ÍNDICE

PRÓLOGO

Quisiera considerar aquí un acontecimiento histórico que se ha desarrollado a muy largo plazo y que, por consiguiente, sólo resulta apreciable visto desde muy lejos. Se trata de las mutaciones del modo en que el hombre experimenta el universo en el que vive. Arriesgo, por lo tanto, algo así como una historia del ser-en-el-mundo.

Un fenómeno como el de nuestra presencia en el mundo no depende de un ámbito particular. Aflora por doquier: cabe encontrar huellas de él en la reflexión filosófica, pero también, sin duda, en la religión o en el arte. En cambio, resulta del todo evidente que sólo es tematizado de manera excepcional.

He debido, por lo tanto, sobrevolar un período de tal amplitud, que sólo confesarlo hace ya sonreír: en el fondo, coincide con todo el recorrido histórico que se ha producido desde la invención de la escritura, es decir, cinco milenios. Si esta duración es muy amplia, el espacio, en cambio, es algo más restringido, puesto que sólo me he acercado a los mundos que circundan el Mediterráneo; he partido del Antiguo Imperio egipcio, para continuar por la Antigüedad clásica, los mundos medievales cristiano, judío y musulmán, y luego el Occidente moderno. No he dejado de lado las demás civilizaciones por desprecio, sino, sencillamente, porque carezco de los medios lingüísticos para acceder a ellas de forma directa, y porque, por otra parte, me intereso sobre todo en lo que desemboca en la actualidad.

El carácter, a la vez omnipresente e inaprensible, del fenómeno que pretendía delimitar, me invitaba, en principio, a buscar sus manifestaciones absolutamente en todas partes. Sin embargo, dentro del ámbito cerrado, e incluso respecto del período sobre el que me he concentrado —en lo fundamental, la Antigüedad clásica y la Edad Media, de Platón a Copérnico—, resulta evidente que no he podido proceder sino lanzando las redes cada vez más lejos, sin poder, por definición, decidir sobre la importancia comparada de lo que había atrapado y de lo que se me había escapado. Cuando estudio la época moderna, de la que se conservan muchos más textos, y sobre la que soy aún menos competente, este método se convierte en algo enormemente arriesgado.

Pido, pues, al lector, confianza e indulgencia al respecto.

* * *

Las referencias han sido puestas en nota para interrumpir lo menos posible la continuidad de la lectura. Me queda por decir que he citado el mayor número posible de textos y de literatura secundaria. Este libro presenta, por lo tanto, demasiado a menudo, el aspecto áspero de un fichero, por lo que pido excusas al lector. Pero no olvide que he pensado en él: al estar con frecuencia obligado a trabajar de segunda mano, he querido hacerle posible el acceso directo a las fuentes. En resumen, he puesto en las notas lo que personalmente me gusta, cuando soy yo el lector, que un autor me suministre.

Para aligerar, he recurrido a abreviaturas cuya clave se encuentra al final del libro. Cuando un autor sólo es conocido por una única obra (Herodoto, Lucrecio, Plotino, etc.), he omitido el nombre de ésta.

He citado las obras en ediciones que he escogido por simples razones de comodidad: porque estaban en mi poder, o en lugares que me resultaban accesibles —en lo esencial, las «bibliotecas» parisinas—. De aquí que no siempre sean las mejores. Remito, fundamentalmente, a las obras originales, incluso si algunas de ellas han sido traducidas después.

En la mayoría de los casos, las traducciones son mías. Indico, sin embargo, las referencias a otras traducciones, cuando existen, para que las citas que hago puedan releerse en su contexto.

Cuando me veo obligado a traducir una traducción, lo señalo.

Todos los alfabetos distintos al latino han sido transcritos.

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Comencé a preparar la presente obra hacia 1992. Desde entonces he tenido muchas veces ocasión de presentar íntegra o parcialmente mis investigaciones, y de forma mucho más completa durante mi seminario de D.E.A. en la universidad de París I. Algo más de prisa ante los estudiantes de cursos superiores de la universidad de Boston (semestre de primavera de 1995), donde pude consultar bibliotecas dignas de este nombre. Más brevemente aún, en tres medias jornadas en la Societat Catalana de Filosofía (Barcelona, en noviembre de 1995). Expuse algunos pormenores en la universidad de Rennes, en el seminario «Lebenswelt, Natur, Politik» (Graduiertenkolleg «Phänomenologie und Hermeneutik») de las universidades de Bochum y Wuppertal en Haan, en el decimotercero Taniguchi Symposium of Philosophy del lago Biwa, en la U.F.R. de filosofía de la universidad París XII-Créteil, en el seminario de D.E.A. de la facultad de teología católica de la universidad de Estrasburgo, y, por último, al dar la «Shlomo Pines Memorial Lectura» en la Academia de Ciencias y Humanidades de Israel (Jerusalén) en enero de 1997, conferencia repetida en la universidad de Pensylvania al mes siguiente.

