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EL PLACER DEL ESCORPIÓN

Antropología de la Heroína y los Yonquis (1970-1990)

Joan Pallarés Gómez

Prólogo de Oriol Romaní

Título de la edición original:

La dolça punxada de l’escorpí

© Pagès editors, 1995

Traducción de Joan Pallarés Gómez

© Joan Pallarés Gómez

© de esta edición: Editorial Milenio, 2009

Sant Salvador, 8 - 25005 Lleida (España)

www.edmilenio.com

editorial@edmilenio.com

Primera edición digital: noviembre de 2009

Esta edición corresponde a los contenidos de la primera edición en formato papel, de septiembre de 1996

ISBN: 978-84-9743-315-0

A todas aquellas personas

que nos quisieron contar su vida.

Ahora les devolvemos su relato desinteresado

para que puedan gozar del derecho a la palabra

Índice

Prólogo

Introducción

Una visión antropológica de las drogas

Las drogas como problema

Delimitación sociocultural

Por unos conceptos más operativos

Por un enfoque antropológico

Una muestra de los heroinómanos

Análisis de los itinerarios reales

Características del grupo

Del inicio a la relación más estrecha

Razones manifestadas para iniciarse

Percepciones de las diferentes drogas

Las primeras experiencias con la heroína

Secuencias hasta establecer una relación permanente con la heroína

Relación permanente y frecuencia de los consumos

Una nueva identidad social: ser yonqui o dependiente

Una particular configuración del tiempo

Cómo se vive el mono

Un nuevo concepto del espacio

Las jeringuillas y el placer del escorpión

El trabajo

Las relaciones sociales

El proceso de recuperación

La situación como negativa: dejar la heroína

Razones explicitadas para dejarlo

Los personajes clave

Los itinerarios asistenciales

Los primeros pasos

Diversidad de caminos

Opinión sobre los servicios asistenciales, programas y personal

Reconstruir una nueva forma de vida

Elementos del proceso

Después del caballo, la moralización

Características de los que dejaron la heroína por sí solos

Conclusiones

Bibliografía

Prólogo

Hubo una época en que la palabra «antropología» nos traía a la cabeza toda una serie de imágenes exóticas y algo misteriosas, y precisamente por eso muy atractivas, respecto a mundos aislados e idílicos, poblados por unos seres «salvajes» incontaminados por nuestra civilización. Pero he aquí que, como en cualquier ilusión, ésta también se fue desvaneciendo, las imágenes se fueron rutinizando como parte del folclore mediático, aquellos mundos no eran islas, sino que formaban parte de un sistema de explotación por donde se expandía la Coca-Cola o se extraía el Nescafé, pongamos por caso, y aquellos «salvajes puros» no eran ni tan salvajes ni tan puros. Aprendimos, está claro, que la antropología tampoco era aquello que intuíamos detrás de las imágenes mencionadas.

Porque, ciertamente, durante toda la época en que dominaron unos modelos de análisis en los que la sociedad era vista como un tipo de ente estático producto del acuerdo de todos sus miembros, había un elemento que formaba parte de esta óptica, y era la división del trabajo entre disciplinas sociales: la antropología para las sociedades «exóticas», la sociología para «nuestras» sociedades y la historia para todos los hechos del pasado... que estuvieran documentados, con lo cual se convertía en una determinada historia. Pero las fuertes transformaciones socioculturales acaecidas tanto en «los mundos de los salvajes» como en «los mundos de los antropólogos», mundos cada vez más interdependientes, y relacionados, entre otras cosas, con los procesos de descolonización de principios de los sesenta, la crítica político-cultural de finales de la misma década o la crisis de los setenta, hicieron entrar en crisis y valga la redundancia, a las ciencias sociales e hicieron replantear aquellos modelos de análisis. Así, en la renovación de la antropología que eclosiona en los años ochenta, al lado de planteamientos más o menos nuevos, está el «descubrimiento del Mediterráneo», como es la utilidad —por tanto, la legitimidad— de la antropología para analizar cuestiones y espacios propios de las sociedades urbanas; como si los estudios socioantropológicos sobre vagabundos, prisiones, bandas juveniles o playas de veraneo de los años treinta y cuarenta en los EUA, por ejemplo, no hubieran existido nunca. Esto supuso volver a poner sobre el tapete también la famosa cuestión de la interdisciplinariedad.

