Andrés Neuman

 

 

El último minuto

 

 

 

logotipo_INTERIORES_negro.jpg 

Andrés Neuman, El último minuto

Primera edición digital: mayo de 2016

 

ISBN epub: 978-84-8393-515-6

 

© Andrés Neuman, 2007

© De la fotografía de cubierta: Tom Sullivan, 2007

© De esta portada, maqueta y edición: Editorial Páginas de Espuma, S. L., 2016

 

 

Voces / Literatura 91

 

 

Nuestro fondo editorial en www.paginasdeespuma.com

 

 

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright.

 

 

Editorial Páginas de Espuma

Madera 3, 1.º izquierda

28004 Madrid

 

Teléfono: 91 522 72 51

Correo electrónico: info@paginasdeespuma.com

 

 

 

 

 

 

 

Nunca hallaremos reposo: el presente es perpetuo.

Georges Braque

 

 

 

Salvar la piel un día es un milagro.

Carlos Marzal

 

 

 

Pero, mi viejo amigo, no olvidemos que las pequeñas emociones son las grandes capitanas de nuestras vidas,

y que las obedecemos sin saberlo.

Vincent Van Gogh

 

La bañera

 

Mi abuelo se quitaba prenda a prenda hasta quedar desnudo. Se miraba el cuerpo enfermo, flaco y sin embargo erguido. El espejo del cuarto de baño había ido oscureciéndose con él a lo largo de los años: ahora le quedaba una insegura pátina salpicada de puntos, y una bombilla de cuarenta vatios encima. Mi abuelo dobló con cuidado su ropa. La dejó encima de la tapa del retrete. Se detuvo un momento con las pantuflas de lana colgando de dos dedos, y decidió sacarlas al pasillo. Entonces trabó por dentro la puerta.

No hacía frío. Desnudo se sintió mucho más cómodo. Después le dio vergüenza y abrió los grifos. Los azulejos empezaron a empañarse. Mi abuelo introdujo una mano en el agua y la removió. Reguló varias veces la temperatura. Se sentó en el borde de la bañera a esperar.

Los chorros dejaron de agitar la superficie. El agua pasó de turbia a transparente. Con lentitud, mi abuelo metió un pie y después el otro, buscó un contacto tibio con las nalgas. Quedó sentado en el agua con las rodillas flexionadas y los brazos rodeándole las piernas. Suspiró. Acudían a su memoria episodios remotos: un niño en pantalones cortos sobre una bicicleta, repartiendo el pan; una señora obesa, postrada en un camastro, dándole instrucciones y exigiendo el desayuno; un señor alto y rubio, vagamente extranjero, acariciándole la cabeza en un muelle del puerto; un gigantesco buque rojo y blanco y negro alejándose de su vista; el campo verde, abierto, una casa sin chimenea; la pequeña biblioteca que un muchacho erguido consultaba de noche, entre los gritos de la señora obesa; un funeral desierto, un ataúd enorme; una casa distinta, con más luz, una hermosa joven sonriéndole; un niño en pantalones cortos, sobre una bicicleta, que jamás necesitaría repartir el pan al amanecer; otra niña estudiando en la cocina; una fábrica, decenas de sombras sin nombre y unos pocos rostros amables; un muchacho y una muchacha, sin bicicletas ya, sin cuadernos; una boda; otra boda; una casa vacía, menos luz; una voz compañera, tranquilizadora; los paseos idénticos de idénticas mañanas; una paz agridulce; el consultorio de una clínica; un médico diciendo disparates; una anciana saliendo a hacer la compra; un sobre rectangular escrito a mano, en tinta azul, sobre la mesa de la sala; un anciano desnudo, hecho un ovillo, rodeado de agua quieta.

Nada se oía, salvo el leve goteo de uno de los grifos. Gota a gota contó hasta diez, hasta veinte, treinta, contó cincuenta, llegó a cien gotas. Deshizo el nudo de los brazos y, tomándose la cabeza, se reclinó hacia atrás hasta tocar con la espalda el mármol del fondo. Bajo el agua, entre reflejos turbios, mi abuelo apretó bien los labios para que no se le escapase el aire y se obligó a permanecer inmóvil.

