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EL CRISTIANO

DE RODILLAS

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ANÓNIMO

EDITORIAL CLIE

M.C.E. Horeb, E.R. n.º 2.910 SE-A

C/Ferrocarril, 8

08232 VILADECAVALLS (Barcelona) ESPAÑA

E-mail: libros@clie.es

Internet: http://www.clie.es

 

EL CRISTIANO DE RODILLAS

CLÁSICOS CLIE

Copyright © 2007 por Editorial CLIE

para la presente versión española

ISBN: 978-84-8267-643-2

Clasifíquese:

2200 - ORACIÓN:

Oración Personal

CTC: 05-32-2200-07

Referencia: 224700

Índice

Portada

Portada interior

Créditos

Prefacio del autor

1. La gran necesidad de Dios

2. Promesas casi increíbles

3. «Pedid y se os dará»

4. Pidiendo señales

5. Qué es la oración?

6. ¿Cómo debemos orar?

7. ¿Es necesario orar «agonizando»?

8. ¿Contesta dios siempre la oración?

9. Contestaciones a la oración

10. Cómo contesta Dios a la oración

11. Obstáculos a la oración

12. ¿Quiénes pueden orar?

PREFACIO DEL AUTOR

En cierta ocasión, un viajero occidental que visitaba China, entró en una pagoda un día en el que estaban celebrando una festividad religiosa. Numerosos fieles se acercaban en actitud de adoración al altar sagrado, donde había una extraña imagen. Y le llamó especialmente la atención ver que muchos, llevaban consigo tiras de papel en las cuales había escritas oraciones, bien fuera a mano o impresas, que luego envolvían en bolitas de barro endurecido y lanzaban contra la imagen. Extrañado, preguntó cuál era el significado de aquello. Le explicaron, que si la bola se quedaban pegada a la imagen era señal de que la oración habían sido escuchada, pero si caía al suelo quería decir que la oración había sido rechazada.

Es probable que esta curiosa práctica respecto a la aceptabilidad de una oración, a nosotros, nos haga sonreír. Pero no deja de ser un hecho evidente que la mayoría de cristianos tienen ideas muy imprecisas, cuando adoran y oran al Dios vivo, respecto a cuáles son las condiciones que hacen que su oración prevalezca ante Él. Una cuestión de suma importancia para la vida cristiana, si tenemos en cuenta que la oración es la llave que abre el cofre de todos los tesoros de Dios.

No es exagerado afirmar que todo progreso genuino en la vida espiritual, toda victoria sobre la tentación, toda confianza y paz en ante las dificultades y peligros, todo sosiego del espíritu en épocas de dificultades y pérdidas, toda nuestra comunión cotidiana con Dios, todo ello; depende única y exclusivamente de la práctica de la oración personal en privado.

En consecuencia, este libro no es fruto ni de la casualidad ni de la improvisación; lo escribí porque muchas personas preocupadas por el tema me rogaron que lo hiciera; y debo aclarar al respecto que tan sólo después de haber superado muchas dudas me decidí a tomar la pluma y a permitir posteriormente que la tinta llegara al papel. Ahora, una vez escrito y publicado, lo ofrezco a todos sus posibles lectores con mucha oración, rogando a Aquel que una vez dijo: «Os es necesario orar y no desmayar» «nos enseñe a orar».

1

LA GRAN NECESIDAD DE DIOS

«Y se maravilló Dios». Esta afirmación es realmente sorprendente. Lo atrevido de la idea que expresa es suficiente para dejar atónito a cualquier cristiano, sea hombre, mujer o niño, y forzarle, si es sincero, a reflexionar. ¡Un Dios que se maravilla! ¿Acaso -nos preguntamos sorprendidos- el Dios omnisciente y todopoderoso, es susceptible a sentirse maravillado por algo? Qué extraño suena esto. Sin embargo, cuando descubrimos la razón que hace que Dios se sienta maravillado, al parecer, no nos causa mucha impresión. Olvidando y pasando por alto que, si lo consideramos con cuidado, se trata de algo de la mayor importancia para todo creyente en el Señor Jesús. En realidad, no hay otra cosa que sea de tan vital importancia ni de tanta trascendencia, para nuestro bienestar espiritual.