Pero, en fin, dejando de lado que con el tema de la interdisciplinariedad todavía no acabamos de aclararnos, más vale que haya habido estos «redescubrimientos» ahora que no nunca, y es preciso decir que me alegro de todo corazón, ya que aquella sensación de extraterrestres que teníamos algunos que a finales de los setenta comenzamos, sin respetar mucho los límites disciplinarios, a tratar sobre estas cuestiones «tan urbanas» en medio de nuestra estrecha Academia Antropológica, aunque pudiera tener algo de gratificante, formaba parte de una serie de elementos que, a la larga, hubieran podido llevar hacia un aislamiento esterilizante.

Uno de estos «temas urbanos» por excelencia es el de las drogas. Y no porque el estudio de los alucinógenos y de otros productos que hemos ido etiquetando como drogas no sea propio de momentos más «clásicos» de la antropología; podríamos recordar, sólo por mencionar algún maestro consagrado, las reflexiones pioneras que hace Lévi-Strauss sobre los condicionantes culturales de los efectos de los alucinógenos a partir de estudios etnobotánicos. Aunque algunos de estos estudios son criticables, desde mi punto de vista, por un cierto culturalismo desencarnado, en la mayoría de ellos encontramos aportaciones sustantivas y que han devenido indispensables para ir construyendo un análisis comparativo de los usos de drogas. Y esto ha sido uno de los factores que nos ha permitido, en un momento determinado, realizar un análisis del llamado «problema de la droga» en nuestras sociedades contemporáneas que, precisamente por descentrarlo del etnocentrismo en que estaba planteado, consiguiera penetrar en el tema de una forma muy fructífera para su comprensión.

Está claro que la óptica antropológica aporta algo más que la estricta comparación. Me parece que la riqueza se encuentra también en su énfasis en la cultura o, dicho de otra forma, en el estudio de los elementos simbólicos de las sociedades; en su enfoque globalizador, el cual en la tradición antropológica se conoce como holismo, y que en otros campos y disciplinas aparece bajo el nombre de «enfoques sistémicos»; enfoque que implica la continua articulación entre los niveles macrosociales y los microsociales, ya que es en estos últimos donde hacemos lo que creo que es la base de este tipo de trabajo, la etnografía, es decir, la experiencia del contacto con los otros, que después sistematizaremos en relación a los problemas teóricos que nos interesen. Y eso es lo que la antropología puede ofrecer también al estudio de los problemas sociales.

Bien mirado, lo que acabo de escribir no es cierto del todo, o no es sólo eso. La óptica antropológica, con la herramienta de las teorías generales más adecuadas (y esto es importante porque me parece que estaba derivando hacia el gremialismo) también puede contribuir al estudio de la construcción de los problemas sociales, al análisis de los factores que han hecho que un determinado fenómeno se defina como problema social y a la dinámica que comportará este tipo de definición sociocultural, tanto para sus participantes más directos como para el conjunto de la sociedad.

En el caso de la construcción social del «problema de la droga» vemos cómo se da la típica profecía que se autocumple, es decir cómo, mediante el prohibicionismo iniciado en el cambio de siglo a partir de un movimiento social que será dinamizado por un grupo influyente de prohombres estadounidenses con argumentos explícitamente políticos y morales —aunque posteriormente se racionalice con otros de tipo «científico»—, se ponen las condiciones sociales y culturales que provocarán la mayoría de elementos negativos, que desde el mismo modelo prohibicionista se atribuirán a «la droga», como adicción, marginalización, delincuencia, insalubridad y efectos orgánicos patológicos, etc. En definitiva, si no salimos de este modelo, lo que haremos será alimentar un discurso hegemónico que se ha mostrado útil para un determinado tipo de control social más o menos subrepticio, pero no entenderemos nada.