Pero entonces sucedió algo imprevisto, algo que he imaginado: súbitamente, mi abuelo se incorporó con energía y empezó a jadear. Tenía la cara descompuesta, los ojos inflamados y el cabello hecho una medusa; pero aún respiraba. A su mente, esta vez, no acudió ninguna imagen. Estaba a solas con el agua, con los grifos, con los azulejos, con la bañera, con el vapor y el espejo, con su cuerpo desnudo. Sé que en ese momento, jadeante y solo, mi abuelo debió de esbozar una media sonrisa y obtener un último bienestar.

Entonces sí, apretó de nuevo los labios y los párpados, se reclinó de espaldas hasta sentir el mármol y mi abuelo dejó de ser mi abuelo.

 

Un cigarrillo

 

Vázquez carraspeó, se subió la manga derecha y clavó sus nudillos en la frente de Rojo. La cabeza de Rojo se marchó de allí un momento, pareció tocar el respaldo de la silla y regresó, temblorosa, con una sacudida elástica.

–Tranquilo –advirtió Artigas.

–Es un hijo de la gran puta –replicó Vázquez.

Artigas fijó la mirada en los ojos desorbitados de Vázquez.

–Sí, pero tranquilo –dijo.

Vázquez resopló enérgicamente y se miró los nudillos, que empezaban a arderle. Había olvidado quitarse su anillo de bodas. Vázquez acababa de separarse: había tenido que darle un escarmiento a su mujer y dejarla, por puta. Hizo ademán de golpear otra vez a Rojo, pero Artigas intervino con un suave alzamiento de manos. Vázquez observó los labios entreabiertos, chorreantes de Rojo. Murmuró junto a su oído:

–Hijo de la gran puta. Te voy a sacar todos los dientes uno a uno, basura.

Pese a lo que Artigas empezaba a sospechar, Rojo había escuchado este último comentario y todos los anteriores. Había ido comprobando, a medida que los golpes le desfiguraban el rostro, cómo se le aguzaban los oídos. Mientras el tabique nasal, la garganta, la lengua, los pómulos se revolvían en una masa inconsistente, en la conciencia de Rojo reverberaban con toda nitidez los insultos desgañitados de Vázquez, sus carraspeos, el sonido del fluir de la sangre, el latir de las arterias, el zumbido eléctrico de las lámparas que apuntaban hacia él, las letanías intercaladas de Artigas, sus propios gemidos ahogados, el despertador perpetuo de su casa, que había sonado a las siete en punto de la mañana como cada día y que no le había advertido del peligro. Por detrás de la nube cegadora de las lámparas, oyó la voz de Vázquez diciendo:

–Esta basura ya no oye nada, Artigas.

Rojo entendió que Artigas respondía afirmativamente y se mostraba de acuerdo en abreviar, aunque ya no recordó qué era lo que había que abreviar, y tampoco fue capaz de relacionar aquello que decían consigo mismo. Sabía que ellos hablaban, que hablaban sobre alguien que debía hablar y no había hablado, y que ellos debían golpear y saber, o saber y golpear, o algo así. ¿De qué estaban hablando? Gritaban demasiado y él apenas veía por un ojo. Procuró abrirlo más, sintió un dolor de costura arrancada en el párpado y después la herida de la luz real, la de las lámparas y no la del recuerdo de las lámparas. Vio la espalda descomunal de Vázquez y, por encima de su hombro, como asomando por encima de una tapia, el rostro de Artigas impecablemente afeitado, moviendo las cejas y los labios. Ahora el sonido se había ido de las cosas. La habitación era un televisor mudo. Rojo volvió a cerrar el párpado y se topó con la cara de Beatriz, que le daba palabras de consuelo, curativas. Por un momento las costillas dejaron de dolerle y tuvo ganas de sonreír.