El texto que citábamos al principio hace referencia a la ocasión en que Dios «se maravilló de que no hubiera quien intercediese» (Isaías 59:16) o que «se interpusiese», es decir, que «se colocara en la brecha» como dicen otras traducciones. Pero esto, -dirán algunos- es algo que sucedió en los días de la Antigüedad, antes de la venida de nuestro señor Jesucristo «lleno de gracia y de verdad»; antes del derramamiento del Espíritu Santo, lleno de poder, para «ayudar a nuestras flaquezas», y siempre dispuesto a «interceder el mismo por nosotros» (Romanos 8:26). Cierto, y más aún, este «maravillarse» de Dios tuvo lugar antes de las asombrosas promesas de nuestro Señor respecto a la oración y de que los hombres conocieran su poder, en los días en que los sacrificios por sus pecados eran mucho más importantes en sus ojos que la súplica por los pecadores.

Por tanto, ¿cuánto más maravillado no debe sentirse Dios de que hoy siga ocurriendo lo mismo? Porque, ¡cuán pocos son los que saben qué es realmente la oración que prevalece! ¿Cuántos de los que decimos que creemos en la oración, creemos realmente en el poder de la oración?

Antes de dar un paso más adelante, como autor, quiero suplicar al lector de este libro que no lo lea apresuradamente, del principio al fin. No, esa no es la manera de leer y sacar provecho de este libro. Que saque o no provecho depende mucho, muchísimo, de la aplicación que haga de su contenido a través de la oración.

¿Por qué los cristianos nos consideramos derrotados con tanta frecuencia? La respuesta es: porque oramos muy poco. ¿Por qué los miembros de las iglesias que somos activos nos hallamos con tanta frecuencia desalentados y alicaídos? Porque oramos muy poco.

¿Por qué son tan pocas las personas que pasan «de las tinieblas a la luz» a través de nuestro ministerio? Porque oramos tan poco.

¿Por qué nuestras iglesias no «están ardiendo» de celo por el Señor? Porque las ocasiones en las que oramos con total sinceridad son muy pocas.

El Señor Jesús tiene el mismo poder hoy que ayer, que por los siglos. El Señor Jesús está deseoso de que los hombres sean salvos, hoy y siempre. Su brazo no se ha detenido ni se ha acortado a la hora de salvar a los pecadores; pero no puede alargar este brazo a menos que nosotros oremos más, y oremos más sinceramente.

De esto podemos estar seguros: la causa de todos nuestros fracasos está en el fallo en la oración privada.

Si Dios «se maravillaba» en los días de Isaías, no tenemos de qué sorprendemos de que en los días en que nuestro Señor estaba sobre la tierra, se «maravillara» también de la incredulidad de algunos, la cual le impedía hacer prodigios y milagros en sus ciudades (Marcos 6:6).

Pero hemos de recordar que aquellos que eran culpables de esta incredulidad no veían belleza en Él para que le desearan y creyeran en Él, como dice Isaías. ¡Cuánto más, pues, debe «maravillarse» hoy, cuando ve entre nosotros, que de veras decimos que le amamos y le adoramos, tan pocos que «invoquen su nombre, que se despierten para apoyarse en Dios» (Isaías 64:7). Sin duda, la existencia de un cristiano que prácticamente no ore es algo asombroso. Estamos viviendo una época de extraños sucesos y presagios ominosos. De hecho, hay muchas evidencias de que se trata de «los últimos tiempos», aquellos en que Dios prometió derramar su Espíritu -el Espíritu suplica- sobre toda carne (Joel 2:28). Con todo, la inmensa mayoría de cristianos apenas tienen idea de lo que «suplicar» significa. Además muchas de nuestras iglesias no sólo no celebran reuniones de oración, sino que, sin tan siquiera sonrojarse, consideran que no hay necesidad de tales reuniones e incluso menosprecian o cuanto menos marginan al que desea celebradas.