Si estamos dispuestos a adoptar ciertas ópticas teórico-metodológicas, como las comentadas anteriormente y, más en concreto, a practicar la etnografía en este campo (cosa no siempre fácil, todo hay que decirlo) seremos capaces de penetrar en las «poblaciones ocultas» generadas en gran parte por la política prohibicionista, de comprender el significado y la lógica de sus acciones, y de entender, en realidad, muchos de los problemas provocados por la forma de inserción de las drogas en nuestras sociedades. Y, como tantas veces, resultará que las perspectivas más críticas serán las que acabarán aportando más elementos para una gestión social que tienda a domesticar estos conflictos; conflictos que se atribuyen a causas totalmente extravagantes (como el poder casi mágico de ciertos productos, naturales o sintéticos), se dramatizan y manipulan de mil formas, se magnifican, etc. Es decir, que este tipo de manifestaciones tan «torcidas» no dejan de expresar que debajo hay «algo» que aquellas perspectivas críticas quizás nos ayuden a descubrir.

Así, lo que puede ofrecer una óptica antropológica de las drogas no es sólo una contribución al progreso de las teorías socioculturales en general, sino también una capacidad de aplicación de estos saberes en la práctica de la gestión social. Y esto tiene mucha importancia, no sólo porque posibilita un desarrollo profesional de la antropología más allá de los estrechos márgenes de la Academia, sino sobre todo porque puede tener una cierta utilidad para las sociedades en que vivimos.

* * *

Hasta aquí, algunas de las reflexiones generales que me han venido a la cabeza cuando pensaba en las cuatro líneas que tenía que escribir para el prólogo de este libro, que me había pedido mi colega y buen amigo (cosas, como sabemos, no siempre asociadas...) Joan Pallarés. Y la verdad es que estoy muy contento de poder hacer unas líneas como estas, ya que se trata de un libro que, entre otras cosas, es el fruto visible —o quizás sería mejor decir, comunicable— de una cierta complicidad de ya hace unos cuantos años en la forma de plantearnos algunas cosas de la vida, entre ellas la de las drogas. Precisamente una de las cosas que me gusta del libro es que me parece que quedan muy claras las posiciones ideológicas del autor, que éste no esconde detrás de una pretendida «neutralidad científica», inexistente en este campo como en tantos otros; mientras que, por otro lado, ha sabido encontrar el punto de equilibrio que va de la rigurosidad de los aspectos teóricos y etnográficos de la investigación a una forma lo suficientemente llana de exponer el tema para que pueda llegar a un público más general que el de los especialistas.

En este sentido, creo que este libro puede ser muy útil para el debate político-cultural de nuestra sociedad en unos momentos, además, muy cruciales. Parece cada día más claro que la política dominante sobre drogas que ha existido hasta ahora está agotada, como tantas cosas en este mundo... y eso no es una boutade. Centrándonos sólo en el contexto español, podemos ver cómo «el problema de la droga» surgió en medio del proceso de transición política de la dictadura franquista al sistema democrático actual, siendo uno de los temas que contribuyó a enturbiarlo; cómo «la droga» fue una de las argumentaciones centrales alrededor de la cual giraron las grandes polémicas de la primera mitad de los ochenta sobre la llamada «seguridad ciudadana» y, en definitiva, de la construcción de una determinada concepción y gestión de ésta; cómo, en momentos de crisis y en pleno proceso de dualización de nuestra sociedad, un determinado discurso sobre «la droga» servía para justificar políticas de control social duro, al mismo tiempo que —en relación a esto mismo— de formas de expresión de sectores sociales progresivamente marginalizados, que encontraban en este discurso el impacto que no conseguían de ninguna otra forma; y como las políticas que prevalecieron sobre el tema con todas sus contradicciones y buenas intenciones —sobre todo en el campo de la asistencia— han acabado abonando una serie de conflictos sociales y sanitarios y han conducido a la situación de impasse actual.

Así, la crítica al modelo que hasta ahora ha sido hegemónico en la construcción social del tema de las drogas está en estos momentos muy extendida y, lo que me parece más significativo, precisamente entre aquellos que de forma más directa están implicados en sus aspectos más cotidianos y conflictivos, sea como profesionales, usuarios, familiares o simples ciudadanos. Parece, pues, que encontrar nuevas formas de gestionar colectivamente el tema es una necesidad ineludible, a la cual se pueden aportar elementos técnicos, pero que requieren alternativas políticas y culturales.