Agradezco a aquellos y aquellas que me han invitado, es decir, respectivamente: Charles L. Griswold Jr., Jordi Sales i Coderch, Frédéric Nef. Klaus Held, Tomonogu Imamichi, Monique Dixaut, Raymond Mengus, Shaul Shaked y Gary Hatfield. Me han sido de gran provecho las exposiciones presentadas por los estudiantes de mis seminarios y las observaciones hechas por aquellos que asistían a mis conferencias. Se lo agradezco a todos, pero, dado su número, sólo puedo hacerlo globalmente.

Quiero, en cambio, mencionar aquí a Irene Fernández, y a mi mujer Françoise, que han tenido a bien releer el manuscrito y hacerme observaciones impagables. Además, mi mujer y nuestros hijos han soportado pacientemente a un marido o a un padre demasiado prudente y demasiado mundano a la vez.

I
LA ESCENA

II
CUATRO MODELOS

Capítulo III
REVOLUCIÓN SOCRÁTICA, RESTAURACIÓN PLATÓNICA

Para los Griegos, la relación entre mundo y sujeto se manifiesta primero en que ambos están regidos por las mismas leyes, y leyes de naturaleza moral. Esta idea no es específicamente griega. Se encuentra, por ejemplo, en Persia, puesto que la representación del universo como una lucha entre el bien y el mal está en la base de la doctrina de Zoroastro. Nietzsche dice que ha llamado a su héroe Zaratustra para que sea el responsable mismo de la interpretación moral del mundo, de un platonismo más antiguo que el mismo Platón, de manera que se encargue de reparar su error corrigiéndolo1. En la misma Grecia, los conceptos morales funcionan también en cosmología: las ideas de justicia, de igualdad ante la ley, etc., son principios de explicación de los ciclos elementales2. Pero una cosa es hacer intervenir ideas morales en la explicación de los fenómenos físicos, y otra muy distinta hacer de esas ideas la estructura misma de la realidad, y lo que justifica que ésta sea considerada de forma global como constitutiva de un «mundo».

Para encontrar una expresión clara de esta idea hay que esperar un célebre texto de Platón, que se ha convertido en un fragmento antológico desde la Antigüedad: «Los sabios dicen [...] que lo que mantiene unidos al cielo y a la tierra, a los dioses y a los hombres es la comunidad (koinonía), la amistad, la regularidad (kosmiótes), la templanza, la justicia, por lo que llaman al todo (tò hólon toûto) ‘mundo’ (kósmos), no desorden (akosmía), ni intemperancia»3. Por gigantesco que sea, el kósmos que forma el universo no es, en el fondo, sino un caso particular: lo que se dice de él es la aplicación de una regla que vale para toda realidad: el tipo de orden (kósmos) propio de cada ser es lo que le hace bueno4. Los «sabios», o personas hábiles, no son especialmente designados. Sócrates enumera cinco virtudes que hacen que el mundo sea mundo. Las dos últimas ocuparán un lugar entre las cuatro virtudes cardinales. La que aparece en el centro lleva un nombre de la misma raíz que el término kósmos. ¿Cabía hacer de esta idea el principio de una explicación de las cosas? ¿Es la justicia algo cósmico de la misma manera que el kósmos es justo?

La revolución socrática

Esta manera de ver sólo podía abrirse camino a condición de superar un obstáculo: lo que se llama la «revolución socrática»5. No me queda otro remedio que examinarla, pero no lo haré sino desde el punto de vista que me interesa aquí. La fórmula que se ha hecho tradicional supone una interpretación de los hechos referidos por los Antiguos, la cual supone a su vez una simplificación excesiva de un proceso muy complejo6. Aristóteles se contenta con distinguir entre aquello de lo que hablaba Sócrates, a saber, las cosas que se derivan de las cualidades morales de la gente (tà ethiká), y aquello de lo que no hablaba, es decir, la naturaleza en su totalidad (phýsis)7. En otro sitio parece incluso lamentar el desinterés socrático por la física: «En la época de Sócrates, [la preocupación por las definiciones verbales] aumentó, mientras que se dejaba de buscar lo concerniente a la naturaleza (tà perí phýseos), de manera que los que filosofaban se desviaron (apéklinan) hacia la virtud útil, es decir, la política»8. Antes que él, Jenofonte trazaba, al menos en una primera aproximación, un retrato de Sócrates desaprobando el estudio de la naturaleza o, en todo caso, la profundización en él9. La diferencia entre ambas preocupaciones no siempre es presentada como un paso diacrónico de una a otra. Pero, por su parte, Aristófanes indica a su modo que ese giro no es sino una pura reconstrucción: las Nubes muestran indirectamente que el joven Sócrates se interesaba efectivamente por la física; de otro modo, la obra resultaría incomprensible. No sólo cabe incluso que haya sido el reflejo de un hecho histórico, sino también su causa: habría advertido a Sócrates de los peligros de la física, y éste se habría vuelto hacia otra parte10.

