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A Nicolás Guelbenzu Semprún

AL LECTOR

Las compilaciones de cuentos populares españoles, a juzgar por la bibliografía existente, están rescatando poco a poco un género al que no se había prestado excesivo interés y que, en comparación con el trato recibido por los cuentos populares en otros países europeos, se encontraba en franca situación de inferioridad dentro de la cultura española. Leer ahora esas compilaciones significa constatar que la tradición del cuento popular español es bastante rica y que no ha empezado ayer mismo a recogerse.

Antes del siglo XIV, existen colecciones de cuentos que son traducciones de cuentos orientales. La primera, al parecer, es la Disciplina clericalis escrita en latín por un judío converso oscense a principios del siglo XII; y ya en el siglo XIII hay traducciones castellanas del Panchatantra, el Mahabharata, Calila e Dimna, Las mil y una noches, el Sendebar... Después, en el siglo XIV, aparece la figura de Don Juan Manuel, infante de Castilla, que reúne en su figura el ideal caballeresco, el religioso y el literario, aunque no alcance el grado de refinamiento que se dará un siglo después en la corte de Juan II. Entre sus obras destaca, por lo que nos interesa aquí, El conde Lucanor, en cuya primera parte se recogen cincuenta y un cuentos, obra fechada en 1335, trece años antes del Decamerón, de Boccaccio. Un siglo más tarde tenemos los cuentos del Libro de los gatos (que es una versión de las Fabulae de Odo de Cheriton) y el Libro de los exemplos por a.b.c., de Clemente Sánchez de Vercial. En el siglo XV, se conocen en España los cuentos italianos de Boccaccio. En el XVI, aparecen dos cuentistas considerables, Juan de Timoneda y Melchor de Santa Cruz. En el XVII parece prestarse mayor atención a colecciones de chistes, chascarrillos, anécdotas graciosas de corte histórico. El XVIII registra un abandono del interés por los cuentos. Sólo en el siglo XIX se volverá al cuento popular y, aunque las colecciones son escasas, muchos escritores se interesan por la tradición, los recuperan y los rehacen con criterios literarios: ahí están los nombres de Fernán Caballero, Hartzenbusch, Hernández de Soto, Antonio de Trueba, Rodríguez Marín, etc.

El cuento literario no es un género muy cultivado en España, como es fácil comprobar. El cuento popular, que sin duda se ha nutrido de las traducciones de cuentos orientales y que se ha hecho reflejo de cuentos literarios oídos y reconvertidos, sí se ha ido transmitiendo gracias a su anonimato y a su oralidad, como ha ocurrido con los chistes, chascarrillos, anécdotas y refranes. Pero puede decirse que hasta el siglo XIX no se produce el primer movimiento de interés hacia el cuento popular en el mundo cultural español.

No es casualidad este interés novecentista, que proviene del romanticismo, ya que es en el mismo siglo cuando en Europa se producen grandes colecciones de cuentos que hoy perduran, como las creaciones de los hermanos Grimm en Alemania o Afanasiev en Rusia. De todos modos, Europa mantuvo un interés más sostenido por tales relatos, como lo demuestran las colecciones anteriores de autores como Perrault o Basile, que van estableciendo una línea de tradición. En cambio, en España, no puede hablarse de tradición sino, como suele ser costumbre, de golpes de interés tan entusiastas como infrecuentes.

El primer intento verdaderamente serio se debe a los esfuerzos de D. Antonio Machado y Álvarez, padre de Antonio y Manuel Machado, quien crea en 1883 la «Biblioteca de las Tradiciones Populares», donde se reúnen recopilaciones de diversos especialistas, incluido el propio Machado. Su preocupación abre camino a otras recopilaciones, aparecen algunas revistas como el Boletín folklórico español que, aunque de corta vida, sirven de enlace entre diversos coleccionistas de temas populares. Y de aquí va derivándose un interés regionalista por recuperar sus tradiciones folklóricas que sienta bases para lo que acometerán más tarde otros compiladores como Aurelio de Llano y Constantino Cabal en Asturias o Manuel Llano en Cantabria, todos ellos en el primer cuarto del siglo XX.

Pero la más importante compilación, por cuanto intenta una sistematización de corte filológico y se aproxima con ello a un tipo de trabajo que podemos considerar ya como científico en el conocimiento y recuperación de nuestros cuentos tradicionales, es la del hispanista D. Aurelio M. Espinosa, que publica un total de tres tomos en esta misma época.

Después han venido siendo cada vez más numerosas las aportaciones de diversos estudiosos y, poco a poco, se han ido haciendo y publicando colecciones que son las que hoy nos valen para leer nuestros cuentos tradicionales. Es verdad que hay áreas geográficas y lingüísticas que ya cuentan con una interesante bibliografía y otras en las que, por el contrario, está casi todo por hacer. Pero al menos nuestra sensación es que, gracias a los trabajos cada vez más perfeccionados de folkloristas, filólogos y etnólogos, la tradición de los cuentos populares puede que deje de ser un esfuerzo benemérito que nunca acabaremos de agradecer para convertirse en un género que pertenezca con toda dignidad a la historia de nuestra literatura.

La idea de hacer una antología de cuentos populares españoles no es mía, sino del editor. Mi relación con los cuentos populares es, naturalmente, oral, y procede de mi infancia. Después, no he vuelto a ocuparme de ellos salvo en la lectura de una recopilación por la que siento mucho cariño, que es la de José Antonio Sánchez Pérez, que se publicó por primera vez en 1942 y a la que tuve acceso por una de esas casualidades de las antiguas bibliotecas familiares, que siempre albergaban preciosas sorpresas escondidas entre una mayor o menor cantidad de volúmenes particularmente –y nunca mejor dicho– plúmbeos e ininteresantes.

