Antonio Campillo

 

Tierra de nadie

Cómo pensar (en) la sociedad global

 

Herder

Diseño de la cubierta: PURPLEPRINT creative

 

© 2014, Antonio Campillo

© 2015, Herder Editorial, S.L., Barcelona

1ª edición digital, 2015

 

ISBN:  978-84-254-3455-6

 

Producción digital: DigitalBooks

 

Herder

www.herdereditorial.com

 

 

 

 

 

A mi nieta Julia,

que nació con este libro

y habitará en esta Tierra de nadie

Índice

Portadilla

Créditos

Dedicatoria

I. La crisis del pensamiento occidental

II. Cómo pensar la sociedad global

III. Cómo pensar en la sociedad global

Nota final

Información adicional

Notas

I. La crisis del pensamiento
 occidental

 

Cuando nacemos, los humanos nos encontramos con tres condiciones naturales que constituyen las bases ineludibles de nuestra existencia: nuestro propio cuerpo, la compañía de nuestros semejantes y el mundo común que compartimos con ellos y con los demás seres vivientes de la Tierra. Pero estas tres condiciones no determinan completamente el modo en que se desarrollará nuestra vida, puesto que los humanos disponemos de cierto margen de libertad para modelarlas y transformarlas. Esta interacción entre lo heredado de forma natural y lo creado culturalmente ha dado lugar a una gran diversidad de variaciones a lo largo de la historia de las sociedades humanas.

Hemos de alimentar y cuidar nuestro cuerpo para no perecer, pero podemos hacerlo de muchas maneras, y, de hecho, hemos inventado regímenes económicos muy diversos. El historiador de la economía Karl Polanyi distinguió tres grandes tipos: la reciprocidad, la redistribución y el intercambio. Hemos de reproducirnos sexuadamente para transmitir la vida a otros, pero también aquí caben muchas posibilidades, y, para ello, hemos regulado las relaciones entre los sexos y entre las generaciones mediante diversos sistemas de parentesco, que han sido inventariados por Claude Lévi-Strauss y otros muchos antropólogos e historiadores. Hemos de convivir en un mismo territorio, lo que nos exige evitar los conflictos violentos y llegar a acuerdos colectivos, pero también hay muchas maneras de conseguirlo, y prueba de ello es la gran diversidad de regímenes de convivencia territorial que se han ido formando y transformando a lo largo de la historia, desde las pequeñas comunidades tribales hasta la actual sociedad global, pasando por los estados-ciudad, los estados-imperio y los estados-nación.

Pues bien, si los humanos no estamos predeterminados por esas tres condiciones naturales que delimitan el horizonte de nuestra vida, si tenemos cierta libertad para modelar nuestro cuerpo, la convivencia con nuestros semejantes y la relación con el mundo en el que habitamos, y si debido a esa capacidad creativa hemos sido capaces de inventar los más diversos regímenes económicos, parentales y territoriales, eso quiere decir que la humanidad no está dada y definida de una vez por todas, sino que nuestro destino es repensarla y reinventarla siempre de nuevo. En resumen, la condición humana es una condición constitutivamente histórico-política.[1]

En el libro I de la Política, Aristóteles definió al ser humano como un «animal político» (zôion politikón). Pero, para distinguirlo de los demás animales sociales (agelaíou zôiou), añadió una segunda definición, inseparable de la primera: «animal dotado de lenguaje» (zôion lógon échon) y no solo de «voz» (phoné).[2] La phoné se limita a expresar el placer y el dolor, mientras que el lógos discrimina entre lo justo y lo injusto, y entre lo verdadero y lo falso, y, por tanto, permite establecer leyes y verdades comunes, sin las cuales no habría comunidades políticas, es decir, comunidades propiamente humanas. Así que el lógos aristotélico tiene un triple significado: es el lenguaje con el que pensamos y nos comunicamos unos con otros; es el conjunto de leyes y criterios valorativos con los que juzgamos nuestras acciones y distinguimos entre lo justo y lo injusto; y es, en fin, el medio de conocimiento con el que codificamos y transmitimos nuestros saberes acerca del mundo.