Poseemos la fórmula canónica de esta revolución en un célebre pasaje de Cicerón. Debo citarlo para subrayar un aspecto que me parece capital: «Sócrates fue el primero en recordar la filosofía del cielo, la situó en las ciudades, la introdujo incluso en las casas, y obligó a buscarla a propósito de la vida, de las costumbres y de las cosas buenas y malas (de vita et moribus rebusque bonis et malis11. Las implicaciones son notables: desviarse del estudio de la naturaleza para dirigirse hacia el de las cosas buenas y malas supone claramente que no es en el cielo (la realidad natural por excelencia) donde cabe encontrar los bienes y los males. La diferencia entre el bien y el mal no se aplica a las realidades naturales. Estas implicaciones son explícitas en otros lugares: el conocimiento de las realidades naturales, suponiendo que fuera posible, «no tiene nada que ver con la vida buena» (nihil [...] ad bene vivendum)12. Para nosotros, semejante visión de las realidades físicas como axiológicamente neutras es cosa evidente desde hace mucho tiempo. Ya no vemos, por lo tanto, que ello es un resultado, que ha debido ser conquistado. Y es precisamente esa conquista lo que se lee en los relatos de la revolución socrática.

El más completo de éstos es la reconstrucción estilizada que hace Platón de la biografía intelectual de Sócrates en la confesión del Fedón. Ahora bien, en ésta no se trata exactamente de un pasaje que partiese de un estudio de la naturaleza objetiva y libre de toda consideración de valor para desembocar en una interrogación moral. Se trata, más bien, de una limitación de la búsqueda de lo bueno y de lo malo en la esfera de las relaciones humanas. Esta renuncia no es para el mismo Sócrates sino una segunda elección, un deúteros ploûs. El sueño de Sócrates no consistía sólo en encontrar una física rigurosa, sino, sobre todo, en extraer un sistema de conceptos unificado que valiese de forma unívoca para la física y para la ética. Si había fundado tales esperanzas en el noûs de Anaxágoras, ello es porque permitía dar cuenta tanto del actuar moral cuanto de las explicaciones físicas: «[Me parecía que,] a partir de este principio (lógos) [el principio de lo mejor], convenía al hombre no buscar nada más ni respecto de sí mismo, ni de las demás [cosas] (perí hautoû ekeínou kaì perí tôn állon), que lo mejor y más excelente»13. El elemento importante estriba en establecer una correspondencia entre el yo y las cosas. Se franquea, así, el abismo que separa el modo de ser del yo del de las cosas presentes en el mundo —como ocurre, según parece, en el pensamiento griego en general—14.

Sócrates renuncia, de este modo, a la unificación de la experiencia únicamente en provecho de la consideración de los fenómenos que conciernen a la ciudad, es decir, al estar-juntos de los hombres. De esta suerte, separa la antropología de la cosmología e inaugura el proyecto de una fundamentación de la primera a partir de sí misma.

La vuelta del sueño: el «Timeo»

En la historia de la filosofía antigua, la «revolución socrática» no representó un corte irreversible, cosa que no aparece así sino después, en una reconstrucción de la historia del pensamiento de apariencia esquemática. En realidad, ocurrió de manera muy distinta, puesto que estuvo seguida, en el interior mismo de la obra de Platón, de una especie de restauración. Ello se ha visto de manera muy clara desde la Antigüedad, explicándolo, llegado el caso, mediante datos biográficos más o menos ficticios15. Platón volvió a tender un puente sobre el abismo abierto por Sócrates, poniendo como principio supremo el Bien. El Bien ejerce su soberanía sobre la realidad física, pero regula igualmente la conducta por la que el individuo humano hace de su alma un todo coherente (moral) y da a la ciudad en la que debe desarrollarse su humanidad la unidad sin la cual sucumbiría (política). Sócrates evoca, por lo tanto, de nuevo la figura de Anaxágoras y el beneficio que Pericles obtuvo con su trato. Es éste un ejemplo de la manera en que el recto conocimiento de lo que nos domina (meteorología) y de la naturaleza de la inteligencia (noûs) y de su ausencia desemboca en una retórica política16. En las Leyes, que son, sin duda, en lo que atañe al orden cronológico de la obra de Platón, el último diálogo, el Extranjero de Atenas muestra que la razón no sólo interviene de forma derivada, como intento del hombre para adaptarse lo mejor posible, mediante su habilidad técnica, a una situación inicial de irracionalidad, sino que, por el contrario, está ahí desde el origen, en el nacimiento mismo (physis) de lo que es. En consecuencia, no es posible ninguna piedad sin la conciencia de que el Intelecto (noûs) guía al conjunto de lo que es17.

El diálogo que afirma con más claridad la interna articulación de una cosmología determinada y de la tarea que incumbe al hombre es el Timeo. Se impone darle aquí un lugar privilegiado, tanto más cuanto que, en lo que atañe a la historia de las ideas, su influjo sobre la filosofía antigua, medieval y renacentista difícilmente puede ser sobreestimado. Pues bien, todo ocurre como si el Timeo intentase restablecer, sin duda en otro nivel, aquello a lo que el Sócrates del Fedón había renunciado —tal vez la muerte en el alma—. No se trata aquí de proceder a un análisis profundo de este complejo diálogo. Me limitaré a algunas observaciones generales, antes de pasar al examen de lo que, sin ser probablemente lo más original del Timeo, ha sido, sin embargo, lo más fecundo.

