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Portada

Tomáš Halík

 

 

Paciencia con Dios

Cerca de los lejanos

 

Traducción

de Antonio Rivas González

 

 

 

Herder

Página de créditos

Título original: Vzdáleným nablízku

Traducción: Antonio Rivas González

Diseño de la cubierta: Stefano Vuga

Maquetación electrónica: Addenda

 

© 2014, Tomáš Halík

© 2014, Herder Editorial, S. L., Barcelona

 

ISBN digital: 978-84-254-3374-0

Depósito legal: B-22.387-2014

Primera edición digital, 2014

 

 

La reproducción total o parcial de esta obra sin el consentimiento expreso de los titulares del Copyright está prohibida al amparo de la legislación vigente.

 

 

 

Herder

www.herdereditorial.com

Índice

Prólogo

El Evangelio sobre Zaqueo

 

I. Dirigiéndose a Zaqueo

II. Bienaventurados los alejados

III. Lejos de todos los soles

IV. Con los pies descalzos

V. Debate sobre la belleza de Dulcinea del Toboso

VI. Una carta

VII. Un Dios desconocido, demasiado cercano

VIII. El espejo de la Pascua

IX. Tiempo de recoger piedras

X. Tiempo de sanar

XI. San Zaqueo

XII. El Zaqueo eterno

 

Lista de abreviaturas bíblicas

Información adicional

Ficha del libro

Biografía

Otros títulos

Citas iniciales

De cierta gente dijo el profeta: «A quienes os dicen “No sois hermanos nuestros”, responded: “Hermanos nuestros sois”». Mirad en torno vuestro buscando de quién podríais decirlo.

SAN AGUSTÍN

 

 

La paciencia con los demás es amor, la paciencia con uno mismo es esperanza, la paciencia con Dios es fe.

ADEL BESTAVROS

 

 

Lo acepto todo por amor de Dios, incluso toda esa clase de pensamientos extravagantes...

SANTA TERESITA DE LISIEUX

 

 

Una de las más preciosas alegrías del amor terreno, servir al amado sin que este lo sepa, solo es posible en el caso de Dios mediante el ateísmo.

SIMONE WEIL

Prólogo

Con los ateos coincido en muchas cosas, a menudo casi en todo, salvo en su creencia de que no existe Dios.

En la hoy tan bulliciosa feria de la mercancía religiosa, llena de géneros de todas clases, a veces me parece que con mi fe cristiana estoy más cerca de los escépticos y de los críticos de la religión –ateos o agnósticos– que de mucho de lo que allí se ofrece con tanta impertinencia. Con cierto tipo de ateos puedo compartir la percepción de la ausencia de Dios en el mundo. Considero, sin embargo, su interpretación de ese fenómeno como demasiado apresurada: como una expresión de impaciencia. También me oprime a menudo el silencio de Dios y el peso de la lejanía divina. Me doy cuenta de que el carácter ambivalente del mundo y la multitud de paradojas de la vida también permiten explicar el ocultamiento de Dios con frases como «Dios ha muerto». Pero puedo encontrar aun otras interpretaciones posibles de la misma experiencia y otra actitud con respecto al «Dios ausente». Conozco tres formas de paciencia (profundamente interconectadas) frente a la ausencia de Dios: se llaman fe, esperanza y caridad.

Sí, la paciencia es lo que considero la principal diferencia entre la fe y el ateísmo. El ateísmo y el fundamentalismo religioso o el entusiasmo de una fe demasiado fácil se parecen de manera llamativa en lo rápido que consiguen dar por resuelto el misterio al que llamamos Dios. Y precisamente por eso todas esas posturas son para mí igualmente inaceptables. El ser humano no puede permitirse nunca dar el misterio por resuelto. El misterio –a diferencia del problema– no puede ser conquistado; es preciso esperar pacientemente en su umbral y permanecer en él. Guardarlo dentro, en el corazón –como, según el Evangelio, hizo la madre de Jesús–; dejarlo madurar allí y a través de él permitir que uno mismo madure.

Tampoco a mí me pudieron conducir a la fe las «pruebas de la existencia de Dios» sobre las que leemos en muchos libros devotos. Si las señales de la presencia de Dios estuviesen tan banalmente al alcance, sobre la superficie de la tierra, como piensan algunos entusiastas religiosos, la fe no sería necesaria. Sí, existe también una fe que mana de la simple alegría y el mero encanto porque el mundo existe y por cómo es. Una fe a la que podemos poner bajo la sospecha de simpleza, pero de la que no podemos negar su pureza y su autenticidad. Esta forma de fe clara y alegre acompaña con frecuencia al enamoramiento inicial de los convertidos o centellea inesperadamente en momentos preciosos de la senda vital, a veces incluso en el fondo del dolor. Quizá sea una cata de esa envidiable libertad de la fase cumbre del camino espiritual, el momento final de plena afirmación de la vida y el mundo descrito como «vía unitiva» o «amor fati», como unión mística del alma con Dios o como asentimiento comprensivo y alegre al propio destino en el sentido de las palabras del Zaratustra de Nietzsche: «¿Que ESTO era la vida? Pues... ¡otra vez!».

