LA ESPADA DE SHANNARA

V.1: enero, 2016


Título original: The Sword of Shannara

© Terry Brooks, 1977, 2012

© de la traducción, Vicky Vázquez, 2015

© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2016

Todos los derechos reservados


Diseño de cubierta: Taller de los Libros


Traducción publicada bajo acuerdo con Ballantine Books, sello de The Random House Publishing Group, una división de Random House, Inc.


Publicado por Oz Editorial

C/ Mallorca, 303, 2º 1ª

08037 Barcelona

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ISBN: 978-84-16224-37-1

IBIC: FM

Conversión a epub: Taller de los Libros


Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.

LA ESPADA DE SHANNARA

Terry Brooks


Traducción de Vicky Vázquez

Colección Oz Nébula


1



Para mis padres,

que creyeron.



1


El sol ya había empezado a hundirse en la verde espesura de las colinas al oeste del valle y sus sombras rojizas y rosáceas bordeaban los confines de la tierra, cuando Flick Ohmsford inició su descenso. El sendero atravesaba tortuosamente la ladera norte, serpenteando entre los enormes peñascos que salpicaban el terreno escabroso y desapareciendo entre los densos bosques de las tierras bajas para volver a aparecer fugazmente en los claros más despejados. Flick seguía con la mirada aquel sendero que tan bien conocía mientras avanzaba fatigosamente con su ligero fardo colgado del hombro. Su ancho rostro, castigado por el viento, reflejaba una expresión plácida. Tan solo sus enormes ojos grises delataban la inquietud que ardía bajo su sosegado aspecto. Era un hombre joven, aunque su baja estatura y complexión fornida, su pelo castaño canoso y sus peludas cejas, lo hacían parecer mucho mayor. Vestía la holgada ropa de trabajo de la gente de Valle y dentro del fardo varias herramientas metálicas se movían y chocaban entre sí.

Aquella tarde hacía algo de frío y Flick apretó el cuello de su jubón de lana contra la garganta. El trayecto que le esperaba se extendía a través de bosques y llanuras onduladas. Estas últimas no eran visibles desde los bosques, donde la oscuridad de los altos robles y los lúgubres nogales se alzaba hasta ocultar el cielo nocturno. El sol se había puesto y, tras él, cientos de amables estrellas titilaban sobre el azulado firmamento. Pero los enormes árboles no permitían verlas, así que Flick avanzaba lentamente por el sendero solo en la silenciosa oscuridad. Como había recorrido el mismo camino cientos de veces, el joven percibió inmediatamente la inusual calma que aquella noche parecía haberse apoderado de todo el valle. Ni los habituales zumbidos y chasquidos de los insectos que rompían el silencio de la noche, ni los graznidos de los pájaros que se despiertan tras la puesta del sol y vuelan en busca de comida... Nada. Flick escuchó atentamente en busca de alguna señal de vida, pero su agudo oído no logró captar nada. Hizo un gesto de preocupación. Aquel silencio absoluto resultaba inquietante, especialmente tras haber oído los rumores de que unos días atrás se había avistado hacia el norte del valle a una terrorífica criatura de alas negras en el cielo nocturno.

Se obligó a silbar y a pensar en su trabajo habitual en los campos del norte de Valle, donde familias de las afueras trabajaban la tierra y cuidaban del ganado. Viajaba hasta sus casas cada semana para llevarles los suministros que necesitaran e informarles de los últimos acontecimientos de Valle y, en ocasiones, también sobre las distantes ciudades de las Tierras del Sur. Eran pocos los que conocían los campos de los alrededores tan bien como él, y eran aún menos los que se molestaban en abandonar la relativa seguridad de sus hogares en el valle. Por aquel entonces, los hombres eran propensos a permanecer en comunidades aisladas y dejar que el resto del mundo se las apañara como pudiera. Pero a Flick le gustaba salir del valle de vez en cuando, y en las casas de las afueras precisaban sus servicios, y estaban dispuestos a pagarle por las molestias. El padre de Flick no era de los que dejaban pasar la oportunidad de hacer dinero, y el acuerdo satisfacía a todos los implicados.

El roce de una rama baja contra su cabeza hizo que Flick se sobresaltara y saltara a un lado. Avergonzado, se enderezó y clavó su mirada sobre la rama antes de proseguir la marcha a mayor velocidad. Se había internado en los bosques de las tierras bajas, y los rayos plateados de la luna a duras penas lograban atravesar la espesura e iluminar débilmente el sinuoso camino. Estaba tan oscuro que Flick tenía dificultades para encontrar el sendero y, mientras tanteaba el terreno delante de sí, volvió a ser consciente del absoluto silencio. Era como si toda vida se hubiera extinguido de repente, y solo quedara él buscando la salida de aquella tumba forestal. Volvió a recordar aquellos extraños rumores. A pesar de sus esfuerzos, estaba algo nervioso, y miraba a su alrededor con preocupación. Pero nada se movía en el sendero que se extendía delante de él ni entre los árboles que se cernían sobre su cabeza, y se sintió tan avergonzado como aliviado.

Se detuvo un momento en un claro iluminado por la luna y observó la amplitud del cielo nocturno antes de volver a adentrarse entre los árboles. Andaba despacio, siguiendo el camino serpenteante que se había estrechado a partir del claro y ahora parecía desaparecer en un muro de árboles y arbustos. Sabía que solo era una ilusión, pero aun así lo observaba con inquietud. Poco después, el camino volvió a ensancharse y logró discernir resquicios de cielo a través de las copas de los árboles. Casi había llegado al fondo del valle, y se encontraba a unos tres kilómetros de su casa. Sonrió y empezó a silbar una antigua canción de taberna mientras apretaba el paso. Estaba tan concentrado en el sendero y en las tierras que se extendían más allá del bosque que no se percató de la enorme sombra negra que pareció alzarse de repente tras un gigantesco roble a su derecha y desplazarse a toda velocidad para cortarle el paso. La oscura figura prácticamente se había echado encima del hombre de Valle antes de que Flick notara su presencia emergiendo frente a él, como una enorme piedra negra que amenazaba con aplastar su pequeño cuerpo. Sorprendido, dio un grito y se echó a un lado. El fardo cayó al suelo y las herramientas tintinearon cuando se llevó la mano izquierda a la cadera y desenvainó rápidamente una larga y fina daga. Pero cuando se agachó para defenderse, el imponente brazo de aquella figura lo detuvo. Una voz fuerte pero tranquilizadora dijo rápidamente:

—Esperad un momento, amigo. No soy vuestro enemigo y no deseo haceros daño. Sólo busco mi rumbo y os agradecería si pudierais indicarme el camino correcto.

