Cubierta

ANDRÉS TORRES QUEIRUGA

LA TEOLOGÍA DESPUÉS DEL VATICANO II

Diagnóstico y propuestas

Herder

www.herdereditorial.com

Diseño de cubierta: Gabriel Nunes

Maquetación electrónica: José Toribio Barba

© 2013, Religión Digital

© 2013, Herder Editorial, S. L., Barcelona

ISBN DIGITAL: 978-84-254-3212-5

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ÍNDICE

PRÓLOGO

CAPÍTULO I: EL ACONTECIMIENTO CONCILIAR Y SU SIGNIFICADO

1. La gestación histórica

1.1. Del Renacimiento al Modernismo

1.2. Del Modernismo al Vaticano II

2. La intención de la convocatoria conciliar

2.1. La intención fundamental

2.2. Las mentalidades en pugna

2.3. La disparidad en las valoraciones

2.4. La apuesta de fondo

3. La orientación objetiva del Concilio

3.1. Apertura fundamental, con discordancias

3.2. La denuncia del fracaso como self-fulfilling prophecy

CAPÍTULO II: LA AUTONOMÍA DEL MUNDO COMO NÚCLEO CENTRAL

1. La autonomía como clave radical

1.1. La proclamación conciliar

1.2. La autonomía, en la raíz del «desencantamiento» y la «secularización»

2. El nuevo horizonte desde la autonomía

2.1. El nuevo lugar de la Iglesia y la teología

2.2. El nuevo horizonte hermenéutico

CAPÍTULO III: LOS GRANDES TEMAS DE LA TEOLOGÍA POSCONCILIAR

1. Autonomía creatural y creación: Dios crea por amor

1.1. La unidad creación-salvación: reestructurar la historia de la salvación

1.2. El mal inevitable: reestructuración de la teodicea

1.3. Creatio continua: superar el «deísmo intervencionista» (la «petición» y el «milagro»)

2. Autonomía y subjetividad: Dios crea creadores

2.1. La revelación como «mayéutica histórica» («verificabilidad» y «diálogo»)

2.2. Autonomía y moral: no «moral religiosa», sino «vivencia religiosa» de la moral

2.3. Autonomía y socialidad: praxis de la fe y democracia eclesial

3. Autonomía y encarnación: cristología «desde dentro»

CAPÍTULO IV: MORAL Y RELIGIÓN: DE LA MORAL RELIGIOSA A LA VIVENCIA RELIGIOSA DE LA MORAL

1. El problema

2. La síntesis espontánea

3. La ruptura de la síntesis: heteronomía

4. La reacción polar: autonomía

5. La teonomía como mediación

6. No «moral cristiana», sino visión y vivencia cristiana de la moral

7. La relación estructural entre moral y religión

8. La relación institucional: Iglesia y moral

9. La vivencia creyente de la moral

CAPÍTULO V: DEMOCRACIA EN LA IGLESIA COMO TAREA PENDIENTE

1. La verdadera cuestión

2. Lo democrático en la Iglesia como fondo y posibilidad fundamental

2.1. Afinidad radical entre Iglesia y democracia

2.2. Los valores democráticos, en la constitución de la Iglesia

2.3. La enseñanza y actitudes de Jesús

3. Si no «democracia», entonces «mucho más que una democracia»

3.1. Precaverse contra el «positivismo de la tradición»

3.2. Precaverse contra las palabras abstractas

3.3. «Cuerpo de Cristo» y «Pueblo de Dios»

