cubierta

EL CAMINO CRUEL

UN VIAJE POR TURQUÍA, PERSIA Y AFGANISTÁN CON ANNEMARIE SCHWARZENBACH

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ELLA MAILLART

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PRÓLOGO DE PATRICIA ALMARCEGUI

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TRADUCCIÓN DE FRANCESC

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COLECCIÓN

FUERA DE SÍ. CONTEMPORÁNEOS

nº4

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Título original: The Cruel Way. Primera edición: 1947 (Londres)

Título de la primera edición en francés: La voie cruelle, 1952 (Ginebra)

Título de esta edición:

El camino cruel. Un viaje por Turquía, Persia y Afganistán con Annemarie Schwarzenbach

Primera edición en LA LÍNEA DEL HORIZONTE Ediciones: mayo de 2015

© de esta edición: LA LÍNEA DEL HORIZONTE Ediciones

www.lalineadelhorizonte.com | info@lalineadelhorizonte.com

Tel: +00 34 912 94 00 24

© de los textos: Ella Maillart, 1987 ; Editions Payot Paris, 1988 ;

Éditions Payot & Rivages, 2001

© del prólogo: Patricia Almarcegui

© de la traducción: herederos de Francesc Payarols i Casas

© de la actualización y revisión de la traducción: Ricardo Martínez Llorca

© de la maquetación y el diseño gráfico:

Cristina Caballero | Montalbán Estudio Gráfico

© de la maquetación digital: Valentín Pérez Venzalá

© de la fotografía de cubierta: Gilbert Meilan/Musée de L’Elysée. Lausanne

ISBN: 978-84-15958-32-1 | Ref: CO#4E | IBIC: WTF;1F

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

ÍNDICE

EL LIBRO MÁS FELIZ. Por Patricia Almarcegui

La idea

La partida

Italia

Yugoslavia

Sofía

Estambul

Mar Negro

La cordillera póntica

Bayaceto

Azerbaiyán

Carreteras

Nikpeh

Sultanieh

Teherán

Gumbad-i-Kabus

Khorasán

Meshed

Abbas Abad

La frontera

Herāt

Bala Murghab

Chibargan

Turquestán

Puli Jumri

Do-Au

Bamiyán

Band-e Amir

Begram

Kabul

Mandu

Fechas

Bibliografía

Notas

EL LIBRO MÁS FELIZ

Nicolás Bouvier siempre creyó que El camino cruel era el libro más feliz de Ella Maillart. Él sabía de qué hablaba, era uno de los mejores escritores de literatura de viajes del siglo XX y, en 1991, había publicado Ella Maillart ou la vie immédiate, una obra que incluía fotos de la aventurera y textos del escritor, hasta la fecha uno de los retratos más completos que existen de Maillart. El camino cruel es un libro intenso, reproduce el ritmo sincopado del viaje y presenta aconteceres bellos y felices. Y estos últimos no habrían tenido lugar, si no fuera porque fue un trayecto compartido, dos experiencias que duplicaron el movimiento del alma que sufre el viajero que sale voluntariamente de su contexto. La gran viajera Ella Maillart partió con la gran viajera Annemarie Schwarzenbach.

En junio de 1939 dos mujeres valientes y de una originalidad inaudita emprendían un viaje en un Ford Roadster Deluxe de dieciocho caballos cargado de material fotográfico por los Balcanes, Turquía, Irán y Afganistán. Mientras, en Europa, estallaba la Segunda Guerra Mundial. Una y otra habían sido comisionadas por medios de prensa europeos para escribir crónicas y artículos durante el itinerario. Schwarzenbach para el Neue Zürcher Zeitung y Maillart para Le Petit Parisien. Ambas publicarían más tarde dos libros fruto de sus experiencias: Schwarzenbach, Alle Wege sind offen. Reise nach Afghanistan (1939) y Maillart, quien eligió el inglés para escribir, The Cruel Way (1947), cinco años después de la muerte de su compañera.

Dentro del amplísimo panorama de la literatura de viajes, no existe ningún otro texto en el que la relación que mantienen dos viajeros, además viajeras, sea tan relevante a la hora de condicionar la percepción y la escritura del itinerario. De hecho, creo que no hay ningún otro viaje descrito en primera persona del plural en el que los viajeros sean protagonistas o coprotagonistas del mismo. Así, si la descripción es el eje central de la literatura de viajes y la acción lo es de la novela, en El camino cruel, el diálogo de Schwarzenbach y Maillart, más propio del género de ficción, adquiere tal importancia que se convierte en uno de los nudos principales. Los destinos, los paisajes, los habitantes, las reflexiones del viaje y Oriente como absoluto, conviven al mismo nivel que el diálogo entre las dos aventureras.

A Schwarzenbach le gustaba viajar sola y Maillart, en cambio, ya había compartido otras travesías en velero con su amiga Miette. A pesar del deseo de compartir un viaje con Schwarzenbach duda del resultado, más exactamente, de «cuánto nos soportaremos».

Las dos tienen un mismo propósito: huir de Europa ante la guerra inminente. Schwarzenbach viaja, según su compañera, «con el propósito, a cada nueva partida, de olvidar su última crisis emocional» y Maillart «buscando siempre en la lejanía el secreto de una vida armoniosa». Sus objetivos profesionales son diferentes. Maillart es periodista y Schwarzenbach, escritora. Dos actitudes que condicionan definitivamente el estilo de cada uno de sus libros de viaje, como bien reconoce Maillart cuando se refiere a su amiga: «Si es usted escritora innata, llegará el momento en que su inspiración, intensísima, hará que se sienta como arrastrada por su trabajo (…). Para mí, usted es una poetisa y no una periodista. Dentro de sí misma es donde debe mirar, y no la guerra»; o comenta sobre sí misma: «Ella no comprendía por qué mi empeño en ser etnógrafa».

