Javier Sáez de Ibarra

 

 

Bulevar

 

 

 

 

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Javier Sáez de Ibarra, Bulevar

Primera edición digital: mayo de 2016

 

ISBN epub: 978-84-8393-531-6

 

© Javier Sáez de Ibarra, 2013

© De esta portada, maqueta y edición: Editorial Páginas de Espuma, S. L., 2016

 

 

Voces / Literatura 194

 

 

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Defensa

 

Resultan tan deseables los catálogos en exposiciones y museos como superfluos los prólogos de los libros. Prescindimos porque ya sabemos lo que importa. Aunque no haya sido el caso del autor.

Para una literatura desnuda intentada aquí, el argumento ha de ser todo. Para una literatura retiniana (por usar el término de Duchamp) además, lo real comparece en imágenes. En consecuencia, se trataba de ver qué decía un texto privado del poder asociativo de la palabra y, en especial, de la metáfora en todas sus manifestaciones (lo que yo considero la esencia de la literatura). Una verdadera represión del lenguaje y una ascesis para el cuento de reducirse a una historia, a que tuve que atenerme.

El resultado fue que, con todo, narraciones así también pueden llegar a encrucijadas que ya no progresan añadiendo más acciones, más explicaciones, más imágenes; sino que alcanzan situaciones donde la palabra tiene dificultades para apresar esa experiencia, queda indecisa, dubitativa, calla. La narración se acerca a lo inefable o lo nuevo. Porque toda experiencia limita con el misterio, adonde nos acompaña la palabra inédita o el silencio.

Es entonces cuando en los personajes irrumpe otra clase de emoción. De manera que únicamente la conciencia de la emoción los guía. Pero una conciencia de la emoción es precisamente lo no visible, lo no traducible a imágenes o a un lenguaje solo descriptivo-denotativo, justo el procedimiento que yo había empleado.

Yo temía que la desnudez del solo argumento significara pobreza. Y, al no ver otra cosa, guardé estos relatos en un cajón durante algunos años. He sido el primero en encontrar consuelo.

Para la crítica más simple lo que no es realista será experimental. Perseverante en la insuficiencia de sus categorías.

He encontrado otros caminos ulteriores de la desnudez, sugeridos por los descubrimientos de las artes plásticas. La técnica del ready made, que recoge y apenas modifica el objeto, es una manera de someter la voluntad del creador por un lado, y de hacerla sutil y poderosa por otro. Invirtiéndolo y llamándolo fuente, Marcel Duchamp transformó el urinario en objeto de arte. Yo me he permitido tomar los textos de unos libros de enseñanza de Historia para que nos hablen de otro modo.

Arthur C. Danto ha señalado que museos y exposiciones (vale decir un libro de cuentos) se han entendido siempre como exhibiciones de piezas consideradas, bien por su valor artístico propio, o en tanto documentos que representan el momento general de una cultura; pero que también pueden mostrarse como revulsivo de la pasividad del espectador (así sucedió en la Bienal Whitney de 1993). Aquí he rendido un discreto homenaje a esta actitud: uno o dos textos para ser intervenidos.

En consecuencia Bulevar es un libro roto. Ha sido la única manera de que estos cuentos aparecieran. Su prólogo resulta imprescindible para mí; creo que debemos exigirnos alguna clase de justificación pública de lo que hacemos, hoy más que nunca, que sirva para desenmascararnos. Yo, al menos, he necesitado explicarme por qué un libro más en el mundo, y por qué este.

 

Permiso

 

Para Luis Aranguren

y Francisco Aperador

 

El jefe, Erwin, llevaba más de diez minutos hablando con el cliente, el dueño de la casa más grande que había visto en mi vida: un chalet de tres plantas, ático con solarium y un sótano gigantesco, además de un garaje en donde cabían varios coches. Su conversación, que había empezado en el salón grande, se prolongaba sin pausa a través del corredor principal del piso inferior y por las habitaciones. Parecían dos viejos amigos que se resistieran a despedirse sabiendo que pasaría mucho tiempo antes de volver a verse.