Estoy convencido, sin embargo, de que a la maduración en la fe pertenece también la aceptación y el aguantar momentos –y a veces largos periodos– en los que Dios parece estar lejos, en los que permanece oculto. Lo patente y demostrable no requiere la fe, después de todo; la fe no la necesitamos en la luz de las seguridades inconmovibles, accesibles a la fuerza de nuestra razón, nuestra imaginación o nuestra experiencia sensorial. La fe está aquí precisamente para esos instantes de penumbra en los que la vida y el mundo están llenos de inseguridad, durante la fría noche del silencio de Dios. Y su función no es saciar nuestra sed de certeza y seguridad, sino más bien enseñarnos a vivir con el misterio. La fe y la esperanza son expresiones de nuestra paciencia, precisamente en esos periodos. Y lo mismo el amor: un amor sin paciencia no es un auténtico amor. Diría que esto vale tanto para el amor terreno como para el amor a Dios, si no estuviese seguro de que el amor es solo uno, de que su esencia más propia es solamente una, indivisa e indivisible. La fe –como el amor– está inseparablemente unida a la confianza y a la fidelidad. Y la confianza y la fidelidad se hacen patentes mediante la paciencia.

La fe, la esperanza y el amor son tres aspectos de nuestra paciencia con Dios; son tres formas de asumir la experiencia del ocultamiento de Dios. Ofrecen, por ello, un camino completamente diferente tanto del ateísmo como de la credulidad superficial. Son, sin embargo, al contrario que estos dos atajos que se ofrecen con frecuencia, un camino realmente largo. Este camino –de modo similar al éxodo de los israelitas– recorre también el desierto y la oscuridad. Sí, a veces el sendero también se pierde, es parte de esta peregrinación la búsqueda incesante, igual que perder en ocasiones el camino; a veces tenemos que bajar muy hondo al abismo, al valle de las sombras, para encontrarlo de nuevo. Pero, si no fuese por ahí, no sería un camino hacia Dios: Dios no vive en la superficie.

La teología tradicional afirmaba que la razón humana es capaz de llegar al convencimiento de que existe Dios a través de la simple contemplación del mundo creado, y por supuesto es posible estar de acuerdo con esta afirmación (o, dicho con mayor precisión: el mundo está abierto a la posibilidad de esta interpre­tación y la razón es capaz de llegar a esta conclusión, pero el mundo, no obstante, es una realidad ambivalente, que no obliga a esta interpretación y permite teóricamente otras perspectivas; y el mero hecho de que la razón «sea capaz» de algo no implica que la razón de cada ser humano particular deba usar necesariamente esta potencialidad). Sin embargo, esta misma teología tradicional sabía bien y enseñaba que la convicción humana de la existencia de Dios es algo distinto de la fe. El convencimiento humano reposa en el reino de lo «natural», mientras que la fe trasciende sus dominios, es un don –«virtud divina infusa». Según Tomás de Aquino, la fe es un don de la Gracia, que Dios infunde en la razón humana, posibilitándole superar su capacidad natural y, de un cierto modo limitado, participar del perfecto conocimiento con que Dios se conoce a sí mismo. Aun así, sigue habiendo una enorme diferencia entre el conocimiento que la fe hace posible y el conocimiento de Dios cara a cara, la «visión beatífica», que está reservada a los santos en el cielo (o sea, también a nosotros, si damos testimonio de la paciencia de nuestra fe peregrina y de esa ansia que no puede ser perfectamente saciada durante todo el tiempo que dura nuestra vida, hasta el umbral de la eternidad).

Si nuestra relación con Dios estuviese fundada solamente en la convicción de su existencia, a la que es posible llegar sin padecimientos por medio del aprecio emocional de la armonía del universo o del cálculo racional sobre la cadena de las causas y los efectos, entonces no sería eso que tengo en mente cuando hablo de la fe. Según los antiguos doctores de la Iglesia, la fe es un rayo de luz con el que Dios penetra en la oscuridad de la vida humana; Dios mismo está de esta manera, con el roce de este rayo de su luz, presente en ella, de modo parecido a como el sol inmensamente lejano toca la tierra y nuestros cuerpos, calentándolos con su calor. Pero también hay momentos de eclipse en nuestra relación con Dios.

Es difícil decidir si hay más de esos momentos de eclipse en nuestra época de los que había en el pasado, o si es que estamos mejor informados y somos más sensibles ante ellos. De igual manera, es difícil decidir si esos tenebrosos estados del alma, la angustia y la tristeza, que sufre hoy tanta gente en nuestra civilización y a los que hoy describimos con nombres procedentes del campo de la medicina clínica, que los estudia y se esfuerza por eliminarlos con sus medios y desde su perspectiva, son más abundantes que en el pasado, o si las generaciones precedentes les dedicaban menos atención, afanadas en otras preocupaciones, o acaso tenían otros medios –posiblemente más eficaces– con los que superarlos o enfrentarlos.