Maillart concibe El camino cruel como un libro de viajes, pero también como un viaje vital: un itinerario hacia Schwarzenbach. Una forma posible de rememorarla y reconstruirla mediante la redacción de un viaje compartido. Escribir el viaje permite revivir la experiencia del itinerario y así recuperar la figura de su amiga íntima y escritora. Maillart construye un personaje a medida del recuerdo que quiere fijar para siempre de Schwarzenbach. La literatura de viajes lo permite. Es prácticamente el único género en el que el sujeto que lo protagoniza, en este caso doble, puede construirse fictivamente sin necesidad de justificarse. Maillart siente una gran admiración hacia la escritora. Bajo esta fascinación, crea un personaje cargado de emotividad, casi sublimado, que vive de y para el sufrimiento y, a sí misma, se dibuja como una suerte de redentora.

Schwarzenbach acaba de salir de una clínica de desintoxicación debido a su adicción a la morfina. La posibilidad de viaje que le ofrece Maillart es una manera de orientar la vida hacia algún objeto. Maillart es más normal, quiere ayudarla, salvarla y se hace responsable de su situación. Su admiración por la obra literaria de su compañera es muy grande, «una suerte partir con una amiga así». También la forma en que se enfrenta a la vida, siempre al límite emocional, «buscando el sufrimiento» y «rebosante de amor a la vida». El viaje le permite conocerla mejor y sobre todo intentar reparar su adicción a la morfina, algo prácticamente imposible: «Yo había elegido aquella manera de ser, imaginándome que sería más efectiva que la ternura de los amigos que me precedieron».

Al llegar al destino principal del viaje, Kabul, Maillart cree que ha conseguido salvarla de su adicción. Schwarzenbach también lo piensa: «Este viaje me ha liberado de la droga» y, el médico que la trata de un catarro asegura asimismo que «no es toxicómana». Sin embargo, la escritora pide a su amiga que le deje marchar a Künduz, pues allí podrá adquirirla fácilmente. Maillart la deja partir y no vuelve a verla hasta muy brevemente dos meses más tarde en India. A los dos años, Schwarzenbach pierde la vida al caerse de una bicicleta y golpearse la cabeza. Para Maillart, la redacción de El camino cruel es una posibilidad de reparar la muerte de su compañera y crear una imagen que ha prevalecido hasta hoy.

Maillart llama a Schwarzenbach en el libro, Cristina, a petición de la madre de ésta, quien se encargó de una forma casi obsesiva de que no se hicieran públicas las relaciones de la escritora con mujeres. Pocas imágenes tan castradoras como la de su madre y abuela quemando sus manuscritos inmediatamente después de su muerte para que no quedara ninguna huella de sus relaciones homosexuales. Por otra parte, Maillart decide tratarla de usted desde el comienzo. Varias veces se refiere a ella en masculino e incluso alguien la confunde en el viaje con «su hijo». A Schwarzenbach, escribe Maillart, «hay que tratarla como un hombre» y, de los hombres, «hay que prescindir». La escritora es un ser extraordinario, intelectual, que no parece tener sexo:

Más para esos seres, excepcionales y raros, que se identifican con su facultad de pensar, que saben que sólo el pensamiento existe, puesto que sin él no habría ni cuerpo ni mundo objetivo, el problema tiene menos importancia. El ser mental no tiene sexo o, por decirlo mejor, abarca los dos sexos, alternativa o simultáneamente (…). Para esas personas extraordinarias no es grave el contrariar las leyes de la naturaleza, ya que puede decirse que las han superado (…). Involuntariamente y sin saberlo, la gente intenta montar a la vez dos caballos igualmente salvajes: el semental naturaleza y el hermafrodita intelecto. Y padecen, al ser descuartizados. Tal vez era esto lo que le ocurría a Cristina.

El viaje permite a Maillart interrogarse sobre su amiga, y sobre sí misma; por lo tanto, avanzar en la condición de lo femenino. Desde esta circunstancia, observa, habla y describe a las mujeres de Asia Central, pues tiene acceso al espacio íntimo y privado femenino, sobre el cual, como escribió Lady Montagu dos siglos antes, ningún hombre viajero «puede hablar» pues «no sabe, ni ha visto». A pesar de ello, tanto la una como la otra ocupan una posición de diferencia y superioridad frente a las mujeres de Oriente y se definen a partir de lo que éstas no son, ya que ni pueden desplazarse en coche, ni ir sin velo.

Las diferencias estilísticas entre El camino cruel y Todos los caminos están abiertos, los relatos de ambas sobre el mismo viaje, son varias. Schwarzenbach hace de la escritura uno de los motivos principales del itinerario, mientras Maillart vierte en la redacción su visión etnográfica. Así el libro de esta última se llena de enumeraciones, casi siempre sustantivas, y términos en plural, pues no importa la singularidad de los hechos y objetos sino las consecuencias que se pueden extraer del encuentro con ellos. Las emociones, las reflexiones y las retóricas subjetivas las utiliza casi exclusivamente para hablar de su relación con Schwarzenbach. Los destinos son descritos de forma objetiva a partir de fuentes históricas y literarias antiguas y medievales, que no coinciden con ninguna de las obras citadas por Schwarzenbach en sus libros de viaje.