El Timeo pasa comúnmente por una cosmología. Uno de los comentarios con mayor autoridad lleva incluso el título de «la cosmología de Platón»18. Ante esta pretendida evidencia, tengo, por mi parte, algunas reservas, y estoy tentado de considerar este diálogo como irónico de cabo a rabo, como la mejor visión del cosmos, pero no necesariamente la más verdadera, como la mejor exposición posible de un saber en el fondo imposible, tan escasamente realizable como la ciudad ideal de la República19. Sea como fuere, en él se trata también, si no es incluso más, de antropología. De forma más precisa, Timeo, que da su nombre al diálogo, describe la cosmología que requiere una determinada antropología. Esto es, en cualquier caso, lo que comienza por decir del modo más explícito: se tratará de exponer la formación del mundo hasta la del hombre20. Y dicho de manera más discreta, me parece que el plan mismo del texto discurre en paralelo con la estructura y las funciones del cuerpo humano, tal como el mismo diálogo las describe —correspondiendo la primera parte a la cabeza, y la segunda al tronco, con su articulación principal en el diafragma—21. El programa de la vida humana puede resumirse en una imitación del kósmos. Éste está, según el Timeo, fabricado por un artesano divino que se esfuerza por hacer su obra lo más parecida posible al modelo perfecto. Hace el cielo y los dioses secundarios que lo pueblan, en quienes delega la fabricación del hombre. El cielo es puesto en movimiento por un alma que garantiza su regularidad. Del mismo modo, el hombre posee un alma que procede de la misma mezcla que el alma del mundo, pero con menor grado de pureza. En su nacimiento, este alma está sumida en el flujo de los humores corporales que la arrastran en una corriente desordenada. Sólo progresivamente logra restablecer el orden en sí misma, a costa de una educación. El alma individual debe imitar la regularidad de los movimientos del alma del mundo. Esta tarea viene prefigurada por una similitud ya establecida en la estructura misma de las cosas: la cabeza, en la que giran los círculos del alma individual, tiene la misma forma redonda que la esfera perfecta que constituye todo el universo22. Para imitar al cosmos es necesario conocerlo. La primera parte del diálogo, que no considera la realidad sino desde una óptica teleológica, explica, por lo tanto, a partir de ahí la presencia del sentido de la vista: «El dios nos ha descubierto y dado la vista para que, al observar en el cielo las revoluciones del intelecto, las utilizásemos, refiriéndolas a las revoluciones del intelecto en nosotros; estas revoluciones están emparentadas, incluso aunque las nuestras sufran un trastorno, mientras que las otras carecen de él. Tras haber estudiado a fondo los movimientos celestes y haber adquirido el poder de calcularlos correctamente de acuerdo con lo que pasa en la naturaleza, y tras haber imitado los movimientos del dios, movimientos que nunca yerran, podremos nosotros estabilizar unos movimientos que en nosotros no dejan de vagabundear»23. El pasaje expresa de manera imaginaria la articulación de la dimensión teórica de la filosofía con su dimensión práctica24. La teoría es ante todo simple visión, pero pasa rápidamente a la consideración de las invisibles regularidades matemáticas que subyacen en el bordado visible de los cielos. Lo beatificante es la astronomía, no la mirada ingenua. Así pues, será preciso que los ciudadanos la estudien de manera suficiente, las élites a fondo, y todo recién llegado un mínimo25.

La segunda parte añade a la consideración de lo mejor la consideración de la necesidad. Un pasaje sito al final de la primera subdivisión recuerda la pertinencia ética de esta repartición de las causas: «Éste es sin duda el motivo por el que hay que distinguir dos especies de causas: la necesaria y la divina. Y la especie divina hay que buscarla (zeteîn) en todas las cosas si se desea lograr una vida feliz, en la medida en que la admite nuestra naturaleza; por lo que se refiere a la especie necesaria, [hay que buscarla] respecto de las causas divinas, considerando que, sin causas necesarias, no es posible ni aprehender (katanoeîn) las causas divinas mismas, que constituyen los únicos objetos de nuestras preocupaciones, ni comprenderlas (labeîn) después, o participar de ellas de alguna forma»26. ¿Cómo hay que entender esta «búsqueda» de la causa divina? ¿Se trata de un estudio cuyo método indicaría Timeo? ¿O de un logro más práctico? El tema se recupera hacia el final de la segunda parte, junto con el recordatorio, además, de la causa del trastorno de los círculos del alma, cuya presencia había sido simplemente evocada en el primer pasaje sin explicar el porqué: «Los movimientos emparentados con lo que hay de divino en nosotros son los pensamientos y las revoluciones del universo. Éstos son, sin duda, los movimientos en concordancia con los cuales cada uno, mediante el estudio profundo de las armonías y de las revoluciones del universo, debe, rectificando las revoluciones que han quedado desarregladas en nuestra cabeza durante nuestro nacimiento, reproducir aquel que contempla esas revoluciones similares a lo contemplado volviendo a su estado natural anterior y, tras haber operado esta asimilación, alcanzar el fin de la vida mejor, propuesta a los hombres por los dioses para el presente y para el porvenir»27.

