Andrés Neuman

 

 

Alumbramiento

 

 

 

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Andrés Neuman, Alumbramiento

Primera edición digital: mayo de 2016

 

ISBN epub: 978-84-8393-513-2

 

© Andrés Neuman, 2006

© De la fotografía de cubierta: Antonio Arabesco, 2006

© De esta portada, maqueta y edición: Editorial Páginas de Espuma, S. L., 2016

 

 

Voces / Literatura 71

 

 

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Otros hombres

 

 

 

Ningún hombre es un héroe

para quien lo conozca.

Wallace Stevens

 

Alumbramiento

 

Las matronas se quejan del ingreso de hombres en la planta de Obstetricia. La dirección del Hospital Clínico reconoce lo sucedido como «hecho aislado».

Diario Ideal de Granada, 4–II–2003

 

Y era cierto que la luz entraba deshecha, cálida por los ventanales, o seamos sinceros, digamos ventanucos, y había algo más urgente que la belleza, una nueva belleza, en esa fuerza simple con que la luz colmaba la habitación del sanatorio, en cómo nos gratificaba, bienvenidos, anunciaba, toda esta claridad es porque sí, y había una violenta dulzura en aquella otra manera de sentirme hombre, yo gritaba, mi mujer me apretaba las muñecas, me iba orientando igual que a una bicicleta y yo corría, notaba que pedirle ayuda era posible, por qué no compartir también este dolor, pensaba, y aquellas enfermeras de pechos temblorosos, la cara blanca y seria del doctor Riquelme, las sábanas ásperas de tiempo, la almohada perfumada varias veces e impregnada de sudor, mi mujer hablándome al oído, todos me ayudaban a ser fuerte pidiéndoles auxilio porque un túnel corría dentro de mí, una prisa milagrosa me arrancaba la respiración para entregarme otra, dos respiraciones, así, mi amor, así, suelta despacio el aire, me llamaban los labios contraídos de mi mujer, así, así, gritaba aquella noche en la oscuridad mojada de ese hotel de no sé dónde que nos salvó de pronto, hemos recuperado la inocencia, me susurró ella después, unidos por los hombros como dos siameses, así, invádeme, gritaba, y yo ya no sabía quién estaba dentro de quién, es difícil amar para los hombres, es un riesgo ser el primero en conmoverse, en lanzarse al vacío sin saber cuál será la respuesta o hacia dónde irá la bicicleta, ser amado es distinto, nos contemplan, tan cómodo y helado, en tercera persona, ella me ama, y una tercera persona era precisamente lo que desde aquella noche iba a gestarse como una telaraña microscópica, así, vamos, invádeme, y yo pude decir al fin, por una vez en esta puta vida, que la quería sin contemplaciones y daba igual el resto, incluso la respuesta, y tan extraño darse, tómame, le dije, y ella me dio el espejo de su vientre y el ancla de su lengua y sus muslos izados pero no, había sido yo quien pronunciaba tómame, dejándome mezclar también por el remo de la noche, hemos recuperado la inocencia, me decía, con su hombro hundido en mi hombro, y era cierto que la luz entraba tímida, deshecha por debajo de la puerta como un intruso leve y un poco anaranjado, tal vez amanecía, y entonces resultó que era la hora, me vistieron despacio, me observaban en silencio, las enfermeras se ceñían unos guantes de goma como para oficiar un sacrificio, es la hora, señor, nos anunció una de las enfermeras, y la palabra hora se le colgó juguetona de un pezón por el canal inesperado de su bata, y aquel pezón era una o, la aureola de la hora de la vida, hemos recuperado la inocencia, había dicho, y su gesto de placer consagrado era el gesto de una mujer posterior, como si ya supiera, y me abrazó despacio como nunca antes nadie, soy tan feliz, le dije, y sentí un poco de vergüenza, y luego me sentí feliz de esa vergüenza, de aquel escalofrío hasta la punta de los pies, y me besaba, me besaba los pies y era yo muy pequeño y aprendía a caminar, como cuando ella intentó enseñarme a bailar y no quise, te mueves como un pato, me decía riéndose, vamos, ven a bailar, moverse así es ridículo, le contesté, o no le contesté pero me lo dije a mí mismo y la dejé sola con el baile, así beben los hombres que no van en bicicleta, mírame, aferrado a la barra con mi cara de examen y el corazón desparramado, señor, ya es la hora, y en ese momento pensé que lo que más deseaba era enseñarle a mi hijo a caminar, no tengas miedo, le diría, esta es nuestra música y este es tu cuerpo, muévelo, tendrás que explicarle a tu madre que bailarás conmigo porque no va a creerte, vamos, mi vida, muévete, haz más fuerza, al principio todo había ido tan lento, la telaraña se gestaba minuciosa y parecía alimentarse de mí a cambio de la alegría de todas las promesas, todo tan lento entonces y ahora de pronto vamos, empuja fuerte, amor, empuja, me decía también aquella noche de oscuridad tangible en el hotel de no sé dónde que nos salvó de pronto, y yo encontré un canal que le ascendía por el vientre y nos colmaba de una luz blanca y espesa, ella gritaba mi nombre, gritábamos los dos, ¿qué nombre le