Del mismo modo ocurre con los paisajes, a pesar de que Maillart se refiere a ellos a veces como «los momentos más bellos de nuestro viaje», su redacción es más rápida y fría que, por ejemplo, la manera en que describe los caminos y carreteras. Posiblemente, por primera vez en un libro, Maillart hace del coche un personaje. No es de extrañar: ha viajado en velero y conoce la importancia que tiene el medio de transporte y su cuidado en el desplazamiento. Al igual que el patrón que sabe que llegar al destino depende de su barco, Maillart describe al coche como si de un navío se tratara. La carretera deviene en mar y vicisitudes como las averías, los datos climatológicos y el combustible, se convierten en temas argumentales de El camino cruel. Por ejemplo, este canto emotivo de Maillart a la carretera y al camión:

¿Qué poeta cantará los camiones de Asia? (…) Si yo hubiese nacido varón en algún pueblo afgano, probablemente me habría iniciado como ayudante de chófer de uno de los tres mil camiones del país. Habría sido el mejor medio de viajar de joven. Lacerado hoy por el viento de nieve en el eolio; corriendo mañana por el ardiente betún al este del paso de Jaiber; pasando de las frías sombras de las gargantas a las arenas hirvientes de Andkhoi, camino de la turbadora mezquita del imán Reza de Meshed... tan feliz por pertenecer al mundo de los hombres, que la falta de sueño o de comida no hubiera sido sino otro modo de vida, otra forma de goce. Sonando la bocina, traqueteando, fumando, rechinando, resbalando, cambiando las marchas... aquella vida del camión hubiera sido la mía hasta que, pasado ya el número suficiente de alijos, hubiese podido comprarme un auto y convertirme, a mi vez, en amo a bordo.

De nuevo no resulta insólito. Imaginemos por un momento la sorpresa de los habitantes de Asia Central al ver a dos mujeres desveladas atravesando los pueblos en un coche de lujo. El objeto de descripción se invierte. Oriente deja de tener interés y las viajeras se convierten en sujetos que deben ser descritos, pues son objeto de percepción y asombro por parte de los habitantes.

Otro elemento definitivo en El camino cruel es la fotografía y la filmación. En 1939, Afga lanza al mercado sus primeras películas en color y pide a la viajera que las pruebe durante el itinerario. Ella, que ya contaba con varios años de experiencia como fotógrafa, se convierte en una pionera de la filmación. Las bobinas no tienen más de tres minutos de duración y no pueden reproducir escenas largas. En 1940 Maillart lleva consigo el material del viaje a la India, y ahí revela y monta las secuencias. Una parte de su manutención, una vez de regreso a Europa, la paga con el dinero que gana de las proyecciones. También Schwarzenbach utiliza la cámara aunque en muy contadas ocasiones. Como ambas afirman en sus libros, la filmación les permite dar cuenta del movimiento del viaje, algo muy difícil de representar mediante la escritura y la fotografía: «Aproveché los minutos que llevaba de ventaja para hacer funcionar mis tres cámaras, filmando, en primer lugar, el hermoso monumento y tomando luego vistas, unas en colores y otras en negro y blanco». Maillart alude varias veces a los peligros y dificultades de cruzar las fronteras con el material fotográfico. Por ejemplo, a la ocultación de las bobinas para que no sean requisadas por la policía, como ocurre en varias ocasiones, o a la decisión de enviarlas cada diez días a Suiza por motivos de seguridad. Queda aún por hacer un estudio comparado entre el contenido de las películas, los libros de viaje y las fotografías tomadas por cada una de las viajeras.

El camino cruel transcurre bajo la sombra de la Segunda Guerra Mundial. Hastiadas por los acontecimientos políticos que llevan a Europa a una situación semejante, huyen en busca de un absoluto imaginario que no encontrarán jamás. En la mente más objetiva y responsable de Maillart, surge a veces el remordimiento y la culpa por la fuga: «¿Cuándo descarriló Europa?», «¿Por qué a Suiza se le ahorró la catástrofe?».

Así Oriente aparece como un mapa vacío en el que dibujar los sueños y proyectar los deseos que aún no han tenido lugar en la agotada Europa. «En Occidente, todo el mundo parecía tan extraviado como yo. ¿Por qué no dirigirme a Oriente?», «Ando en busca de los que aún saben vivir en paz». Como ha sucedido desde siempre, Maillart vincula a Oriente con lo irracional, lo mismo que busca y buscará en sus viajes posteriores, sobre todo en la India, «un país no subyugado» por nada ni nadie. Occidente ha fracasado y Oriente no debe tomar ejemplo e imitarlo.

Las conquistas técnicas de nuestra civilización, ¿no son una maldición, si arrancan a los afganos de su ambiente y los hunden demasiado bruscamente en una existencia que no ha sido hecha para ellos? (…). Naturalmente, mencionaron el progreso, nuestra demacrada divinidad que se aprovecha de las guerras (…). El occidental lleva a Oriente su progreso mecánico, como si éste fuese una religión revelada que aportase la clave de todos los problemas (…) ¿No existe un término medio entre el amargo saber del occidental y la despreocupada ignorancia del mundo, propia de los nómadas?».

El Oriente de Maillart se aleja de la realidad y se convierte en una construcción que habla de los deseos de Occidente, y de sus carencias y necesidades. El viaje de El camino cruel, como afirma en una carta de 1943, es más psicológico que geográfico; pues, a pesar de sus intenciones, no existe ningún lugar en el mundo basado únicamente en valores espirituales: «Admitiendo que Europa empiece a ver la necesidad de volver a fundamentar su vida sobre valores espirituales, ¿cuándo comprenderá Asia el espejismo de la industrialización a toda costa?».

Al igual que cualquier viaje, el de Maillart se articula en torno a la búsqueda y al encuentro. Ambas viajeras parten a la búsqueda de lo absoluto y de lo inconmensurable, pero, mientras Schwarzenbach encuentra en lo extraño de Irán y Afganistán su propio interior, ajeno y doloroso a sí misma, Maillart encuentra un lugar desde el que pensar y reflexionar sobre el ser humano. Quizás porque, entre otras cosas, El camino cruel fue un trayecto compartido, su viaje más feliz, en el que «cada detalle tiene la precisión, no sólo de lo que se ve por vez primera, sino de lo que no puede compararse con nada más».

PATRICIA ALMARCEGUI
Escritora y Profesora de Literatura Comparada

A Cristina
In memoriam

Cristina, estoy privada de la profundidad que vivía en su mirada, de su universal exigencia, de su inextinguible sed de lo absoluto.