4. Caminos concretos de la posible democratización

4.1. El poder en la Iglesia: origen divino y administración histórica

4.2. Ejercicio democrático de la autoridad

4.3. Los pobres y la mujer en la Iglesia

CAPÍTULO VI: EL DIÁLOGO DE LAS RELIGIONES TRAS EL VATICANO II

1. El Concilio como escucha, representación y unificación

2. Revelación universal e irrestricta

3. En Dios no hay acepción de personas ni de religiones

4. Todas las religiones son verdaderas

5. Pluralismo asimétrico

6. Urgencia y prioridad del diálogo

7. Teocentrismo jesuánico

8. Respeto a otros «teocentrismos»

9. Ecumenismo en acto

10. Inreligionación

11. La aportación cristiana: Dios como Abbá

12. El diálogo prolongado en colaboración

13. Unidos y abiertos ante la llamada común

PRÓLOGO

Resulta sorprendente repasar las distintas conmemoraciones del Concilio. Han ido apareciendo veinte, treinta, cuarenta años después. Ahora, cincuenta. Con ligeras diferencias, casi todo se repite, ya sea para alabar, para lamentar, para acusar o simplemente para echar de menos. Con toda evidencia, esto da que pensar. Apunta claramente a que nos encontramos ante un proceso todavía en curso y cuya magnitud desborda cualquier intento de delimitación precisa o de diagnóstico definitivo. De hecho, solo desde una consideración de su génesis histórica se hace posible comprender la profundidad de la mutación que ha supuesto este Concilio, cargado de tantas promesas y expuesto a tantas decepciones. Y solo tratando de ir al núcleo determinante de esa mutación cabe intentar una orientación fundamental de la tarea ante la que sigue situando a la Iglesia.

Por eso este ensayo intenta no tanto perderse en los detalles, cuanto aclarar en lo posible los dinamismos fundamentales que, eclosionados en el Concilio, mueven las aguas profundas de su dinamismo y apuntan a las tareas pendientes, señalando las verdaderas puertas de su esperanza. Quiero pensar que los cincuenta años transcurridos permiten ya una perspectiva suficiente para no perderse en el fragor de las opiniones y empezar a ver por dónde va lo auténticamente relevante y decisivo.

Aun así, la tarea es todavía inmensa, las ambigüedades numerosas y los conflictos duros. Pero vale la pena seguir trabajando en un diagnóstico lo más actualizado y orientador que sea posible. De ahí la estructura del libro, que intenta ser una contribución, aunque bien breve y sintética. Consta de dos partes principales:

La primera, buscando determinar la intención profunda y el dinamismo determinante del Concilio, se centra en tres aspectos de especial relevancia: a) rastrear el núcleo que define el sentido y la orientación más honda del acontecimiento conciliar; b) clarificar la opción hermenéutica para su justa y fiel lectura, y c) precisar los problemas fundamentales que sus textos han abierto para la teología, indicando los principales caminos que aparecen abiertos y que se ofrecen como más fructíferos.

La parte segunda, dividida en tres capítulos, intenta algo así como aplicar una lente de aumento a tres de los grandes problemas aludidos en la primera. Presentes en el Concilio y presentados por él desde una perspectiva claramente renovadora, esperan todavía ser asumidos con plena coherencia teórica y realizados en sus consecuencias prácticas. La reflexión entra, por lo mismo, en terrenos todavía no debidamente explorados, tratando de detectar las articulaciones que determinan lo más característico y urgente de la nueva situación. Todos ellos responden a trabajos anteriores que se presentan aquí como tales, aunque sin renunciar a ligeras modificaciones en algunos puntos.

El primero se refiere a las relaciones entre la moral y la religión, un lugar donde, junto al de las ciencias de la naturaleza, la nueva conciencia de la autonomía humana ha hecho sentir con más intensidad tanto los graves desafíos como las posibilidades inéditas que surgen ante la Iglesia y la teología. Reconocer la autonomía en la determinación de los contenidos morales parece mermar, de entrada, la presencia y el influjo de la figura eclesial. Pero bien mirado, ese reconocimiento permite concentrar la atención en lo específico del anuncio cristiano: aclarar que en el amor creador de Dios es posible encontrar la fundamentación última de la vocación moral y, desde ella, mostrar la presencia envolvente de su apoyo salvador. Se asegura así una —actualmente necesaria y clarificadora— distinción de planos, con dos consecuencias no solo urgentes sino de enorme eficacia actual para el genuino anuncio cristiano. Por un lado, se abre el camino para remediar tanto la grave desafección interna que en este terreno se ha producido en la comunidad eclesial como, sobre todo, para frenar la hemorragia externa de abandonos de la fe por culpa de un anuncio moral no siempre debidamente actualizado. Por otro, comprender que, pese a la aparente pérdida inicial de su influjo, la autoridad moral de la Iglesia saldría reforzada, al poder concentrarse en su función específica. Misión que, en definitiva, consiste en animar a ser morales, anunciando la llamada y el apoyo divino para seguir, con generosidad fraternal y sin discriminaciones o intereses egoístas, las normas morales descubiertas para todos como el camino que marca la dirección correcta hacia la común realización humana.