En efecto, el lógos (la ratio de los latinos, la «razón» de los hispanohablantes) nos permite pensar libremente, convivir con nuestros semejantes y conocer el mundo. Gracias al lógos, la ratio o la «razón», podemos dialogar con nosotros mismos, someter a examen nuestra vida, modelar el propio éthos para que sea a un tiempo libre y responsable. Es posible comunicarnos con los demás, manifestarles nuestros sentimientos y opiniones, debatir con ellos y llegar a acuerdos sobre las leyes que deben regir la pólis. Podemos poner nombre a los seres y sucesos del kósmos, dar expresión simbólica a nuestra experiencia, crear toda clase de saberes científicos, humanísticos y artísticos, y transmitirlos a través de la educación. Como señaló Michel Foucault en El coraje de la verdad (1984), el último curso que impartió en el Collège de France, pocos meses antes de su muerte, para los filósofos griegos había un vínculo inseparable entre éthos, pólis y kósmos, es decir, entre la subjetividad ética, la convivencia política y el conocimiento del mundo.[3] Y el koinón lógon del que hablaba Heráclito (la «razón común», según la traducción de Agustín García Calvo) es el hilo sagrado que permite tejer entre sí esos tres grandes ámbitos de la experiencia humana.

Esta es la valiosa herencia y la gran tarea que la filosofía griega legó a la tradición cultural de Occidente. Los romanos la difundieron por todo el Mediterráneo. Al final de la Antigüedad y durante la Edad Media, la cultura grecolatina se hibridó con las tres religiones abrahámicas surgidas en Oriente Próximo: judía, cristiana y musulmana. Esta tradición híbrida fue renovada profundamente por el Renacimiento de los siglos XV y XVI, la Reforma religiosa y la revolución científica, y convertida en un proyecto civilizatorio con vocación universalista por los filósofos de la Ilustración y los padres fundadores de las primeras revoluciones políticas modernas. Como ha escrito el historiador Jonathan Israel, en los siglos XVII y XVIII se produjo en toda Europa una «revolución de la mente» que dio origen a las democracias del Occidente moderno.[4]

Sin embargo, la civilización occidental tenía un lado muy sombrío: de la «razón común» estaban excluidas las mujeres, los trabajadores (fuesen esclavos, siervos o asalariados) y los «bárbaros» o «salvajes» extranjeros (es decir, los no helenos, no romanos, no cristianos y, por último, no europeos). Por eso, a partir del siglo XIX, surgieron tres grandes movimientos emancipatorios: el feminismo, el socialismo y el movimiento antiesclavista y anticolonialista. Todos ellos se rebelaron contra unas democracias occidentales muy restringidas y, por tanto, muy poco democráticas, que jerarquizaban a los seres humanos en razón de su sexo, clase social, etnia, etc.

Estos movimientos emancipatorios pusieron en cuestión las jerarquías sociales heredadas y los saberes de todo tipo (teológicos, filosóficos y científicos) que las legitimaban. Pero las críticas teóricas y las transformaciones prácticas no han seguido una evolución lineal y ascendente, en contra de la fe en el progreso que los propios movimientos emancipatorios heredaron de la Ilustración. El siglo XX comenzó con una terrible «guerra civil europea» (1914-1945), narrada magistralmente por Enzo Traverso.[5] Luego vinieron los «treinta años gloriosos» (1945-1975) que, a pesar de la amenaza nuclear y la Guerra Fría entre Estados Unidos y la Unión Soviética, dieron origen a la ONU, la Declaración Universal de Derechos Humanos, la descolonización de las últimas colonias europeas, los estados de bienestar, la Unión Europea y los nuevos movimientos sociales (pacifismo, ecologismo, etc.). Pero, en las cuatro últimas décadas, aproximadamente desde mediados de la década de 1970, tras el golpe militar de Pinochet en Chile (1973) y las victorias electorales de Thatcher en Reino Unido (1979) y de Reagan en Estados Unidos (1980), hemos asistido a la gran ofensiva del capitalismo neoliberal, que se ha propuesto desmantelar una a una todas las conquistas civilizatorias conseguidas en Occidente y en el resto del mundo.

En pleno ascenso del nazismo, el filósofo alemán Edmund Husserl escribió su última obra, La crisis de las ciencias europeas (1934-1937),[6] para denunciar el divorcio suicida entre la ciencia y el humanismo, entre el progreso tecnoeconómico y el retroceso éticopolítico, y para exigir a los filósofos que asumieran no ya el papel de tábanos de la pólis, como había defendido Sócrates ante el tribunal ateniense que lo condenó a muerte, ni el de profesores del estado-nación soberano, como propuso Hegel en su elogio del Reich germánico, sino el de «funcionarios de la humanidad» y garantes de la razón como lengua universal y patrimonio común de todos los seres humanos.