Cuando la noticia de su muerte me hirió como una impostura, mi pensamiento trazó el camino que recorrimos juntas. Y lentamente, penosamente, fue aumentando el número de estas páginas. Aunque en algunas no aparezca se evocación, usted está presente en cada una de ellas; cada una es un reflejo del tormento y del remordimiento que me unieron a sus pasos. ¿Podrá perdonarme mis torpezas y mis errores, al recordar sus gestos? Usted conoce mi corazón, mi admiración y respeto por su integridad... y sabe muy bien que es imposible pintarla. Ojalá estas páginas me ayuden a acordarme de que solo exigiéndolo todo es como podemos esperar conseguir «aquello sin lo cual», decíamos, «la vida no merece la pena ser vivida».

Trivandrum, 1945 - Chandolin, 1948

«...Los que se dedican a la cura de almas han comprobado que, al presentar al intelecto lo que hay en el corazón, se alivia el sufrimiento. Sospecho que nos encontramos ante un fenómeno cósmico que sirve a los propósitos del alma por los que existe el universo; un fenómeno por el que adquirimos cada vez mayor conciencia del yo, al acercarnos a lo que hay en nosotros de profundo y a lo que hay de verdadero en la existencia. Cada paso, aun si es doloroso, por el que adquirimos conocimiento más completo de nosotros mismos, lleva consigo una sabiduría que equilibra nuestro dolor y cuya aparición indica, estoy convencido de ello, el perdón de nuestro pecado.»

A. E.

En: Prefacio de Mors et vita. Shan F. Bullock.

T. Werner Laurie. London, 1923

La idea

—Si mañana, cuando la lleve a la estación, no hace más calor que hoy, mucho me temo que tengamos avería: el coche no puede resistir fríos tan intensos.

Cristina soltó esta observación de paso, y yo apenas la oí. Mi pensamiento estaba todavía en Praga, pues ella acababa de pintarme el alma de esta ciudad, la vida de sus amigos checos, su impotencia y desesperación ante la osadía de un enemigo más próximo y más implacable cada día que pasaba.

Estábamos las dos mirando a través de los cristales de la casa de campo que Cristina tenía en la alta Engadina. El invierno hacía de las suyas. Al lado opuesto del valle, unas nubes ocultaban las laderas del Fextal, donde, aquella misma mañana, habíamos estado esquiando entre alerces de un luminoso rojo pardusco. Un cielo bajo y encapotado se cernía sobre el valle lívido, sin sombras y como un muerto. A pesar de hallarnos en los Altos Alpes, la región parecía llana y vasta, pues la casa estaba construida al borde de un lago helado, cubierto por numerosas capas de nieve. Esta austera desolación era lo único que nos separaba del horizonte donde el collado de la Maloja conduce a Italia.

Probablemente, Cristina habría añadido:

—El pobre coche está en las últimas, y mi padre me ha prometido un Ford.

Yo solo oí esta última palabra. Se diría que ella fue la responsable de todo lo que siguió. Ha bastado una palabra para ordenar ideas dispersas, para hacer cristalizar propósitos imprecisos en un proyecto firme y concreto. Como un eco venido de lejos, oigo una voz, parecida a la mía, que dice:

—¡Un Ford! Es el coche ideal para seguir la nueva carretera del Hazarajat, en Afganistán. También en Persia hay que tener coche propio. Hace dos años, hice un viaje de la India a Turquía en camiones y autobuses: no olvidaré fácilmente aquella travesía rica en polvo y averías, aquel fervor de los peregrinos, aquellas noches pasadas al borde de la carretera o en los caravasares abarrotados, la alerta policíaca en todos los pueblos que cruzábamos y, detalle que no puede tomarse a broma, la necesidad de permanecer junto al camión en lugar de vagabundear a sus anchas.

En las nubes que coronaban la Maloja, una difusa claridad parecía indicar la carretera; tras una zambullida de mil quinientos metros en la calurosa Lombardía, se colaba por entre los Balcanes y nos llevaría hasta el Bósforo, puerta abierta sobre las inmensidades asiáticas. Mi imaginación estaba ya en Persia.

«Al este del Caspio visitaremos la inolvidable torre del Gunbad-i-Qabus y acamparemos entre los turcomanos de Persia: tal vez siguen aún fieles a las costumbres que no pude observar entre sus parientes transformados por los soviéticos. Veremos la áurea cúpula de la Mezquita del Imán Reza, preciosa bola lisa y compacta que apunta al cielo. Llegaremos luego a los dos Budas gigantescos, esculpidos en las paredes del valle de Bamiyan, tan puro, y, en la misma región, a los lagos, increíblemente azules, del Band-i-Amir. Más lejos aún, al pie de la vertiente septentrional del Hindu-Kush, remontaremos el valle del antiguo Oxus, y desapareceremos en las montañas antes de que pueda detenernos una orden dictada en Kabul. Allí viven las gentes que pienso estudiar, en un país donde me siento como en casa. Son los montañeses no esclavizados aún por nuestras artificiales necesidades, gentes libres a quienes nadie obliga a aumentar la producción diaria. Si se nos cierra el Kafiristán, podremos atravesar la India, tomar la nueva carretera de Birmania y vivir con los Lolos del Tíbet oriental. Cuando haya recogido nuevos datos sobre aquellas tribus, seré admitida, al fin, en la cofradía de los etnógrafos. Entonces todo será magnífico: perteneceré a una organización, mi oficio será el de trotamundos, y ya no volveré a sentir la tentación de escribir libros para ganarme la vida.»

Al conjuro de estas palabras, una fuerza había surgido dentro de mí, para dar consistencia a un proyecto, ya tan maduro, que se imponía por sí mismo: diríase el truco del mango1.

Al fin, Cristina pudo meter baza:

—Cuando vivía en Teherán, estaba siempre deseando ir más hacia el Este, donde no se han abolido todavía las costumbres tradicionales.

Su voz me reintegró al presente. La miré con frialdad. Aunque no estaba aún restablecida del agotador tratamiento a que había estado sometida durante varios meses, su mirada era sana y resuelta. Traté de frenar el nuevo ímpetu utilizando los primeros argumentos que me pasaron por el magín.