Esos momentos de oscuridad, caos y absurdo, fuera del recinto seguro del orden racional, recuerdan llamativamente lo que profetizaba Nietzsche por boca de su «loco», que traía el anuncio de la muerte de Dios: «¿Adónde se dirigen ahora nuestros movimientos? ¿Lejos de todos los soles? ¿No caemos incesantemente? ¿Hacia adelante, hacia atrás, de lado, de todos lados? ¿Hay aún un arriba y un abajo? ¿No vamos errantes como a través de una nada infinita? ¿No nos persigue el vacío con su aliento?».

Momentos semejantes, «lejos de todos los soles», que en el gran escenario de la historia designamos con símbolos como «Ausch­witz», «Gulag», «Hiroshima», «11 de Septiembre» o «civilización de la muerte», y en el plano cotidiano de los destinos individuales con las palabras depresión o crisis, son para muchos «el cimiento del ateísmo». Son la causa de su convicción de que, dicho con las palabras del Macbeth de Shakespeare, «la vida no es más que una historia sin sentido balbucida por un idiota» y el caos y el absurdo tienen en ella la primera y la última palabra. Pero hay también gente –y el autor de este libro se cuenta entre ellos– para la cual precisamente la vivencia del silencio de Dios, del ocultamiento de Dios en este mundo, es el punto de partida y uno de los aspectos fundamentales de su fe.

Pocas cosas señalan hacia Dios con tanta intensidad y claman por él con tanta urgencia como la experiencia de su ausencia. Esta vivencia puede llevar a algunos a «denunciar a Dios» y a veces al rechazo de la fe. Pero existen, asimismo –especialmente en la tradición de los místicos–, otras muchas interpretaciones de su ausencia, otras maneras de saldar cuentas con ella. Sin la dolorosa experiencia del «mundo vacío de Dios» nos será difícil entender el sentido de la búsqueda religiosa y todo lo que queremos decir acerca de la «paciencia con Dios» y sus tres aspectos, la fe, la esperanza y el amor.

Estoy convencido de que una fe madura debe incorporar dentro de sí esas experiencias con el mundo y con Dios, que algunos llaman «muerte de Dios» o –menos dramáticamente– silencio de Dios, aunque debe también someterlas a la reflexión interior, vivirlas y superarlas honestamente, no de modo superficial y trivial. No digo a los ateos que no tienen razón, sino que no tienen paciencia; afirmo que su verdad es una verdad incompleta.

A Hans Urs von Balthasar le gustaba utilizar la expresión «saquear a los egipcios» para ilustrar el esfuerzo de los cristianos de apropiarse de lo mejor de la «cultura pagana», de forma parecida a como los israelitas al salir de Egipto consiguieron de los egipcios su oro y su plata. Sí, tengo que confesar que no me agradaría permitir que, el día que al ya viejo ateísmo de la modernidad europea lo cubra el manto del olvido, el cristianismo no hubiese conquistado y apropiado para sí lo que en él era de oro, honesto y sincero, aunque fuese una verdad incompleta.1

No obstante, hay que añadir de inmediato que también nuestra verdad, la verdad de la fe religiosa aquí en la tierra, está también de algún modo incompleta, pues está en su más propia esencia abierta al Misterio, que no será revelado plenamente hasta el fin de los tiempos. Por eso hemos de resistir la tentación de soberbio triunfalismo, por eso cuando hablamos con los «no creyentes» y con los que creen de otra forma tenemos qué decirnos, por eso también nosotros tenemos que escuchar y aprender. Sería una negligencia punible que el cristianismo no utilizase en su provecho el hecho de haber sido –como ninguna otra religión– expuesto durante la Edad Moderna a los crisoles purificadores de la crítica atea; y tan infeliz sería que no se atreviese a entrar en ese horno de fundición, como que renunciase en medio de las llamas a su fe y su esperanza, que han de ser probadas y refundidas por ese fuego. No deberíamos orar –aprendiendo del Apóstol San Pablo– para que el cuerpo del cristianismo fuese librado de ese aguijón, sino que el aguijón del ateísmo debería des­pertar constantemente nuestra fe de la adormecida serenidad de las falsas seguridades, llevándonos a confiar más en la fuerza de la Gracia, que se manifiesta en mayor medida precisamente en nuestras debilidades.2

También el ateísmo puede ayudar a «preparar el camino al Señor», puede ayudarnos a purificar nuestra fe de «ilusiones religiosas». No podemos, sin embargo, dejarle la última palabra, como hace la gente impaciente. Incluso en los momentos de gran cansancio deberíamos mantenernos perceptivos a un mensaje semejante a aquel que le trajo el ángel al profeta Elías en su camino hacia el monte Horeb: ¡Levántate, tienes un largo camino ante ti!