Mi jefe, desde luego, tenía motivos para estar contento; la mudanza nos había ocupado la semana entera, algo extraordinario entre nosotros que sólo disponíamos de una camioneta mediana y un coche para trasladarnos, mientras cualquier otra compañía habría hecho el servicio en un par de días. Con excepción de los muebles, el mayor trabajo consistió en cargar libros. El hombre era profesor de universidad, escritor o coleccionista, algo así; poseía otras dos viviendas y un apartamento repletos de libros, que ahora iba a reunir en el sótano de su nuevo hogar. Hubo que embalarlos por docenas en fuertes cajas de cartón; venían en planchas que Ladis se ocupaba de abrir, doblar y trenzar; usábamos la cinta únicamente para cerrarlas.

–Ladis, tienes manos de señorita –le decía el grande Iván por molestarlo. Ambos, el cubano y el polaco, representaban dos auténticos osos, cada uno de un color. El moreno, muy diestro con la lengua, siempre andaba gastándole bromas; el otro era manso como un cordero, nunca se enfadaba. Lo llamábamos «grande» sólo a Iván; el nombre se lo puso él o alguien que hubiera pertenecido al grupo antes que yo.

Ladis nos iba dejando las cajas; Iván, el Nene y yo las llenábamos. A veces, Erwin colaboraba con nosotros. De esta manera vaciamos una biblioteca, y después otra y otra. Los libros no se terminaban. Al principio me despertaron la curiosidad, trataban de todo tipo de temas; pero no conocía los nombres de sus autores, y los había en varios idiomas. Tampoco quise que el jefe me amonestase. La mayoría de los mozos de mudanza no tardan en despreocuparse por lo que mueven: son sólo bultos. Da lo mismo una antigüedad que una plancha; salvo que el cliente ponga mucho interés –y debe hacerlo para que Erwin nos pida que tengamos cuidado–, todo se trata igual. Somos una compañía modesta, lo esencial es la velocidad: cuanto más cargas, más ganas.

La conversación de mi jefe con el cliente no tenía fin. En realidad, el escritor parecía el más interesado en hablar; tuve la sensación de que trataba de averiguar detalles concretos sobre el oficio: cómo recibíamos los avisos, quién hacía qué cosa, de dónde procedíamos cada uno... Pensé que quizá nos haría aparecer en alguna novela.

Yo mismo la hubiera escrito, de poder hacerlo. Cada cual teníamos una historia interesante que contar. Iván el grande se había exiliado de la isla, llevaba dos años en Madrid; Ladis, no más de nueve meses, entró como turista y allí estaba, ganándose la vida; su mujer había llegado antes que él y trabajaba en una casa. Del Nene ninguno sabíamos mucho, no hablaba apenas; en cambio, Iván el grande no se callaba nunca, casi siempre para decir mentiras: que había participado en una guerrilla, que una novia lo esperaba en su pueblo, que tenía un hijo de otra. Lo contaba riéndose como si se divirtiera. A veces me parecía sincero; otras, un cínico; a menudo se quejaba del trabajo: la verdad es que para levantar los objetos pesados resultaba imprescindible; el jefe ni lo llamaba, él acudía solo. «Erwin está muerto» era su frase más repetida. O también: «cualquier día me largo de aquí, este trabajo es inhumano». Viajaba detrás en el automóvil con Ladis y se metía con él. «Ustedes los polacos se alimentan de papas y el cerebro se les espesa», le decía. Iván el grande no lo hacía para provocarlo, creo yo, sino por dar rienda suelta a sus ideas o llenar el silencio. Ladis le sonreía con la boca cerrada, sin dejar de mirar por la ventanilla.