El segundo problema aborda la delicada cuestión de la democracia en la Iglesia. Dejando en un plano secundario la discusión terminológica acerca de la mayor o menor exactitud en la aplicación de términos políticos, como «democracia» o «monarquía», al gobierno eclesiástico, se centra en los valores profundos y genuinos que sustentan el espíritu democrático, es decir, en los valores de libertad, participación, igualdad, tolerancia y servicio. No se trata del ser de la autoridad en la Iglesia, sino de su uso histórico. Es decir, en modo alguno se intenta cuestionar la legitimidad y la necesidad de un gobierno eclesial debidamente estructurado; lo que interesa es buscar el mejor modo de su gestión, con la única finalidad de que todo en él se configure para hacer visible y eficaz la misión de la Iglesia dentro las justas y mejores exigencias de la cultura actual. Proceder así enlaza con la llamada fundamental de su Fundador, que llamó a sus seguidores a una radicalización inaudita de esos mismos valores que, sembrados por el Evangelio en la cultura secular, ahora les llegan muchas veces como «profecía externa» desde la misma. Y desde luego resulta evidente que, en un mundo globalizado en profunda y acelerada mutación, solo una Iglesia agilizada en sus estructuras y remozada democráticamente en su gobierno puede mantener el paso de una renovación fiel a aquella Palabra que, animada por su dinamismo profético, quiere ser viva y fecunda. En la constitución Lumen Gentium, sobre la Iglesia, el Concilio, al partir de la comunidad eclesial como base y fundamento de la comprensión eclesiológica, ha puesto aquí un fundamento radical que no en vano ha sido calificado como «revolución copernicana». Una revolución pendiente que solo espera fidelidad y coraje en su realización.

El tercer problema habla del diálogo de las religiones en el mundo actual. Representa acaso la cuestión que mejor y más avanzado desarrollo ha obtenido, aprovechando para ello los inicios conciliares que, aunque más bien tímidos en la formulación, constituyen una llamada perenne al espíritu fraterno y a la generosidad cordial. El proceso mismo de la cultura, al poner en contacto a las diversas religiones, ha facilitado el conocimiento realista y la comunión de experiencias. Y sobre todo, ha hecho posible la ruptura del monopolio occidental, franqueando las puertas al protagonismo de teólogos que desde dentro de las demás culturas muestran fecundas e inéditas posibilidades de intercambio fraternal. El anuncio del Evangelio, sin renunciar ni guardar para sí lo más original de sus riquezas, centradas en el Dios de Jesús, hace pensar también que, escuchando a los otros y acogiendo sus aportes genuinos, no solo sirve para hacerles justicia a ellos, sino para resultar él mismo enriquecido en los caminos inagotables y siempre abiertos de la asimilación creyente y la realización histórica. El estilo de este capítulo es distinto. Como se verá, en un principio había sido redactado a modo de participación en un libro colectivo que tenía algo de fantasía de futuro: imaginar cómo sería un posible Vaticano III. Espero que su mayor claridad y el espíritu de abierta cordialidad con el que ha querido ser escrito sirva de descanso al final de una lectura que seguramente, al menos en determinados pasos, no habrá resultado fácil para el lector o la lectora que se hayan aventurado por la siempre fatigosa selva de los conceptos.

Si el presente ensayo ayuda a introducir algo de claridad y acaso de serena esperanza en tiempos difíciles, sería una gran satisfacción. En todo caso, su única intención es contribuir a la tarea común de seguir trabajando por una Iglesia y un cristianismo que se acerquen un poco más a su misión de anunciar al Deus humanissimus, cuyo único empeño en su creación y en nuestra historia es, desde siempre y para siempre, el bien de la humanidad. El bien de cada mujer y de cada hombre que vienen a un mundo profundamente trabajado por la angustia, pero que —desde Dios y a pesar de todo— tenemos derecho a esperar, y que sigue animado por una Esperanza más honda que nuestros fracasos y más fuerte que nuestros desalientos.