Flick se relajó un poco y escudriñó la sombría figura que se alzaba ante él, en busca de algún indicio de humanidad. Sin embargo, no logró ver nada, de modo que se desplazó con cuidado hacia su izquierda con el fin de distinguir los rasgos de la oscura criatura bajo la luz de la luna que se colaba entre los árboles.

—Os lo aseguro. No quiero haceros daño —repitió la voz, como si hubiese leído la mente del hombre de Valle—. No era mi intención asustaros, pero no os vi hasta teneros casi encima, y temía que pasarais de largo sin daros cuenta de que estaba aquí.

La voz guardó silencio y la enorme figura negra permaneció inmóvil, aunque Flick sentía cómo le seguía con la mirada mientras se movía bajo la luz. Poco a poco, la pálida luz de la luna empezó a perfilar los rasgos del forastero en líneas difusas y sombras azuladas. Se miraron el uno al otro en silencio durante largo tiempo, analizándose mutuamente; Flick en busca de algo que revelara a qué se enfrentaba, y el forastero, en expectante silencio.

De pronto, la enorme criatura se lanzó hacia delante con una rapidez asombrosa y agarró las muñecas del hombre de Valle con sus poderosas manos. Flick se elevó sobre el suelo y el cuchillo se deslizó entre sus dedos temblorosos mientras la voz grave se echaba a reír burlonamente.

—¡Vaya, vaya, mi joven amigo! Me pregunto qué haréis ahora. Si quisiera podría arrancaros el corazón ahora mismo y dejaros para que os devoraran los lobos, ¿qué os parece?

Flick forcejeó violentamente para liberarse. El miedo le impedía pensar en cualquier otra cosa salvo escapar. No tenía ni idea de qué clase de criatura le sometía, pero era mucho más fuerte que un hombre normal y, al parecer, estaba dispuesta a acabar con Flick en un instante. Entonces, sin previo aviso, su captor lo sostuvo ante sí con los brazos extendidos y la voz burlona se tornó fría y desagradable.

—¡Ya basta, jovencito! Hemos jugado a vuestro juego y aún no sabéis nada de mí. Estoy cansado y hambriento, y no tengo intención de entretenerme más tiempo en el sendero del bosque en una noche fría como ésta mientras decidís si soy hombre o bestia. Os bajaré para que podáis mostrarme el camino. Pero os lo advierto: no intentéis huir de mí o será mucho peor.

La voz enérgica se apagó y el tono de desagrado dio paso la misma sorna de antes con una pequeña carcajada.

—Además —retumbó la voz mientras los dedos soltaban a Flick y éste se deslizaba hasta el suelo—. Podría resultar mejor amigo de lo que pensáis.

La figura dio un paso atrás mientras Flick se enderezaba y se frotaba las muñecas con fuerza para que la sangre volviera a circular por ellas. Quería echar a correr, pero era evidente que el forastero lo atraparía de nuevo y esta vez acabaría con él sin pensarlo dos veces. Se inclinó lentamente, recogió la daga del suelo y la guardó en su cinturón.

Flick podía ahora ver a su acompañante con claridad. Un rápido vistazo le indicó que, definitivamente, se trataba de un ser humano, aunque mucho más corpulento que cualquier hombre que hubiera visto nunca. Medía al menos dos metros, pero era excepcionalmente esbelto, aunque era difícil estar seguro ya que la alta figura estaba envuelta en una capa negra con una amplia capucha que le cubría la cabeza. El rostro ensombrecido era alargado y estaba lleno de arrugas, lo que le otorgaba una apariencia hosca. Tenía los ojos hundidos, prácticamente escondidos bajo unas pobladas cejas que se unían sobre una nariz larga y chata. Una barba corta y negra rodeaba una boca ancha, que no era más que una línea en el rostro: una línea que no parecía moverse nunca. Entre su tamaño y la negrura que le rodeaba, su apariencia resultaba aterradora, y Flick tuvo que esforzarse por contener el creciente impulso de echar a correr bosque adentro. Miró fijamente los profundos y fríos ojos del forastero, no sin dificultad, y se las arregló para esbozar una leve sonrisa.

—Pensé que erais un ladrón —murmuró dubitativo.

—Os equivocasteis —recibió como respuesta en voz baja. Después, la voz se tornó más suave—. Tenéis que aprender a distinguir entre amigos y enemigos. A veces vuestra vida dependerá de eso. Ahora, decidme vuestro nombre.

—Flick Ohmsford —Flick dudó un instante y siguió con un tono algo más valiente—. Mi padre es Curzad Ohmsford. Regenta una posada en Valle Sombrío, a dos o tres kilómetros de aquí. Allí encontraréis alojamiento y comida.

—Ah, Valle Sombrío —exclamó de pronto el forastero—. Sí, ahí es donde me dirijo.

Hizo una pausa, como si estuviera pensando en lo que acababa de decir. Flick observó cómo se frotaba la cara arrugada con los dedos retorcidos mientras observaba las praderas onduladas más allá del bosque. Aún las miraba cuando volvió a hablar.

—Tenéis... un hermano.

No era una pregunta; era una afirmación. Lo dijo de forma tan ausente y tranquila, como si no le interesase obtener respuesta alguna, que Flick casi no lo oyó. Entonces, al comprender el significado de aquel comentario, se sobresaltó y miró rápidamente al forastero.