Crisis de un modelo que forma parte, además, de la crisis más general de una forma de entender y organizar el mundo que, después de haber proclamado pomposamente su victoria sobre la historia y la revolución (¡como mínimo!), resulta que ha quedado, finalmente, desnuda, mostrando todas sus miserias; está claro, por tanto, que nos hace falta todo el trabajo e imaginación para dibujar algunas perspectivas de futuro; pero también me parece claro que, después de todo lo que ha pasado estos últimos años sobre la Tierra, esto no podemos hacerlo mediante la elaboración de grandes sistemas, sino que quizás una de las pocas vías que, ahora por ahora, tenemos es la de ir compartiendo nuestras experiencias y saberes, de ir reflexionando en ello y actuando, a partir de aquello que más conocemos. Estoy convencido que el libro de Joan Pallarés puede ser un instrumento útil para esto.

Oriol Romaní

Doctor en Antropología

Profesor titular de antropología

en la Universidad Rovira i Virgili de Tarragona

Introducción

Hoy en día no es tarea fácil acercarse a los fenómenos de los usos de drogas sin caer y atraparse en una especie de red que nos lleva a aceptar, con escasa racionalidad, prejuicios y apriorismos, alimentados en verdades a medias y mentiras indemostrables. Por ello, creemos que cada vez es más necesario reflexionar sobre esta temática si no queremos llegar al final del milenio con planteamientos inquisitoriales y excluyentes que en nada contribuyan a una visión racional y crítica sobre dichos fenómenos. Por tanto hay que abrir un debate y contrastar diferentes opciones —empíricas y filosóficas—, para evitar que algo con posibilidades para aumentar nuestra capacidad humana y cultural nos disminuya hasta extremos impensables.

Alrededor de la cuestión de las drogas se está tejiendo todo un campo auspiciado por diversos intereses que confluyen en una especie de cruzada religiosa contra ellas y sus usuarios, dándose un extraño sincretismo que les lleva a preocuparse por «la salud física y moral de la humanidad»,[1] dejando estos conceptos de ser cuestiones ciudadanas y éticas para convertirse en dominio de jueces, policías, médicos y en definitiva del Estado; preocupados todos ellos por imponernos una dieta, no para favorecer nuestro goce sino para satisfacer sus impulsos y expiar sus resentimientos en aras de la nueva moral, la cual se pretende universal y ahistórica.

El espectáculo sigue y se convierte en atractivo al generar la nueva religión de la prohibición, especializada en dirimir entre drogas buenas y malas, entre dispensadores oficiales e ilegales y en perseguir por todos los medios a los impíos y atrevidos que transgrediendo el dogma quieren disfrutar del derecho a su propio cuerpo. Goce que resulta cada vez más difícil y además lleno de trampas: alto precio de las drogas, adulteración, delitos, prisiones, sida, ganancias incontables para una minoría, corrupción. Todo ello fruto de la prohibición, pero que adecuadamente tergiversado, aparece como la razón para mantenernos alejados de las drogas y para alimentar la inmensa hoguera en la que quemar brujas (reales o no), amenazando incluso la legitimidad del mismo Estado de Derecho.

Las drogas vistas desde esta perspectiva reduccionista dejan de ser sustancias que tanto pueden servir para relajar, animar o desvincularse de la realidad (o cualquier otra finalidad) y se convierten en demonios que nos tientan y acechan constantemente, de los cuales debemos y deben protegernos. Como moneda de cambio se nos permiten (y promocionan) sustancias que muchas veces son mucho más tóxicas, y otras que sesudos especialistas, los cuales deciden la diferencia entre fármaco y droga, nos prescribirán previo riguroso diagnóstico. Nuestra moral judeocristiana grabó el estigma: el mundo debe ser de lágrimas, culpas, sufrimiento y expiación. Y qué mejor expiación que alejarnos de aquello que desde tiempos inmemoriales fue adorado por pensadores, religiones no monoteístas y por el común de los mortales. Aquello que otras culturas enseñaron a utilizar con mesura y racionalidad, puesto que tanto podía servir para curar como para matar, para ser clarividentes y para enloquecer.