pondrán?, quiso distraernos el doctor Riquelme al ver cómo sufríamos o cómo me asustaba, no lo hemos pensado, respondió mi mujer, ni siquiera estábamos seguros de si iba a ser un niño o una niña, añadió, aunque antes ella había sabido sin dudarlo qué nombre pronunciar al final del túnel que se abría ante nosotros esa noche, dijo el mío, como si me bautizase, como si hasta aquel momento yo me hubiese llamado de prestado, como si no me hubiera merecido un nombre hasta que esa mujer lo pronunció de otra manera, hemos recuperado la inocencia, dijo encendiendo el cigarrillo que encendía también la noche blanda y mi corazón a oscuras, pero no por el placer, que por supuesto redime, no ya por el placer sino por la verdad, ese canal, lo supe, había tocado fondo y se había doblado para regresar entero, rebosante de dos, pleno de luz, hasta mi propio vientre, hasta el pecho asombrado, alguien me había dado aire, no era el mío de siempre, era un aire compartido, una respiración dentro de otra, vamos, mi vida, empuja que ya viene, y respiraban alto también las enfermeras sosteniéndome los muslos, y se agitaba la nariz pigmentada del doctor Riquelme, una nariz, seamos sinceros, fea, adelante, señor, levante la cabeza y le será más fácil, dijo, y mi abdomen con surcos, germinado, y un rastrillo de sol arañándome la piel ahí muy al centro, igual que me arañaban sus uñas sin pintar, hasta el fondo, amor, me gritó aquella noche y me gritaba ahora en la habitación despintada, perfumada con ese disimulo un poco culpable de los hospitales, falta poco, señor, clavándome las uñas, y nuestras voces se unían, y uno entendía que la vida es más o menos un amor en equipo, que no existe por sí sola, qué es la vida si no hay dos voluntades enredadas y un dolor compartido, me desgarraba, la luz me desgarraba y también aquella noche las sábanas se abrían y era otro el perfume, menos disimulado, orgulloso, sin culpas, estos somos nosotros y estos son nuestros olores, ¿cómo será el olor de mi hijo?, ¿olerá sobre todo a la crema aturdida y pegajosa con que la primera vida nos entrega?, ¿resbalará contento o más bien desconcertado por el tobogán del tiempo?, ¿me aceptará?, ¿seré digno de su comienzo?, ¿y qué hacer con estas mezquindades y toda la crueldad que uno arrastra cuando un hijo nos nace, cuando un hijo nos hace, qué hacer para sentir que pese a todo nos merecemos otro principio?, pero eso también, la crueldad, las mezquindades, tendremos que ofrecérselas, son nuestras, serán suyas, hemos recuperado la inocencia, dijo ella ofreciéndome el cigarrillo a medio consumir para que yo también participara de ese humo secreto que iba tomando forma en nuestros vientres, al principio en el suyo, colmado por mi ingreso, y después ya en el mío, abriéndome canales, así es como serás, hijo, escucha, limpio como esta luz y sucio como estos ventanales, digamos ventanucos, y me darás salud y aprenderemos juntos a hablar en este idioma que no alcanza, menos que nunca alcanza ahora para decirte ven, bailemos, ponte en pie y camíname, vamos en bicicleta, aquí tienes el mundo, hijo, limpio y mezquino, fragante y pútrido, sincero y engañoso, dámelo a cambio nuevo, vamos, corre, vamos, rápido, chillaba mi mujer como si hasta aquel momento hubiéramos vivido mudos, repitiendo mi nombre como un descubrimiento, vamos, rápido, amor, un poco más, respira, abre bien las piernas, no te asustes, un poco más, señor, insistía la enfermera, y el esfuerzo de dar empezaba a quebrarme, a pedirme tanto que admito que dudé, que creí no poder, que me vencían, y todos los caminos apuntaron a ese instante, los recuerdos deshechos, las palabras no dichas, las coincidencias, las armas empuñadas, los lugares, las mentiras, unas pocas franquezas, todos los ángulos del tiempo convergieron en el pequeño eje de mi barriga tensa, raramente redonda, y después descendieron a mi miembro enrojecido que vibraba apuntado hacia el techo de la habitación del sanatorio como había apuntado al ventilador antiguo de aquel hotel de no sé dónde en el que nos reencontramos, yo entrando en ella, ella entrando en mí, ya viene, amor, no pares, y era mi cuerpo entero y un globo de luz oprimida los que iban a estallar, un abismo dual que deseaba cruzar cuanto antes y a la vez quedarme contemplando durante la caída, contemplando el río blanco y espeso que corría por debajo, debajo de mi cuerpo ella corría buscando la salida, no me sostengo más, termíname, mi amor, acabemos con esto, me desplomo, no lo soporto más, grité pidiéndole auxilio y contrayendo así una nueva fortaleza, ¿tienes miedo?, me preguntó de pronto durante una pausa mientras recuperábamos el resuello, sí, tengo mucho miedo, tengo tanto miedo que incluso tengo miedo de perder el habla y todo lo que tengo, lo entiendes, sí, mi vida, el doctor Riquelme dijo empuje, sí, te entiendo, por eso estamos vivos, porque tememos, y el hombre temeroso que yo era pudo empujar de nuevo en contra del dolor que