—¿Cómo...?

—Bueno —dijo el hombre—, ¿acaso no tenéis todos los jóvenes del valle un hermano en alguna parte?

Flick asintió en silencio, incapaz de entender lo que el otro quería decir, y preguntándose vagamente cuánto sabría de Valle Sombrío aquel hombre. El forastero lo miraba inquisitivamente, sin duda esperando indicaciones para llegar al alojamiento y la comida prometidos. Flick se volvió para recoger el fardo que se le había caído y se lo colgó de nuevo al hombro con la mirada fija en la imponente figura que se alzaba frente a él.

—Es por aquí. —Señaló, y los dos empezaron a caminar.

Salieron de la espesura del bosque y avanzaron por las colinas suaves y sinuosas que conducían a Valle Sombrío, al otro lado del valle. Fuera del bosque la noche era clara; la luna era un globo blanco y redondeado que iluminaba el paisaje del valle y el sendero por el que caminaban ambos viajeros. El camino era una línea difusa que serpenteaba entre las verdes colinas, distinguible únicamente por los ocasionales surcos desdibujados por la lluvia y algunos parches de tierra que asomaban entre la hierba. El viento soplaba con fuerza y empujaba a los dos hombres con ráfagas fugaces que agitaban su ropa al caminar y les obligaba a inclinar la cabeza para protegerse los ojos. Ninguno pronunció palabra durante el trayecto, concentrados como estaban en el camino que se extendía ante ellos mientras nuevas colinas o depresiones aparecían al girar cada recodo. Salvo por el rugido del viento, la noche era silenciosa. Flick aguzó el oído; por un instante le pareció oír un grito agudo procedente del norte, pero se desvaneció y no volvió a escucharlo. Al forastero no parecía preocuparle el silencio. No despegaba los ojos del suelo y mantenía la mirada fija en un punto variable a unos dos metros de distancia. No levantaba la vista, ni tampoco miraba a su joven guía para pedirle indicaciones mientras caminaban. En lugar de eso, parecía saber exactamente a dónde se dirigía el otro, y caminaba con seguridad tras él.

Al cabo de un rato, a Flick empezó a resultarle difícil seguir el ritmo de aquel hombre tan alto, que caminaba dando largas zarcadas. En ocasiones, el hombre de Valle prácticamente tenía que correr para no quedarse atrás. Una o dos veces, el otro hombre miró a su pequeño compañero y, al ver las dificultades que tenía para igualar su paso, aminoró la marcha. Finalmente, al aproximarse a las laderas del sur del valle, las colinas desembocaron en praderas cubiertas de arbustos que anunciaban la proximidad de un nuevo bosque. El terreno dio paso a una suave ladera descendiente y Flick identificó varios puntos de referencia familiares que marcaban los límites de Valle Sombrío. No pudo evitar sentirse aliviado. La aldea y el calor de su hogar se encontraban justo delante.

El forastero no pronunció palabra en todo el trayecto y Flick era reacio a iniciar una conversación. En lugar de eso, intentó observar al gigante echándole rápidos vistazos sin que se percatara mientras caminaban. Se sentía intimidado, y no sin razón. Aquella cara larga y arrugada, ensombrecida por una barba negra y puntiaguda, recordaba a los temibles hechiceros que los ancianos describían por las noches a la luz de las brasas cuando él no era más que un niño. Más aterradores aún eran los ojos de aquel forastero o, más bien, las profundas y oscuras cavernas bajo aquel par de cejas pobladas, ahí donde deberían estar los ojos. Flick no podía ver a través de las oscuras sombras que ocultaban toda su cara. Aquel semblante arrugado parecía tallado en piedra, ligeramente inclinado y fijo en el camino que se extendía ante él. Mientras Flick reflexionaba sobre aquel rostro inescrutable, de pronto cayó en la cuenta de que el forastero ni siquiera le había dicho su nombre.

Habían llegado al borde exterior del valle, donde el sendero, ahora visible, atravesaba grandes y frondosos arbustos que prácticamente bloqueaban el paso a cualquiera. El alto forastero se detuvo de repente y permaneció totalmente quieto, con la cabeza inclinada, escuchando atentamente. Flick se detuvo junto a él y aguardó en silencio, intentando oír algo también, pero incapaz de detectar nada. Permanecieron inmóviles durante interminables minutos hasta que el hombre alto se volvió apresuradamente hacia su compañero.

—¡Rápido! Escondeos en esos arbustos. ¡Vamos, corred!

Y medio empujó medio lanzó a Flick ante él mientras corría a esconderse en la maleza. Flick, asustado, se apresuró a ponerse a salvo entre los arbustos mientras su fardo le golpeaba salvajemente la espalda haciendo que las herramientas chocaran entre sí. El forastero se dio la vuelta, agarró el fardo y lo escondió debajo de su larga túnica.

—¡Silencio! —siseó—. Ahora corred. No hagáis ruido.

Corrieron hacia el oscuro muro de follaje que se alzaba a unos quince metros de distancia. El hombre empujó a Flick apresuradamente a través de las ramas que azotaban sus caras, tirando de él con brusquedad hasta colocarse bajo una enorme mata de arbustos, donde permanecieron quietos, resollando. Flick echó un vistazo a su compañero y vio que éste no miraba a través de la maleza el terreno que los rodeaba, sino que dirigía la vista hacia arriba, ahí donde el cielo nocturno era visible a través del follaje. El hombre de Valle siguió su intensa mirada, pero solo vio el cielo despejado y las inmutables estrellas que parpadeaban mientras él esperaba en silencio. Pasaron varios minutos e intentó decir algo, pero las robustas manos del forastero aferraron sus hombros a modo de advertencia. Flick permaneció de pie y contempló la noche, intentando captar algún sonido que revelara un peligro aparente. Pero no oyó más que su propia respiración entrecortada y la suave brisa que atravesaba las entrelazadas ramas que los cubrían.