Andrés Torres Queiruga

CAPÍTULO I. EL ACONTECIMIENTO CONCILIAR Y SU SIGNIFICADO

Hoy en día, la convicción de que lo más decisivo del Vaticano II ha sido su misma celebración resulta prácticamente unánime. Somos muchos lo que pensamos que el gesto es aquí más importante que el texto, o que, al menos, no se puede interpretar este sin tener en cuenta aquel como el contexto fundamental para una interpretación correcta y realista. Se trata, en efecto, de un acontecimiento de muy amplio radio histórico, que constituye un auténtico cambio de paradigma, no solo en el pensamiento teológico sino también en la vida de la Iglesia y de su presencia en el mundo.

1. La gestación histórica

Lo que se clausuraba solemnemente el 8 de diciembre de 1965 no era tan solo el trabajo de cinco años tensos e intensos. Era la clausura oficial de toda una época histórica. Época decisiva también para la humanidad, pero, de un modo especial, para una Iglesia que se había encontrado cada vez más (auto)marginada, es decir, con tendencia a cerrarse en sí misma y excesivamente alejada del proceso general que renovaba de raíz la cultura y la sociedad.

Por eso conviene empezar contextualizando, aunque sea muy brevemente, los pasos decisivos de su génesis. En este sentido, atenderé a dos tramos principales con la intención de buscar, como he dicho, su núcleo más decisivo y determinante. El primer tramo, de arco amplio, va del Renacimiento al Modernismo; y el segundo, más corto, del Modernismo hasta nuestros días.[1]

1.1. DEL RENACIMIENTO AL MODERNISMO

Un vistazo a la historia de Occidente muestra de manera sencilla que, hasta el Renacimiento, la cultura religiosa marchó unida a la profana e, incluso, constituyó en cierto modo su fundamento. Pero a partir del fracaso —una magnífica oportunidad perdida— del Humanismo cristiano, la separación se hizo cada vez más profunda. La Reforma protestante supuso una fuerte sacudida y propició un avance, aunque resultó prisionera en «disputas de familia», es decir, en controversias confesionales que no entraban de lleno en la mutación cultural que estaba gestándose. Concretamente, y para ceñirnos al catolicismo, una ortodoxia estrecha, acentuada polémicamente por la oposición a la Reforma, buscaba en el pasado la seguridad doctrinal. La Escolástica se convirtió en un útero protector al que la ciencia de la fe se acogía cada vez que la cultura presentaba un nuevo desafío. La teología, en lugar de transformarse vitalmente para asimilar los nuevos datos creando las fórmulas y conceptos que mantuviesen viva y actual la presencia de la fe en la historia, optó tercamente por la restauración: el vino de las nuevas experiencias se metía a la fuerza en los viejos odres del pensamiento escolástico.

Hubo algo de fatal en el hecho de que mientras en el mundo secular se desencadenaba, sobre todo a partir de Descartes, la formación de un nuevo pensamiento filosófico y se forjaba una conciencia radicalmente histórica, en el mundo religioso —principalmente en el católico, si bien los protestantes tienen también su Escolástica en la Ortodoxia— se gastaba un enorme caudal de esfuerzo y de talento en hacer una colosal reedición de la filosofía medieval: eso fue la Escolástica barroca, con toda su erudición, muchas veces admirable, y sus escuelas, más atentas a la supremacía entre las confesiones que a la evangelización de la nueva cultura. De ese modo un pensamiento objetivista, abstracto y ahistórico se convirtió en una jaula de hierro para el dinamismo de la fe, impermeabilizándola para la nueva sensibilidad cultural. Las grandes conquistas del Espíritu moderno, la ciencia, la historia crítica, la epistemología, la crítica social, la psicología profunda, la conciencia histórico-evolutiva…, fueron quedando de forma ineludible, para la mirada de la teología, en una postura marginal, cuando no francamente hostil.