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Será difícil hallar en nuestro planeta dos sitios tan absolutamente diferentes entre ellos como el lugar donde fue dado el impulso para la escritura de este libro y el entorno en que el manuscrito vio finalmente la luz. Como los cinco libros que lo precedieron, he escrito casi todo el texto durante las vacaciones de verano, en el profundo silencio y la completa soledad de un eremitorio en el bosque, cerca de un monasterio contemplativo en Renania. Pero la idea fue concebida una gélida tarde de invierno en una de las calles más bulliciosas de la tierra, en el Broadway neoyorquino, en uno de los pisos más altos de un rascacielos perteneciente a la editorial Bertelsmann-Doubleday, en una habitación con una vista fascinante sobre los tejados nevados de Manhattan.

Mientras cerraba con los empleados de la editorial el contrato para la edición inglesa de La noche del confesor, a Bill Berry le llamó la atención el título de otro de mis libros, la recopilación de homilías Hablando a Zaqueo. Y, cuando le expliqué por qué había usado justamente el relato sobre Zaqueo como lema de ese libro, me invitó a desarrollar el «motivo de Zaqueo» en un nuevo libro independiente, de modo similar a como Henri Nouwen dedicó su conocido ensayo a otro relato bíblico, el retorno del hijo pródigo.

Solicité varios días para pensármelo y vagabundeé aún un rato por los ruidosos bulevares de Manhattan. Y luego, en la Quinta Avenida, entré en la catedral de San Patricio, ese santuario de silencio en el vivo y palpitante corazón de la metrópoli estadounidense. Y allí decidí aceptar el reto.

Quisiera agradecerles una vez más a Billy Berry y a mi agente literaria, la señora Marly Rusoff, aquella inspirativa conversación y a los padres del monasterio del valle del Rin su amable y discreta hospitalidad, y –junto a mis restantes amigos y mi gente más cercana– su oración, con la que me acompañaron en las semanas de meditación y trabajo en este libro.

Mi más sincero agradecimiento a la editorial Herder de Barcelona por poner mi libro a disposición del público hispanohablante y al padre Antonio Rivas por su cuidada traducción.

 

 

 

Notas prólogo

 

1. De forma completamente simétrica –y justificada– escribe, por otra parte, el filósofo posmoderno Slavoj Žižek: «La auténtica herencia del cristianismo es demasiado valiosa para que la dejemos en manos de lunáticos fundamentalistas». Véase The Fragile Absolute or Why is the Christian legacy worth figting, Londres/Nueva York, Verso, 2001, pág. 2 [vers. cast.: El frágil Absoluto o ¿Por qué merece la pena luchar por el legado cristiano?, Valencia, Pre-Textos, 2002].

2. Véase Cor 12,7-10.

El Evangelio sobre Zaqueo

«Jesús entró en Jericó y la fue atravesando, cuando un hombre llamado Zaqueo, jefe de recaudadores y muy rico, intentaba ver quién era Jesús; pero a causa del gentío, no lo conseguía, porque era bajo de estatura. Se adelantó de una carrera y se subió a una higuera para verlo, pues iba a pasar por allí. Cuando Jesús llegó al sitio, alzó la vista y le dijo: «Zaqueo, baja aprisa, pues hoy tengo que hospedarme en tu casa». Bajó a toda prisa y lo recibió muy contento. Al verlo, murmuraban todos porque entraba a hospedarse en casa de un pecador. Pero Zaqueo se puso en pie y dijo al Señor: «Mira, Señor, la mitad de mis bienes se la doy a los pobres, y a quien haya defraudado le restituyo cuatro veces más». Jesús le dijo: «Hoy ha llegado la salvación a esta casa, pues también él es hijo de Abraham». Porque el Hijo del Hombre vino a buscar y salvar lo que estaba perdido.»

Lc 19,1-10

I. Dirigiéndose a Zaqueo

Era muy temprano, y sobre las calles de Praga reposaba la nieve fresca. Todo era en aquel entonces –en la primera mitad de los años noventa– todavía relativamente fresco. Pocos años antes había caído durante la «Revolución de terciopelo» el régimen comunista con el poder monopolizado por el partido y la policía, y tras decenios había sido restaurada una verdadera democracia parlamentaria. También la Iglesia y la universidad disfrutaban de nuevo la libertad. Igualmente, en mi vida este vuelco trajo grandes cambios: había sido ordenado sacerdote clandestinamente en el extranjero en los años setenta, una época en la que la Iglesia y la religión llevaban ya décadas perseguidas, o sea, que ni mi madre, con la que vivía, podía saber que era sacerdote; durante 11 años ejercí mi servicio presbiteral en la ilegalidad, en la «Iglesia subterránea». Ahora podía ejercer públicamente el sacerdocio, libremente, sin ningún riesgo o represión, en la parroquia universitaria recién fundada en el corazón de la Praga vieja. Después de muchos años en los que solamente había podido enseñar filosofía en cursos clandestinos en el marco de la «universidad volante»1 y no había podido publicar más que en samizdats,2 podía volver a la universidad, escribir en los periódicos y publicar libros.