La relación que teníamos con Erwin no era profunda. A mí me recibió por primera vez en el garaje donde guardábamos la furgoneta. Le dije que venía de parte de un compañero que había trabajado con él, antes de emplearse en un matadero de aves. Mi amigo y Erwin eran peruanos, como yo. Temí que me pusiera alguna objeción por la estatura o que midiera mi fuerza; sin embargo, ni me miró los brazos; se limitó a leer los datos de la cédula y del pasaporte, me preguntó dónde vivía y me dio el puesto. Sí me advirtió de que el trabajo era cansado, que procurase dormir; venían recibiendo muchos pedidos, conque no me preocupara. De eso hacía casi un año. Erwin no es un padre ni un negrero; sólo un hombre que sabe cómo actuar, lo que un recién llegado como yo más necesitaba. Nunca tuvimos la menor queja uno del otro. Por eso me animé a pedirle que me prestara el coche, a lo que accedió. Ahora faltaba que terminase con el cliente y cumpliera lo prometido.

El grande Iván, Ladis y el Nene se habían quedado fuera de la casa. Supuse que el cubano estaría soltando sus bravuconadas a quien quisiera oírlas; Ladis, pensando en el estofado de la cena; y el Nene, que era bien listo, planeando qué hacer ese viernes en que habíamos acabado pronto y al que le restaba aún un tiempo aprovechable. A Erwin no le gustaba vernos a ninguno en el momento del cobro; la consigna era volver a los coches y esperarlo allí. Sabíamos que casi siempre le caía una propina; a final de mes, el jefe nos daba tanto a cuenta de aquella y había que fiarse. No era mala persona, si bien sospechábamos que nos escatimaba algo. Yo, estando con él, incumplía la norma; pero necesitaba recordarle lo prometido y que me dejase el coche lo antes posible, no se me fuera a hacer tarde. Entendí que, por esa vez, a Erwin no le molestaría; además, la fama del hombre me servía de justificación.

Mientras hablaban, fingía interés; en realidad iba dibujando el itinerario de lo que quería hacer esa noche. Dejaría a los muchachos en sus casas –seguramente el jefe iba a pedírmelo–, iría al piso a asearme y cambiarme de ropa, luego lavaría el auto. Contaba con un par de horas; si me apuraba, llegaría a recibir a Nely a la salida del trabajo. Imaginaba así la escena: ella con alguna compañera va hasta la parada del autobús; se despide y se queda sola; yo aparezco con el coche, freno a su lado, no me hace caso pero se queda intrigada; entonces abro la puerta y le dejo un tiempito para que me reconozca. No podrá creérselo.

Habíamos llegado por fin al salón recibidor. Me vi de pronto encajonado entre mi jefe y un mueble de la entrada. Dije «permiso» y me aparté. Quizá por eso Erwin reparó en mí.

–Ramón, ¿quiere esperar fuera con los demás?

Me quedé sorprendido, y algo temeroso de haberlo molestado. Miré al escritor como despedida.

–Si no se le ofrece nada... –dije. Le tendí la mano que me estrechó gustoso, di media vuelta y me marché.

 

–¿Qué se hizo? –me saludó el Nene.

–¿Ya arreglaron el sobrecito? –siguió el grande Iván–. ¿A cuánto tocamos?

Su malicia me hizo pensar que había sido un tonto quedándome en la casa. Lo peor no era que estos se burlaran; sino que el jefe se arrepintiese.