La Iglesia Anglicana reconoce la importancia del culto de oración, y espera que sus ministros, lean, cuanto menos, las oraciones y plegarias de la Iglesia establecidas para cada mañana y cada noche.

Pero, cuando esto se hace, ¿no está con frecuencia vacías las iglesias? y ¿no sucede, acaso, que tales plegarias y oraciones son leídas de forma monótona a una velocidad que impide la verdadera adoración? La Iglesia Anglicada tiene, en teoría, una expresión muy bonita para calificarlas: Common Prayer, es decir, oración comunitaria u oración común. Pero por desgracia y con demasiada frecuencia, esta bonita expresión, «oración común» se entiende no como oración en la que deben participar todos, sino que adquiere otro significado: oración monótona e imprecisa de la que huyen todos.

¿Pero aun en aquellas iglesias en que las que se celebra un culto de oración semanal, que algunos consideran ya pasadas de moda no acertaríamos al decir también que esos cultos son «débiles»? Recordemos que C. H. Spurgeon tenía el gozo de poder decir que cada lunes por la noche dirigía una reunión de oración «a la que asistían entre mil y mil doscientas personas de un modo regular».

Hermanos, ¿hemos dejado de creer en la oración? Sinceramente, si su iglesia es aún de las que se reúnen semanalmente para la oración, ¿no es un hecho acaso que la gran mayoría de los miembros nunca asisten a esa reunión? Lo es, y aún hay más, la inmensa mayoría no tiene la más mínima intención de hacerlo en el futuro. ¿Por qué? ¿Quién tiene la culpa de eso?

«¡Sólo es una reunión de oración!», hemos oído exclamar muchas veces. ¿Cuántos de los que leen ahora estas líneas han asistido y disfrutado alguna vez en una reunión de oración? ¿Se trataba de gozo genuino o simplemente del cumplimiento de un deber? Por favor, que se me perdone por hacer tantas preguntas y por señalar lo que me parece a mí son debilidades peligrosas y una deficiencia lamentable en nuestras iglesias. No estoy tratando de criticar, ni mucho menos de condenar. Esto lo puede hacer todo el mundo. Mi anhelo es tan solo despertar en los cristianos el «deseo de apoyarse en Dios», como nunca antes. Lo que deseo es animar, estimular, elevar.

Nunca somos tan altos ni alcanzamos mayor talla que cuando estamos de rodillas. ¿Criticar? Quién puede atreverse a criticar a otro. Cuando miramos en nuestro propio pasado y vemos cuántos períodos de nuestra propia vida han transcurrido sin oración, toda posible palabra de crítica se nos desvanece en la boca antes de llegar a los labios.

No obstante, escribimos estas líneas porque creemos firmemente que ha llegado la hora de dar un toque de atención a los creyentes en particular y a la Iglesia en general, llamándolos... a la oración.

Ahora bien ¿tiene lógica hablar de llamar a la Iglesia y a los creyentes a la ración? Más bien parece una afirmación insensata, porque, ¿no es la oración una parte integrante de todas las religiones? Creo que debo pedir a los lectores que consideren este asunto con imparcialidad y sinceridad y sobre esta base nos hagamos unas preguntas. ¿Creemos realmente en el poder de la oración? ¿Estamos convencidos, verdaderamente de que la oración consiste en «hacer mover la mano que hace mover al mundo»? ¿Nos afectan de veras los mandamientos sobre la oración dados por Dios? ¿Son válidas todavía las promesas de Dios respecto a la oración?

Sin duda, mientras leíamos esas preguntas todos hemos ido musitando: ¡Sí, sí, sí, por supuesto! Ninguno nos atreveríamos a responder que no a una sola de ellas, y sin embargo...