Los cuentos españoles –a lo que he podido ver después de leer cientos de ellos– se caracterizan ante todo por su realismo. En esto no se diferencian en absoluto de la tradición cultural española y, específicamente, de la literaria. María Rosa Lida dice, refiriéndose a D. Juan Manuel, que «apenas podría mentarse un autor didáctico medieval que muestre más despego que D. Manuel a la venerada antigüedad grecorromana, ni menos gana de lucir su saber de clerecía». El empleo artístico del lenguaje del pueblo, por otra parte, es también natural en nuestra literatura y lo demuestra el puente que forman el Libro de buen amor, el Corbacho y La Celestina, que es la primera obra que reúne clasicismo y modernidad en nuestra literatura. El humanismo toma una característica propia, que es la de perder «el sentido predominantemente pagano que tiene en Italia [para] yuxtaponerse al fondo de medievalismo que continúa vivo en España», como dice Ángel del Río. El humanismo español no se corresponde con el renacentista italiano. El clasicismo no entra en nuestra formación más que de un modo elitista. La cultura española puede denominarse con toda propiedad anticlásica; en cambio la atracción por el realismo en toda su crudeza impregna el arte y la literatura españoles. Los viajeros extranjeros lo hicieron notar; por ejemplo, Gautier, que destacaba, refiriéndose a los artistas españoles, «su robusto amor de la realidad, en el que se mezcla el más desenfrenado idealismo cristiano». Desde luego, ni el clasicismo ni el humanismo renacentistas tuvieron mucho que hacer en nuestro muy católico país, en tanto en cuanto el libre examen de los protestantes y el naturalismo científico de los humanistas italianos resultaban incompatibles con la ortodoxia. España se asienta, en palabras de Ángel del Río, en «el ideal de perfección religiosa y el ideal nacional, fundidos en el acatamiento a la monarquía católica». Es el misticismo frente a la nueva filosofía racionalista.

En fin, nada ajeno a esta actitud, el afán de veracidad invade todos estos cuentos, poniéndose por delante de la imaginación, y no es nada difícil ver la fuerte relación que mantienen con la picaresca española en estilo y temas, especialmente los de asunto costumbrista. Es la eficacia del ingenio frente a la eficiencia de la inteligencia, que se pone bajo sospecha en cuanto toca la ortodoxia, pero también una suerte de secularización de la literatura que dará pie a la picaresca y a la excepcional Celestina. Francisco Calvo Serraller, siempre refiriéndose al arte español –lo que nos vale también para la literatura–, señala: «Antihumanista y anticlásico, el arte español fue, en definitiva, un producto genuino de la Contrarreforma, una estética moralista afincada en el contenido», y continúa: «Naturalista, anticlásico y, en consecuencia, también antihumanista, el arte y la literatura españoles del barroco [...] no cabían en los esquemas críticos tradicionales y sólo era posible apreciarlos a la caída de éstos, con la revolución romántica que inauguraba la época contemporánea». Ésta es la razón que hace a los muchos autores españoles del XIX volver sus ojos hacia el cuento popular.

También el ingenio es siempre más valorado que la reflexión; y, desde luego, los cuentos españoles responden decididamente a este planteamiento. Como señalara Rafael Sánchez Ferlosio, en este país siempre se ha admirado más un gesto que un pensamiento; un gesto de arrogancia ante la muerte, por ejemplo, el del papa Luna, era (¿es?) infinitamente más estimado por el pueblo que una idea. El ingenio, sea para conseguir a la princesa, sea para calmar el hambre, sea para engañar al ogro, es siempre la máxima virtud en este mundo precario y mortificado por la presión de la Iglesia. La muy castizamente alabada capacidad de improvisación del español, tan del gusto nacional (recordemos esos chistes que comparan a españoles con europeos, en los que siempre el español es el más gracioso, el más listo y, también, el más fatalista, por mucho que utilice un humor autocompasivo para disimularlo), no es más que una glorificación cazurra del ingenio.

La segunda característica que quiero señalar tiene su fundamento en el amor por el milagro como solución a los problemas de la vida. Este milagrerismo se advierte sobre todo en la forma en que reciben ayuda los héroes de los cuentos y también en la estructura y los finales. En todo cuento de encantamiento o maravilloso –que en esta antología son mayoría– el héroe es ayudado por alguien, tradicionalmente denominado donante, que es quien le entrega el o los objetos mágicos que le ayudarán a cumplir su tarea. Aparte de que el donante de cuento español tiene una marcada tendencia a ser alguien procedente del Cielo (en el sentido católico del término), lo cual me he permitido rectificar a veces, lo más interesante es que prácticamente todas las donaciones son gratuitas. El donante suele aparecer por las buenas, según le conviene al narrador. En una narración, para que se considere bien construida, es muy importante que lo que sucede venga exigido por la propia narración, no que quede a la voluntad del narrador; lo que sucede, debe suceder porque la narración lo requiere, no porque le da la gana al narrador (o al autor, aunque en el caso de los cuentos populares estas dos figuras se identifican). Pero es que, insisto, el donante casi siempre entrega el objeto mágico gratuitamente, sin pedir nada a cambio, lo que siembra de arbitrariedades el camino del héroe. De nuevo tenemos la sensación de que el narrador, que es capaz de precisar detalles ininteresantes para el desarrollo de la narración, se inhibe de buscar cualquier justificación narrativa a la aparición de lo mágico, como si lo mágico se justificase por sí mismo, un poco al estilo que hoy en día tanto se lleva de las historias de psicópatas en las cuales el guionista o narrador no se preocupa de justificar nada por cuanto considera que, por el hecho de ser un psicópata, cualquier acto que cometa es admisible per se, cuando todos sabemos que, precisamente, sucede al contrario: que un enfermo mental está sujeto a una estructura de comportamiento perfectamente cerrada.

La tercera característica es una consecuencia de lo anterior. Se trata de la brusquedad de los finales, que no parecen querer recoger el cuento sino, al contrario, desprenderse de él. Una vez que la acción maravillosa ha terminado, la historia se cierra como en los tiempos heroicos de las grabaciones musicales en rollos de cera: cada rollo tenía un tiempo limitado –dos minutos y pico a lo sumo– de grabación y los conjuntos de jazz se largaban a tocar hasta que, a una señal del ingeniero de sonido, un golpe de batería ponía, sin remedio, fin a la grabación.