Pero esa mañana invernal mis pasos no se encaminaban ni a la iglesia, ni a la universidad, sino al edificio del Parlamento. Entre las novedades de la época se contaba la costumbre, establecida pocos años antes, de invitar una vez al año al Parlamento, antes de la Navidad, a un eclesiástico de alguna de las diversas confesiones, a que pronunciase para los diputados y los senadores reunidos una breve meditación antes de la última sesión previa a las vacaciones navideñas.

Sí, todo era aún relativamente fresco y todavía olía a libertad recién recuperada. Pero desde la «Revolución de terciopelo» habían pasado ya algunos años, la primera ola de euforia y el efecto narcótico del vértigo ante los espacios recién abiertos habían desaparecido, las ilusiones iniciales se habían desvanecido y en la vida pública aparecían muchos problemas y complicaciones no previstos antes. En la sociedad se había introducido furtivamente algo que los psiquiatras llaman «agorafobia»: ansiedad ante los espacios abiertos, literalmente «miedo al mercado». De repente, en el mercado de los productos y de las ideas se tenía a disposición casi todo, más allá de lo imaginable; pero mucha gente, precisamente por esa diversidad de ofertas y la necesidad de elegir entre ellas, estaba confusa e insegura. A algunos esa inesperada inundación deslumbradora de colores les producía dolor de cabeza y a ratos incluso sentían nostalgia del blanco y negro (que, sin embargo, era en realidad un aburrido y cansino gris) del mundo de antaño.

Al final de mi alocución ante los miembros del Parlamento y los senadores –la mayoría de los cuales probablemente no había tenido nunca la Biblia en las manos– me referí a esta escena del Evangelio de Lucas: Jesús atraviesa la multitud en Jericó, y de repente se dirige al jefe de los recaudadores de impuestos, que lo observaba escondido entre las hojas de una higuera.3

Después comparé este relato con la forma de comportarse de los cristianos en nuestro país. Cuando después de la caída del comunismo los discípulos de Cristo salieron tras largo tiempo libremente a la luz pública, percibieron por todas partes a una multitud que ahora les aplaudía, acaso no pocos de los que hasta entonces los amenazaban con el puño. Mas no se dieron cuenta de que los árboles a su alrededor estaban llenos de Zaqueos. De aquellos que no querían o no podían mezclarse con la masa de los creyentes, fueran viejos o recién estrenados, pero no eran, sin embargo, indiferentes ni enemistosos. Estos Zaqueos eran buscadores y curiosos, pero a la vez deseaban mantener cierta distancia y perspectiva; esa extraña mezcla de interrogación y espera, interés y rubor, a veces puede que sentimiento de culpa y de estar de alguna manera fuera de lugar, les hacía mantenerse escondidos entre las hojas de la higuera.

Jesús se dirigió a Zaqueo llamándolo por su nombre, lo animó a que bajase de su escondite. Lo sorprendió queriendo hospedarse bajo su techo, a pesar de que podía contar con que iba a ser inmediatamente calumniado y criticado: «¡Ha entrado a hospedarse en casa de un pecador!».

No está escrito que Zaqueo se incorporase a los discípulos de Jesús, que lo siguiese por los caminos como su colega Mateo, como los Doce elegidos o tantos otros hombres y mujeres. Pero sabemos que decidió dar un giro a su vida y que a su casa llegó la salvación. La Iglesia de nuestro tiempo no ha logrado, sin embargo, dirigirse así a sus Zaqueos.

Previne a los parlamentarios de que no sucediese algo semejante también en el plano ciudadano y político. Es verdad que muchos observaban aún los nuevos comienzos democráticos en nuestra tierra –pasado ya quizá cierto tiempo de euforia colectiva inicial– con curiosidad y cierto anhelo, pero, por diversas razones, también con cierta reserva y desasosiego. Es posible, sin embargo, que muchos de ellos estuviesen esperando inconscientemente el momento en que algo o alguien realmente los interpelase e invitase. ¿Cuántos políticos, ocupados en organizar a sus partidarios o en pleitos con sus adversarios, estarían preparados para entender a estos Zaqueos, a fijarse en ellos con interés y respeto sinceros, a «dirigirse a ellos por su nombre», a hablar con ellos, a acercarse a ellos? Quizá por esta negligencia muchos «recaudadores de impuestos» no cambiaron su vida, muchas injusticias dejaron de ser corregidas, muchas esperanzas se vieron defraudadas.

Zaqueo puede parecer un incorregible individualista, inclasificable: allí donde la gente se suma de buen grado a las masas, sean estas entusiastas o indignadas, él busca instintivamente su pequeño lugar oculto entre las ramas de la higuera. No lo hace por orgullo, como podría parecer, pues sabe bien de su «baja estatura» y sus grandes debilidades, de sus flaquezas ante las invitaciones y las exigencias absolutas. Es capaz de abandonar su privacidad, su distancia y su perspectiva, o está dispuesto a hacerlo, solo si «se le llama por su nombre». Entonces puede incluso suceder que acoja de súbito hasta esas invitaciones absolutas y cambie su vida. Pero solo puede dirigirse a Zaqueo aquel a quien no le sea ajeno y desconocido ese hombre escondido en las ramas de la higuera; alguien que no lo desprecie y a quien no le sea indiferente; alguien para quien no sea lejano ni siquiera lo que sucede en su pensamiento y su corazón.