—Mire, cuando me pongo a hablar así, pierdo la cabeza. A menos que engorde usted diez kilos, no hay que pensar en exponerse a esas fatigas. Y, ante todo, ¿quién correrá con los gastos? Además, de uno u otro modo, la guerra no tardará en estallar... y si no estalla, probablemente me iré a Estados Unidos en gira de conferencias.

No mencioné el obstáculo principal: suponiendo que Cristina estuviese restablecida del todo, ¿cuánto tiempo podríamos soportarnos mutuamente? Se calló, aunque es probable que hubiera adivinado mi pensamiento. Alta y delgada, su mano, de articulaciones amarillas bajo una piel de papel de seda, sostenía un cigarrillo americano. Estaba sentada en la banqueta; el pecho hundido, los brazos rodeando las rodillas levantadas, el cuerpo de adolescente inclinado hacia la gran estufa de mayólica que ocupaba un ángulo de la habitación. Sin esta tensa presencia, la vieja mansión silenciosa habría sido confortable, mientras el ventarrón silbaba en el exterior; en esta casa rural de desnudas paredes de alerce, cuyos óvalos de vetas rojas recuerdan un muaré sedoso, paredes y mesa eran lisas, limpias y agradables al contacto de la mano que se alargaba impaciente hacia ellas.

Aunque inmóvil, Cristina no descansaba. ¡No descansaba nunca! Calmosa según su costumbre, su rostro descolorido era un símbolo que yo trataba de descifrar: exento de toda afectación, era un rostro sencillo, quiero decir, natural, sin pose, sin preocupación de sí misma. Bajo el volumen de la corta melena, la cabeza parecía demasiado grande, excesivamente llena de ideas para una nuca tan frágil. La frente no era alta, pero siempre impresionaba por su masa, su densidad, su resolución, próxima a veces a la terquedad.

Yo no ignoraba que tras aquella frente podían surgir nobles pensamientos, que habían vencido una especie de obsesión que yo no lograba aún definir. Los ojos, separados, tenían matices que iban desde el gris hasta el azul intenso, bajo espesas cejas más oscuras que el cabello. En la mirada se revelaba un alma enamorada de la belleza y que, herida con frecuencia por las discordancias del mundo, tendía a replegarse sobre sí misma; el entusiasmo podía hacer fulgurar aquellos ojos, y también el afecto y el amor; correspondían a mi sonrisa, pero jamás los vi reír. Al observarla con atención, la nariz sorprendía por su robustez: señal de que la constitución de Cristina no era quizá tan endeble como parecía a primera vista. Melancólico el modelado de la boca pálida e irregular, cuyos labios aspiraban el humo con voracidad silenciosa. (Los tintes sombríos de sus dientes se intensificaban —me lo había dicho ella— siempre que su vitalidad sufría un descenso.) La barbilla, pequeña y singularmente joven, evocaba la imagen de un niño sorprendido e inquieto, a punto de pedir auxilio. Las manos eran las de un artesano paciente que sabe labrar una línea pura: la he visto colocar, una tras otra, siete hojas blancas en la máquina de escribir, antes de que un párrafo consiguiera la forma holgada y perfecta, única capaz de satisfacerla. Escribir era el único rito de su vida: a él lo subordinaba todo.

Su impasibilidad aparente procedía, claro está, de su afán por la forma impecable: no habría podido exhibir a la luz del día un rostro agitado como el mío. Debido tal vez a aquella serenidad aparente, un amigo común solía llamarla “el ángel caído”. De su cuerpo afinado y de su cara pensativa, iluminada por la palidez de la frente, emanaba un encanto que obraba infaliblemente sobre aquellos a quienes atrae la trágica grandeza del andrógino.

Resuelta a disipar mis temores, dijo:

—No, Kini. Debo partir. No hay esperanza si sigo en este país donde ya no encuentro ayuda, donde he cometido demasiados errores, donde el pasado es una carga excesiva para mis espaldas. Había pensado marcharme a Laponia, pero preferiría infinitamente ir con usted a Afganistán. ¿Ve? Aún no he aprendido a vivir sola. En cuanto a la exploración, no es necesario que la acompañe a las montañas. Usted es amiga de los Hackin, y tal vez pueda yo ayudarlos, si están allí excavando. Ya sabe que he trabajado con arqueólogos en Siria y Persia.

Tras una breve pausa, prosiguió:

—Mi salud la preocupa y es cierto que estoy débil, pero usted no conoce mi constitución. Pregunte a los doctores: mis convalecencias son inexplicables. Le prometo que esquiaré todos los días en vez de fumar tanto, así aumentará mi apetito, comeré mejor y ganaré peso. En cuanto al dinero, nuestros editores nos ayudarán. Precisamente acabo de terminar mi último libro, y me darán un anticipo a cuenta del relato de nuestra excursión por Afganistán. Además, el Geographical Magazine nos apoyará, estoy segura...

Y, con voz más baja y ahogada, añadió:

—Tengo treinta años. Esta es una última oportunidad para corregir mi modo de vida, una última tentativa para disciplinarme. Este viaje no será una escapatoria loca, como si tuviésemos veinte años, y, por otra parte, esto sería imposible con la actual tragedia europea. Será un viaje de estudio que nos ayudará a lograr nuestro objetivo: convertirnos, al fin, en seres conscientes, capaces de responder de sí mismos. Se me ha hecho insoportable eso de vivir al buen tuntún... ¿Cuál es la causa, cuál es el significado de este caos que está minando a los hombres y a las naciones? Y luego... en fin, algo debe de haber a lo que pueda yo destinar mi vida; una idea, una finalidad por la que pueda morir contenta, o vivir. Kini... ¿cómo vive usted?