Entonces, justo cuando Flick se disponía a sentarse y a relajar sus cansados miembros, algo enorme y negro pasó por encima de sus cabezas y volvió a desaparecer. Un momento después pasó de nuevo, volando en círculos sobre el mismo punto. Aquella sombra planeaba ominosamente sobre los agazapados viajeros, como si se preparara para abalanzarse sobre ellos. Una repentina oleada de terror se apoderó de la mente de Flick y lo atrapó en su férrea red, mientras él se esforzaba por huir de la temible locura que se abría paso en su interior. Parecía que algo había penetrado en su pecho arrebatándole el aire de los pulmones y dejándolo sin aliento. Una figura negra surcada de rojo, con afiladas garras y alas gigantes pasó fugazmente frente a él; algo tan malvado que su simple existencia amenazaba su frágil vida. Por un instante, el joven creyó que iba a gritar, pero la mano del forastero le agarró el hombro con firmeza y lo apartó del abismo. Tan rápido como había aparecido, la gigantesca sombra desapareció, y tras ella solo permaneció el pacífico cielo nocturno.

La mano sobre el hombro de Flick se relajó poco a poco y el hombre de Valle se dejó caer pesadamente sobre el suelo, débil y cubierto por un sudor frío. El forastero se sentó en silencio junto a él, con una débil sonrisa en el rostro. Posó una de sus largas manos sobre la de Flick y le dio unas palmaditas, como si se tratara de un niño.

—Vamos, mi joven amigo —susurró—, estáis sano y salvo, y Valle nos espera.

Flick miró el tranquilo rostro de su compañero con los ojos abiertos de par en par a causa del miedo.

—¡Esa cosa! ¿Qué era esa cosa tan horrible?

—No era más que una sombra —respondió con naturalidad—. Pero éste no es ni el lugar ni el momento para preocuparnos por eso. Hablaremos de ello más tarde. Ahora me gustaría comer algo ante un buen fuego antes de perder la poca paciencia que me queda.

Ayudó al hombre de Valle a incorporarse y le devolvió el fardo. Luego, con un movimiento de su brazo, dio a entender que estaba listo para seguir si el otro estaba listo para guiarle. Dejaron atrás la cobertura que les ofrecían los matorrales, no sin cierta reticencia por parte de Flick, que vigilaba el cielo nocturno con recelo. Casi parecía que todo aquello había sido fruto de una imaginación exacerbada. Flick pensó en ello detenidamente y llegó a la conclusión de que fuera como fuera, había tenido bastante por una noche: primero aquel gigante sin nombre y luego aquella sombra terrorífica. Se prometió a sí mismo que en un futuro se lo pensaría dos veces antes de volver a viajar de noche tan lejos de la seguridad de Valle.

Minutos después, la densidad de los árboles y la maleza empezó a disminuir y el parpadeo de luces amarillas se hizo visible en medio de la oscuridad. Al aproximarse, las siluetas difusas de los edificios se transformaron en bultos cuadrados y rectangulares que cobraron forma en la penumbra. El sendero desembocó en el camino liso de tierra que conducía directamente a la aldea, y Flick sonrió agradecido ante las luces que brillaban y le saludaban amistosamente a través de las ventanas de las silenciosas casas. El camino estaba desierto y, de no ser por las luces, cualquiera se habría preguntado si vivía alguien en Valle. Sin embargo, los pensamientos de Flick iban por otros derroteros. Se preguntaba hasta qué punto debía contar lo sucedido a su padre y a Shea, pues no quería preocuparlos hablando de extrañas sombras que fácilmente podían haber sido producto de su imaginación y la oscuridad de la noche. El forastero que caminaba a su lado seguramente podría arrojar algo de luz sobre este tema más adelante, pero por el momento no había demostrado ser un gran conversador. Flick no pudo evitar mirar la alta figura que caminaba junto a él. Nuevamente, la oscuridad que envolvía a aquel hombre le produjo escalofríos. Parecía emanar del manto y la capucha que caían sobre su cabeza inclinada y sus delgadas manos, rodeando su figura de una penumbra difusa. Fuera quien fuera, Flick estaba seguro de que podría llegar a ser un peligroso enemigo.

Caminaron con calma entre las casas de la aldea, y Flick vio las antorchas encendidas a través de los marcos de los ventanales de madera. Las construcciones en sí eran estructuras alargadas y de poca altura que consistían en una única planta bajo un techo ligeramente inclinado. En la mayor parte de ellas, este tejado se alargaba en uno de sus extremos hasta cubrir una pequeña galería que, sujeta por vigas de buen grosor, formaban un largo porche. La mayoría de edificios estaban hechos de madera, aunque algunos cimientos y fachadas eran de piedra. Flick miró a través de las cortinas que cubrían las ventanas y pudo ver la silueta de algunos vecinos en el interior. El hecho de ver caras familiares lo tranquilizó en medio de toda aquella oscuridad que lo rodeaba. Había sido una noche terrorífica, y era un alivio estar en casa rodeado de conocidos.

El forastero parecía ajeno a todo aquello. No había dirigido a la aldea más que alguna ojeada distraída ni abierto la boca desde que había llegado a Valle. Flick estaba perplejo por cómo el forastero lo seguía. En realidad no lo estaba siguiendo, sino que parecía saber exactamente a dónde se dirigía. Cuando el camino se bifurcó en dos direcciones opuestas, ambas flanqueadas por hileras de casas idénticas, el forastero no tuvo ninguna dificultad en determinar cuál era la ruta correcta, sin tan siguiera mirar a Flick ni levantar la vista para estudiar el camino. Flick se vio a sí mismo siguiéndolo mientras el otro le guiaba.

