Editorial Milenio
Lleida
© Ángel Rodríguez, 1998
© de la edición impresa: Editorial Milenio, 1998
Sant Salvador, 8 - 25005 Lleida (España)
www.edmilenio.com
editorial@edmilenio.com
Primera edición impresa: noviembre de 1998
Diseño de la cubierta: Mercè Trepat
Depósito legal: L- 900-1998
ISBN: 84-89790-22-3
Impreso en Arts Gràfiques Bobalà, S L
© de esta edición digital: Editorial Milenio, 2010
Primera edición digital: mayo de 2010
ISBN digital (epub): 978-84-9743-362-4
Conversión digital: O.B. Pressgraf, S L
Jaume Balmes, 52, bxs.
08810 Sant Pere de Ribes
Introducción
Uno de febrero de 1591
Dieciocho días de marzo de 1591
Los que cayeron en la trampa
Si non caste tamen caute
Coria en 1591
Adivinos, curanderos y enfermos ingenuos
La casa de las Vandas
Capitán, cornudo y gobernador
Necesitadas, consentidoras y amantes
La casa del deán
Trece preguntas
Trece respuestas
1. Seis de marzo de 1591
2. Siete de marzo de 1591
3. Ocho de marzo de 1591
4. Nueve de marzo de 1591
5. Diez de marzo de 1591
6. Once de marzo de 1591
7. Doce de marzo de 1591
8. Trece de marzo de 1591
9. Catorce de marzo de 1591
10. Quince de marzo de 1591
11. Dieciséis de marzo de 1591
12. Dieciocho de marzo de 1591
13. Diecinueve de marzo de 1591
Diez preguntones y tres mudos
1. Calero, Francisco
2. Cigales
3. Cigales, María
4. Garay, Pedro de
5. García de Galarza, Pedro
6. Gutiérrez de Paz, Alonso
7. Leyva, Jerónimo de
8. López, Rodrigo
9. Rodríguez Báez, Juan
10. Rojo, Francisco
11. Torre, Francisco de la
12. Valverde, Diego de
13. Zayas, María de
Trece sabelotodo y un cotilla
1. Alarcón, Jerónimo
2. Almaraz, Francisco de
3. Durán, Teresa
4. Gutiérrez, Antonio
5. Hernández, Catalina
6. Jerez Becerra, Diego de
7. López, Diego
8. Macías, Juan
9. Pereira, Francisco
10. Pérez, Marcos
11. Rodríguez el Galán, Diego
12. Soto, Gregorio
13. Villarreal, Juan de
14. Villegas, Leonor de
Trece eclesiásticos infamados
1. Bardales de Galarza, Francisco
2. Barrientos, Pedro
3. Carvajal Vergara, Francisco
4. Díaz, Pedro
5. Fernández de Herena, Alonso
6. Gago, Alonso
7. Gómez, Gaspar
8. Gómez Muñoz, Martín
9. Gómez, Juan
10. Gutiérrez, Gregorio
11. Ibáñez de Carmona, Diego
12. Ponce de León, Juan
13. Villagutierre, Gaspar de
Trece viudas alegres
1. Almaraz, Leonor de
2. Basurta, Ana
3. Carvajal, Catalina de
4. Durán la Lozana, Isabel
5. Gómez, María
6. Gómez la Hornera, Teresa
7. Hernández, María
8. López la Gran Puta, Ana
9. López, Isabel
10. Martín, Isabel
11. Paz, Ana
12. Peña, María de la
13. Pérez, María
Trece cornudos
1. Aguirre
2. Alejos, Pedro
3. Domínguez, Juan
4. El marido de Ana de Cáceres
5. El marido de Catalina Flórez la Narigona
6. González, Domingo
7. Guerra
8. Hagunde, Francisco
9. Medina
10. Morales
11. Ovando, Bernardino de
12. Rodríguez, Diego
13. Rodríguez Burgueño, Lorenzo
Trece criadas para todo
1. Alonso, María
2. Hernández la Serrana, Ana
3. Jiménez, Isabel
4. La Bautista
5. La Zarabanda, Inés
6. Martín, Ana
7. Paz, Marica de
8. Pérez, Ana
9. Rodríguez, María
10. Sánchez la Tripilla, Catalina
11. Sánchez, Francisca
12. Sánchez, Isabel
13. Sánchez la Piquera, María
Trece adivinos y curanderas
1. Brozas, Francisco
2. Chinchilla
3. García, Francisco
4. García, María
5. Gómez, Catalina
6. Gómez la Pulida, Catalina
7. Gómez, Hernán
8. López la Santiaga, Ana
9. Martín Capón, Jerónimo
10. Martín de los Asnos, Juan
11. Pérez, Alonso
12. Rodríguez, María
13. Sánchez, Mari
Trece alcahuetas
1. Amarilla, Francisca
2. Díaz, Antonia
3. Guzmán, Beatriz
4. Hernández, Juana
5. Hernández la Larga, María
6. La Rañala, María
7. La Rosa, Isabel
8. María
9. Martín, Isabel
10. Martín, Luis
11. Ribera la Parraga, Ana
12. Sánchez la Corcha, María
13. Velázquez, María
Agradecimientos
Fuentes y bibliografía
