámpara contra sí, con los brazos la rodeaba todo lo que podía su cuerpo. Podían esperar un poco. A veces él se callaba del todo si esperaban lo suficiente, alejadas de la cama inmensa y alimentando la lámpara.

La madre les había explicado el ritual completo, paso a paso; desde hacía años todas conocían las instrucciones de memoria. Sobre todo Auri, sabía exactamente qué debía hacer y cuándo. Se habían alegrado tanto las dos al nacer el pequeño. Era un niño. Solo un niño podía acabar para siempre con él. El pequeño creció conociendo estas historias, pero le sonaban antiguas, historias que ocurrieron mucho antes de que él naciera, cuando era una familia solo de mujeres, cuando todavía existía un padre.

El pequeño no dejaba de temblar, desde la punta de los pies descalzos hasta cada uno de los rizos rubios. Las hermanas le abrazaron formando un solo cuerpo. Aun así de juntas tenían miedo, y él –que podía olerlo desde debajo de la cama–, volvió a crujir con toda la fuerza de la que era capaz, hasta levantar la cama inmensa a dos palmos del suelo. Una sombra negrísima se extendió rezumando desde los bajos. Está ahí porque le dais poder, les repitió la madre cien veces, a la vez que les enseñaba a respirar hondo y separarse del miedo hasta hacerlo desaparecer. Pero el truco no funcionaba esta noche, no era posible hacer desaparecer tanto: la respiración ronca, la sombra que escupía hojas secas y muertas, en remolino, los crujidos. Y ahora, también, el hedor.

–Está oliendo –dijo el pequeño–, huele mal otra vez.

El pequeño empezó a llorar. La habitación olía a hoja oxidada y humedad, a pasta de gusanos, un hedor sólido llegó hasta el círculo de las hermanas. Auri se agachó hasta ponerse a la altura del pequeño.

–No podemos dejar que salga. Te voy a explicar lo que tienes que hacer.

Le limpió la cara con las mangas del camisón, le quitó todo rastro de lágrimas, le dijo que estaba muy guapo con todos esos rizos rubios que le caían desordenados, que debía ser valiente. El pequeño se sorbió los mocos como pudo y se dejó llenar con la fuerza de las manos de Auri.

Una de las hermanas acercó la caja de los pintalabios. Era una caja de madera, opaca, ya resquebrajada por los años. La colocó en el suelo, cerca del pequeño, y Auri la abrió. Al pequeño le volvieron a brillar los ojos. La caja olía a mamá, a madera, a tierra.

–Escoge uno de los colores. Uno que te haga vibrar.

El pequeño rebuscó entre los pintalabios y señaló el más gastado de todos. Era color carmín, muy oscuro. Auri lo sacó de su funda, despacio, y se pintó los labios. Lo hizo de la misma manera que tantos años había visto hacer a su madre, de izquierda a derecha, con el pintalabios un poco inclinado hacia abajo. Las hermanas se pusieron de puntillas para ver mejor. Auri despejó de rizos rubios la frente del niño y le dio un beso largo justo en el centro. Un beso grueso, redondo, sin temblores.