No tardaron en alcanzar la posada. Era una estructura grande que consistía en un edificio principal y una terraza cubierta junto a la entrada, con dos alas que se extendían a ambos lados. Estaba hecha de troncos grandes y gruesos, cortados y atados a unos firmes cimientos de piedra y cubiertos con el mismo techo de tejas de madera que el resto de casas, aunque en este caso mucho más elevado que el de las viviendas familiares. El edificio central estaba bien iluminado y del interior salían algunas voces amortiguadas, entre las que se intercalaban risas y algún grito ocasional. Las alas de la posada estaban a oscuras; allí era donde se encontraban los aposentos de los huéspedes. El olor a carne asada impregnaba el aire nocturno, y Flick se apresuró a subir los escalones de madera del largo porche que daban a la amplia puerta de doble hoja en el centro de la fachada. El forastero le siguió sin decir palabra.

Flick deslizó el pesado pestillo de metal y tiró del picaporte. La enorme puerta de la derecha se abrió de par en par, y dio paso a un gran salón lleno de bancos, sillas de respaldo alto y pesadas mesas de madera dispuestas junto a la pared izquierda y a la del fondo. La estancia estaba bien iluminada por largas velas sobre mesas y repisas, y por la enorme chimenea que se alzaba en mitad de la pared izquierda. La repentina claridad deslumbró a Flick hasta que sus ojos se acostumbraron a la luz. Entornó los ojos, y miró por encima de la chimenea y los muebles hacia las puertas dobles cerradas del final de la sala y a la larga barra que ocupaba toda la pared derecha. Los hombres que bebían sentados en la barra levantaron la vista al entrar la pareja y no pudieron reprimir el asombro ante la apariencia del enorme forastero. Pero el silencioso compañero de Flick los ignoró, y ellos volvieron rápidamente a sus bebidas y conversaciones, lanzando de vez en cuando a los recién llegados alguna mirada de reojo. Flick y su acompañante permanecieron de pie junto a la puerta durante un momento, mientras el primero echaba un vistazo a las caras de aquella pequeña multitud en busca de su padre. El forastero se dirigió a las sillas de la izquierda.

—Tomaré asiento mientras buscáis a vuestro padre. Tal vez podamos cenar todos juntos cuando volváis.

Y, sin mediar palabra, se marchó en silencio a una de las pequeñas mesas del fondo de la sala y se sentó dando la espalda a los presentes y a Flick, con el rostro ligeramente inclinado. El hombre de Valle lo observó durante un instante, se dirigió rápidamente hacia la puerta de doble hoja al final de la sala, la abrió y corrió por el pasillo. Su padre debía de estar en la cocina, cenando con Shea. Flick pasó de largo ante varias puertas cerradas y llegó a la cocina de la posada. Al entrar, los dos cocineros que estaban trabajando lo saludaron desde el fondo con entusiasmo. Su padre estaba sentado en el extremo de una larga encimera a la izquierda. Tal y como Flick había supuesto, estaba terminando de cenar. Levantó una de sus fornidas manos a modo de saludo.

—Llegas un poco más tarde de lo habitual, hijo —gruñó afablemente—. Ven aquí y cena algo mientras aún quede qué comer.

Flick se acercó con desgana, dejó el fardo en el suelo con un leve tintineo, y se instaló en uno de los taburetes del mostrador. La enorme figura de su padre se estiró mientras apartaba el plato vacío y miraba burlonamente a su hijo, frunciendo el ceño.

—He conocido a un viajero de vuelta al valle —explicó Flick vacilante—. Quiere una habitación y nos ha pedido que lo acompañemos durante la cena.

—Pues ha venido al lugar adecuado si desea una habitación —replicó el viejo Ohmsford—. Y no veo por qué no deberíamos comer con él. Podría comerme otra ración sin problema.

Levantó su enorme cuerpo del taburete e indicó a los cocineros que prepararan tres cenas. Flick miró a su alrededor buscando a Shea, pero no estaba allí. Mientras su padre estaba con los cocineros instruyéndolos sobre la comida que debían preparar, Flick se dirigió a la pileta que había junto al fregadero para lavarse la tierra y la mugre del camino. Cuando su padre volvió, Flick le preguntó dónde había ido su hermano.

—Shea ha salido a hacerme un recado. Debería volver enseguida —respondió su padre—. Por cierto, ¿cómo se llama el hombre que ha venido contigo?

—No lo sé. No lo dijo. —Flick se encogió de hombros.

Su padre frunció el ceño y murmuró algo sobre desconocidos demasiado reservados, rematando el comentario con la promesa de no acoger a más tipos misteriosos en su posada. Luego, pasando junto a su hijo, salió por la puerta de la cocina. De camino a la sala, sus anchos hombros casi rozaban las paredes del pasillo. Flick lo seguía rápidamente, con una expresión de preocupación en el rostro.

El forastero permanecía sentado en silencio, de espaldas a los hombres que se congregaban en la barra. Cuando oyó que se abrían las puertas, se volvió un poco para mirar a las dos personas que habían entrado. Observó el gran parecido que compartían padre e hijo. Ambos de mediana altura y complexión fornida, con el mismo gesto plácido en su ancho rostro y el mismo pelo castaño canoso. Vacilaron en el umbral hasta que Flick señaló la oscura figura. Vio la sorpresa en los ojos de Curzad Ohmsford mientras el dueño de la posada consideraba si acercarse. El forastero se levantó con educación, alzándose sobre ellos conforme se acercaban.

—Bienvenido seáis a mi posada, forastero —saludó el viejo Ohmsford, tratando de distinguir el rostro ensombrecido que se escondía bajo la capucha—. Me llamo Curzad Ohmsford, aunque probablemente mi hijo ya os lo habrá dicho.

El forastero estrechó la mano que se le había tendido con tanta fuerza que el corpulento posadero esbozó una mueca, después asintió mirando a Flick.

—Vuestro hijo fue muy amable al conducirme a esta acogedora posada. —Sonrió. Flick habría jurado que se trataba de una sonrisa burlona—. Espero que me acompañéis durante la cena y la cerveza.

—Por supuesto —asintió el posadero, y pasó junto a él para dejarse caer en una silla vacía.