La unión entre lo cosmológico y lo antropológico queda, de esta suerte, restablecida. Pero también queda en lo sucesivo invertida: al contrario de lo que ocurre en las visiones del mundo arcaicas, no es el hombre el que asegura el orden del mundo, sino que es la imitación del orden preexistente de las realidades no humanas, físicas, lo que va a ayudar al hombre a alcanzar la plenitud de su humanidad. La sabiduría será, tal como veremos, una imitación del mundo.

Es preciso, además, considerar que el tema de la imitación de la regularidad de los cuerpos celestes tiene un contrapunto irónico en la idea en virtud de la cual la gimnasia también debe, por su parte, regularse sobre un movimiento cósmico. Pero, mientras que el pasaje citado más arriba parecía desaconsejar una imitación de la causa errante en provecho de la causa «divina», ahora se trata del movimiento irregular, browniano, de las cualidades primeras en el receptáculo. Será necesario reproducirlo asegurando que el cuerpo tenga el máximo movimiento posible, ya sea mediante el ejercicio gimnástico, ya, al menos, [...] balanceando la cuna de los niños de pecho: «Si se quiere imitar esa realidad que hemos denominado ‘la crianza y la nodriza del universo’, cuídese muy mucho de no dejar nunca el cuerpo en reposo; muy al contrario, se le mantendrá en movimiento y, agitándolo en toda su extensión, se le defenderá permanentemente contra las alteraciones naturales internas y externas. Y, al agitar mesuradamente los afectos y las partes del cuerpo que se mueven de manera desordenada, se pondrán en orden unas respecto de las otras, según la configuración que les es connatural, conforme a lo que hemos dicho más arriba sobre el universo»28.

El Timeo es, así, no sólo la primera obra en la que la idea de mundo como kósmos está tematizada de manera central, sino también la primera que define la excelencia humana como una «sabiduría del mundo»29. Este mismo tema es tratado en los diálogos de la vejez de Platón, así como en el Epínomis30. El modelo que se desprende de ellos ha ocupado el primer puesto hasta la era moderna. Y lo ha hecho bajo la forma desarrollada que ha tomado durante un recorrido secular, que comienza con Platón. Aquí no lo he presentado sino en estado germinal; lo describiré más adelante enriquecido con las concreciones que han desarrollado todo lo que implicaba31.

Capítulo IV
LA OTRA GRECIA: LOS ATOMISTAS

El modelo platónico, o más bien «timeico», no ha sido el primero, ni tampoco el único que haya quedado. Sólo ha podido imponerse al final de una larga historia. Antes de Platón, ciertos sofistas descartan, precisamente, la referencia al cosmos. No todos a los que se ha clasificado como sofistas se han desinteresado de cuestiones de cosmología1. Hipias es un buen ejemplo. Pero la frase de Protágoras, que hace del hombre la medida de todas las cosas, sea cual fuere su sentido, rechaza de golpe toda pretensión de aplicar al hombre y a los fenómenos humanos (y ante todo al lógos) un modelo cósmico2. Existen sabidurías no cósmicas. Lo hemos visto en el Próximo Oriente antiguo. Ello sigue siendo verdadero tanto en la Grecia anterior a Platón cuanto en la posterior. Algunas surgen de la revolución socrática, y tal vez sean más fieles a aquéllas que el Platón del Timeo. Los cínicos no se ocupan de la naturaleza3; ocurre lo mismo con los cirenaicos, los cuales profesan que la naturaleza es inaprehensible4. Los escépticos pirronianos no hacen física (physiología), así como tampoco los epicúreos, sino con vistas a la tranquilidad (ataraxía); pero, para ellos, la tranquilidad se logra de manera aún más indirecta: ocuparse de física no sirve para conocer las posibles explicaciones de los fenómenos, sino para oponer a las de otro razones de idéntica fuerza5.

Me ocuparé más largamente de otra tradición, aquella a la que se denomina, sin duda de forma inadecuada, «atomismo», vinculada habitualmente a los nombres de Demócrito, Epicuro y Lucrecio. En efecto, ésta me parece afrontar directamente nuestra cuestión rectora, y construir con entera conciencia un modelo reflexivo que permite pensar la naturaleza y el estatuto del conocimiento físico, lo que comienza por declarar posible, polemizando contra los escépticos6. Para mis propósitos, esta tradición presenta el interés añadido de que, a partir de Epicuro, me parece rechazar de forma claramente explícita el modelo platónico. Cabe interpretarla como una revocación de la pertinencia antropológica de la idea de mundo. Para ella, la estructura del universo es, en última instancia, indiferente a la existencia humana y a su libre desarrollo. La felicidad no resulta favorecida en nada por el examen de los fenómenos celestes. Un excesivo examen de éstos haría correr incluso el peligro de comprometerla. Hay que buscar en otra parte un modelo de la excelencia humana.