¿Se le ha ocurrido pensar que Dios no dio nunca ninguna orden innecesaria o una cuyo cumplimiento quedara bajo nuestra opción? ¿Creemos realmente que Dios no hizo nunca una promesa que no pudiera o no estuviera dispuesto a cumplir? Si así lo creemos, debemos recordar que Nuestro Señor dio tres grandes órdenes de acción específica:

Orad...

Id...

Haced...

¿Las obedecemos? ¡Cuántas veces su orden de «Haced» es repetida por los predicadores de hoy en día!, hasta el punto que a veces parece como si esa hubiera sido la única orden que dio. Pues, ¡cuán pocas veces se nos recuerdan en cambio las de «Orad» e «Id»!. Y sin embargo, sin obediencia al «Orad» no sirve de mucho ni el «Haced» ni el «Id».

No hay que esforzarse mucho para demostrar que toda falta de éxito, o dicho de otro modo, todo fracaso en la vida espiritual y en la obra cristiana, es debido a la falta de oración, bien se trate de la calidad o de la cantidad. A menos que oremos con rectitud no podemos vivir o servir bien. Esto, a primera vista, puede parecer una exageración, pero, cuanto más pensamos en ello, a la luz de las Escrituras, más nos convencemos que se trata de una afirmación correcta.

Ahora bien, en la medida en que empecemos a ver y entender mejor lo que la Biblia dice sobre este tema tan maravilloso y lleno de misterio, nos esforzaremos más por leer algunas de las promesas del Señor, como si nunca las hubiéramos leído antes. ¿Cuál será el resultado?

Hace unos veinte años, el que escribe estas líneas estaba estudiando en un Seminario Teológico. Una mañana, temprano, un compañero de estudios -que hoy es uno de los misioneros más destacados de Inglaterra-, irrumpió en mi habitación llevando en alto una Biblia en la mano. Debo aclarar que aunque se preparaba para el ministerio, en aquel entonces no era más que un recién convertido a Cristo. Había ido a la universidad diciendo que «las cosas de la religión no le importaban en absoluto». Era muy popular, listo, le gustaban los deportes, se había destacado entre sus compañeros de curso, hasta que un día Cristo le llamó. Aceptó a Jesús como su Salvador personal, y se hizo un fiel seguidor del Maestro y decidió prepararse para el ministerio. De modo que la Biblia, para él, era un libro comparativamente nuevo y al leerla siempre hacía nuevos «descubrimientos». En aquel día memorable, en que invadió la calma de mi habitación, entró gritando excitado, con la cara radiante de gozo y asombro: «¿crees esto? ¿Es realmente verdad?». «¿Qué es lo que debo creer?», le pregunté, con no poca sorpresa dando una mirada a la Biblia que tenía abierta. «Pues, esto...», me dijo, y leyó con emoción en San Mateo 21:22,22: «Si tenéis fe y no dudáis, no sólo haréis estas cosas... sino que todo lo que pidáis en oración, creyendo, lo recibiréis». ¿Crees esto? ¿Es verdad? «Sí», le contesté con mucha sorpresa por su entusiasmo, «naturalmente que es verdad; por lo menos yo así lo creo».

¡Pero, por mi mente cruzaron toda clase de ideas! «Bueno», dijo él. «Esto es una promesa magnífica. Me parece a mí que no tiene límites. Entonces… ¿por qué no oramos más?» y se marchó, dejándome sumido en pensamientos profundos. Nunca había considerado estos versículos de esta manera. Cerrada la puerta, cuando el ávido seguidor del Maestro ya se había ido, tuve una visión de mi Salvador y de su amor y poder como no la había tenido antes. Tuve una visión de una vida de oración -sí-, y poder ilimitado, que vi que dependían sólo de dos cosas: de la fe y la oración. En aquel momento estaba emocionado. Caí de rodillas e incliné la cabeza ante mi Señor. ¡Qué de pensamientos surgieron en mi mente!, ¡qué de esperanzas y aspiraciones inundaron mi alma! Dios me estaba hablando de una manera extraordinaria. Era un gran llamamiento a la oración. Pero -me avergüenzo de decirlo- no hice ningún caso a la llamada.