Flick también se sentó, sin apartar la vista del forastero mientras éste felicitaba a su padre por regentar tan buena posada. El viejo Ohmsford, que sonreía complacido y asentía satisfecho, indicó a uno de los camareros de la barra que trajera tres vasos. El hombre seguía sin quitarse la capucha que ocultaba su rostro. Flick quería echar un vistazo a las facciones que se escondían bajo aquellas sombras, pero temía que el desconocido se diera cuenta. La última vez que lo había intentado había acabado con las muñecas doloridas y un profundo respeto hacia la fuerza y el temperamento de aquel gigante. Después de todo, la curiosidad mató al gato.

Se quedó callado mientras la conversación entre su padre y el forastero pasaba de educados comentarios sobre el clima a temas más profundos relativos a los habitantes y los acontecimientos de Valle. Flick percibió que su padre, quien al fin y al cabo no necesitaba que lo alentaran demasiado, llevaba todo el peso de la conversación, solo interrumpido por alguna pregunta ocasional del forastero. Probablemente no tuviera importancia, pero los Ohmsford no sabían absolutamente nada de aquel hombre. Ni siquiera les había dicho su nombre y, sin embargo, estaba obteniendo información sobre Valle de forma sutil gracias al ingenuo posadero. Aquella situación incomodaba a Flick, pero no sabía a ciencia cierta qué debía hacer. Deseaba que llegara Shea y viera lo que estaba pasando. Pero su hermano seguía ausente, y la tan esperada cena fue servida y terminada antes de que la puerta de entrada se abriera y Shea apareciera desde la oscuridad.

Flick vio cómo, por primera vez, el encapuchado mostraba verdadero interés por alguien. Sujetó la mesa con sus fuertes manos mientras su negra silueta se levantaba en silencio, elevándose sobre los Ohmsford. Parecía haber olvidado que estaban allí. Fruncía el ceño más de lo acostumbrado, y sus marcados rasgos irradiaban una intensa concentración. Por un segundo, Flick temió que el desconocido estuviese a punto de aniquilar a Shea, pero esa idea enseguida dio paso a otra muy distinta. El hombre estaba rebuscando en la mente de su hermano.

El forastero clavó sus ojos con intensidad sobre Shea, unos ojos profundos y sombríos que recorrían el esbelto semblante y la delgada complexión del joven. Percibió inmediatamente los rasgos élficos: orejas ligeramente puntiagudas bajo una rubia y alborotada cabellera, un par de finas cejas que formaban un ángulo agudo desde el puente de la nariz en lugar de atravesar la frente, y una nariz y mandíbula finas. Vio inteligencia y honestidad en su rostro desde el otro lado de la sala, así como determinación en sus penetrantes ojos azules; una determinación que se extendió a todos sus rasgos juveniles mientras ambos se miraban fijamente. Shea vaciló un instante, sobrecogido por la enorme y oscura aparición que se alzaba al otro lado. Y, aunque se sentía atrapado de una manera que no podía explicar, caminó con decisión hacia la imponente figura.

Flick y su padre observaron cómo Shea se acercaba sin apartar la vista de aquel desconocido y de repente, como si acabaran de darse cuenta de quién había entrado, se levantaron los dos de la mesa. Hubo un instante de silencio incómodo mientras todos se miraban entre sí, hasta que los Ohmsford se saludaron en un batiburrillo de palabras que alivió aquella tensión inicial. Shea sonrió a Flick, pero no podía apartar la vista de la figura imponente que tenía ante él. Shea era algo más bajo que su hermano y, por lo tanto, el contraste entre su tamaño y el del forastero era aún mayor, aunque él no se sentía tan nervioso como Flick en su presencia. Curzad Ohmsford preguntó a Shea por el recado, desviando su atención momentáneamente al tener que responder las insistentes preguntas de su padre. Tras varios comentarios preliminares, Shea volvió a mirar al recién llegado a Valle.

—Creo que no nos conocemos, pero vos parecéis conocerme de alguna parte y tengo la extraña sensación de que yo debería conoceros.

El rostro oscuro que tenía ante sí asintió mientras su habitual sonrisa burlona hacía una fugaz aparición.

—Tal vez deberíais conocerme, aunque no me sorprendería que no os acordaseis. Pero yo sé quién sois y, de hecho, os conozco bastante bien.

Shea quedó perplejo ante estas palabras e, incapaz de responder, se limitó a mirar fijamente al desconocido. El hombre se llevó una mano a la barbilla y acarició su corta y oscura barba mientras observaba a los tres hombres que aguardaban a que continuara. En la boca abierta de Flick se había empezado a formar la pregunta que todos los Ohmsford tenían en mente cuando el forastero levantó el brazo y se retiró la capucha, revelando así con total claridad su oscuro rostro enmarcado por una larga y negra cabellera cortada casi a la altura del hombro, que ensombrecía sus ojos hundidos, como dos hendiduras negras, que se abrían bajo la sombra de sus pobladas cejas.

—Mi nombre es Allanon —anunció en voz baja.

Un largo silencio siguió a estas palabras mientras los tres oyentes lo observaban sin salir de su asombro, sin decir una palabra. Allanon, el misterioso errante de las cuatro tierras, historiador de las razas, pensador y maestro, y, para algunos, practicante de las artes místicas. Allanon, el hombre que había estado en todas partes, desde los refugios más oscuros del Anar hasta las alturas prohibidas de las montañas Charnal. La gente conocía su nombre incluso en las comunidades más aisladas de las Tierras del Sur. Y en ese momento, sin saber muy bien cómo, se encontraba de pie ante los Ohmsford, ninguno de los cuales se había alejado del valle en el que vivían más que un puñado de veces en toda su vida.

Allanon sonrió amablemente por primera vez, pero en el fondo sentía lástima por ellos. La tranquila vida que habían llevado durante aquellos años había llegado a su fin, y, en cierto modo, era culpa suya.

—¿Qué os trae por aquí? —preguntó finalmente Shea.

El hombre alto lo miró con aspereza y dejó escapar una profunda carcajada que dejó a todos sorprendidos.

—Tú, Shea —murmuró—. He venido a buscarte a ti.