Los cuentos, por último, tienen, con su marcada tendencia realista, un aire, digamos, campechano, en relación con los relatos europeos. Los personajes se tratan con mucha familiaridad; un pastor, por ejemplo, puede tratar de tú a tú con un rey o una princesa sin que nadie se altere ni se rompan normas diferenciales de estado. En esa campechanía hay, además, frecuentes referencias escatológicas, que son celebradas por igual por personajes de alto rango o de baja condición. Los palacios o mansiones no acaban de ser maravillosos o deslumbrantes y tampoco hay mucha intención de describirlos con detalle, lo que choca con otros detallismos que sí se tienen en cuenta (por ejemplo: da lo mismo, como señalaba antes, la no justificación de la concesión de objetos mágicos pero, en cambio, los héroes hacen muy a menudo el correspondiente alto para comer). Se diría que los narradores orales o no han visitado muchos palacios y castillos o los palacios y castillos que tenían a su alcance no eran tan refinados como para detenerse en su contemplación.

La miseria –y volvemos a la picaresca en este país de hambruna tradicional– está presente en muchos cuentos. En unos casos es el hambre en sí el origen de situaciones crudelísimas, en otros los manjares adquieren una importancia primordial sobre cualquier otra cosa como, por ejemplo, en el relato «El aguinaldo», donde lo deslumbrante del palacio no es el palacio en sí sino la fastuosa cantidad de viandas que ofrece en sus salones.

Y el lector encontrará a un viejo conocido nuestro: el diablo, que acude a los cuentos populares españoles con tanta asiduidad como los santos del cielo, cuya presencia he procurado aliviar un poco. De la misma manera, he atemperado algunos de los excesos propios de las características que acabo de señalar.

Y también debo señalar que me he permitido cambiar los títulos de algunos cuentos, que vienen relacionados al final del libro, por una mera cuestión de coherencia con los criterios de edición, que pasaré a exponer en seguida.

Por lo demás, los cuentos españoles no sólo resultan, al menos selectivamente, muy amenos y entretenidos sino que, como se verá, coinciden en muchos casos con los cuentos procedentes de otros países. Existen unos tipos de cuentos que se dan en todas las culturas porque, evidentemente, tienen un tronco común, pero, además de eso, estos cuentos son, por tradición, orales y, por lo tanto, han paseado sus argumentos por medio mundo y, como semillas, han crecido aquí y allá con versiones y variantes acondicionadas al terreno en el que prendían. Resulta curioso ver cómo los relatos españoles que se refieren a la princesa rana o –como es el caso del elegido para esta selección– novia rana son narrativamente tan semejantes al relato ruso recogido por Afanasiev titulado, como no podía ser menos, «La zarina rana». Se trata de relatos populares universales que aquí tienen su versión española, como «Juan sin miedo», «Juan el Oso»... También existen versiones españolas de cuentos más elaborados como «Pulgarcito», «Cenicienta», «La bella durmiente», etc.

Quizá el lector se extrañe de la crueldad que algunos cuentos muestran, pero hay que decir que esto es común a los cuentos en todo el mundo. Cortar extremidades u ojos –que luego son siempre repuestos–, hacer pedacitos a alguien y meterlo en una botella, entregar a los hijos al ogro para salvar al padre, matar al hijo para salvar a la madre untándola con la sangre de la pobre criatura o incluso cocinar y dar de comer los hijos a su padre... todo eso es muy común y, para quien quiera entretenerse en sus significaciones, le remito a una obra que siempre me apasionó: Psicoanálisis de los cuentos de hadas, de Bruno Bettelheim.

Sin embargo, hay que decir que muchos de ellos tienen su origen en mitos. La imagen del niño cocinado y servido a su padre está en el mito de Tereo y Filomela, que recoge Ovidio en sus Metamorfosis y que, por traerlo a la literatura contemporánea, forma parte de la sección segunda de La tierra baldía, de T. S. Eliot. En la misma Biblia se habla del sacrificio de hijos, como, por ejemplo, el dilema moral de si un hijo ha de ser sacrificado para pagar los pecados del padre que aparece en Miqueas 6.7: «¿Daré mi primogénito por mi delito, el fruto de mis entrañas por el pecado de mi alma?». Y nuestra cultura proviene de mitos griegos y latinos y, cómo no, de mitos y metáforas bíblicas. Pero, bueno, dejémoslo aquí, pues esta advertencia al lector que encabeza nuestro libro no tiene la menor pretensión de ser erudita.

En definitiva, los cuentos populares nos remiten siempre a nuestro lugar de procedencia y, siendo muchos de ellos semejantes en cuanto al origen, su riqueza y variedad provienen de los muchos lugares en los que estas historias se han asentado y responden a la sociedad que las hizo suyas.

La cuestión fundamental que se me presentó una vez que me dediqué a leer las diversas colecciones de cuentos populares españoles que tenía a mi alcance fue la de elegir el criterio con el que debía realizarse esta selección.