A mis compañeros los había encontrado como imaginé, de pie o recostados en los coches estacionados en la rotonda de la entrada. No me apetecía conversar, así que me entretuve examinando el entorno. La finca tenía muchos árboles; se sentía su aroma y la humedad, efecto de las lluvias recientes; en verano debía de ser un sitio fresco. En un lateral sobre una superficie de arena habían instalado un tobogán y un columpio. No había visto a la mujer, tampoco a los hijos –aunque me pareció que trasladamos su ropa–; quizá vinieran ahora que la mudanza había terminado. El recinto se cerraba con una tapia alta de ladrillo, sobre la que aún había una reja rematada con unas espirales. Recorrí con la vista la imponente fachada del chalet cubierta con planchas de piedra, las grandes ventanas y su tejado oscuro. Los muchachos se habían callado un momento para imitarme, dedicando sus últimas miradas a la soberbia edificación. Me fijé en la chimenea. Dentro de unos días, cuando el hombre y su familia, o quizá otros empleados colocaran lo que habíamos dejado, empezaría a echar humo. Los días o meses de espera y el engorro del cambio habrían acabado; volverían a la normalidad. No sé por qué imaginé al hombre escribiendo en su despacho de la buhardilla, mientras una mujer rubia y su pequeño paseaban bajo aquellos árboles.

Me di la vuelta; Erwin se despedía del dueño de la casa, hizo una señal en dirección al grupo que formábamos y se chocaron las manos. Me uní al saludo de Ladis y del Nene. La puerta de la mansión se cerró mientras Erwin bajaba un tramo de escaleras para reunirse con nosotros.

–No quiero a nadie cuando arreglo con un cliente ¿estamos? –dijo con brusquedad. Hizo un breve silencio para subrayar la orden. Luego se refirió a mí sin que le hubiera preguntado nada: –los deja en sus casas y se lo lleva. Los gastos corren de su cuenta.

En realidad no esperaba eso; me pareció mezquino, o quizá justo, pues él no sabía adónde llevaría el coche ni el combustible que podía gastar.

–Sí, señor.

–El sábado a mediodía lo quiero de vuelta.

–Gracias, cómo no.

Erwin nos emplazó al lunes a primera hora, se despidió, y subió a la camioneta para encabezar la salida. Los muchachos se montaron conmigo en el automóvil, el Nene delante y los gigantones detrás. Recorrimos muy despacio el camino de grava hasta el portón, que permanecía abierto, y tomamos un camino de asfalto por el que después de un buen trecho alcanzamos la carretera. Nos hallábamos a unos cuantos kilómetros de la ciudad.

Yo conducía detrás de mi jefe. En el auto, ninguno hablábamos, exhaustos por el trabajo de la semana o meditando sobre lo que recién acababa de suceder. Consulté el reloj: las ocho, había perdido media hora entre unas cosas y otras. Sentí una cólera que quise reprimir; tenía lo que quería a fin de cuentas, debía apresurarme en dejarlos y era hombre libre.

Empezó a llover, aunque nadie hizo un comentario, cada cual abstraído en sus asuntos. En un momento, el cielo se había oscurecido y arreció la lluvia. Se encendieron los faros; las luces rojas y blancas de los automóviles en fila brillaban blandas bajo la cortina del agua, parecían trampas en el camino. Me angustié pensando que se me haría tarde. Entonces, dijo el Nene:

–Acelere y adelante a la furgoneta, Ramón. No se quede atrás.

No le respondí, pero tomé sus palabras como un permiso. Cambié al carril de la izquierda en un tráfico que ya era denso, y la rebasé. No quise mirar a la cabina por no ver la cara del jefe. En cuanto me alejé de él unos metros, busqué entre los coches una pista por la que ir más deprisa.

El grande Iván le pidió al Nene que pusiera música.

–Si nos matas, por lo menos que sea escuchando algo –dijo. Ninguno le respondió. Sonó la orquesta, y se puso a hacer sus comentarios: que la salsa era una porquería, que en Cuba tenían ritmos mejores, y grupos que no se conocían aquí, verdaderos talentos que había que oírlos...

Era agradable a veces al negro. Hablaba sin parar durante minutos, aunque nadie le respondiera, y sobre cualquier tema. «Nosotros tenemos la revolución con todas sus cosas», decía; «pero nos enseñó a razonar. En este país la gente ya no piensa. Los tienen amaestrados, son incapaces de hilar tres frases seguidas, ¿qué les parece?».