—Óigame bien, Cristina. Seamos prácticas. Acordamos, hace ya mucho tiempo, en que, antes de querer comprender nada, teníamos que procurar comprendernos mejor a nosotras mismas. Y dedujimos que el caos que nos rodea va ligado al caos que hay en nosotras. Pero, ante todo, usted debe reponer sus fuerzas, para no estar siempre a merced de su salud. ¿Está dispuesta, durante los meses próximos, a dedicar su maravillosa energía a la tarea de construir un cuerpo nuevo para sus nervios regenerados? ¿Dispuesta a no seguir preocupándose de problemas que aún no puede resolver? No me diga para tranquilizarme: considere, se lo ruego, lo que se debe a sí misma. Por ejemplo, ha dicho repetidamente que lucharía contra Hitler con todas sus fuerzas, desde el momento en que estalle la guerra; pero ¿qué hará si, cuando llegue este momento, no es usted sino una sombra?

Trataba de dar a mi voz la mayor autoridad posible. Pero sabía el tormento que fermentaba detrás de las palabras tranquilas de Cristina. Por eso, desde lo más hondo de mi ser, donde la vida secreta y densa fluye con regularidad y sin trabas, balbucí una invocación silenciosa: «¡Ojalá pueda ayudarte, impaciente Cristina, tan extenuada por las limitaciones de la humana condición, oprimida por la falsedad de la vida, por la parodia de amor de la que tanta ostentación se hace por doquier! Si viajamos juntas, que me sea permitido no faltarte nunca, que sea mi hombro lo bastante firme para sostenerte. En la superficie de la tierra, por donde he viajado ya, volveré a dar con el camino que debemos seguir; y ojalá que lo poco que he descubierto en mi interior, donde tanto tiempo hace que me estoy planteando problemas parecidos a los tuyos, pueda ayudarte a vivir hasta que tú encuentres aquello que uno tiene que encontrar por sí mismo».

LA PARTIDA

Silvaplana, en la alta Engadina, fue el trampolín desde el cual nuestra imaginación saltó hacia el sudeste, hasta las más grandiosas vertientes de Asia. Pero donde tomamos realmente el impulso fue en el collado de Simplon: desde él, zigzagueando, torciendo el vuelo, precipitándonos en barrena por el flanco de la montaña y atravesando un tenebroso desfiladero, salimos a tierra extranjera.

Manchones de nieve minados por la caricia de un viento suave salpicaban las laderas grisáceas de los cercanos pastos; nada de tráfico, ni el menor ruido en esta carretera agarrotada todavía entre dos murallas de barro blanquecino y goteante. A centenares de metros, en línea vertical bajo nuestros pies, un tren recorría probablemente los veinte kilómetros del largo túnel. ¡Cuánto mejor estábamos en este collado, inmóviles, sobre la divisoria entre las tierras llanas y las altas regiones, entre la Europa meridional y la central, entre el encanto de la cálida latinidad y la pesadez de la reserva germánica, admirando una frontera natural que los políticos jamás podrán alterar!

Detengámonos un momento. Antes de dirigir una última mirada a Suiza, evoquemos algo de lo que dejábamos atrás en aquel 1939. Nuestro adiós se dirigía también a París, Londres y Berlín, las urbes monstruosas, vibrantes con su estruendo incesante. Formaban el telón de fondo de nuestro mundo, un mundo que sabíamos estaba condenado. Hasta que aquello sucediese, deberíamos proseguir nuestros esfuerzos, porque comprendíamos que eran menos fútiles que cualquier otra actividad.

París. Mientras corría de los consulados a las editoriales; de la modista, al museo; del banco, a los periodistas enterados de las últimas noticias; de las redacciones a los automovilistas especializados en desiertos; del antropólogo al cineasta de las películas en color; del doctor entendido en las más diversas inyecciones, a los libreros que venden libros sobre Oriente; de pronto me encontré un día en los Campos Elíseos. El polen de los floridos castaños de India parecía centellear al aire matinal; el cielo era de un azul claro, cálido y alegre. Eché a caminar por la avenida Montaigne, rumbo a la soleada habitación que ocupaba en casa de unos amigos residentes a orillas del Sena. Me sentía feliz. Sin embargo, aunque consciente del esplendor del momento, de pronto sentí un nudo en la garganta. Lágrimas inundaron mis ojos y rodaron por las mejillas. Anonadada, semiciega, busqué un banco donde poder reponerme.

Aquella emoción, tan violenta como impersonal, se trocó lentamente en un pensamiento: dentro de mí había algo que sufría acerbamente por París... como si la carne y el espíritu de París hubiesen sido aplastados, martirizados, descuartizados, y como si mi compasión hubiese adquirido el volumen necesario para cubrir el conjunto de toda esta ciudad amada y de pronto torturada. Ante una desgracia tan grande, ¡qué otra cosa puede hacerse sino llorar, llorar con una intensidad de sentimiento que me dejó sorprendida!

Poco a poco fueron surgiendo ideas más normales: el conflicto europeo no había estallado todavía, y quizá no sería tan espantoso... En aquel instante comprendí que me despedía de París. Tenía razón al hacerlo con intensidad, porque presentía que jamás volvería a ver la ciudad tal como la conocía.

Nada podía explicar aquella emoción tan profunda. Aún la víspera, Blaise Cendrars me había invitado a pasar el verano en los bosques de las Ardenas, afirmando que no habría guerra. Como frecuentaba la redacción de Paris-Soir, forzosamente debía de estar mejor informado que yo; me había tranquilizado. Encantador y voluble, mi compañero Robert aseguraba que el porvenir no le preocupaba. José Hackin acababa de abandonar el museo Guimet para dirigirse a Afganistán, como si nada anormal ocurriese en Europa. Y nosotras habíamos decidido reunimos con él en Bagram, donde en julio estaría excavando. Estaba de acuerdo en incorporar a Cristina a su grupo.

Sin embargo, por ser un socialista militante, mi rica anfitriona no recibía ya al profesor Rivet; síntoma de que se estaba abriendo un abismo y de que, por fin, el modo de pensar percutía en la vida cotidiana. El periodiquillo de izquierdas que Juan dirigía había sido prohibido, y algunos de sus amigos estaban detenidos.