De pronto Vázquez se volvió hacia él. Tenía la corbata y la camisa salpicadas de lunares. ¿Con qué se habría lastimado Vázquez? ¿Por qué gritaba tanto?

–Parece que nos gusta ser valientes, ¿eh, Rojito?

El sonido había regresado.

–Parece que disfrutas, hijo de la gran puta.

Rojo sintió que una granada le estallaba cerca de la boca, en algún lugar blando. Paladeó el espesor agridulce de la sangre y escupió una poca. Otra granada le estalló en el pecho: la tráquea se le volvió un sacacorchos que ascendía. Las lámparas se diluyeron y Rojo estaba en un columpio altísimo, distraído, la cara vuelta al cielo, como a punto de dormirse. El cielo estaba encapotado y su madre lo llamaba a voces. Después su madre tuvo, por un momento, el desnudo de Beatriz, sus pechos generosos. Después alguien encendió dos lámparas y el techo se recompuso. Artigas le hablaba muy lentamente:

–Mira, Rojo, vamos a tener que matarte.

Vázquez salía de la habitación.

–Créeme que lo siento –añadió Artigas–. Este oficio es así, tú lo sabes mejor que nadie.

Rojo sintió una repentina llamarada de lucidez. Abrió bien su ojo bueno, levantó la cabeza cuanto pudo y reconoció la nariz afilada de Artigas, sus ojos celestes lisos, su afeitado impecable.

–¿Dónde está Vázquez? –balbuceó Rojo.

Artigas sonrió. Le puso una mano sobre el hombro.

–¿Te duele mucho? –preguntó; Rojo negó con la cabeza y Artigas volvió a sonreír–. Eres un caso, Rojo, eres un caso. No se te escapa una, ¿eh? Vázquez ha ido a mear. Por eso te soy franco, Rojo: me da lástima verte así. Hubiera preferido atropellarte con el coche cuando salías de tu casa, pero el idiota aquel se empeñó en que podríamos sonsacarte algo si teníamos paciencia. Todos tienen un límite y es cuestión de encontrarlo, me decía Vázquez, en algún momento va a tener que cantar. Y yo le contestaba: tú no conoces a Rojo, Vázquez, no lo conoces. Ya ves que no me equivocaba.

Durante el discurso de Artigas, Rojo había ido recuperando la noción del tiempo y, sobre todo, la conciencia de qué estaban diciéndole y por qué. Absurdamente, recordó que era domingo dieciséis y que al día siguiente el perro de su infancia, un San Bernardo enorme, habría cumplido treinta y siete años. De inmediato su mente regresó a aquella habitación: Vázquez y Artigas iban a matarlo. Su antiguo socio y el nuevo socio de su antiguo socio iban a matarlo porque no había hablado. De haber hablado lo habrían matado lo mismo, pero más satisfechos. Que se jodieran de curiosidad, entonces. Artigas, mientras su matón meaba, le pedía disculpas y era un hijo de la grandísima puta y un profesional excelente. Era comprensible que quisieran vengarse, pensó Rojo, pero no era lógico que además pretendiesen humillarlo convirtiéndolo en delator. Lo habían atado a una silla de la sala, le habían roto las muñecas sobre la misma mesa donde dos días antes había hecho el amor con Beatriz, le habían vendado y desvendado los ojos varias veces, le habían pateado las rodillas y las tibias, le habían quemado los lóbulos con un encendedor y le habían preguntado mil veces lo mismo. Mil veces Rojo había callado, y no por valentía: simplemente sabía que daba igual que confesara. Conocía muy bien los métodos de su antiguo compañero, así que había preferido darse el gusto de estropearles el negocio. Él también era un profesional. Muchísimo mejor que Vázquez, por descontado. Quizá no mucho mejor que Artigas, pero sí más resolutivo. A Artigas le gustaba tomarse su tiempo para todo.

Rojo oyó la puerta a sus espaldas. Tuvo de nuevo a Vázquez enfrente. Vázquez lo miraba con una mueca burlona.

–¡Carajo, Artigas, parece que el paciente mejora! ¿Qué le has hecho?