Dejé a Ladis en su casa primero. Luego al grande Iván: se despidió estrechándome la mano con un guiño:

–A ver si se porta usted ahora que el muerto le deja su coche, no malgaste la ocasión de impresionarla a su muchacha.

Me faltaba tiempo para charlar. Sonreí a la complicidad, salí de aquel barrio y corrí al del Nene. El cielo nos concedía una tregua: aunque se vino la noche con todo, la lluvia había cesado.

–Déjeme en la estación –sugirió el Nene.

Yo protesté.

–De verdad se lo estoy diciendo. –No podía consentirlo, aunque las ganas casi no me dejaban resistirme–. Usted anda con prisa.

–No es justo –repuse. Y yo mismo me sorprendí por la respuesta–. Trabajamos bien duro hoy... me sobra para llevarle a su casa; se lo agradezco. Diga por dónde...

Ni me dejó acercarme a su portal; me indicó la salida del barrio, se bajó ágilmente, cerró la puerta y le sacudió dos golpes al coche como si fuera un caballo.

Me olvidé de todos al instante; mientras conducía sin mirar el reloj, recomponía mis planes.

 

Supe que Norberto estaba en casa cuando encontré encendida la lucecita del hall. Grité su nombre para que no se asustara. Nadie respondió. Colgué el impermeable, apagué la lámpara y avancé llamándolo por el pasillo. Después de una o dos veces escuché un gruñido.

–¡Soy yo! –me anuncié.

Salí a la terraza para prender el calentador. Me fui quitando la ropa por el camino a mi habitación; cuando entré en el cuarto que compartíamos, iba en calzoncillos. Él estaba acostado en su cama de abajo de la litera, tapado hasta el cuello. Lo iluminaba una lamparita de pinza sujeta al somier de arriba, donde dormía yo. Le di un manotazo en la espalda.

–¿Todo bien, Norbe? –gruñó de nuevo sin volverse.

Abrí el armario, empujé las perchas cargadas con su ropa para poder ver la mía. Tenía que encontrar una camisa planchada. Mejor si la hubiera dejado lista antes de salir o, al menos, elegida; pero temí que Norbe la cogiera sin querer o se hubiera sentado sobre ella.

–¿Se ha levantado hoy?

No respondía. Luego preguntó:

–¿Adónde va? –Su voz sonaba igual que desde una cueva; pensé en una cueva física que correspondía a otra mental.

–Estamos a viernes, Norbe. Salgo con Nely.

–¿Con Nely?

–Sí. Usted conoce a Nely.

Había conseguido la camisa, me faltaba el pantalón. No encontraba ninguno decente. Moví de un lado a otro las perchas, uno se escurrió de su sitio y cayó al suelo.

–¿Adónde va? –repitió.

–Por ahí. –Al fin di con uno que me pareció aceptable. Se veía mal–. Enciendo esta luz, Norbe. No tiene que prender la de la entrada. Se lo están diciendo Charly y Facundo muchas veces.

Lo miré; se volvió hacia mí cuando ya me incorporaba.

–Luego lo riñen con razón. –Agarré mis cosas para salir, en eso reparé en que me faltaban los calcetines.

–Charly, Facundo… ¡mierda para ellos! –protestó.

 

Aun cuando apenas gasté cinco minutos en ducharme, peinarme y echarme colonia, me alcanzaron varios pensamientos. El trabajo, como decía el grande Iván, era inhumano, bueno sólo para un tiempo. Sentí que en este país envejecería aprisa. No por debilidad. Yo podía ser tan fuerte y decidido como él o como cualquiera de los que vivían conmigo. Igual de fuerte que ellos. Y Nely lo comprendía: ella gustaba del hombre inteligente que tenía ante el espejo, que después de trabajar en firme toda la semana, sabía estar ahí, limpio y perfumado, con un coche a la puerta para invitarla a salir. Por esta vez había triunfado. Esa seguridad me puso de buen humor.