tiraba hacia adentro, que escondía la cabeza, y el doctor Riquelme apartó a mi mujer y me miró a los ojos y me dijo no podemos demorarlo demasiado, empuje más, no ceda, y con su mano enguantada tomó mi miembro hinchado y presionó el contorno, distribuyó los dedos y apretó hasta el fondo con una facilidad inesperada, como si nada hubiera en medio excepto aire, yo grité, grité el nombre del doctor y mi nombre y el nombre de mi esposa y otro nombre cualquiera, y entonces comprendí que aquel sería el nombre de mi hijo, que acababa de llamarlo, ven, ven, hijo, me llamaba mi padre intentando enseñarme a disparar las tardes de verano, toma esta escopeta, ven, voy a enseñarte bien para que nunca nadie te haga daño, ¿ves aquella lata?, ¿sí?, vamos, dispárale, vamos, mi vida, empuja un poco más que ya aparece, y yo cerré los ojos, no quería ver cómo salía aquella bala camino del destino y perforaba la lata de cerveza que habíamos colocado entre las ramas, mi padre sonreía, soy muy feliz, gritaba yo con la voz de mi mujer que repetía soy feliz con mi voz raptada, un momento, le indicó el doctor a una de las enfermeras, un momento, dije mirando el rostro risueño de mi padre con su escopeta al hombro, un momento, y entonces vi que humeaba, que su escopeta grande humeaba junto con la mía y vi la lata de cerveza con su impecable agujero en el centro y no estuve seguro, yo apenas podía sostener el arma pero la bala había volado exactamente hasta la lata y mi padre sonreía travieso, me acariciaba la cabeza y la enfermera forzó un poco la abertura del glande, un agujero perfecto, cálido, en el centro de la lata, casi como un ombligo, mi miembro se erguía a ratos y se desmayaba debajo del ombligo y entendí que el dolor era otra costumbre, que en el dolor también late un esbozo de placer al abrirse en dos mitades para que brote un amor sin nombre, ahí, ahí llega, y era una bendición la herida de sus uñas sin pintar en mis muñecas, y la noche envolvía la boca desdibujada de mi mujer aullando vamos, y la cama se aguaba y nos hundíamos, te quiero tanto, tan mezquinamente, y en medio del desmayo sentí cómo uno de los pechos triangulares de la enfermera joven me rozaba una pierna dejándome un surco de luz blanca y nutritiva sobre el muslo, y mi entrepierna dio un respingo y se rehizo en otra flor más roja, en una flor de pétalos arrancados, y aquello fue lo último que vi porque enseguida me atropelló el torrente, había sido tan hermoso, tan mezquino llevarlo dentro de mí como se esconde un secreto que poco a poco habrá que compartir, sale, sale, tenerlo haciendo tramas en las paredes interiores, rozar tal vez sus dedos a través de la membrana, escuchar sus quejas submarinas, su bucear impaciente, sus patadas al mundo, así es como te tratan, hijo, ya lo ves, dijo mi padre el día de mi primera pelea, a patadas siempre, y mi madre le decía calla, déjalo, y mi padre le contestaba tú qué sabes, que el niño sepa cómo es el mundo, así van a tratarte siempre, pero tal vez esas patadas en el vientre, pienso, eran los primeros pasos de un futuro hombre tímido al que le gustaría aprender a bailar, ser fuerte de otro modo como esa belleza urgente que entraba por los ventanales, digamos ventanucos del sanatorio, muévase señor, muévete, hijo, verás qué buen lugar para bailar, por supuesto que también hay escopetas y patadas, eso ya lo verás más tarde, pero ahora entrégate, ofrécele tu boca al aire, siente a tu madre apretándonos la muñeca para acompañarnos a ver el miedo, el dulce acantilado, ella ha trabajado tanto, sabes, hijo, mientras tú te tejías, mientras me hacías hombre girando entre mi corazón y mis pulmones, ahora sí que sí, respire hondo, y algo se deslizó también por mis esfínteres, algo como una tersa serpentina, ya no tenía nada, me estaba vaciando, y estuve un rato quieto, muerto, enorme, con todas las entrañas y la vida al aire hasta que sí, estalló mi miembro entre los nudos de las sábanas, incluso más que cuando abrimos el canal aquella noche, más de lo que estallaba la mañana en la ventana o de lo que explota una escopeta que pretende defenderse disparando primero, el doctor Riquelme retiraba la mano deslumbrado por el chorro de luz y el festival de gritos y el concierto de sangre que resonaba como un órgano en toda la habitación hasta donde esperaba mi mujer diciéndonos: hemos abandonado la inocencia, y un llanto que no era nuestro alborotó las sábanas, el dolor, las membranas, las paredes, todo lo atravesó para surgir desde el canal de mis venas dilatadas como cordeles, para rozar los bultos expectantes de los testículos y derramarse entre las manos del doctor Riquelme, que lo mira y me mira y comprende que aquel niño es el mismo que seré, el que aún no he sido, el que no pude ser, y que aquella es mi cara y es idéntica y es otra y que acabo de engendrarme, y por eso la mujer que amé y me amó hasta el fondo de una noche veloz llora conmigo, hoy o mañana, abrazando a las enfermeras.