El ruido introducido en la cuestión de las drogas ha hecho prevalecer las imágenes más problemáticas, hasta conseguir que éstas sean dominantes. Pero entender nuestras posibles relaciones con las drogas en términos de problema en nada ha ayudado a resolver la cuestión falsamente propuesta, más bien ha conseguido el efecto perverso e irónico: que aumenten los problemas y la percepción sobre ellos. De manera que aquello que se pretendía solucionar y limitar, amenaza con convertirse en un monstruo sin control. Así las cosas, lo normal es delimitar el tema en términos excéntricos enfatizando lo más raro del fenómeno: el comportamiento de los heroinómanos más marginales, que aparecen como modelo y ejemplo de todos los usuarios de drogas ilegales. Los parámetros delincuenciales y subculturales son sobredimensionados, todo parece faena de héroes, ángeles y demonios. Los ciudadanos aterrorizados por estas imágenes se sienten desprotegidos y piden más represión, olvidando que ha sido ésta la causa que ha originado gran parte de estos desarreglos. Los estados ganan —quizás— en legitimidad,[2] mientras nos cuelan leyes que serían indefensables por otros motivos que el de «la lucha contra la droga», y se aprestan a resolver aquello que ellos alimentan: delincuencia, inseguridad, muertos por adulteración de las drogas, enfermedades que como el sida se trasmiten con celeridad entre los usuarios de jeringuillas compartidas, prisiones superpobladas de pequeños traficantes, etc. En la calle, usuarios, familiares y ciudadanos sufren la intransigencia hacia unos modelos de comportamiento que no son fruto de las drogas —químicamente— sino más bien del tipo de respuesta social que les damos.

Con el presente ensayo no pretendemos cerrar la discusión, ni mucho menos hacer una contribución insuperable. Tan sólo queremos aportar sin ningún tipo de prejuicios, el resultado de una investigación etnográfica hecha en Cataluña acerca de las trayectorias vitales de 41 usuarios y exusuarios de heroína. Una aproximación empírica a las experiencias, concepciones y visiones que sobre las drogas (especialmente heroína) tienen estas personas, sin dejar de lado el contexto sociocultural en el cual se produce el consumo. Planteado desde una perspectiva antropológica que pretende ser globalizadora, entendiendo el fenómeno de los usos de drogas no de forma aislada, sino en toda su complejidad.



[1] Términos utilizados para justificar los convenios internacionales, base de la prohibición.

[2] Tan necesaria en momentos de retirada de los anteriores modelos de bienestar, ante un universo que se nos dice cada vez más transnacional en lo económico, y débil en lo social.

I. Una visión antropológica de las drogas

Las drogas como problema

Nuestra civilización sufre a causa de plantas cuya existencia se remonta

a tiempos inmemoriales, y cuyas respectivas virtudes fueron explotadas

a fondo por todas las grandes culturas

Escohotado

Sería muy difícil entender el papel que juegan las drogas en una cultura determinada sin hacer referencia a la visión que sobre ellas se mantiene. Esta visión configura un marco genérico que envuelve cualquiera de las aproximaciones individuales y colectivas posibles a las diferentes sustancias. En nuestra sociedad son, especialmente, los medios de comunicación los que difunden una visión dominante, aunque existen diferentes y variadas formas de ver la cuestión, eso sí, más minoritarias.

Tenemos evidencias arqueológicas y escritas para demostrar que se han conocido y utilizado drogas en casi todas las culturas y con finalidades diversas: curativas, mágicas, lúdicas, gastronómicas, etc. Unas veces, estas finalidades se nos presentan mezcladas existiendo un contexto de uso heterogéneo; otras, una forma prevalece sobre las demás.

En las sociedades «tradicionales» en las cuales no existía un mercado mundial para mantener una oferta de las diferentes drogas, podemos comprobar que son las sustancias autóctonas las que crearon unos modelos de uso que permitían, generalmente, una buena integración sociocultural de las drogas utilizadas, aunque no todo el mundo ni en todas las circunstancias tuviera un acceso directo a ellas. Pero esto no significa que existieran prohibiciones con las dimensiones de las actuales; había restricciones y prescripciones para su uso ligado a las finalidades citadas anteriormente e integrado al contexto social.

El panorama anterior variará con la llegada de las religiones monoteístas, especialmente con el cristianismo. El cristianismo (Escohotado, 1991:26) se opuso siempre al uso de las drogas dado el carácter mágico de las mismas, lo cual podría parecer evidente, pero también rechazó el uso terapéutico y lúdico (excepto en el caso del alcohol), contribuyendo a poner los cimientos del «problema» y de la prohibición. Su agria censura tiene en la Inquisición su expresión máxima, con la quema de libros y «brujas» como técnica, contribuyendo a la desaparición de importantes conocimientos botánicos y terapéuticos respecto a los usos «tradicionales» de diversas drogas. El cristianismo no admite la euforia como un fin en sí mismo, aborrece todo placer sensual y considera el dolor como una forma de gozo a su dios; por tanto los mortales no pueden hacer frente al dolor mediante drogas y mucho menos recorrer a ellas para poner fin a su vida, ya que ésta es de Dios. Las drogas serán consideradas como obra y expresión del diablo.