–Norberto, escuche, se me hace tarde –le dije mientras me colocaba el cinto–. ¿Quiere usted apagar el calentador? Así se levanta. El calentador, ¿me oye?

Me encorvé para verlo. Se había vuelto, cobijado igual que antes; con los ojos fijos en el papel de la pared, atravesando con la imaginación sus dibujos y hasta la escayola hacia ningún lugar. Me até los zapatos, les pasé la colcha de mi amigo por encima; me incorporé y le dije adiós. Apagué el calentador. Ya en el hall volví a ponerme la gabardina. Dediqué un minuto a examinar mi aspecto en el espejo de un falso mueble: mis preparativos me parecieron suficientes. Luego me acordé de mi compañero de piso. Encendí la lamparita que le gustaba saber encendida, y salí de la casa sin hacer ruido.

 

No llovía; entre jirones de nubes deshechas la luna brillaba, y el frescor que había dejado el aguacero en el ambiente resultaba agradable. Comprobé que no necesitaba lavar el coche. Y no era tan tarde, disponía de algo más de media hora para bajar a la estación sur de autobuses y llegar hasta el centro comercial en que trabajaba Nely.

Iba pensando en todo eso a la vez que me metía en el coche y lo ponía en marcha. Consulté el indicador de la gasolina y el número del cuentakilómetros; me dije que, en buena lógica, debía contabilizar el gasto sólo a partir de entonces. Sin embargo no se puede calcular el consumo en una ciudad, siempre me tocaría poner algo más de dinero. También será una manera de agradecérselo, me resigné, una manera forzada de agradecérselo.

Me encaminé hacia el final del barrio. Justo en el cruce antes de llegar a la rotonda de salida, se lanzó un vehículo contra mí. Entró en mi carril sin respetar el stop. Un frenazo violento me sacudió, y me golpeé la frente contra el vidrio. «¡Dios!». En el instante se me vino a la cabeza Erwin y su automóvil. Por un poco. Se había calado, pero intacto. Afortunadamente, como nadie me seguía no sufrí ningún choque. Vi sólo tres luces rojas que engullía la oscuridad.

Hasta ese momento ni imaginaba la posibilidad de un accidente. De pronto se había esfumado mi alegría, sentí una angustia en el estómago que me atenazó y unas lágrimas inoportunas.

Ahí recordé una de las últimas conversaciones con Nely:

–¿Usted llora alguna vez? –me preguntó.

–¿Por qué? –me reí.

–No me diga que nada lo emociona... –En realidad yo callaba buscando la palabra más conveniente–. ¿Lo considera una cualidad, no llorar?

No me parecía una virtud; tampoco caía yo en la tentación de aparecer ante las mujeres como un tipo insensible, sin flaquezas.

–¿Sabe lo que pienso? –Me dijo–: algunos hombres fingen sus emociones y los hay que no sienten nada.

Se calló, como para comprometer mi respuesta.

–No hay nadie tan frío –le contesté–. No conozco a nadie que no sufra.

 

Por alguna razón, el recuerdo de aquella escena me hizo cambiar de planes. Otra vez. Soy de los que saben improvisar ante una nueva situación, incluso me agrada. Para qué perder el tiempo dando vueltas, iría directamente al shopping; le compraría unas flores y se las regalaría allí mismo, donde trabajaba. Me gustó la idea de la sorpresa, realizar un acto audaz ante toda aquella gente que nunca imaginó que su empleadita podía, ella también, recibir algo. Sí. Un bonito ramo. Rosas. Comprado con lo que ahorré en la limpieza del auto. Me pareció que encajaba.

Conduje rápidamente. Algunos fines de semana la había acompañado hasta allí; aunque no le gustaba, y me obligaba a despedirme de lejos para que sus compañeras no la vieran conmigo. Sentía que infringía una especie de tabú por presentarme así en aquel mundo suyo, unos grandes almacenes cuyo nombre se leía ahora en un cartel iluminado por docenas de bombillas, un verdadero imperio sobre la ciudad; y por encima sólo los nubarrones, de los que volvía a desprenderse el agua igual que un llanto.