–Darme por el culo –contestó Rojo.

Artigas festejó la ocurrencia con una carcajada. Vázquez tenía cara de no haber entendido del todo y de que lo hubieran llamado maricón.

–¡Te voy a cortar los huevos, basura! –le gritó a Rojo.

–Vázquez –pronunció, cortante, Artigas–. Suficiente, Vázquez. Gracias.

Vázquez clavó su mirada en Artigas y este se la mantuvo hasta que Vázquez la bajó. Entonces se encogió de hombros y, remetiéndose la corbata manchada en el pantalón, le dijo:

–Al final es tu amigo, no el mío.

Y empezó a marcharse. Antes de llegar a la puerta que comunicaba el salón con el pasillo, agregó:

–Yo, por lo menos, no mato a mis amigos.

Imperturbable, Artigas lo corrigió:

–Tú nunca has tenido amigos, Vázquez.

Rojo oyó un portazo a sus espaldas. Cuando volvió a mirar a Artigas, notó que ya no le sonreía. Ahora Artigas callaba y lo miraba a los ojos. A Rojo se le escapó un hilo de sangre entre los labios cuando admitió:

–Me duele, Artigas. Me duele todo.

Pero no era exactamente una queja. Artigas comprendió.

–Me lo imagino –dijo Artigas–. No te preocupes. Bastante has aguantado.

–Bastante más de lo que tú hubieras aguantado –dijo Rojo.

Artigas, pensativo, respondió:

–Seguramente.

Después hundió una mano en la chaqueta y Rojo se concentró en el resplandor de las lámparas, en contraer las mandíbulas y esperar la descarga. Pero el movimiento del brazo de Artigas le resultó extraño y, sintiendo que el cuello se le astillaba, se atrevió a girar la cabeza: Artigas le ofrecía un cigarrillo.

–Gracias –dijo Rojo entreabriendo los labios pulposos.

Artigas le encendió el cigarrillo y encendió otro para él. En medio de un silencio aliviador, Rojo realizó con lentitud la simple operación de aspirar el humo. Además del dolor en las costillas, por encima de él, Rojo sintió como si el agua de un manantial hubiera vuelto a los cauces resecos de su pecho, como si algo le hubiese ablandado los surcos que llegaban a los pulmones y ahora todo fuese aire, por fin aire. La segunda calada le devolvió el aliento y la respiración casi normal. Hacia la mitad del cigarrillo, un adormecedor bienestar se había instalado en sus músculos. Imaginó que él y Beatriz fumaban juntos tendidos en la cama, que acababan de hacer el amor y se tomaban un respiro antes de volver a hacerlo. Con las manos atadas por detrás, Rojo chupaba el cigarrillo devolviendo el humo por un costado de la boca y, a medias, por la nariz obstruida. La nube azul opaco se dejaba nimbar por las lámparas. A punto de terminar su cigarrillo, Artigas lo observaba con atención.

–Está delicioso, Artigas. ¿Son los mismos de siempre?

–Los mismos de siempre, Rojo –dijo Artigas.

–Qué raro –dijo él–, parece otro tabaco.

Calculó que le quedaban dos caladas profundas y quizás una tercera más corta. Prefirió apurar enseguida las dos primeras y esperar unos segundos. Entonces inspiró hasta el fondo, sin urgencia, expulsó todo el aire y dio una última, larga calada al cigarrillo, distinguiendo el sabor de los hilos tostados y del papel quemado. Después separó los labios y dejó que el filtro cayera sobre sus pantalones. En la zona posterior de la lengua se le había formado una agradable y familiar pátina de amargor. Dirigió su ojo bueno hacia Artigas, que ya no fumaba.

–¿Quieres otro? –preguntó Artigas.

–No, gracias –contestó él–. Con uno basta.

Rojo vio que Artigas sonreía. No percibió ningún rastro de rencor en su voz cuando lo oyó murmurar:

–Eres un caso, Rojo, eres un caso.

Después Artigas se llevó la mano a la chaqueta e hizo su trabajo.