En el siglo xviii se rematará un cambio en la apreciación de las drogas (se venía incubando tiempos antes) y se regresa a criterios más paganos, gracias a cambios ideológicos, médicos, técnicos y económicos que devolverán las drogas a la farmacopea europea y americana. Expresión de ello es que a principios de siglo se considerara al opio como el remedio más importante de nuestras farmacopeas (Escohotado, 1991); junto al opio, cannabis y coca tienen un papel muy notable para muchas y variadas afecciones.

Pero tal estado de cosas no durará más de 200 años. Al final del siglo xix y principios del xx, especialmente, en los Estados Unidos de Norteamérica (EUA) se plantean legislaciones represivas y restrictivas para algunas sustancias, y por extensión, a sus usuarios. Después de muchas controversias entre legisladores, burócratas, moralistas y otros, los médicos y farmacéuticos darán una base «científica» a las pretensiones prohibicionistas, consiguiendo a cambio el monopolio en las terapias y en la dispensa de fármacos. Monopolio bendecido y garantizado por los estados que se irán sumando al modelo de los EUA.

La creciente urbanización e industrialización habían producido un conjunto de cambios que requerían nuevas formas de adaptación; opiáceos y alcohol, pero también otras sustancias, fueron utilizados por amplias capas de población para disminuir los efectos indeseables de la feroz industrialización y de los cambios sociales emergentes. Pero la percepción de las tensiones sociales en aumento fue manipulada y se relacionó con ciertas minorías, emigrantes, vagabundos, etc., a la vez que se configuró socialmente lo que en general se entiende como marginados o desviados. En los EUA, diferentes movimientos prohibicionistas obstinados en prohibir cualquier «apetencia antinatural» consiguieron asociar a las drogas cualidades repulsivas, criminales e inmorales que creían apreciar en sus usuarios: judíos e irlandeses con el alcohol; chinos con el opio; negros con la cocaína; latinos con la marihuana; los más marginales con la heroína; todos con el tiempo serán rechazados y estigmatizados. La cruzada se fortalecerá posteriormente cuando médicos y farmacéuticos aporten criterios científicos a los argumentos ideológicos de los puritanos.

La diferenciación entre drogas legales y drogas ilegales es un hecho reciente que se va construyendo progresivamente en el siglo xx, partiendo de unas iniciativas eminentemente locales (EUA) a una estrategia mundial de aceptación de los convenios internacionales promovidos por este país. Desde unas drogas concretas (opio, cocaína, alcohol) a las amplias listas sobre sustancias «estupefacientes y psicotrópicas». Si bien en un principio esta diferenciación, más que responder a problemas objetivables producidos por las sustancias que se prohiben, responde a criterios latentes de carácter moral y político (Escohotado, 1989, 1991; Gamella y Martín, 1992; Yvorel, 1992) y a nuevas formas de control social, lo cual incidirá progresivamente en la aparición de cambios en las concepciones médicas, jurídicas, literarias y populares hacia las diferentes sustancias y sus usuarios, que dejan de verse como «normales» para entenderse como problemas sanitaria y socialmente.

Esta estrategia ha supuesto un mayor intervencionismo por parte del Estado y actualmente se la denomina «guerra a la droga». Tiene dimensiones internacionales, pero unos países la dirigen y por tanto tienen posiciones privilegiadas sobre los otros. Y por más que los estados luchen para acabar con las drogas y sus usuarios, paradójicamente se produce el efecto contrario: los usuarios aumentan y las sustancias van cambiando según diferentes modelos y modas. Aunque este aumento no es lo más problemático ni para la salud pública ni socialmente, puesto que las drogas legales están produciendo más problemas que las prohibidas, y porque el riesgo que corren social y sanitariamente los usuarios de las ilegales depende en gran medida de las condiciones en que se produce la oferta (sobre todo el nivel de adulteración), y de la modalidad de consumo que en algunos casos comporta un grave riesgo: sida y enfermedades de transmisión cuando se comparten jeringuillas.