Existen, como digo, excelentes colecciones de cuentos editorialmente vivas en la actualidad, sobre todo en ediciones institucionales, pero también en ediciones comerciales, hechas por filólogos, etnólogos, folkloristas, y todas ellas responden a un método científico de catalogación tipológica que está permitiendo extraordinarios avances en la recolección y fijación de nuestros cuentos populares. El problema era que, si bien es inevitable coincidir con otras ediciones vigentes en bastantes relatos –¿quién puede prescindir de «Blancaflor», «El peral de la tía Miseria» o «Los tres pelos del diablo»?–, no debía coincidirse en la intención. Entonces comprendí que la característica que más puede atraer a un narrador en estos cuentos es, precisamente, su narratividad. Sin duda que se trata de un criterio subjetivo, pero mi intención no era –ni es– la de catalogar o tipificar sino la de seleccionar aquellos cuentos en los que la estructura narrativa integra perfectamente la intención del relato. El lector encontrará algunas elecciones que quizá le causen extrañeza: «La mariposita», por ejemplo, que aparentemente es un recitado, es un prodigio de narración basada en la musicalidad del texto; «El herrero jugador» es una mera anécdota a la que una ingeniosa idea dota de narratividad en su extrema brevedad; «Las tres manzanitas de oro» es un cuento aparentemente discreto hasta que el lector comprende hasta qué punto todo él está volcado hacia la última y desgarradora frase; en fin, así seguiríamos, pero no hace al caso. Es cierto que ninguno de los tres mencionados alcanza cotas narrativas tan complejas como «El pájaro de los diamantes» o «Bellaflor», pero creo que se justifican plenamente y valen como ejemplo de otras elecciones.

Uno de los investigadores más notables del cuento oral español, Julio Camarena, define a aquél como «una obra en prosa, que, subordinando a ello cualquier elemento descriptivo o introspectivo, narra acciones [...] tenidas por ficticias y que, contrariamente a la novela y otras manifestaciones de la literatura escrita, vive en la tradición oral variando continuamente».

De entre la enorme variedad de cuentos españoles catalogados, los que mejor responden a un criterio de narratividad son, sin duda alguna, los cuentos de encantamiento y maravillosos; por contra, los cuentos de costumbres están, en general, más cerca de la anécdota ingeniosa, la sabiduría mostrenca e incluso el chiste; y en cuanto a los cuentos de animales, debo decir que me recuerdan demasiado a la fábula como para considerarlos narraciones propiamente dichas. Ésta es una opinión de simple aficionado, por supuesto, pero voy a atenerme a ella.

Lo que sucede es que, si seguimos la definición de Camarena, los cuentos deberían ser transcripciones de una versión oral que, sin embargo, al ser impresa, si bien ganan para la catalogación, pierden su frescura inicial, pues nos obligamos a leerlos y la lectura, querámoslo o no, tiene sus propias reglas. Los trabajos de transcripción de, por ejemplo, Luis Cortés Vázquez en sus cuentos salmantinos, o del propio Camarena en los leoneses, son sencillamente admirables; ahora bien: a la hora de planteárnoslos como narraciones que van a ser leídas por el público en general, sentimos la tentación de literaturizarlos un tanto para relacionarnos más cómodamente con ellos.

Yo espero que los estudiosos quieran perdonarme, pero eso es lo que he hecho. Dado ese paso, el dilema era éste: o bien realizo una re-creación de los cuentos, o bien me limito a ajustar su lectura a exigencias de contemporaneidad. En el primero de los casos me habría puesto en la posición de un Perrault, lo que me parecía improcedente; en el segundo, la cuestión era dar con un tono que, si bien modificaba en alguna medida los cuentos, lo que trataría es mantener ese aire de oralidad que les da toda su gracia.

El criterio final ha sido éste: en primer lugar, mantener secuencialmente la estructura dramática de cada una de las versiones elegida. La razón fundamental es mi creencia de que el artificio estructural de que se vale el relato responde al pensamiento que lo crea y modificarlo sería atentar directamente contra ese pensamiento y, por lo tanto, contra la esencia de los cuentos tal y como están recogidos por los compiladores de boca de los narradores orales; si en la estructura se han producido algunas modificaciones en algunos cuentos ha sido, bien en favor de la lógica narrativa, bien porque el cuento se ha compuesto a partir de la mezcla en distinto grado de dos versiones (por ejemplo, el cuento «Los tres pelos del diablo» mezcla las dos versiones que recoge Luis Cortés Vázquez en sus cuentos salmantinos). La propia lógica narrativa ha hecho que incluyera en varios cuentos aportaciones personales que contribuyeran a ajustarlos, pero confío en que sean discretas. En algunos casos he mantenido situaciones que atentaban contra esa lógica porque la dinámica del cuento permitía hacerlo sin dificultad.

En segundo lugar, se reescriben todos los cuentos, pero se respeta en mayor o menor parte, según los casos, la escritura de las versiones elegidas tal y como la reproducen sus compiladores, lo que resulta obvio si se trata de no perder el tono. En la reescritura, se tiende a utilizar estilísticamente los efectos propios de la manera oral de contar (por ejemplo, la recurrencia, que en la oralidad es fundamental y que aquí se utiliza como un simple y necesario recurso estilístico); pero, sin duda, el resultado es una literaturización de los cuentos.

En tercer lugar, y teniendo en cuenta que se trata de facilitar un acercamiento del lector actual a unos cuentos cuya expresividad es, en muchos casos, excesivamente primitiva, brusca y dispar, se busca una unificación de estilo que conduzca la lectura.

Por último, el orden de los cuentos no responde a los criterios clasificatorios de los investigadores sino al puro gusto narrativo, esto es, a la gratitud de la lectura. Así, la ilación de los cuentos tiene que ver, sobre todo, con la variedad y el contraste, aunque se busca una cierta contigüidad para que no queden textos colgados.

Nuestra selección contiene cuentos de todos los puntos de la geografía española a los que nos ha sido posible acceder. En la primera mitad he dedicado mayor atención a los cuentos procedentes de Asturias, Cantabria y León, de las dos Castillas y de Extremadura y alguno procedente de Andalucía. En la segunda, aparecen también relatos procedentes de las áreas lingüísticas del catalán, el gallego y el vascuence. Dicho esto, quede claro que no se trata de establecer un equilibrio zonal sino, como dije antes, de actuar con un criterio narrativo y allí donde se encuentren los cuentos que mejor responden a este criterio es donde buscamos.