Sobre el autor

2

Terry Brooks es un célebre y prolífico autor de literatura fantástica, con más de veinticinco best sellers en las listas de más vendidos del New York Times. Solo las novelas de la serie Shannara cuentan con más de treinta volúmenes, aunque también ha escrito otras sagas, como las de Landover o de Word & Void. También ha realizado adaptaciones del cine de las películas Star Wars Episodio I: La Amenaza Fantasma y Hook.

La espada de Shannara

La saga de fantasía épica que ha vendido 25 millones de ejemplares


Cuando tan solo era un bebé, Shea fue abandonado en la puerta de los Ohmsford y, desde entonces, ha sido uno más de la familia y ha llevado una vida pacífica en Valle Sombrío. Todo cambia con la llegada de un misterioso visitante, el druida Allanon, que trae noticias estremecedoras: el tenebroso hechicero que ya asoló el mundo en una ocasión ha despertado.

La única arma capaz de derrotar al hechicero es la espada de Shannara, pero solo el verdadero heredero del elfo Shannara podrá empuñarla y salvar el mundo que conocen. ¿Será Shea el elegido?



«No sé cuántos libros de Terry Brooks he leído (y releído) en mi vida. Su obra fue importantísima en mi juventud.»

Patrick Rothfuss


«Un gran narrador, Terry Brooks crea epopeyas ricas llenas de misterio, magia y personajes memorables.»

Christopher Paolini


«Confirma el lugar de Terry Brooks a la cabeza del mundo de la fantasía.»

Philip Pullman


«Un viaje de fantasía maravilloso.»

Frank Herbert


«Shannara fue uno de mis mundos favoritos de la literatura cuando era joven.»

Karen Russell


«Si Tolkien es el abuelo de la fantasía moderna, Terry Brooks es su tío favorito.»

Peter V. Brett



CONTENIDOS


Página de créditos

Sinopsis de La espada de Shannara

Dedicatoria


Prefacio

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35


Las piedras élficas de Shannara

Sobre el autor

2


A la mañana siguiente, Shea se despertó pronto y dejó la calidez de su cama para vestirse apresuradamente en el frío y húmedo aire matinal. Se había levantado tan temprano que nadie más en toda la posada estaba despierto, ni los huéspedes ni su familia. El enorme edificio estaba sumido en un silencio absoluto cuando fue sin hacer ruido desde su pequeña habitación en la parte trasera del ala principal, hasta el vestíbulo. Encendió un pequeño fuego en la gran chimenea de piedra con los dedos entumecidos a causa del frío. En el valle siempre hacía un frío gélido a primera hora de la mañana, antes de que el sol se elevara sobre las colinas, incluso durante los meses más cálidos del año. Valle Sombrío estaba bien resguardado, no solo de los ojos de los hombres, sino también de las inclemencias del clima procedente de las Tierras del Norte. Sin embargo, aunque las habituales tormentas invernales y primaverales pasaban de largo Valle Sombrío, el intenso frío del alba se instalaba en las altas colinas durante todo el año, hasta que el calor del sol de mediodía se filtraba, ahuyentándolo.

El fuego crepitaba y crujía sobre la madera. Shea se relajó en una de las sillas y pensó en lo sucedido la noche anterior. Se recostó, cruzó los brazos para conservar el calor y se arrellanó contra el respaldo. ¿Cómo es que Allanon le conocía? Apenas había salido de Valle, y sin duda recordaría a aquel hombre si lo hubiera visto en uno de sus escasos viajes. Allanon se había negado a añadir nada después de aquella declaración. Había terminado de cenar en silencio, dando a entender que dejaría aquella conversación para la mañana siguiente, y adoptado una vez más la amenazante apariencia que Shea se había encontrado al entrar en la posada aquella noche. Una vez hubo acabado, pidió que le enseñaran su habitación para irse a dormir y se despidió. Ni Shea ni Flick lograron arrancarle una palabra sobre su visita a Valle Sombrío o su interés por Shea. Cuando los dos hermanos hablaron a solas más tarde, Flick narró la historia de su encuentro con Allanon y el incidente con aquella espantosa sombra.

Los pensamientos de Shea volvieron a centrarse en la pregunta: ¿Cómo es que Allanon lo conocía? Recorrió mentalmente los acontecimientos de su vida. Los recuerdos de sus primeros años eran difusos. No sabía dónde había nacido, aunque en una ocasión, después de que los Ohmsford lo hubieran adoptado, le habían dicho que había nacido en una pequeña comunidad de las Tierras del Oeste. Su padre había fallecido antes de ser él lo bastante mayor como para formarse una opinión, y prácticamente no recordaba nada de él. Durante un tiempo su madre lo había cuidado, y recordaba algunos detalles de los años que había pasado con ella mientras jugaba con otros niños elfos, rodeado de los enormes árboles de aquel apartado vergel. Tenía cinco años cuando su madre enfermó repentinamente y decidido regresar con los suyos, en la aldea de Valle Sombrío. Para entonces, ella ya debía de saber que iba a morir, pero su principal preocupación había sido el bienestar de su hijo. El viaje al sur acabó con ella. Murió poco después de llegar a Valle.

Los familiares que su madre había dejado atrás después de casarse habían muerto. Sólo quedaban los Ohmsford, que no eran más que primos lejanos. Curzad Ohmsford había perdido a su mujer hacía menos de un año, y criaba a su hijo Flick al tiempo que se encargaba de la posada. Shea pasó a formar parte de su familia y los dos chicos crecieron como hermanos, llevando ambos el apellido Ohmsford. Shea no conocía su verdadero apellido y nunca se había molestado en preguntarlo. Para él los Ohmsford eran su única familia y los había aceptado como tal. Había ocasiones en las que ser mestizo le incomodaba, pero Flick le había repetido siempre que se trataba una clara ventaja, pues le confería los instintos y las peculiaridades de ambas razas.