A todos los que “se hacen nadie” por la Universidad de
Salamanca, especialmente a Pablo de la Cruz Díaz, a María José
Hidalgo, a Amparo Ramos, a Carmen Pol, a María Teresa Vicente,
a Tomás Pérez y a Javier González-Tablas. Con todos ellos
comparto trabajo, mucho afecto y una dedicación
responsable. Junto a ellos he aprendido más historia,
mucha cordialidad, más valentía y más solidaridad. Cuando
llegue el final de la jornada compartida, casi estoy seguro
de que sólo tendremos en común las ideas de que la construcción
siempre es posible, que es muy fácil y más productivo el trabajo
en equipo y que los proyectos, invariablemente inacabados, siempre
son mejores cuando van de las manos de la tolerancia, del
sentido del humor, del trabajo y de la libertad. Por “hacerse nadie”
a su manera y de otra forma más social y menos académica,
he de reconocer el aprendizaje de los mismos valores a Emeterio
Álvarez, Fernando Prado, Clemente Mateos y Gregorio Sánchez-Castrillo.
Cuando este libro se publica, el final de la jornada se abre
a la esperanza gracias a José Fernández, Fernando Cuadrado,
Antonio Gil, Juan Jesús Cruz, Ignacio Berdugo y las personas que
trabajan en equipo en un sencillo y acogedor hospital de día.
En la esperanza, no hace falta escribirlo, están también mis
compañeros de Historia Moderna de la Universidad de Salamanca.
Mi mujer, Carmen Melcón, y mi familia, son los últimos.
Este libro se ha construido con los testimonios verbales que laicos y eclesiásticos recogieron por escrito hace más de cuatrocientos años. La primera noticia de estos testimonios me la proporcionó Juana Rodríguez en 1980 y poco después pude comprobar que eran conocidos por otros investigadores. Sin embargo ninguno los había utilizado con profundidad, quizás por obedecer ciegamente al ruego de un anónimo escribano que solicitaba en el primer folio del conjunto documental el respeto de los lectores para aquella masa informativa que respondía a un concreto interrogatorio. Aquel escribano anotó en la cabecera del conjunto documental lo siguiente: “Este proceso no sirve para el Archivo en cuanto a Visita de esta Santa Iglesia porque sólo se reduce a la averiguación de la vida y costumbres que hizo su Ilma. el Sr. Obispo Don García de Galarza de diferentes personas; y lo mejor es que se guarde y no se lea”. Lo de guardarlo no se ha cumplido bien y lo de leerlo es la base de esta historia. Durante el año 1981 Isabel Testón me ayudó a ordenar y clasificar aquellos testimonios; los dos sospechamos que nos encontrábamos ante una documentación incompleta. Además del mal estado de los papeles iniciales y finales del legajo, el cosido revelaba más de un intento de clasificación por quienes habían hecho posible la conservación de los papeles que trabajamos. De todo ello obtuvimos la impresión inicial de que faltaban algunos folios al final del cosido de papeles y, por lo menos, varios folios más que habían sido arrancados del principio. En diciembre de aquel año, con ocasión de un congreso, presenté una comunicación sobre este interrogatorio y durante aquel curso académico hice la primera ordenación de los testimonios, di a conocer el método que estaba empleando para analizar su información y aislé los problemas que se planteaban junto a las dificultades y primeros resultados de un análisis formal. Recuerdo que lo que más me impresionó fue la evidencia. Y a continuación de la impresión inicial, el silencio. Me ponía en el lugar del obispo de Coria y no podía explicarme por qué con tantos datos en contra de sus colaboradores más inmediatos no tomó una decisión ejemplarizante. Tenía los pecados y me faltaban las penitencias, conocía los delitos y no había forma de encontrar los castigos. Era la primera