Naturalmente, este trabajo no hubiera sido posible sin el extraordinario trabajo que todos y cada uno de los que se han dedicado a este género literario, desde los meros coleccionistas hasta los investigadores y estudiosos, han venido aportando desde que D. Antonio Machado y Álvarez abriera la primera senda. Por desgracia, muchos de esos trabajos son difíciles de encontrar y otros se encuentran editados de forma restringida. El presente libro no pretende más que dirigirse al público en general, pero lo hace con la esperanza de que muchos lectores lleguen a interesarse por el cuento popular español hasta el punto de acercarse a esas ediciones minoritarias y especializadas que, aunque puedan parecer intimidatorias por el aparato crítico que las rodea, son las verdaderas fuentes de la oralidad del cuento popular español y su depósito.

Sólo me queda agradecer a Jacobo Fitz James Stuart y Felisa Ramos las facilidades dadas para este trabajo y su confianza en mí, así como también a Ana Echevarria su encantadora paciencia. Debo añadir los nombres de Fernando Gaona, que ha cuidado la edición de este volumen con verdadero amor al oficio, y de Valentí Puig y Carlos Casares, que me sacaron cada uno de un aprieto con generosidad.

Si este libro no sólo divierte y entretiene sino que, además, decide al lector a seguir leyendo cuentos populares españoles, me habré redimido del pecado de subjetividad que lo sustenta.

José María Guelbenzu

CUENTOS POPULARES ESPAÑOLES

1. LA MISA DE LAS ÁNIMAS

Pues eran un padre y una madre y ambos eran muy pobres y tenían tres hijos pequeños. Pero es que, además de ser tan pobres, el padre tuvo un día que dejar de trabajar porque se puso enfermo y sólo quedaba la madre para buscar el sustento de todos y entonces la madre, no sabiendo qué hacer, tuvo que salir a pedir limosna. Así que salió y anduvo todo un día de acá para allá pidiendo limosna y cuando ya caía la tarde había conseguido recoger una peseta. Entonces fue a comprar comida, porque quería preparar un cocido para que comieran los niños y ella y su marido, pero resultó que aún le faltaban veinte céntimos, y como no podía conseguir lo que faltaba, pensó:

–¿Para qué quiero esta peseta si no puedo llevar comida para todos? Pues lo que voy a hacer es pagar una misa con esta peseta que he sacado.

Y una vez que lo pensó se dijo:

–¿Y para quién diré la misa?

Así que le estuvo dando vueltas al asunto y al cabo del rato dijo:

–Le voy a encargar al cura que diga una misa por el alma más necesitada.

Conque se fue a ver al cura, le entregó la peseta y le dijo:

–Padre, hágame usted el favor de decirme una misa por el alma más necesitada.

Se fue entonces para su casa y no dejaba de pensar en su marido y en sus hijos que la esperaban; y en el camino se cruzó con un señor muy puesto que le preguntó:

–¿Dónde va usted, señora?

Y ella le contestó:

–Voy para mi casa. Mi marido está muy enfermo y somos muy pobres y tenemos tres hijos. Llevo todo el día pidiendo, pero no me dieron lo bastante para comer todos y como no me llegaba me fui a ver al señor cura para encargarle una misa por el alma más necesitada.

Entonces aquel señor sacó un papel y escribió en él un nombre y le dijo a la mujer:

–Vaya usted a donde dicen estas señas y dígale a la señora que le dé a usted colocación en la casa.

La mujer no se lo pensó dos veces y se encaminó a donde le había dicho aquel señor a solicitar la colocación.

Llegó a la casa que le habían dicho y llamó a la puerta hasta que salió una criada que le preguntó:

–¿Qué quiere usted?

Y ella contestó:

–Pues que quiero hablar con la señora.

Conque la criada se fue adentro a buscar a la señora y le contó que en la puerta había una pobre que pedía hablar con ella. Y la señora bajó a la puerta y le dijo la mujer:

–He visto en la calle a un señor que me habló y me dijo que usted me daría una colocación en la casa.

Y le dijo la señora:

–¿Y quién era ese señor?

Entonces la pobre, que estaba en la puerta, miró dentro de la casa y vio que en la sala había un retrato del que la había enviado allí y dijo:

–Ese señor que está en el retrato es el que me ha enviado aquí.

Y la señora dijo:

–Ése es el retrato de mi hijo, que murió hace ya cuatro años.

–Pues ése es el que me ha enviado aquí –contestó la mujer sin dudarlo.

Entonces la señora le preguntó:

–¿Y cómo es que se lo encontró usted?

Y ya le dijo la mujer pobre:

–Pues mire usted, que mi marido y yo somos muy pobres y tenemos tres hijos que mantener. Y como ahora mi marido está muy enfermo y no tenemos qué comer, yo salí esta mañana a pedir limosna y sólo junté una peseta y con eso no tenía bastante para comprar un cocido para todos y se la di al cura para que dijera una misa por el alma más necesitada. Luego volvía de la iglesia y me encontré a su hijo. A él le conté lo mismo que le he contado a usted y me escribió este papel y me dijo que viniera aquí.

Entonces la señora le dijo a la mujer que entrara y le dio colocación. Además le dio pan para que se lo llevara a sus hijos y le encargó que volviera al día siguiente y los demás días para servir en la casa. Y a los cinco días la señora tuvo una revelación y se le apareció su hijo y le dijo:

–Madre, no me llores más y no vuelvas a rezar por mí, que ya estoy glorioso y en presencia de Dios.

Y era que con aquella misa había acabado de pagar sus culpas en el Purgatorio y había subido al Cielo.

2. EL HOMBRE DEL SACO

Había un matrimonio que tenía tres hijas y como las tres eran buenas y trabajadoras les regalaron un anillo de oro a cada una para que lo lucieran como una prenda. Y un buen día, las tres hermanas se reunieron con sus amigas y, pensando qué hacer, se dijeron unas a otras:

–Pues hoy vamos a ir a la fuente.

Que era una fuente que quedaba a las afueras del pueblo.