Unos años antes, en La rebelión de las masas (1930) y en Misión de la Universidad (1930), el filósofo español José Ortega y Gasset atribuyó la crisis de Europa al poder adquirido por los «nuevos bárbaros», es decir, los científicos, técnicos y profesionales que poseían un saber especializado, pero que carecían de la formación cultural necesaria para vivir «a la altura de los tiempos», como ciudadanos libres y responsables, capaces de afrontar los retos que les planteaba su propia época.[7]

Husserl y Ortega hicieron este diagnóstico en los años veinte y treinta del siglo XX, en una época en la que estaban triunfando los movimientos de masas y los estados totalitarios (el fascismo italiano, el nazismo alemán, el estalinismo ruso, etc.). Según estos dos filósofos, se había producido una subordinación catastrófica del lógos, de la ratio, en una palabra, del libre pensamiento humano a la mera capacitación profesional, al mero saber científico especializado, a la mera utilidad técnica, en resumen, a la mera fuerza coactiva de la máquina, fuese la de la producción económica o la de la destrucción bélica. Durante los años cuarenta y cincuenta del siglo XX, otros pensadores alemanes de origen judío, como Horkheimer, Adorno, Benjamin y Arendt, denunciaron también el triunfo de la racionalidad tecnocrática como una moderna forma de barbarie, que no solo había traicionado los ideales emancipatorios de la Ilustración, sino que también había hecho posible la monstruosidad de los campos de exterminio.[8]

Hoy, a principios del siglo XXI, vivimos un nuevo retorno de la barbarie. Pero la principal amenaza no proviene ya de tal o cual estado totalitario, sea de ideología fascista, comunista, islamista o de cualquier otro tipo, sino de un capitalismo cada vez más globalizado, desregulado y depredador. No solo estamos ante la más grave crisis económica y social desde la década de 1930, sino también ante una crisis ecológica global, una crisis de legitimidad de las democracias parlamentarias y una crisis civilizatoria que afecta al conjunto del pensamiento occidental.

La filósofa estadounidense Martha C. Nuss-baum, que en 2012 recibió en España el premio Príncipe de Asturias de las Ciencias Sociales, ha llamado la atención sobre esta «crisis silenciosa» del pensamiento occidental, una de cuyas manifestaciones es la progresiva reducción de los estudios de artes y humanidades en Europa, en Estados Unidos y, en general, en los países que han adoptado la ideología neoliberal y, con ella, una concepción mercantilista y tecnocrática del conocimiento y de la educación.[9]

La humanidad se enfrenta hoy a retos inmensos que ponen en riesgo la libertad, la justicia, la convivencia e incluso la supervivencia de miles de millones de seres humanos. Pero carecemos de una «razón común» que nos permita afrontarlos. Vivimos una globalización de facto, pero no de iure. Por eso, hemos de repensar la relación entre éthos, pólis y kósmos, para adecuarla a las condiciones de una sociedad global cada vez más compleja, interdependiente e incierta. Necesitamos repensar las nuevas formas de convivencia familiar, generacional e intercultural. Necesitamos repensar nuestro régimen tecnoeconómico, para que sea a un tiempo justo y sostenible. Necesitamos repensar la democracia en sus diferentes escalas y esferas de interacción social. Necesitamos repensar el papel de los saberes científicos, humanísticos y artísticos, y el modo en que deben contribuir a la modelación de la experiencia humana.

En resumen, necesitamos renovar profundamente el ejercicio del pensamiento. Por eso, lejos de ser un oficio anticuado e inútil, la filosofía tiene ante sí una gran tarea y una gran responsabilidad: ayudar a reconstruir la «razón común», para que la humanidad viviente, entretejida ya en una sola sociedad planetaria, se haga cargo de su pasado múltiple y se enfrente al porvenir con una actitud reflexiva y cooperativa.

En las páginas que siguen, voy a analizar la relación entre la filosofía y la globalización en un doble sentido: por un lado, cómo pensar la sociedad global, cómo elaborar una narración histórica y una reflexión filosófica que nos permitan no solo comprender el mundo en que vivimos, sino también contribuir a preservarlo como un mundo habitable para el conjunto de la humanidad; por otro lado, cómo pensar en la sociedad global, es decir, cómo está afectando esta nueva sociedad a la propia actividad de pensar, al libre ejercicio del pensamiento, y, en particular, a la situación intelectual e institucional de la filosofía, a su relación con los distintos saberes científicos, humanísticos y artísticos, y al modo en que debería ser entendida y practicada.

Para analizar esta relación de ida y vuelta entre la filosofía y la globalización, tomaré como hilo conductor el concepto de tierra de nadie, que, como veremos, tiene una larga historia y una muy reveladora diversidad de significados.