La cola para el aparcamiento era todavía larga, con coches detenidos y entrando o saliendo despacio entre los autobuses; malgasté mi tiempo en dar vueltas sin encontrar un solo sitio donde estacionar. Los otros circulaban torpes, miedosos de la lluvia. Empezaba a ponerme nervioso. Una solución era marcharme y volver a su hora de salida; pero la idea de entregarle las flores allí me seducía tanto que no quise darme por vencido. Decidí aparcarlo en doble fila; sería un momento, dadas las circunstancias no creí que ningún policía fuera a descubrirme. Vi una parada de taxis y algunos vados donde era imposible dejarlo; junto a la hilera de los estacionados se había formado otra en paralelo, ni siquiera ahí había lugar. Entonces un hombre vestido con un abrigo prendió las luces de su coche a distancia. Lo tenía en doble fila y, efectivamente, iba a salir. Llegué hasta él; en cuanto realizó la maniobra, ocupé su sitio.

Salí del auto, miré a los lados por si había algún guardia; cerré, me aseguré de que quedaba bien cerrado, y crucé la calle. Todo lo hice a la mayor velocidad, sólo me mojaron unas gotas. Consulté el reloj. Disponía de quince minutos.

Multitud de clientes vomitaba la boca del edificio cargados de bolsas con el símbolo del comercio. Dentro, caminaban en procesión, torpes como los coches bajo la lluvia, y orgullosos; parecía que gastar allí el dinero fuera un privilegio a la vez que gozoso, obligado. Se detenían en los puestos, examinaban sus productos, agarraban uno, miraban de reojo a los demás mientras esperaban a que el dependiente se lo envolviera; después sacaban una tarjeta de una cartera repleta de ellas, y decían gracias o dejaban como despedida un gesto indefinido. Yo, mientras, aceleraba por entre esa multitud, patinando sobre un suelo muy encerado que me obligaba a hacer fuerza para evitar el deslizamiento.

No veía la floristería. Todo allí, repleto de indicaciones, dejaba al visitante sin referencias. Qué contrasentido. Me apuraba repitiendo: «La floristería. La floristería», como si nombrarlo produjera el milagro de que se me apareciese. Una voz anunció que el cierre de la tienda se demoraría unos minutos, agradecían nuestra visita, que fuéramos saliendo por favor... un instante de silencio y volvió la música insípida. Por un sitio o por otro, los mismos clientes seguían al mismo paso sin hacer caso a la voz.

Ya había decidido regresar al coche a esperarla, cuando pude divisar la tienda de flores. A toda prisa, tropezando con alguna persona, llegué hasta ella. La dependienta recogía macetas que había colocadas a la entrada, y que al moverlas dejaban su ligero rastro de tierra húmeda y agua por el suelo. La abordé.

–Discúlpeme, señorita, ¿me vendería unas flores?

Me echó un vistazo antes de preguntar cuáles deseaba. Pedí rosas rojas, y su precio. Ella misma sugirió que comprara tres, acompañadas de una ramita de limonio y algo de verde que envolvería en un lindo papel. Yo se lo agradecí. Compuso el pequeño ramo con sus manos diligentes, tomándose su tiempo. Le dije que andaba apurado; no para que se apresurase, para agradecer su atención en aquellos momentos al final de la jornada. Creo que me entendía.

–A su amiga le van a gustar –dijo.

–Ella está empleada acá. En cosméticos; arriba ¿verdad? –asintió–. Sale tarde.

–Acá trabajamos hasta bien tarde –contestó con una sonrisa.

Me entregó el ramo, lo pagué y me fui. Hubiera querido dejarle alguna moneda de propina; sin embargo no podía, o quizá no debía hacerlo. Le agradecí. Y mis disculpas por la urgencia.