—Vamos a tener fascismo para rato —decía. Y al despedirnos, añadió—: Esta vez pueden creerme, la guerra es inminente. —Pero lo mismo había dicho la víspera de la marcha de Hitler sobre Viena.

En cuanto a Paul Valéry y Lucien Fabre, estaba persuadida de que nada que ocurriera podría desconcertarlos. Fabre parecía comprender mi búsqueda a tientas.

—La explicación racional del mundo no nos lleva muy lejos —decía—. Tendemos sobre él una red de paralelos y meridianos que no puede abarcarlo todo ni explica nada. Ve, sigue estudiando el Oriente, ya que esto te dice algo. Tal vez en la India, donde son muchos los que creen en una vida espiritual, encuentres un clima favorable a las revelaciones.

En Londres, la atmósfera era muy distinta, mucho más juvenil que cuando mi última visita, como si los ingleses hubiesen reemplazado el tocino de su desayuno por carne de león. Sin embargo, no podía dejar de recordar cómo, en septiembre de 1938, Hilary St. George Saunders y Denison Ross habían perdido la cabeza en cuanto se vislumbró la posibilidad de que su país fuera bombardeado. Sumidos en la rabia y la desesperación, habían exigido a voz en grito la vida de sesenta millones de alemanes. Ahora, uno y otro confesaban que, cogidos de improviso, se habían visto sumidos en una total confusión, y que tanto ellos como su país estaban prestos a batirse una vez más, y hasta la muerte.

Steve King-Hall veía claramente lo que estaba ocurriendo; me gustaba su forma de demostrar que las guerras modernas son cataclismos que no hacen sino retrasar los arreglos duraderos. Sin duda, los problemas de muchos de nosotros se simplifican cuando tenemos que luchar por nuestro país. Pero los sufrimientos originados por la guerra parecen inútiles, mientras los supervivientes ignoran por qué viven.

Frere-Reeves tuvo tiempo para llevarme a comer al Savoy, a pesar de que a la sazón trabajaba en el Labour Ministry y, a la vez, en la casa que edita mis obras. Se había vuelto más desprendido y más prudente: las habladurías y las bromas pertenecían al pasado. Llegó al extremo de afirmar que había un problema espiritual en el origen de la crisis europea.

La Royal Geographical Society había dejado su aire augusto e imperial; en una atmósfera atareada, estaban embalando libros y documentos valiosos para enviarlos al campo, a lugar seguro. Mientras escogía los mapas que necesitaríamos para el viaje, me encontré con Eric Shipton y Campbell Secord, que partían al día siguiente para Karakorum. Habíamos decidido que, si los afganos se oponían a mis proyectos, yo me reuniría con Shipton en su valle perdido para pasar el invierno entre los shimshais y estudiar a sus mujeres mientras él se ocupaba de los hombres. (A la hora prevista para nuestro encuentro, su expedición dio media vuelta a causa de la guerra; pero uno de los compañeros de Shipton se disfrazó de mujer, haciéndose pasar por Ella Maillart, y representó mi llegada a Gilgit, donde el Political Agent anduvo de cabeza durante un tiempo.)

Mientras permanecí en Londres, me alojé en casa de Irene, la cual había conocido a Cristina, en Teherán, en 1935. A su juicio, era un error por mi parte marchar con una compañera como aquélla; jamás llegaría a Kabul, ni tampoco a Persia. Asegurándole que se equivocaba, traté de persuadirla de que conocía mejor que ella al “ángel caído”. En el fondo de mi alma, yo abrigaba la convicción de conseguir mi doble objetivo: ayudar a mi amiga y llegar a Kabul.

Pero mientras andaba vagando por la ciudad en compañía de Audrey en busca de un saco impermeable que me sirviera para dormir en las nieves del Pamir, si llegaba el caso, imaginaba la suerte que habría sido poder partir con una amiga como ella, alegre y rebosante de amor a la vida. Entonces vi con claridad que no estaba muy segura del éxito de nuestra empresa.

Desde Londres salté en avión a Munich, para entrevistarme con el doctor Herrlich, cuyo libro sobre el Kafiristán (llamado hoy Nuristán) acababa de ponerse a la venta. El gobierno afgano le había impuesto una escolta de veintiún soldados, pues ningún alemán debía penetrar en una casa indígena. Además, los soldados tenían la misión de evitar todo incidente susceptible de demostrar al resto del mundo que el progreso no había llegado aún a los valles más abruptos, remotos y escondidos. Pero cada vez que llegaban al pie de un collado, los alemanes, buenos alpinistas, emprendían la subida a marchas forzadas y, adelantándose a los soldados, ganaban sobre ellos media hora para estudiar a los kafir del pueblo inmediato. Estos hombres, de cabello castaño, adoraban todavía al dios Imra y a su esposa Nurmelli. Uno de los ritos de iniciación consistía en sacrificar una cabra al dios de la guerra, Gish. Los jóvenes de ambos sexos bailaban cogidos del brazo, cantando en coro. Las mujeres iban a dar a luz a la morada de Nurmelli, donde debían permanecer por espacio de veinte días. Al sacerdote le estaba vedado penetrar en una casa mortuoria, antes de que se hubiese erigido la efigie de la persona fallecida. Por otra parte, entre los kafir, el gallo es un animal sagrado, y los hombres se encargan de ordeñar las vacas. Los indígenas utilizan asientos; son los únicos asiáticos que no se sientan en contacto con el suelo, si se exceptúa a los remotos chinos.

Comprendí que si el doctor Herrlich había conseguido autorización para visitar el Kafiristán era porque el gobierno afgano deseaba adquirir máquinas alemanas a precio ventajoso. Yo, que no disponía de semejantes triunfos, tenía pocas esperanzas de ser admitida oficialmente en aquellos altos valles; sin embargo, y como en son de reto, compré entonces los compases necesarios para medir los cráneos de aquellos montañeses.