A partir de mediados del siglo XIX, los intentos teológicos que intentaban hacerse eco de la presión ambiental y acoger la nueva evidencia acumulada, incluso cuando esos intentos eran tan hondos y ortodoxos como los de la Escuela de Tubinga, los del cardenal John Henry Newman o los de Antonio Rosmini, acabaron marginados sin remisión. El Syllabus (1864), el Vaticano I (1870) y la encíclica Aeterni Patris (1879) marcaron la segunda gran Restauración escolástica. Hace ya muchos años, Yves Congar lo expresó sintética y acertadamente: «De una manera general las pocas respuestas creadoras propuestas en el siglo XIX solo tardíamente han sido escuchadas. Por el momento se prefirieron las restauraciones».[2]

El resultado fatal fue que el siglo XX, con su problemática novísima, acabó siendo afrontado a nivel teológico con una pesada armadura conceptual forjada fundamentalmente en el siglo XIII. Pero la acumulación interna de nuevos conocimientos teológicos y la presión creciente de la cultura externa hicieron inevitable un aumento de la tensión. La teología positiva, con su incuestionable acumulación de datos históricos y exegéticos, y la presencia insoslayable de la teología protestante, desbordaban por todos lados la estrecha conceptuación escolástica. En los teólogos más sensibles la insatisfacción tenía que buscar salida mediante la elaboración de una nueva síntesis, más acorde con el tiempo y capaz de dialogar con la cultura contemporánea.

En el frente más arriesgado —las cuestiones sobrepasaban de manera evidente la capacidad de respuesta— esto dio lugar a todo un movimiento: el Modernismo.

1.2. DEL MODERNISMO AL VATICANO II

Resulta sintomático que ya el mismo nombre le fuera impuesto como acusación en los mismos documentos oficiales que lo condenaban —y desfiguraban— de una manera implacable. El decreto Lamentabili Sane Exitu y la encíclica Pascendi Dominici Gregis (1907) detuvieron en seco el proceso, sin un tiempo mínimo para la clarificación. Fatalmente, el tomismo fue restaurado de nuevo: en 1914 incluso se impuso como obligatoria —¡con intentos de hacerla obligación de fe!— la enseñanza de las famosas 24 tesis tomistas. La Restauración fue tan autoritaria y las reacciones tan violentas, que intentos más equilibrados, que sin duda podían haber ahorrado muchas angustias y posibilitado una apertura auténtica, quedaron conscientemente marginados —caso de Maurice Blondel— o simplemente ignorados —caso de Ángel Amor Ruibal—, por citar tan solo dos de los, quizá, más geniales y creadores.

La eliminación del Modernismo, al hacerse por vía autoritaria y no por discusión libre, no podía suprimir los problemas ni ofrecer otra salida que la absolutamente insuficiente de una nueva restauración. La insatisfacción permaneció en los medios más sensibles, y la búsqueda continuó. Lo malo es que esa búsqueda —y esto resulta decisivo para la presente reflexión— se veía obligada a una cierta clandestinidad y, acosada por la sospecha, solo podía manifestarse de manera indirecta. De hecho, a partir del Modernismo la historia de la teología católica constituye, en su parte más viva y movida, una auténtica vuelta disfrazada de lo histórico reprimido. En el sentido de que los problemas no daban directamente la cara, y los teólogos buscaban presentarlos mediante estrategias colaterales que permitían evadir la rígida y vigilante censura oficial.

El cultivo de la Teología positiva, con el estudio de los Padres de la Iglesia, primero, y de la Escritura, después, fue el camino más obvio: exponer el pensamiento de san Agustín sobre la Eucaristía o mostrar—¡ya con más cuidado!— la evolución de una verdad en la Escritura, no podía ser impedido por nadie. Pero gracias a ese recurso a la conciencia creyente recibía desde la teología un estímulo y un alimento más vitales y menos rígidos que los que le llegaban de la Escolástica oficial. Resulta incalculable el influjo positivo que este procedimiento —tanto como forja de teólogos como por impregnación ambiental— ejerció sobre la teología católica.

Por otro camino, pero también con gran eficacia, la presión se manifestó en movimientos colaterales, como el de la Teología kerigmática —colocar al lado de la teología científica, escolástica, otra pastoral, histórico-salvífica: predicable— o los de la Renovación litúrgica y catequética. No lograron éxito en la reestructuración teórica de la teología, pero fecundaron el ambiente propiciando nuevos caminos.