 

Avancé con mi pequeño ramo, procurando que no se me arrugase y protegiéndolo por entre la gente que se cruzaba conmigo. Sufrí los golpes de dos o tres personas que no por eso se detuvieron. Yo únicamente pensaba en mi coche estacionado en doble fila; temía que alguien hubiese quedado atrapado allí y estuviera haciendo sonar el claxon. Pero también en que Nely tuviese su momento de felicidad al recibir las rosas. Estaría rendida de tantas horas de pie, y su amor le traía por sorpresa ese obsequio: había sido capaz de organizarlo todo, salir antes, comprarlas y llegar hasta el puesto que atendía para ofrecérselas. La vergüenza que pudiera ella sentir quedaría borrada por su alegría. Me topé con más gente aún, cuando se escuchó un último aviso para que desalojásemos la tienda, y otra vez la música. Yo cuidaba de las flores; con tanto golpe, tendría que recomponerlas antes de dárselas. El sudor me empapaba la camisa, y las gotas bajo el flequillo se me deslizaban por la cara. Recordé de pronto sus preguntas acerca de mis lágrimas, y bromas suyas sobre la fuerza de los trabajadores de mudanzas. Me estaba agobiando cada vez más por el calor y la prisa, casi me arrepentía de aquel plan insensato. Entonces la descubrí.

La vi en su puesto de venta de cosméticos. Ocho o nueve mujeres la rodeaban, todavía enredando entre la mercancía. Observé cómo se agitaban manoseando los frascos, las cajitas de polvos, los pintalabios y maquillajes de diversas medidas y colores; una le mostraba lo que había agarrado, otras dos le preguntaban a la vez; las señoras se probaban una muestra, la miraban, hacían su comentario, se reían; Nely negaba con la cabeza, sonreía, se inclinaba hacia ellas, les contestaba... Aquel frenesí era semejante a una fiesta en la que actuara de reina. Además lucía bien, con su uniforme de falda y chaqueta, su pañuelo al cuello, sus ojos muy pintados, los labios de rojo vivo, la dentadura blanca. Más que servidora de las clientas parecía transformada por ese rato en el modelo que imitar. Por todos lados la reclamaban. Una mujer le susurró algo casi al oído. Nely se echó hacia atrás, sacudiendo el cabello, imaginé que se desprendían en oleadas restos de su perfume; era amable con cada una, atenta a un lado y a otro, giraba los brazos en que sacudía sus pulseras plateadas. Se agachó a recoger algo y se lo mostró, radiante, a la que le había confiado el secreto. La señora reía con la boca muy abierta y también las otras juntas. En ese instante, comprendí su alegría, mi enamorada se había vuelto verdaderamente feliz en medio de su extravagante corro. Entendí que Nely había encontrado su lugar en aquel puesto, una especie de centro desde el que sabía dominar a su antojo a las que se le acercaban. Esas mujeres con ella formaban en su mundo propio algo parecido a una celebración.

Retrocedí, venciendo la inmovilidad que aquella visión me había producido. Ni siquiera temí que me descubriese.

Sin darme cuenta, fui arrastrado por un movimiento humano que se dirigía a la salida y me dejé conducir a su lenta y, al mismo tiempo, extraña velocidad. No tenía nada que objetarles. No tenía ninguna idea al respecto, ni dudas sobre lo que había contemplado. Todo resultaba simple y luminoso. Me desplazaron por entre los puestos y los sucesivos pasillos bajo una música continua. Hasta que me hallé, por fin, delante justo de la puerta. Entonces cesó aquella especie de mareo que me había dominado. La gente que se marchaba me esquivaba por mi derecha o por mi izquierda como a un obstáculo. Yo me retiré a un lado, y comprendí que debía salir. Antes, introduje con cuidado las flores por el agujero de una papelera. Inconsciente, casi perdido entre el suave murmullo de empujones, traspuse el umbral, perdí de golpe el calor de aquella gigantesca calefacción del híper y me encontré en la fría atmósfera de las escaleras a la calle.