Demócrito

Lo que sabemos de Demócrito no nos permite hacernos una idea del modo en que consideraba el cometido de la naturaleza y/o su conocimiento en la elaboración de la ética. Algunos eruditos piensan incluso que su pensamiento es del todo incoherente, y que su física no permite fundamentar una moral, y hasta impiden su posibilidad —en particular por su necesitarismo, que parece excluir la libertad y, por lo tanto, la responsabilidad—7. Cicerón afirma claramente que Demócrito «había puesto la felicidad en el conocimiento de las cosas, como si quisiera que ésta resultara de la búsqueda de la naturaleza»8. Pero, al mantenerse la tesis en un determinado contexto, que estriba precisamente en que la felicidad reside en el conocimiento, es probable que el testimonio haya sido «adaptado», y Demócrito añadido a Epicuro para hacer bulto. Por lo demás, el doxógrafo Aecio expresa la doctrina de Leucipo, Demócrito y Epicuro diciendo que el mundo carece de alma y de gobierno providencial9. Pero, ¿cómo distinguir la auténtica doctrina de la reconstrucción operada según esquemas prestados del Timeo? ¿Quiere decir que el universo de Demócrito no conoce la doctrina platónica del «alma del mundo»? La idea según la cual el hombre es un «mundo en pequeño» se encuentra claramente en Demócrito, pero ello no parece conllevar una invitación para que el «pequeño mundo» imite al grande. Por el contrario, parece más bien implicar que las mismas leyes valen para ambos mundos —leyes que les imponen ciertas propiedades y que, puesto que son seguidas en todos los casos, no podrían ser imitadas—. Para él, la armonía interna del alma y el cuerpo es más importante que la del mundo10.

El epicureísmo

A. Interés de la física

Con Epicuro surge una concepción original de la naturaleza y de su estudio. Al igual que en Platón y en la tradición que inaugura, para aquél el estudio de la física tiene un interés moral. Como casi por doquier en la filosofía antigua, se trata de no violentar la naturaleza y de dejarse guiar por ella11. Los epicúreos no piensan que la moral pueda ser perfecta sin la física12, y polemizan contra un uso meramente teórico de ésta, pura charlatanería según ellos13.

Pero, a diferencia de lo que ocurre en la óptica platónica, el objetivo moral se alcanza indirectamente. No cabe lograr una reforma moral inspirándose en el mundo conocido, sino en el conocimiento del mundo. Esto es lo que explica el epicúreo Torcuato en Cicerón: «Así, de los [estudios] físicos (e physicis) se saca valor contra el miedo a la muerte, firmeza contra el temor [que procede] de la superstición, y apaciguamiento del espíritu una vez suprimida la ignorancia de todas las cosas ocultas, así como templanza una vez explicada la naturaleza de los deseos y sus especies»14. El efecto de la física no es objetivo, sino puramente subjetivo. Tomado en sí mismo, el universo físico no es verdaderamente interesante, en el sentido fuerte del término: no tenemos que pasar por él (inter-esse) para alcanzar lo que tenemos que ser. El objetivo de su ejercicio no estriba directamente en conocerlo, sino en la ausencia de trastorno (ataraxía), la vida sin perturbación (athórybos).

El conocimiento puede, ciertamente, aportar grandes alegrías, tan intensas como si tuviese una finalidad en sí mismo, y alegrías concomitantes a su ejercicio: «En la filosofía, el encanto camina conjuntamente con el conocimiento. No hay aprendizaje seguido de goce, sino aprendizaje y goce a la vez»15. Pero queda el hecho de que su efecto no es el mismo. Ya no se trata, como en Platón, de una imitación, sino de un distanciamiento. El conocimiento no tiene por objeto la asimilación, sino, más bien, la objetivación como medio de disimilación. Al igual que la muerte, el objeto del conocimiento no debe «ser nada para nosotros».

Este objetivo es recordado a raíz de ciertos desarrollos pormenorizados, como ocurre a propósito de la cara de la luna, o de la regularidad de las revoluciones celestes, pasaje en el que, según el texto de los manuscritos, se nos propone «gozarnos junto con el dios»16. Epicuro anuncia de entrada el objetivo de su física: «Ante todo, no creer que existe otro fin del conocimiento en el terreno de los fenómenos celestes (metéora) [...] que la tranquilidad (ataraxía) y la certeza firme, del mismo modo que para el resto, etc. [...] si las aprehensiones (hypopsíai) de los fenómenos del cielo no nos obsesionasen (enochloun), ni las que se experimentan a propósito de la muerte, aunque pueda ser algo en relación con nosotros, e incluso el hecho de no conocer las definiciones de los dolores y los deseos, ya no tendríamos necesidad (prosdeîsthai) de la ciencia de las sustancias (physiología17. El segundo fragmento está construido sobre una estructura que se encuentra en otros sitios en la escuela epicúrea y que tal vez sea típica del método o, al menos, de la actitud epicúrea: la reconstrucción de un estado virtual en el que lo que ahora es una necesidad, antes no lo era; la necesidad de añadir lo que no habría debido ser útil para paliar una carencia en lo sucesivo muy real. Porfirio nos ha transmitido un largo fragmento de filosofía política de un epicúreo, por lo demás poco conocido, Hermaco. En él leemos: «Si cada uno fuese igualmente capaz de observar lo que es útil y respetarlo, no habría habido necesidad de añadir (prosdeîsthai) ninguna ley»18.