Entonces la más pequeña de las hermanas, que era cojita, le preguntó a su madre si podía ir a la fuente con las demás; y le dijo la madre:

–No hija mía, no vaya a ser que venga el hombre del saco y, como eres cojita, te alcance y te agarre.

Pero la niña insistió tanto que al fin su madre le dijo:

–Bueno, pues anda, vete con ellas.

Y allá se fueron todas. La cojita llevó además un cesto de ropa para lavar y al ponerse a lavar se quitó el anillo y lo dejó en una piedra. En esto, que estaban alegremente jugando en torno a la fuente cuando, de pronto, vieron venir al hombre del saco y se dijeron unas a otras:

–Corramos, por Dios, que ahí viene el hombre del saco para llevarnos a todas –y salieron corriendo a todo correr.

La cojita también corría con ellas, pero como era cojita se fue retrasando; y todavía corría para alcanzarlas cuando se acordó de que se había dejado su anillo en la fuente. Entonces miró para atrás y, como no veía al hombre del saco, volvió a recuperar su anillo; buscó la piedra, pero el anillo ya no estaba en ella y empezó a mirar por aquí y por allá por ver si había caído en alguna parte.

Entonces apareció junto a la fuente un viejo que no había visto nunca antes y le dijo la cojita:

–¿Ha visto usted por aquí un anillo de oro?

Y el viejo le contestó:

–Sí, que en el fondo de este costal está y ahí lo has de encontrar.

Conque la cojita se metió en el costal a buscarlo sin sospechar nada y el viejo, que era el hombre del saco, en cuanto ella se metió dentro cerró el costal, se lo echó a las espaldas con la niña guardada y se marchó camino adelante, pero en vez de ir hacia el pueblo de la niña, tomó otro camino y se marchó a un pueblo distinto. E iba el viejo de lugar en lugar buscándose la vida, así que por el camino le dijo a la niña:

–Cuando yo te diga: «Canta, saco, o te doy un sopapo», tienes que cantar dentro del saco.

Y ella contestó que bueno, que lo haría así.

Y fueron de pueblo en pueblo y allí donde iban el viejo reunía a los vecinos y decía:

–Canta, saco, o te doy un sopapo.

Y la niña cantaba desde el saco:

–Por un anillo de oro
que en la fuente me dejé
estoy metida en el saco
y en el saco moriré.

Y el saco que cantaba era la admiración de la gente y le echaban monedas o le daban comida.

En esto que el viejo llegó con su carga a una casa donde era conocida la niña y él no lo sabía; y, como de costumbre, posó el saco en el suelo delante de la concurrencia y dijo:

–Canta, saco, o te doy un sopapo.

Y la niña cantó:

–Por un anillo de oro
que en la fuente me dejé
estoy metida en el saco
y en el saco moriré.

Así que oyeron en la casa la voz de la niña, corrieron a llamar a sus hermanas y éstas vinieron y conocieron la voz y entonces le dijeron al viejo que ellas le daban posada aquella noche en la casa de sus padres; y el viejo, pensando en cenar de balde y dormir en cama, se fue con ellas.

Conque llegó el viejo a la casa y le pusieron la cena, pero no había vino en la casa y le dijeron al viejo:

–Ahí al lado hay una taberna donde venden buen vino; si usted nos hace el favor, vaya comprar el vino con este dinero que le damos mientras terminamos de preparar la cena.

Y el viejo, que vio las monedas, se apresuró a ir por el vino pensando en la buena limosna que recibiría.

Cuando el viejo se fue, los padres sacaron a la niña del saco, que les contó todo lo que le había sucedido, y luego la guardaron en la habitación de las hermanas para que el viejo no la viera. Y, después, cogieron un perro y un gato y los metieron en el saco en lugar de la niña.

Al poco rato volvió el viejo, que comió y bebió y después se acostó. Al día siguiente el viejo se levantó, tomó su limosna y salió camino de otro pueblo.

Cuando llegó al otro pueblo, reunió a la gente y anunció como de costumbre que llevaba consigo un saco que cantaba y, lo mismo que otras veces, se formó un corro de gente y recogió unas monedas, y luego dijo:

–Canta, saco, o te doy un sopapo.

Mas hete aquí que el saco no cantaba y el viejo insistió:

–Canta, saco, o te doy un sopapo.

Y el saco seguía sin cantar y ya la gente empezaba a reírse de él y también a amenazarle.

Por tercera vez insistió el viejo, que ya estaba más que escamado y pensando hacer un buen escarmiento con la cojita si ésta no abría la boca:

–¡Canta, saco, o te doy un sopapo!

Y el saco no cantó.

Así que el viejo, furioso, la emprendió a golpes y patadas con el saco para que cantase, pero sucedió que, al sentir los golpes, el gato y el perro se enfurecieron, maullando y ladrando, y el viejo abrió el saco para ver qué era lo que pasaba y entonces el perro y el gato saltaron fuera del saco. Y el perro le dio un mordisco en las narices que se las arrancó y el gato le llenó la cara de arañazos y la gente del pueblo, pensando que se había querido burlar de ellos, le midieron las costillas con palos y varas y salió tan magullado que todavía hoy le andan curando.

Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.

3. EL AGUINALDO

Esto eran unos niños muy muy pobres que en la víspera del día de Reyes iban caminando por un monte y, como era invierno, en seguida se hizo de noche, pero los pobrecitos seguían andando. Entonces se encontraron con una señora que les dijo:

–¿Adónde vais tan de noche, que está helando? ¿No os dais cuenta de que os vais a morir de frío?

Y los niños le contestaron:

–Vamos a esperar a los Reyes, a ver si nos dan aguinaldo.

Y la señora del bosque, que era muy hermosa, les dijo:

–Y ¿qué necesidad teníais de alejaros tanto de vuestra casa? Para esperar a los Reyes sólo habéis de poner vuestros zapatitos en el balcón y después acostaros tranquilamente en vuestras camitas.