Finalmente, la inquietud llegó a formularse de modo expreso en un amplio y plural movimiento bautizado por Réginald Garrigou-Lagrange —no con intención positiva precisamente— como la Nouvelle théologie. Fruto de toda la inquietud teológica anterior (de ahí su llamada al ressourcement, a la «vuelta a las fuentes») y a favor del vivo ambiente cultural de la postguerra, intentó liberar a la teología de su vínculo escolástico: la historia mostraba que una misma «afirmación» de fe podía ser explicada con la ayuda de distintos «conceptos»: san Agustín tuvo sus conceptos de corte neoplatónico y santo Tomás, los suyos de corte aristotélico,[3] ¿por qué no podemos aprovechar nosotros los de la(s) filosofía(s) moderna(s)? Hoy esto resulta más que evidente (aunque ya existen intentos de retroceso), pero entonces se repitió implacable la fatalidad: la Humani Generis (1950) cortó de nuevo el proceso, alcanzando en su descalificación a hombres como Dominique Chenu, Henri de Lubac, Yves Congar, Karl Rahner e incluso a Urs von Balthasar. Es decir, a teólogos que iban a tener un papel decisivo en el Concilio. Nuevo intento de restauración, por tanto.

Este recorrido, elemental y que acaso pueda parecer duro, no reproduce ni siquiera aproximadamente el ambiente de constricción y ahogo en el que se movía la teología, permite percibir la necesidad y el sentido de este magro excurso histórico. Únicamente desde él es posible comprender en profundidad la necesidad, el alcance, el destino y la tarea abierta por el Vaticano II.

2. La intención de la convocatoria conciliar

La necesidad era imperiosa, pero las dificultades enormes. La resistencia se mostró primeramente frente al hecho mismo de la convocación. Apareció pronto antes sus primeras consecuencias y siguió consolidándose hasta el día de hoy. No sería hermenéuticamente productivo pensar en «mala voluntad», simple afán de poder o espíritu de desobediencia. Es necesario un ejercicio de comprensión, que, sin centrarse en el juicio de intenciones, se esfuerce por lograr claridad en dos dimensiones principales: 1) en descubrir la intención genuina de su convocatoria y 2) detectar las razones objetivas y los fuertes condicionamientos doctrinales que dominaban —sin haber desaparecido del todo todavía hoy— el ambiente general. En la falta de claridad sobre estos aspectos reside tal vez la raíz más fuerte y duradera de gran parte de los equívocos, y así se explica que un mismo concilio, sin que nadie se proponga negarlo de modo expreso, haya dado y esté dando lugar a interpretaciones tan contrapuestas.

2.1. LA INTENCIÓN FUNDAMENTAL

Si personalmente tuviera que resumir en un solo punto el papel histórico del Concilio, diría que consistió en dar, de modo autorizado y oficial, salida libre a los impulsos actualizadores largamente reprimidos. Tomando en serio este hecho, se tiene acaso la mejor clave para comprender tanto su impacto como las reacciones que provocó y sigue provocando.

El papel fundamental de un concilio no es crear, sino evitar desviaciones, aclarar el ambiente y abrir caminos de futuro. En él confluyen las corrientes teológicas actuantes en el cuerpo eclesial y por él o bien reciben ánimo y libre curso o bien son refrenadas, corregidas e incluso reprimidas. Por eso en los concilios hay siempre discusiones y grupos, minorías y mayorías, y todo se decide por votación, aunque el resultado incluya su sanción expresa por los obispos unidos al Papa.

En el funcionamiento y desarrollo del Vaticano II, después de fuertes tensiones y duras luchas por ganar el asentimiento de la asamblea, la línea renovadora —por primera vez desde hacía muchos siglos— consiguió imponer sus derechos e incluso marcar la orientación general. Eso fue lo que en aquel ambiente le confirió un carácter explosivo: era como un largo respiro después de siglos de atmósfera enrarecida, contención doctrinal y represión autoritaria. Algo así como un desbordarse de vivas aguas largamente represadas. De hecho, entonces fue proclamado por Juan XXIII como un «nuevo Pentecostés» y, en general, percibido por los protagonistas como una verdadera revolución, como una mutación histórica de muy hondo calado.