Pese a todo, no lograba recordar su encuentro con Allanon. Era como si no hubiera sucedido nunca. Y tal vez fuera así. Se volvió sobre la silla y perdió su mirada en el fuego. Había algo en aquel errante siniestro que le atemorizaba. Tal vez fuera su imaginación, pero no podía evitar sentir que ese hombre, de alguna manera, podía leer su mente y ver sus intenciones si así lo deseaba. Parecía una idea ridícula, pero había quedado grabada en su mente desde el encuentro en el vestíbulo de la posada. Flick también lo había comentado. Más aún, en la oscuridad de su habitación, entre susurros por si, de algún modo, podía oírlos, confesó a su hermano que Allanon le parecía peligroso.

Shea se estiró y suspiró profundamente. Había empezado a amanecer. Se levantó para añadir más leña al fuego y entonces oyó la voz de su padre en el pasillo, refunfuñando escandalosamente sobre todo y nada a la vez. Shea suspiró con resignación, alejó de su mente aquellos pensamientos y se apresuró a entrar en la cocina para echar una mano con los preparativos matinales.

Era casi mediodía cuando Allanon, quien, sin duda, había permanecido en su habitación durante toda la mañana, dio señales de vida. Apareció de repente tras una esquina de la posada, mientras Shea descansaba a la sombra de un árbol enorme en la parte de atrás del edificio, y masticaba con aire ausente un ligero almuerzo que se había preparado él mismo. Su padre estaba ocupado dentro y Flick había salido a hacer un recado. El siniestro forastero de la noche anterior parecía igualmente amenazante bajo el sol del mediodía. Seguía siendo una sombría figura de gran tamaño, aunque había cambiado el manto negro por uno gris claro. Caminó hacia Shea con su delgado rostro ligeramente inclinado hacia el suelo y se sentó junto a él sobre la hierba, observando con aire ausente las cumbres del este, que asomaban por encima de los árboles de la aldea. Ambos guardaron silencio durante largos minutos, hasta que Shea no pudo soportarlo más.

—¿Por qué habéis venido a Valle, Allanon? ¿Por qué me buscabais?

El rostro cubierto de sombras se volvió hacia él y una débil sonrisa asomó entre sus finos rasgos.

—Ésa es una pregunta, amigo mío, para la que no hay respuesta sencilla. ¿Habéis leído algo sobre la historia de las Tierras del Norte?

Hizo una pausa.

—¿Conocéis el Reino de la Calavera?

Shea quedó petrificado al oír ese nombre, que era sinónimo de todo lo terrible, real o imaginario; un nombre que se utilizaba para asustar a los niños que se portaban mal o para poner los pelos de punta a hombres adultos con historias junto al fuego al anochecer. Era un nombre que hacía pensar en fantasmas y monstruos, en los astutos gnomos de los bosques del este y en los grandes trolls de las rocas del lejano norte. Shea dirigió su mirada hacia el rostro serio que tenía ante sí y asintió lentamente. Allanon hizo una pausa antes de proseguir.

—Shea, yo soy historiador, entre otras muchas cosas. Quizá el historiador que más ha viajado de nuestro tiempo, pues pocos de mis antecesores se han adentrado en las Tierras del Norte en los últimos quinientos años. Sé más sobre la raza de los hombres de lo que cualquiera podría llegar a imaginar. El pasado se ha convertido en un recuerdo borroso, y tal vez sea mejor así, pues la historia de los hombres no ha sido especialmente gloriosa en los últimos dos mil años. Los hombres de hoy han olvidado el pasado; saben poco del presente y aún menos del futuro. La raza de los hombres habita casi exclusivamente en los confines de las Tierras del Sur. No saben nada de las Tierras del Norte y sus gentes, y muy poco sobre las Tierras del Este y del Oeste. Es una pena que los hombres se hayan vuelto tan cortos de miras, pues antaño fueron la raza más visionaria de todas. Pero ahora se conforman con vivir apartados de las demás razas, aislados de los problemas del mundo. Se conforman con eso, claro está, porque dichos problemas no les han afectado aún, y porque el miedo al pasado les ha persuadido de evitar centrarse demasiado en el futuro.

Shea se sintió algo molesto al oír aquella acusación tan generalizada, y su respuesta fue algo mordaz.

—Hacéis que el buscar la soledad parezca algo horrible. Sé lo suficiente sobre la historia, no, sobre la vida, para darme cuenta de que la única esperanza de sobrevivir que les queda a los hombres es mantenerse alejados de otras razas y reconstruir lo perdido durante los últimos dos mil años. Entonces, quizá, serán lo suficientemente listos como para no volver a perderlo una segunda vez. La raza de los hombres a punto estuvo de ser aniquilada durante las Grandes Guerras por inmiscuirse constantemente en los asuntos de los demás y por culpa de su insensatez al negarse a adoptar una política de aislamiento.

El rostro de Allanon se volvió severo.

—Soy muy consciente de las consecuencias catastróficas que provocaron aquellas guerras; el ansia de poder y la codicia de la raza de los hombres no hizo sino volverse en su contra en una combinación de irresponsabilidad y una extraordinaria falta de previsión. Aquello sucedió hace largo tiempo y ¿qué ha cambiado? ¿Creéis que los hombres pueden volver a empezar, Shea? Pues os sorprenderá saber que algunas cosas nunca cambian y que los peligros del poder siempre están presentes, incluso en una raza que estuvo a punto de alcanzar su propia destrucción. Las Grandes Guerras pueden ser cosa del pasado, las guerras entre razas, ideologías y nacionalismos, e, incluso, las guerras de pura energía, la lucha por el poder definitivo. Pero hoy nos enfrentamos a nuevos peligros, ¡peligros que amenazan la existencia de todas las razas más que cualquiera de estas guerras! Si creéis que los hombres son libres de construirse una nueva vida mientras el resto del mundo va a la deriva, ¡entonces no sabéis nada acerca de la historia!

Hizo una pausa. Un gesto de ira se había instalado en su serio rostro. Shea le devolvió la mirada, desafiante, aunque por dentro se sentía diminuto y asustado.