A lo que los niños contestaron:

–Es que nosotros no tenemos zapatos, y en nuestra casa no hay balcón, y no tenemos camita sino un montón de paja... Además el año pasado pusimos nuestras alpargatas en la ventana, pero se ve que los Reyes no las vieron porque no nos dejaron nada.

Así que la señora del bosque se sentó en un tronco que había en el suelo y miró a los pequeños, que la contemplaban ateridos sin saber qué hacer; y ella les preguntó que si querían llevar una carta a un palacio y los niños le dijeron que sí que se la llevarían; entonces ella buscó en una bolsa que llevaba colgada de la cintura y sacó un gran sobre sellado que contenía la carta.

–Pues ésta es la carta –dijo, y se la dio.

Luego les explicó cómo tenían que hacer para encontrar el palacio y que el camino era peligroso porque tendrían que pasar ríos que estaban encantados y atravesar bosques que estaban llenos de fieras.

–Los ríos los pasaréis poniéndoos de pie en la carta y la misma carta os llevará a la otra orilla; y para atravesar los bosques, tomad todos estos pedazos de carne que os doy y, cuando os encontréis con alguna fiera, echadle un pedazo, que os dejará pasar. Y en la puerta del palacio encontraréis una culebra, pero no tengáis miedo: echadle este panecillo que os doy y no os hará nada.

Y los pobrecitos cogieron la carta, la carne y el pan y se despidieron de la señora del bosque.

Conque siguieron su camino y, al poco rato, llegaron a un río de leche, después a un río de miel, después a un río de vino, después a un río de aceite y después a un río de vinagre. Todos los ríos eran muy anchos y ellos eran tan pequeños que les dio miedo no poder cruzarlos, pero hicieron como ella les dijo: echaron la carta al río, se subieron encima de ella y la carta les condujo siempre a la otra orilla.

Cuando terminaron de cruzar los ríos empezaron a encontrar bosques y bosques, a cual más frondoso y oscuro, donde les salían fieras que parecía que los iban a devorar. Unas veces eran lobos, otras tigres, otras leones, todos prestos a devorarlos, pero en cuanto les echaban uno de los pedazos de carne que la señora del bosque les había dado, las fieras los cogían con sus bocas y desaparecían en lo hondo del bosque, dejándolos continuar su camino.

Hasta que por fin, cuando ya había caído la noche, vieron a lo lejos el palacio y corrieron hacia él. Pero delante del palacio había una enorme culebra negra que, apenas los vio, se levantó sobre su cola amenazando con comérselos vivos con su inmensa boca; pero los niños le echaron el panecillo y la culebra no les hizo nada y los dejó pasar. Entraron los niños en el palacio y en seguida salió a recibirlos un criado negro, vestido de colorado y de verde, con muchos cascabeles que sonaban al andar; entonces los niños le entregaron la carta y el criado negro, al verla, empezó a dar saltos de alegría y fue a llevársela en una bandeja de plata a su señor.

El señor era un príncipe que estaba encantado en aquel palacio y en cuanto cogió la carta se desencantó; así es que ordenó a su criado que le trajera inmediatamente a los niños y les dijo:

–Yo soy un príncipe que estaba encantado y vuestra carta me ha librado del encantamiento, así que venid conmigo.

Y los llevó a una gran sala donde había quesos de todas clases, y requesón, y jamón en dulce, y miles de golosinas más, para que comieran todo lo que quisieran. Después los llevó a otra sala y en ésta había huevo hilado, yemas de coco, peladillas, pasteles de muchas clases y miles de confituras más, para que comieran lo que quisieran. Y después los llevó a otra sala donde había caballos de cartón, escopetas, sables, aros, muñecas, tambores y miles de juguetes más, para que cogieran los que quisieran. Y después de todo eso, y de besarlos y abrazarlos, les dijo:

–¿Veis este palacio y estos jardines y estos coches con sus caballos? Pues todo es para vosotros porque éste es vuestro aguinaldo de Reyes. Y ahora vamos en uno de estos coches a buscar a vuestros padres para que se vengan a vivir con nosotros.

Los criados engancharon un lujoso coche y se fue el príncipe con los niños a buscar a sus padres. Y ya todo el camino era una carretera muy ancha y muy bien cuidada y los ríos y los bosques y las fieras habían desaparecido. Y luego volvieron todos muy contentos al palacio y vivieron muy felices.

4. LOS SIETE CONEJOS BLANCOS

Un rey tenía una hija muy hermosa a la que amaba con todo su corazón. Su esposa, la reina, había educado con mucho cariño y atención a la princesa y le había enseñado a coser y bordar de manera primorosa, por lo que la princesa disfrutaba muchísimo haciendo toda clase de labores.

La habitación de la princesa tenía un balcón que daba al campo. Un día se sentó a coser en el balcón, como solía hacer a menudo; entre puntada y puntada contemplaba los magníficos campos que se extendían ante el castillo, los bosques y las colinas, cuando, de pronto, vio venir a siete conejos blancos que hicieron una rueda bajo su balcón. Estaba tan entretenida y admirada observando a los conejos que, en un descuido, se le cayó el dedal; uno de los conejos lo cogió con la boca y todos deshicieron la rueda y echaron a correr hasta que los perdió de vista.

Al día siguiente volvió a ponerse a coser en el balcón y, al cabo del rato, vio que llegaban los siete conejos blancos y que formaban una rueda bajo ella. Y al inclinarse para verlos mejor, a la princesa se le cayó una cinta, la cogió uno de los conejos con la boca y todos echaron a correr otra vez hasta que se perdieron de vista.

Al día siguiente volvió a ocurrirle lo mismo, pero esta vez lo que perdió fueron las tijeras de costura.

Y después de las tijeras fueron un carrete de hilo, un cordón de seda, un alfiletero, una peineta... Y a partir de entonces los conejos ya no volvieron a aparecer más.