Me intrigaban, me fascinaban los objetos de madera que había traído la expedición: héroes a caballo que, en los cementerios, guardan los ataúdes de cedro; personajes esculpidos, de rostros angulosos bajo puntiagudos cascos; tazones cubiertos de dibujos geométricos que recordaban la Polinesia.

Antes de regresar a Ginebra me detuve en Zúrich, donde Cristina había logrado el apoyo de un museo.

Visité a C. G. Jung, con la ingenua esperanza de que en tres palabras me diera la clave de la mentalidad de los presuntos primitivos. Al ofrecerle uno de mis libros, lo miró y dijo:

— ¿Por qué viaja?

—Ando en busca de los que aún saben vivir en paz— fue la primera respuesta que me vino a los labios. El gran psicólogo me había considerado con ojo suspicaz. ¿No tendría yo aspecto de sufrir del baile de San Vito y de ir a que él me curase?

Se puso a hablar, y su exhibición de ciencia me dio vértigo; tanto al analizar lo recóndito de lo que llamaba “el cerebro del Gran Anciano”, como al describirme las alturas supraconscientes que se disponía a estudiar sistemáticamente. Le pregunté si aquellas investigaciones no eran peligrosas. Algunos años después de esta entrevista, cuando, en la India, me encontré con maestros del espíritu, me acordé de su respuesta y de la mirada de sus pequeños ojos penetrantes:

—Sí, es peligroso. Pero quien quiera conocer, tiene que arriesgarse a perder la razón.

Bañada en la luz reflejada por su lago, Zúrich estaba de fiesta: una muchedumbre entusiasta desfilaba ante la Exposición Suiza que, en vísperas de otra guerra mundial, recordaba a los confederados lo que encarnaba la Unión Helvética, vivificando así las fibras de los más heterogéneos temperamentos. Un destello de memoria trajo a mi imaginación la atmósfera similar que reinaba durante la Fiesta de Junio del festival de Ginebra, en 1914. Vi el gran teatro, cuyo inmenso escenario tenía el lago por natural telón de fondo; el coro cantando la vida de nuestro pueblo libre; y la emoción que a todos nos embargaba cuando, llenas de antiguos soldados suizos acudidos a liberar Ginebra del dominio de Napoleón, las imponentes barcas se acercaban al escenario.

¿No es acaso significativo el hecho de que estos magníficos espectáculos vivificaran el alma de los suizos la víspera de las dos tragedias universales? ¿Por qué, con qué fin le fue ahorrada a Suiza la catástrofe? Pero ¿acaso la vida tiene una finalidad? Y, si la tiene, ¿cómo saberlo? Cada asociación de ideas me volvía a aquella pregunta que me formulara por vez primera en 1918, cuando había visto tantas vidas jóvenes destrozadas inútilmente.

De vuelta a Ginebra, cuando decía a mis amigos: «Mañana salgo para Kabul», lo hacía con la misma tranquilidad con que habría dicho: «Mañana me voy a París». ¿Significaba aquello que, desde ahora, me sentiría a mis anchas en Oriente? Con la mayor naturalidad me despedí también de mi madre en el rellano, junto al ascensor, cuando ella me preguntó por enésima vez:

—¿No olvidas nada?

Visto desde el balcón de nuestro cuarto piso, nuestro coche, inmóvil en el oscuro asfalto entre dos blancos acantilados de casas modernas, aparecía diminuto, recogido, poderoso: estrecho en el radiador y ancho de popa, era una embarcación que, a lo largo de muchos meses, nos abriría Europa y Asia a través de una huidiza ola de proa.

Nos hallábamos en ruta, por aquellas carreteras excelentemente asfaltadas que tan bien conozco, cruzando el puente del Mont Blanc, bordeando las avenidas en las que bancales de tulipanes se mecían bajo la brisa azul del lago.

Era el 6 de junio de 1939.

Por más que nuestra mirada interior se concentrase en un objetivo deseado con impaciencia, nuestro avance era lento, y la nostalgia de la inmensa desolación del desierto persa no impedía a nuestros ojos gozar de las bellezas de la tierra romanda. ¡Cómo me emocionaba esta región tan variada, donde nada es excesivo; con sus altivas aristas rocosas, sus radiantes campos de nieve acariciados por las nubes desfilando, su alto heno perfumado, cuajado de margaritas, sus aguas tan puras, su profundo follaje que murmura en los parques, los sobrios hastiales de sus viejas casas grises! ¡Qué inverosímil iba a parecer todo eso, evocado desde los llanos áridos y monótonos del Irán! Pequeñas poblaciones calentándose, cual lagartos, bajo las escamas pardas de sus tejas; posadas en las que, bien sombreadas, las mesas se adosaban contra una pared lamida por diminutas olas transparentes; terrazas doradas por viñedos que adoraban al sol. Toda esa costa, anfiteatro abierto frente a los Alpes entronizados al otro lado de la arena líquida del lago de Ginebra, ¡cuánta abundancia, cuánta perfección, cuánta placidez respiraba todo, como si no existiesen unos hombres locos bajo el cielo germánico!

Sin embargo, de igual manera que un gato saciado, cerrados los ojos y embebido, al parecer, en su goce beatífico, el país se hallaba alerta; sus montañas, perforadas en todas direcciones, ocultaban armas terribles; sus antenas telegráficas estaban atentas a la menor señal.

¡Adiós, tierra limpia y diáfana, gran valle del Ródano en que se alinean los álamos temblones y donde cada torrente impetuoso recuerda un lugar encantado: Arolla, Chandolin, Zermatt o Saas-Fee! Me entretengo junto a la gran cascada so pretexto de probar la nueva cámara fotográfica, pero deseosa, ante todo, de deshacer el embrujo murmurado por tantos kilómetros de asfalto bajo nuestras ruedas rumorosas. Quiero tocar tu suelo por última vez...