Hay muchos Zaqueos entre nosotros; el destino de nuestro mundo, nuestra Iglesia y nuestra sociedad depende también, acaso más de lo que estamos dispuestos a aceptar, de la medida en que se consiga o no atraerlos.

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Terminé mi alocución, pero el relato de Zaqueo no se me iba de la cabeza. Paseaba aquí y allá por la Praga prenavideña y me esforzaba en caer en la cuenta del motivo por el que precisamente este pasaje del Evangelio de Lucas me había enganchado de tal modo que no podía dejar de pensar en él. Y luego me di cuenta de que precisamente este texto podía ayudarme a comprender con más profundidad y claridad eso que desde hace tanto tiempo he sentido inconscientemente como mi propia misión y mi propia vocación.

Ni en mi trabajo sacerdotal y pastoral, ni tampoco en las restantes áreas de mi actividad, en mis libros y artículos, en la universidad y en los medios, me planteo como meta «convertir a los convertidos», cuidando a las ovejas oficiales de la grey, ni mantener interminables polémicas y debates con los adversarios. No pienso que mi tarea principal deba ser la misión clásica, si como tal se entiende el afán por conseguir cuanta más gente mejor para el propio bando eclesial o político. Siento que estoy aquí primordialmente para ofrecer una cercanía comprensiva a aquellos que tienen obstáculos insuperables para alinearse en las masas exultantes y bajo los estandartes desplegados de cualquier color; aquellos que mantienen las distancias.

Les tengo cariño a los Zaqueos; pienso que me ha sido dado entenderlos. La gente suele interpretar esa distancia a la que son aficionados los Zaqueos como expresión de su actitud de creerse superiores, pero en eso se equivocan ostensiblemente. No es tan sencillo. Si he de hablar desde mi propia experiencia, se trata más bien aquí de una especie de pudor. En algunos de ellos su aversión a las masas y sus eslóganes y estandartes mana también de intuir que la verdad es demasiado frágil como para que se la pueda corear por las calles.

Por lo demás, en su mayoría esta gente no eligió su sitio al margen voluntariamente. Puede que se mantengan rezagados porque –de forma similar a Zaqueo– son bien conscientes de que ellos mismos no tienen su propia casa bien ordenada; saben, o al menos suponen, que todavía deben cambiar algo en sus propias vidas. Quizá a diferencia de aquel desdichado de una parábola de Jesús se dan cuenta claramente de que no traen puesto el traje de fiesta para poder sentarse sin más en los primeros puestos entre los invitados de honor del banquete de bodas.4 Siguen estando todavía en el camino, manchados de su polvo y lejos de su meta, demasiado poco arreglados todavía para poder mostrarse a los otros a plena luz; puede hasta que el peregrinaje de su vida se halle atascado en algún callejón sin salida.

Sin embargo, sienten la importancia del momento en el que pasa ante ellos algo esencial. Los atrae, como a Zaqueo, que ansiaba ver a Jesús; aunque a veces oculten como él sus anhelos espirituales y su sed entre las ramas de la higuera; ante los demás y a veces también ante sí mismos.

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Solamente puede dirigirse a Zaqueo quien «sabe su nombre»: quien conoce su misterio. Aquel a quien este tipo de gente no le es ajeno, que es capaz de sintonizar con los intrincados motivos de su timidez. Cabe decir que puede acercarse realmente a los Zaqueos contemporáneos quien ha sido él mismo y sigue siendo en cierta medida Zaqueo. La gente que como mejor se siente es dentro de la masa exultante difícilmente puede entender a Zaqueo.

Vi una vez en las paredes de una estación del metro de Praga la pintada «¡Jesús es la respuesta!», que posiblemente había escrito allí alguien que volvía desbordante de entusiasmo de alguna concentración evangélica. Solo que algún otro añadió acertadamente bajo su proclamación: «Pero ¿cuál era la pregunta?». Esto me recordó el comentario del filósofo Eric Voegelin de que el mayor problema de los cristianos actuales no es que no sepan las respuestas correctas, sino más bien que han olvidado las preguntas que habían sido planteadas y a las que se dirigían estas respuestas.

Las respuestas sin preguntas –sin esas que en su origen las provocaron, pero también sin aquellas otras que despiertan subsiguientemente cada respuesta– son como árboles sin raíces. ¡Y cuántas veces, sin embargo, son propuestas nuestras «verdades cristianas» como árboles talados, ya sin vida, en los que no puede anidar ave alguna! (El joven profesor Joseph Ratzinger comentó una vez, a propósito de la parábola de Jesús sobre el Reino de Dios como un árbol en cuya copa anidan los pájaros –y no sé si hoy lo firmaría con la pluma papal o lo sellaría con el «sello del pescador»–,5 que la Iglesia empezaba a parecerse peligrosamente a un árbol con muchas ramas secas, en las que se posan a menudo pájaros bastante raros.)