Como los conejos ya no volvían, por más que ella saliera todos los días al balcón, la princesa acabó enfermando de tristeza y la metieron en cama y sus padres creyeron que se moría. Pero el rey la quería tanto que mandó llamar a los médicos más famosos, y cuando éstos confesaron que no sabían qué clase de enfermedad tenía la princesa, mandó echar un pregón anunciando que la princesa estaba enferma de una enfermedad desconocida y que cualquier persona que tuviera confianza en poder curarla acudiera de inmediato a palacio; y a quien la curase le ofrecía, si era mujer, una gran cantidad de dinero, y si era hombre sin impedimento para casarse, la mano de su hija.

Mucha gente acudió al pregón del rey, pero nadie supo curar a la princesa, que languidecía sin remedio.

Un día, una madre y una hija que vivían en un pueblo cercano, determinaron acercarse a palacio para ver si lograban curar a la princesa, pues ambas se dedicaban a la herboristería y confiaban en que, con su conocimiento de todas las plantas del reino, alguna fórmula encontrarían para poderla sanar. Conque se pusieron en camino.

E iban de camino cuando decidieron ganar tiempo tomando un atajo; y cuando iban por el atajo, decidieron hacer un alto para comer y descansar un poco. Pero quiso la suerte que, al sacar el pan, se les cayera rodando por la loma en cuyo alto habían tomado asiento y las dos, sin dudarlo, corrieron tras él hasta que lo vieron caer dentro de un agujero que había al pie de la loma. Conque llegaron hasta él y, al agacharse para recuperarlo, vieron que el agujero comunicaba con una gran cueva que estaba iluminada por dentro. Mirando por el agujero, vieron una mesa puesta con siete sillas y, a poco, vieron a siete conejos blancos que entraron en la cueva y, quitándose el pellejo, se convirtieron en siete príncipes y los siete se sentaron alrededor de la mesa.

Entonces oyeron a uno de ellos decir, mientras cogía un dedal de la mesa:

–Éste es el dedal de la princesa. ¡Quién la tuviera aquí!

Y a otro:

–Ésta es la cinta de la princesa. ¡Quién la tuviera aquí!

Y a otro:

–Éstas son las tijeras de la princesa. ¡Quién la tuviera aquí!

Y así sucesivamente, uno tras otro, hasta hablar los siete.

Las dos mujeres se retiraron prudentemente y sin hacer ruido, pero antes de alejarse se fijaron en que no lejos del agujero había una puerta muy bien disimulada entre la maleza.

Entonces se apresuraron a llegar a palacio y, una vez allí, pidieron ver a la princesa. La princesa estaba acostada y ya no deseaba ver a nadie más, pero las dos mujeres empezaron a hablar con ella y le contaron quiénes eran y a qué se dedicaban y, por fin, le contaron el viaje que habían hecho y, contándole el viaje, le relataron la misteriosa escena de la cueva y los siete conejos blancos.

En este punto, la princesa se enderezó en su cama y pidió que le trajeran algo de comer. Y el rey, al enterarse, fue inmediatamente a su habitación lleno de contento, pues era la primera vez que la princesa quería comer desde que cayera enferma.

–Padre –le dijo la princesa–, ya me voy a curar, pero me tengo que ir con estas señoras.

–¡Eso no puede ser! –protestó el rey–. ¡Aún estás demasiado débil!

–Pues así ha de ser –dijo la princesa, empeñada. Y el rey comprendió que no tenía más remedio que ceder y ordenó que preparasen su coche.

Partieron en seguida las tres y, a la mitad del camino, allí donde las mujeres le dijeran, la princesa ordenó detener el coche y las tres se apearon para buscar la cueva, que se hallaba bastante apartada del camino. Por fin llegaron al agujero y a la puerta disimulada y miraron por uno y otra, pero no veían nada y la noche comenzaba a echárseles encima en aquel paraje. Tanto oscureció que las tres acordaron volver al día siguiente a la misma hora con la esperanza de tener mejor fortuna, cuando, de pronto, vieron que se iluminaba el interior de la cueva y vieron también a los siete conejos blancos, que se despojaban de sus pellejos y se convertían en príncipes.

Los siete se sentaron a la mesa y volvieron a repetir lo que las dos mujeres ya habían oído:

–Éste es el dedal de la princesa. ¡Quién la tuviera aquí!

Y el siguiente:

–Ésta es la cinta de la princesa. ¡Quién la tuviera aquí!

Hasta el último:

–Ésta es la peineta de la princesa. ¡Quién la tuviera aquí!

Entonces la princesa dio un empujón a la puerta, entró y dijo:

–Pues aquí me tenéis.

Y escogió al que más le gustaba de todos; y a las dos mujeres que tanto la habían ayudado y a los otros seis príncipes les pidió que la acompañaran al palacio porque todos quedaban convidados a la boda.

5. LOS LADRONES ARREPENTIDOS

Un ermitaño vivía en soledad en una ermita perdida en el monte y se alimentaba de lo que buenamente encontraba en el campo; cuando no se cuidaba de su alimento, se dedicaba a la oración, que le llevaba la mayor parte de su tiempo. Vivía de esta manera tan sencilla y escondida porque era hombre que nunca había pecado, ni de obra ni de pensamiento, y Dios, complacido con él, le envió un ángel para que todos los días le dejara un pan en la ermita, mientras el buen hombre dormía.

Hasta que un día en que se había alejado bastante de su ermita, se cruzó en su camino con una pareja de guardias que conducían a un preso y el ermitaño le dijo al preso:

–Así os veis los que ofendéis a Dios. La justicia os castiga y luego vuestra alma se la lleva el diablo.

Entonces Dios se ofendió mucho por el comentario del ermitaño, ya que a aquel hombre lo llevaban preso sin culpa alguna y, para mostrar su enfado, le dijo al ángel que no volviera a llevarle más pan.

Cuando a la mañana siguiente el ermitaño vio que el ángel no le había dejado pan, tal y como le ordenase Dios, comprendió que había cometido alguna falta y se echó a llorar, apesadumbrado.