vez que, en la España severa de finales del siglo xvi, una bandada de pájaros comestibles no encontraba en su vuelo libre ni escopetas, ni cocineros, ni comensales. Bien es verdad que en el tiempo en el que desarrollaba esta investigación la catedral de Coria no ayudaba mucho a los historiadores, por causa de un conflicto de competencias entre amables archiveros, y que la posibilidad de obtener más información se hallaba disminuida por mis otras obligaciones. Pero la idea de sacar a la lectura pública breves investigaciones de universitarios que tratasen temas atractivos y novedosos me ayudó a organizar un trabajo que, al menos para mí, resultó apasionante. El legajo 75, que se guarda en el archivo de la catedral de Coria, me iba a permitir devolver la vida a niños, mujeres y hombres que conocieron, convivieron, disfrutaron y padecieron la agitada existencia de un eclesiástico singular, dignidad de su Iglesia, que se llamó Alonso Fernández de Herena, deán de la iglesia de Coria y al tiempo director, a lo que parece, de un enclave del vicio señalizado en el juego, en el sexo y en las dependencias que ambos placeres producen en una parte de la sociedad, que siempre parece controlar a la otra parte. Tuve la suerte de tener entre mis manos una documentación que preguntaba y respondía; sólo tenía que esforzarme un poco y encontrar datos complementarios. Reconozco que los busqué con la prisa que me señalaba mi propia curiosidad y la de los amigos con quienes rivalizaba por cuestiones ásperas de demografía, de economía y de ordenación del territorio en la España moderna. Aquellos tiempos bien recientes lo eran de discusiones sanas; nos importaba conocerlo todo en un ambiente general de estimulantes y constantes sugerencias y aquel espíritu nos llenó de obsesiones: la ampliación de los objetivos del historiador y la acumulación de datos nos enredaron a todos durante demasiado tiempo. Usando una metáfora vegetal, contar hojas caídas de los árboles del pasado, clasificarlas en negras, grises, amarillas y verdes nos hacía olvidar la verdadera cuestión: la existencia, más arriba, al lado mismo, de frente, detrás, de un bosque que producía murmullos, ritmos, tiempos y capacidades. Nos ataba una especie de fascinación tan endémica que, por padecerla todos, pasaba inadvertida: nuestros maestros nos ilustraron convenientemente para adecentar nuestros humildes trabajos y el “mal francés”, entonces de moda, nos contagió prácticamente a casi todos. Por eso, quizás, las fidelidades se repartieran desigualmente y la fascinación y las influencias se equilibraran a base de penetrar en el bosque con el hacha de la crítica y la sierra mecánica de la desmitificación. No obstante, las obsesiones se multiplicaron, el babelismo se hizo moda y los descubrimientos de nuevas especies de hojas ampliaron notablemente la capacidad de contar en perjuicio de la capacidad de interpretar. Mientras tanto el bosque seguía haciendo los mismos ruidos; pero las mismas hojas caducas de la muerte, la infancia, el amor, el poder, la servidumbre, la devoción, el miedo, la angustia, siguieron conformando la estrella más visible que iluminaba la noche de la mentalidad. Mirábamos las cifras y no oíamos las voces concretas. Otra vez nos pusimos a contar: desde misas, testamentos y niños abandonados hasta genealogías llamativas; hacíamos, probablemente queriéndolo, una nueva profesión de fe en la cuantificación necesaria. La comparación y el compromiso con el presente se nos iban definitivamente de las manos; el historiador, como otros científicos sociales, se enredaba en fórmulas precisas y en modelos impuestos. No nos dimos cuenta de la importancia del silencio. Y ésta pretende ser una parte de su historia.