Solo el encuentro entre las preguntas y las respuestas devuelve a nuestras palabras un significado real y una dinámica de vida: la verdad acontece en el diálogo. Las respuestas suelen conllevar la tentación de terminar el proceso de nuestra búsqueda, como si el objeto de la conversación fuese un problema... y este hubiese sido ya resuelto. Pero con la siguiente pregunta se trasluce de nuevo la profundidad inagotada del misterio. Repitamos una y otra vez: la fe no trata de problemas, sino más bien del misterio, y por eso no podemos nunca abandonar el camino de la búsqueda y la interro­gación. Sí, nuestro camino tras Zaqueo significa a menudo ir de los problemas a los misterios, recorrer el camino de vuelta de las respuestas aparentemente definitivas a las preguntas.

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Pablo, el «decimotercer apóstol», el que más aportó a la extensión del Evangelio, escribió: «Me he hecho todo para todos». Acaso en estos tiempos el modo más eficaz en que podamos ofrecer la cercanía de Cristo sea hacernos nosotros, sus discípulos, buscadores con los que buscan y preguntadores con los que preguntan. De los que proclaman que ya han llegado a su destino y ofrecen respuestas rápidas, aunque a menudo banales, hay de sobra. Por desgracia, también entre quienes invocan el nombre de Jesús. Puede que acerquemos a aquel en quien hemos creído a los Zaqueos de nuestro tiempo precisamente haciéndonos sus prójimos, al modo de Jesús, mientras «observan entre las hojas».

Hace tiempo llegó a mis manos un libro de un obispo con el subtítulo «Libro para los que buscan y los que dudan», y lo abrí con curiosidad, porque, además, conozco personalmente al autor y lo aprecio. Pero tras leer algunas páginas vi que este subtítulo –ya proviniese del autor o de algún editor avispado– era un mero truco publicitario. Todo el tono del libro delataba que el autor trataba a los buscadores desde la posición de quien ya encontró, y a los dudosos como quien quiere y puede convertir sus dudas en certezas.

Entonces decidí que iba a escribir libros de otro tipo: como quien duda con los que dudan y busca con los que buscan. Y de inmediato sentí que Dios realmente había aceptado esta intención y la tomaba todavía más en serio que yo en ese momento en el que se me había ocurrido la idea. Para que este trabajo no fuese un mero teatro, Dios consiguió quebrantar progresivamente muchas de las seguridades religiosas que había tenido hasta ese momento. Pero al hacerlo me preparó a la vez un regalo valioso e inesperado: justo en esas quiebras, en esos momentos de seguridades que temblaban y caían, justo a través de ese boquete en el tejado, de ese movimiento de preguntas y dudas siempre nuevas, me mostró su rostro como nunca hasta entonces.

Comprendí que el «encuentro con Dios» –la conversión, el asentimiento creyente al modo en que Dios se revela y la forma en que la Iglesia transmite este misterio– no es el final del sendero. La fe es seguimiento, tiene el carácter de un camino que nunca termina en esta tierra. La verdadera búsqueda religiosa no puede terminar nunca durante nuestra vida en este mundo tal como termina exitosamente la búsqueda de algún objeto, es decir, con su hallazgo y su posesión; porque no se encamina a ningún fin material, sino al corazón del Misterio, que es inagotable, que no tiene fondo.

La ruta hacia los Zaqueos de hoy, hacia la gente al margen –frecuentemente al margen o más allá de los confines visibles de la Iglesia, en esa curiosa zona fronteriza entre los dos campamentos fortificados de aquellos que «lo tienen claro» (o sea, de los creyentes seguros de sí mismos o de los ateos seguros de sí mismos)–, me ayudó a comprender de una forma nueva, desde un punto de vista distinto, tanto la fe como a Aquel a quien la fe se refiere.

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En la medida en que somos discípulos de Cristo, queremos que Él sea aquel con quien se encuentren los Zaqueos de nuestra era. También yo me hago continuamente, aun mientras trabajo en este libro –soy sacerdote, después de todo– la pregunta sobre qué significa acercar hoy a alguien a Cristo y a través de Cristo a Dios. No pienso que sea tan fácil como les parece a algunos cristianos entusiastas. El sacerdote no puede convertirse en un agitador, un propagandista, un hombre de lemas simples y hábil manipulación de los demás; su rol es más bien acompañar a otros, con paciencia y gran respeto a cada uno, guiar, iniciar, llevar hasta el umbral del misterio, que conquistarlos al estilo con que los políticos o los comerciantes captan el interés para su mercancía más reciente.