B. Un contra «Timeo»

Esta actitud es algo construido para responder a un modelo que la ha hecho necesaria. A mi parecer, ese modelo es el que acabo de extraer del Timeo de Platón. Ya se ha observado la presencia en Epicuro de pasajes en los que Platón es atacado, y más en concreto el Timeo. Así, la doctrina de los elementos es criticada en el tratado De la naturaleza19.

En un pasaje cuyo contenido está muy cercano al desarrollo, central para mi propósito, de la imitación de los movimientos celestes, Platón evoca los movimientos complejos de éstos. Las especulaciones astronómicas hacen temer el futuro «a aquellos que son incapaces de calcular (tois ou [si vera lectio] dynaménois logízesthai)». Ahora bien, cabe que Epicuro haya querido parodiar esta fórmula. En efecto, éste habla de aquellos que son capaces de sentir el gozo supremo y estable que emana del estatuto bien equilibrado de la carne y de la anticipación, digna de fe a este respecto, gozo reservado «a los que son capaces de calcular (toîs epilogízesthai dynaménois20. El contexto es el mismo: el de la relación con el futuro. Añadir al verbo el prefijo epí indica la superación del presente por el cálculo. Pero el apoyo más exterior, los astros, es sustituido por el más íntimo, la carne.

En el mismo orden de ideas y a propósito de la articulación entre lo físico y lo ético, se tiene la impresión de que Epicuro responde a Platón punto por punto. Pues Platón establecía para la astronomía el mismo objetivo que Epicuro, y en los mismos términos: terminar con el trastorno (taraché), poner en orden los períodos desordenados del alma mediante la imitación de los períodos ordenados de los cuerpos celestes (atáraktois tetarágmenas)21. Con la excepción de que, si Epicuro retoma el vocabulario platónico, ello es para subvertirlo. Los fenómenos celestes no pueden favorecer la ausencia de trastornos (ataraxía), que se supone que aportan. Que los mismos movimientos de las esferas celestes conozcan una especie de ataraxia no implica que sean susceptibles de comunicarla. No son objetos apacibles y apaciguadores de la contemplación. Por el contrario, provocan el trastorno y la angustia22. Incluso parece que el cielo sea el paradigma de todo aquello de lo que puede venirnos la turbación. Y lo mismo con los fenómenos tectónicos. El poeta epicúreo del Etna escribe que, ante una erupción volcánica, el saber nos permite no engañarnos, no quedarnos mudos, pálidos de angustia, imaginando que «las amenazas del cielo han emigrado al mundo subterráneo»23. No se trata de huir de los terrores de ese bajo mundo refugiándose en el cielo: el cielo es la primera fuente de terror. El conocimiento debe apartar su aguijón de toda fuente de trastorno, tanto celeste como terrestre.

Esta finalidad primordial de la física explica la «indolencia sin límites»24 con la que Epicuro procede en materia de explicación de los fenómenos naturales. No se trata de indiferencia por la verdad. Hay una necesidad de verdad: sólo el verdadero conocimiento de la naturaleza (physiología) es capaz de liberarnos de la turbación25. Pero lo verdadero no opera una conversión con el uno. Lo importante es que haya, al menos, una explicación, con el fin de no permanecer ante un misterio inquietante. Nada impide, pues, que se propongan varias explicaciones concurrentes para elegir. Epicuro propone, así, especialmente en meteorología, diversas soluciones sin pretender reducirlas a un principio único que dé supuestamente cuenta de todo26. Y Lucrecio llega a decir que, de varias explicaciones, puesto que hay varios mundos, una de ellas valdrá al menos para uno de ellos27.

C. Un mundo inimitable

A esta actitud hacia el mundo y el conocimiento que adquirimos de él le corresponde, como su fundamento, un nuevo concepto de kósmos, el cual se opone en todos sus aspectos al que habían propuesto Platón y Aristóteles, e incluso puede leerse como destinado a hacer impensable la idea de imitación del mundo. Este concepto epicúreo es, por lo demás, una vuelta al sentido original del término griego «poner en orden». Los átomos se distinguen de su organización. Aquello en lo que vivimos es una de las organizaciones posibles, es decir, una de las disposiciones que coexisten realmente. Además, a diferencia de los átomos eternos, esa organización es perecedera. Las leyes que rigen la formación de los mundos son, ciertamente, las mismas, sea cual fuere el determinado ordenamiento de uno cualquiera de ellos. Pero las formas que se obtienen varían28. En particular, la forma esférica, tan querida por Platón y por Aristóteles, no es en absoluto canónica. Así, en Cicerón, el epicúreo Veleyo declara no captar el motivo por el que ésta sería más bella y más digna que cualquier otra29.