 

Una raya en la arena

 

Ruth hacía montañas con un pie. Cavaba con el dedo gordo en la arena tibia, formaba montoncitos, los ordenaba, los alisaba cuidadosamente con la planta del pie, los contemplaba un rato. Luego los destruía. Y volvía a empezar. Tenía los empeines rojizos, le ardían como piedras solares. Llevaba las uñas pintadas de la noche anterior.

Jorge estaba desenterrando la sombrilla, o intentándolo. Hay que comprar otra, murmuró mientras forcejeaba. Ruth fingió no haberlo escuchado, aunque no pudo evitar sentirse irritada. Era una banalidad como cualquier otra, claro. Jorge chasqueó la lengua y apartó la mano de la sombrilla bruscamente: se había pillado un dedo con una de las pinzas. Una banalidad, pensaba Ruth, pero la cuestión es que él no había dicho «tenemos que comprar otra sombrilla», sino «hay que comprar». De un tirón, Jorge consiguió plegar la copa de la sombrilla y se quedó estudiándola con los brazos en jarra, como si esperase la última reacción de una criatura vencida. Casualidad o no, mira por dónde, él ha dicho «hay» y no «tenemos», pensó Ruth.

Jorge sostenía en ristre la sombrilla. La punta estaba carcomida por lenguas de óxido y manchada de arena húmeda. Él se fijó en los montoncitos de Ruth. Luego buscó sus pies con heridas de las sandalias, ascendió por las piernas hasta el vientre, se detuvo en los pliegues que se acumulaban alrededor del ombligo, su mirada continuó por el torso, pasó entre los pechos como a través de un puente, saltó a la mata salada del cabello, y finalmente resbaló hasta los ojos de Ruth. Jorge se dio cuenta de que, reclinada en su silla de lona, haciéndose visera con una mano, ella también lo observaba desde hacía un rato. Él sintió una ligera vergüenza sin saber muy bien de qué, y sonrió arrugando la nariz. A Ruth le pareció que él había exagerado ese gesto, porque en realidad estaba de perfil al sol morado. Jorge levantó la sombrilla como un trofeo inoportuno. Qué, ¿me ayudas?, preguntó en un tono que a él mismo le sonó irónico, menos benevolente de lo que había pretendido. Arrugó de nuevo la nariz, volvió un instante la vista al mar, y entonces escuchó la sorprendente respuesta de Ruth:

–No te muevas.

Ruth empuñaba una raqueta de madera. El canto de la raqueta descansaba encima de sus muslos.

–¿Quieres la pelota? –preguntó Jorge.

–Quiero que no te muevas –dijo ella.

Ruth levantó la raqueta, se irguió y extendió un brazo para trazar lentamente una raya en la arena. Era una línea no muy recta, más o menos de un metro de longitud, que separaba a Ruth de su marido. Al terminar de dibujarla, ella soltó la raqueta, se acomodó otra vez en la silla de lona y se cruzó de piernas.

–Muy bonita –dijo Jorge, entre la curiosidad y el fastidio.

–¿Te gusta? –contestó Ruth–. Entonces no la cruces.

En la playa empezaba a levantarse un aire húmedo, o Jorge lo notó en ese momento. Le daba pereza soltar la sombrilla y el resto de los bártulos que llevaba colgados del hombro. Pero sobre todo le daba infinita pereza empezar a jugar a quién sabía qué. Estaba cansado. Había dormido poco. Sentía la piel sudada, arenosa. Tenía urgencia por darse una ducha y salir a cenar algo.

–No te entiendo –dijo Jorge.

–Me lo imagino –dijo Ruth.

–Oye, ¿vamos o no?