¿En qué fallé? Es verdad que oré un poco más que antes, pero no pareció que sucediera nada extraordinario, ni tan siquiera nada nuevo. ¿Por qué? ¿Fue porque no me di cuenta de las elevadas exigencias que el Salvador hace a todos aquellos que oran de un modo triunfante en su vida interior?

¿Fue porque fracasé en estar en mi vida a la altura del modelo del «amor perfecto» que se describe de un modo tan hermoso en el capítulo trece de la primera Epístola a los Corintios?

Porque, después de todo, la oración no consiste simplemente en adoptar y poner en acción una resolución «a orar» más. Como David, tenemos que clamar: «Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio» (Salmo 51), antes de que podamos empezar a orar bien y las inspiradas palabras del Apóstol del amor deben ser tenidas en cuenta hoy como antes: «Amados, si nuestro corazón no nos reprocha algo, tenemos confianza ante Dios; y lo que le pedimos lo recibimos de él» (1ª Juan, 3:21,22).

«Esto es verdadero, lo creo.» Sí, ciertamente, es una promesa ilimitada, y, sin embargo, ¡cuán poco la ponemos en práctica! ¡Cuán poco la reclamamos de Cristo! Y eso hace que nuestro Señor se «maraville» de nuestra incredulidad. Si por arte de magia pudiéramos hacer desaparecer todos nuestros prejuicios y leer los Evangelios por primera vez, ¡qué asombrosos los encontraríamos! ¿No nos «maravillaríamos»? Así que hoy, paso este importante llamamiento al lector: ¿quieres escucharlo y ponerlo en práctica? ¿Quieres sacar provecho de él? ¿O piensas hacer oídos sordos y quedarte sin alterar tu concepto y perspectiva de la oración?

¡Hermanos, despertemos! El diablo nos ha puesto una venda sobre los ojos. Se está esforzando ahora mismo para que no tomemos en serio esta cuestión de la oración. Estas páginas presentes han sido escritas porque se me hizo una petición especial. Pero, hace ya muchos meses de esta petición. Todos los esfuerzos que he hecho para empezar a escribir se han visto frustrados hasta ahora, e incluso ahora mismo soy consciente de experimentar una extraña reticencia y dificultad para hacerlo. Siento como si un poder misterioso me retuviera la mano. ¿Te das cuenta, lector, de que no hay nada que el diablo tema tanto como la oración? Lo que quiere es impedimos que oremos. No le importa vernos agobiados «hasta la coronilla» trabajando en la obra, siempre y cuando no oremos. No tiene ningún temor incluso cuando nos ve estudiando la Biblia con diligencia (siempre y cuando dejemos de orar al hacerlo). Alguien ha dicho con sabiduría: «Satán se ríe de nuestros esfuerzos, se burla de nuestra prudencia, pero tiembla cuando oramos». Esto no es nuevo, sin duda, lector, que te resulta familiar..., pero, ¿oras de verdad? Si no, ten por bien seguro que el fracaso te está rondando, por más obvio y sonado que sea el éxito que estés experimentando de momento.

No olvidemos nunca que la mayor cosa que podemos hacer por Dios es orar. Porque podemos realizar mucho más con nuestras oraciones que con nuestras manos. La oración es omnipotente; ¡puede hacer nada menos que todo lo que puede hacer Dios! Cuando nosotros oramos, Él obra. Todo rendimiento en el servicio cristiano es el resultado de la oración, de las oraciones del que obra o de aquellos que oran en favor suyo. Todos creemos que sabemos orar, pero, quizá la mayoría deberíamos clamar, como los discípulos hicieron un día: «Señor, enséñanos a orar».

¡Señor, por quien a Dios nos allegamos

eres la Vida, la Verdad y el Camino!

Enséñanos la vía que incluso Tú anduviste

¡Enséñanos a orar!