La pluralidad de los mundos es sólo una tesis física30. Recae sobre la idea misma de kósmos, que se encuentra relativizada por su pluralidad. La realidad última no es el orden, una concreta organización, sino los átomos o el vacío. La relación entre el mundo en el que vivimos y la realidad última no es una relación entre la copia y el original. El conocimiento del mundo no permite remontar a una sabiduría organizadora a partir de la cual podríamos regularnos, pues ese mundo no es más que lo que resulta ser. El hecho de que nuestro mundo no sea sino un ejemplar le impide ser un ejemplo.

Las cosmologías clásicas están coronadas por teologías. Lo están implícitamente en la identificación de las divinidades a los astros, los cuerpos más bellos y más elevados de todo lo que es, en Platón y Aristóteles. Lo son de forma muy explícita en el estoicismo, para el que la teología (o más bien la teiología, ciencia de un divino impersonal) es una parte de la física. De esta suerte, la imitación del mundo y la asimilación al/los dios/es se comunican sin solución de continuidad. Ahora bien, todo ocurre como si la concepción epicúrea de los dioses estuviese directamente dirigida a hacer imposible estas dos concepciones. Varios testimonios indirectos (no hay ningún texto que proceda directamente de Epicuro) sitúan a los dioses en los «inter-mundos», en griego metakósmia, y en latín intermundia. Epicuro es conocedor del primer término31, pero no lo aplica a la doctrina sobre los dioses en ninguno de los textos transmitidos. Contamos, en cambio, con testimonios que van directamente en este sentido32. Ahora bien, el que los dioses estén situados en esos «inter-mundos»33 resulta de la mayor importancia. Los dioses existen. Su existencia no se pone en duda. Pero es preciso que sean radicalmente no cósmicos, que no pertenezcan a este mundo ni a ningún otro —ya sea el mundo de «abajo» o un mundo supraceleste—. No deben dominar las cosas del mundo: se los alcanza sin subir ni descender, incluso sin abandonar de cualquier modo el mundo: si están entre los mundos, no cabe abandonar un mundo sino dirigiéndose hacia otro. Hay intermundos, por así decirlo, horizontales. Epicuro no habla de la existencia supramundana de sus dioses. Su existencia intermundana no sirve tanto para establecer su estatuto, cuanto para intentar, negativamente, presentarlos como contraejemplo; sirve para evitar que se deslicen en el estatuto de lo supramundano. Imitar a los dioses permanece como la propuesta de un ideal34, pero ello ya no será imitar el mundo, sino imitar su beatitud no cósmica.

Lucrecio

Aunque el poeta latino sitúa su obra en la estela de Epicuro, hace algo más que dar una traducción versificada. En él se encuentran elementos que faltan en su maestro, sin que pueda decirse con toda seguridad que son originales. Entre éstos se encuentra la crítica del providencialismo estoico, según el cual el mundo estaría hecho para servir de habitáculo al hombre. Lucrecio muestra, de este modo, cómo la tierra conlleva vastas extensiones inhabitables e impropias para el cultivo, sin contar con que la mayor parte de su superficie está ocupada por los mares35.

El segundo punto, el carácter pasajero de los conjuntos que forman los mundos, no parece haber sido explicitado por Epicuro, quien quizá no veía en ello sino una experiencia del pensamiento. En Lucrecio, en cambio, se presenta con insistencia y de manera existencial. El mundo no es un kósmos estable. Es sentido como esencialmente frágil, su ruina es posible: «Un solo día... y la masa que se había mantenido durante numerosos años se hundirá, y con ella el edificio del mundo»36. Puede incluso ocurrir que la ruina sea anunciada por los signos de un declive que conduce a una relativa infecundidad de la tierra37. Nada impide pensar que el fin del mundo sea inminente: «La cosa misma quizá confirme mis palabras y, después de que las tierras se hayan gravemente desestabilizado, verás cómo todo se rompe en poco tiempo»38. La idea fue recogida por otros autores latinos, como Ovidio o el autor anónimo de la Octavia39, pero sobre todo por el poeta del Etna, quien, tras haber hablado de los temblores de tierra, escribe que en ello estriba «el más auténtico presagio de que el mundo deberá más adelante regresar a su apariencia primitiva»40.

Esta esencial fragilidad del mundo impide buscar en él un apoyo o un recurso. La conciencia epicúrea contiene, así, un elemento que cabría llamar escatológico. Pero conlleva un matiz particular respecto de la idea estoica de la ekpýrosis, o respecto de la conciencia del fin del mundo en el judaísmo y el cristianismo. En efecto, de un lado, la conflagración estoica se sitúa en la temporalidad cíclica del «gran año»41; se prevé, por tanto, para ella una fecha calculable. La destrucción del mundo, según Lucrecio, resulta imprevisible. No cabe contar con la disolución del mundo más que con su persistencia. Por otra parte, a diferencia de los apocalipsis, también el alma está destinada a perecer, no a ser juzgada. La fuente de la angustia radica en que el alma podría sobrevivir al mundo, lo que el atomismo hace imposible.

En la tradición epicúrea, el mundo es aquello con lo que no hay que contar. La sabiduría humana no es en ella sabiduría del mundo. Es preciso una sabiduría radicalmente no cósmica. En Epicuro, el acento que se pone sobre la amistad (philíaacósmica;metacósmica