Esto debe ser palpable incluso en la forma en que nos dirigimos a los demás, debe ser posible oírlo y distinguirlo ya en la forma de nuestro discurso, en nuestro lenguaje. Porque nuestra lengua es fruto de las ideas de nuestro corazón. Si nuestro lenguaje no es mera cháchara vacía, o pura producción de frases sin alma, entonces él mismo es ya una acción que puede ocasionar mucho bien o mal. En este sentido, también puede decirse sobre la forma en que hablamos que «por los frutos los conoceréis».

Puede que haya llegado el momento de que muchas palabras pías dejen de estar en nuestros labios o en nuestros estandartes. Estos vocablos, a causa de usarlos de continuo, y a veces con excesiva frivolidad, se han gastado y embotado, han perdido su significado y su peso, se han vaciado, se han vuelto demasiado ligeros y banales. Otras palabras se volvieron torpes, se anquilosaron, se oxidaron; se hicieron demasiado pesadas para poder expresar el mensaje evangélico, la Buena Noticia. Algunas palabras devotas suenan hoy como un tímpano roto, ya no pueden cantar alabanzas a Dios: «No son capaces de bailar», tal como Nietzsche esperaba de un Dios en el que pudiese creer. Nietzsche, vástago de una familia de pastores protestantes, diagnosticó implacablemente la presencia en nuestros sermones de un «espíritu pesado» y, sobre todo, de «moralina», de ese veneno de la moralización pesimista y amargada. Esa orgullosa y taciturna falsa solemnidad –que delata con su incapacidad para el humor y la espontaneidad la carencia de libertad interior– siempre me recuerda a Mical, la hija de Saúl, que despreció al rey David cuando danzaba delante del Arca; por lo demás, esta forma de piedad, como ella, es castigada de ordinario con la infertilidad.

Pero la danza de David delante del Arca fue algo completamente distinto de lo que son los números efectistas de los showmen profesionales de los actuales circos religiosos. Recuerdo la primera vez que vi un megashow de predicadores evangélicos en la televisión estadounidense, el largo rato que mantuve la esperanza de que fuese tan solo una parodia en la que unos cómicos estuviesen haciendo una caricatura de la religión; no quería creer que alguien pudiese pensar en serio que es posible hablar de Dios con semejante vulgar naturalidad, propagar el Evangelio como una marca fiable de automóviles. A la alegría espiritual se le daba allí el cambiazo por su sucedáneo barato, el entretenimiento, lo kitsch al gusto del consumidor irreflexivo de la actual «industria del entretenimiento» de masas. Es verdaderamente triste contemplar cómo los que deberían ser profetas se convierten en ridículos payasos.

El profeta tiene que ser un hombre de la verdad. Sin embargo, la verdad del Evangelio no es igual que la verdad de la teoría científica (en el sentido en que entendieron y entienden la verdad de la ciencia los partidarios del cientificismo y el positivismo). No se la puede recluir en definiciones o en sistemas cerrados y sin contradicciones. Jesús unió para siempre tres conceptos: verdad, camino y vida. La verdad está, igual que el camino y la vida, en continuo movimiento, en proceso, aunque este proceso no pueda entenderse tan solo como evolución y progreso. La Biblia no nos lleva a la verdad por medio de definiciones y sistemas teóricos, sino por la vía de los relatos, de dramas grandes y pequeños. Como el relato de Zaqueo y otros miles. La mejor forma de entender los relatos bíblicos es entrando en ellos, dejándonos absorber por dichos dramas –como mínimo, al modo de los participantes en los dramas sagrados de la antigua Grecia– y experimentando en ellos la catarsis, la propia transformación.

Si queremos hablar hoy de nuevo de las cosas de Dios, tenemos que sanar y resucitar algunas palabras, porque ya están agotadas bajo el peso de los muchos significados que la gente ha ido cargando sobre ellas a lo largo de los siglos. Me vienen a la mente las palabras de un antiguo himno de la Iglesia, una ferviente súplica al Espíritu Santo: «Riega lo que es árido, cura lo que está enfermo, doblega lo que es rígido, calienta lo que está frío». Y podemos, quizá, añadir todavía otra plegaria: ¡Acerca lo que está alejado!

 

 

 

Notas: I. Dirigiéndose a Zaqueo

 

1. Universidad clandestina. Instituciones de este tipo existieron en varios países del bloque comunista y permitieron estudiar a muchas personas a las que el régimen no autorizaba el acceso a la universidad pública oficial. (N. del T.)

2. Copia y distribución clandestina de literatura prohibida por el régimen soviético y, por extensión, también por los gobiernos comunistas de Europa oriental durante la denominada Guerra Fría. Solían ser obras o revistas de muy baja tirada, multiplicada mediante la mecanografía de varias hojas con papel de calco o a veces con la simple copia manuscrita. (N. del T.)

3. En algunas traducciones el árbol es un sicómoro.

4. Véase Mt 22, 11-14.

5. La primera edición de este libro fue escrita durante el pontificado del papa Benedicto XVI. (N. del T.)