Como decíamos al principio, la forma en que nuestra sociedad enfoca la cuestión de las drogas interviene como una variable más en todo el contexto. Criminalizar y por otra parte considerar a los usuarios como enfermos está contribuyendo a crear unos parámetros que dan sentido a aquello que se entiende como el «problema de la droga»:

a) Priorizarlo por encima de otras cuestiones, lo cual significa redefinir lo que se considera como problema y su nivel de importancia. Es paradigmático constatar cómo la población en general y de forma mayoritaria considera las drogas (ilegales) como problema prioritario por delante del paro, la pobreza, los desastres ecológicos, etc.

b) Implicar al sistema penal y sanitario en la solución de lo que se ha definido como «problema», lo cual tiene efectos negativos para dichos sistemas: masificación y aumento del índice de fracasos en rehabilitación.

c) Favorecer las substancias legales, que tienden a no ser percibidas como drogas, y encubrir sus efectos negativos.

d) Encarecer los productos ilegales, influyendo además en la pureza de las presentaciones, tipo de substancias disponibles en el mercado y en las formas y prácticas de administración; favoreciendo las substancias con cualidades farmacológicamente más potentes, y la administración endovenosa que siempre puede comportar más complicaciones y riesgos.

e) Estigmatizar a los usuarios, que estereotipadamente se identifican cada vez más con subculturas juveniles y delincuenciales, contribuyendo a aumentar la alarma social y la reacción negativa hacia ellos.

f) Mantener criterios irracionales respecto a las drogas, tanto legales como ilegales, que se vuelven más atractivas para ciertos grupos, de forma que el uso puede llegar a tener una carga simbólica muy importante para el usuario, que puede buscar en él alguna cosa más que las simples propiedades farmacológicas (identificaciones, rebelión, etc.).

g) Concentrar el pequeño tráfico en los espacios urbanos más conflictivos: bolsas de marginación y paro y lugares con deficiencias de recursos comunitarios y urbanísticos, lo cual contribuye a aumentar la idoneidad del tráfico de drogas, para ciertos grupos sociales, como forma de sobrevivir junto a otras actividades delictivas (el buscarse la vida del argot). Además, los usuarios deben contactar con este mundo ilegal para poder acceder a las drogas.

h) Priorizar la heroína y a los que dependen de ella como símbolo del consumo de drogas. De esta forma, la dependencia (un fenómeno limitado) se ve como inevitable y los usuarios «normalizados» (la mayoría) se asimilan a los problemáticos.

i) Trastornar a los servicios de asistencia y tratamiento, que deben atender todo un surtido de crisis y problemas considerados como dependencia, cuando en muchos casos no son más que comportamientos sociales no aceptados o que expresan o canalizan otro tipo de conflictos.

j) Encubrir las dimensiones políticas y económicas del asunto, puesto que gracias a la ilegalidad de ciertas drogas se consiguen grandes ganancias y permite intervenir a los EUA en los asuntos internos de los países productores más débiles, así como en las políticas criminales y de salud pública del resto del mundo.

k) Aumentar la reacción social. La dramatización y la imagen negativa del usuario de drogas ilegales hace que la gente se vea amenazada por ellos y dificulta cualquier intento de «normalizar» la cuestión, tanto en el plano teórico como en el práctico.

«Hoy en día se reconoce y acepta que nuestro lenguaje no sólo refleja sino que moldea nuestra experiencia. Sin embargo, esta sofisticación no ha tenido un efecto apreciable en las actitudes y políticas contemporáneas ante problemas sociales donde la configuración verbal del “problema” constituye por sí misma mucho o incluso todo el ulterior problema. Aparentemente, poco o nada nos enseña el hecho de que no tuviéramos problema alguno con las drogas hasta que literalmente nos convencimos de tenerlo. Primero declaramos que esta o aquella droga era “mala” y “peligrosa”, luego les dimos nombres feos como “estupefacientes”, y finalmente se promulgaron leyes prohibiendo su consumo. El resultado son nuestros actuales “problemas de toxicomanía”». Szazs (1990:33-34).

Delimitación sociocultural