Pero dentro llevaba la dualidad. Dar cauce a las corrientes progresivas, suponía situar la teología en una fuerte encrucijada estructural. Lo que para unos era punto de partida, a otros les parecía excesivo como punto de llegada; con lo cual las tensiones, de no ser reabsorbidas, tendrían que aumentar necesariamente. Sucedió ya, a veces muy duramente, dentro del aula conciliar y en sus alrededores. Se fue acentuando más tarde, a medida que el entusiasmo conciliar decrecía y las dificultades tanto en la comprensión como en la ejecución fueron emergiendo con claridad. Y esa es a todas luces la dura tensión todavía no resuelta: tenerlo en cuenta, permite comprender del mejor modo posible lo que hoy está en juego. Si a esto se añaden las inercias del poder, incluso del eclesial, permite, además, comprender sin caer en maniqueísmos moralizantes de buenos y malos, sino viéndolo ante todo como la inevitable interacción de mentalidades que en tan poco tiempo no podían superar una situación que era producto de siglos.

Tratemos de verlo con un mínimo de detalle. Atenderé primero a los factores subjetivos, para abordar luego los objetivos.

2.2. LAS MENTALIDADES EN PUGNA

Los que se habían formado y vivían dentro de la tradición escolástica estaban prácticamente imposibilitados, no digamos para protagonizar la nueva mentalidad, pero ni siquiera para entenderla de verdad. Se trataba de paradigmas incompatibles: de ordinario, lo más que podía hacer el nuevo paradigma, era yuxtaponerse al viejo, que seguía constituyendo la base verdadera, la auténtica forma mentis de los educados en él. Y subrayemos que esto no dependía sin más de la voluntad: incluso con la mejor intención de aceptar sinceramente los resultados del Concilio, las más de las veces estos quedaban por fuerza externos e inasimilados.

Lo grave es que en ese caso —cosa reconocida muchas veces por ellos mismos— estaban la mayor parte de los obispos que protagonizaban la asamblea y de los teólogos que los asesoraban. Empujados por el dinamismo conciliar —digamos también: por el Espíritu conciliar—, aprobaron una orientación que no podían comprender a fondo ni asimilar vitalmente. Y los hubo, además, que nunca la aceptaron cordialmente: Henri Lefebvre no es más que la punta de un iceberg de sordas pasividades, calladas resistencias y ocultos resentimientos. El tiempo ha demostrado lo profundamente arraigados que estaban —y están— en amplios, y altos, ambientes eclesiásticos.

No puede extrañar que cuando las consecuencias de los principios allí sentados quieren traducirse en la práctica, se hayan encontrado, y se encuentren, con barreras prácticas o descalificaciones teóricas: los procesos a teólogos, los frenos a los movimientos de acción apostólica o las limitaciones en la reforma litúrgica podrán no tener aquí toda la explicación, pero tienen con seguridad el más decisivo fundamento. Estas son, por lo demás, las voces que se yerguen espontáneamente cuando las circunstancias ambientales o los vientos que soplan desde la autoridad propician posturas pre o anticonciliares.

Por el contrario, para aquellos que habían promovido la renovación, el Concilio tenía en muchos aspectos el carácter de un punto de partida: el punto desde donde se podían abordar, por fin, problemas hasta entonces inaccesibles o que, en todo caso, se podían abordar en un nuevo clima de libertad.

Basta pensar en el retraso de siglos que las sucesivas restauraciones escolásticas habían impuesto en el estilo y en los mismos planteamientos teológicos, para comprender que el reconocimiento oficial de la nueva situación no podía recuperar sin más el retraso. Lo que hacía era sencillamente —¡y no hacía poco!— animar la empresa, darle libertad y abrirla al futuro. Pero la tarea auténtica quedaba justo delante del Concilio.

Se contaba, desde luego, con los diversos avances que, a pesar de todo, se habían ido haciendo. Avances en la misma teología oficial, pues también ella había dado sus pasos, ya que es imposible una mera repetición del pasado. Avances, sobre todo, en los intentos de aquellos que siempre buscaron nuevos caminos fuera de la escolástica, sea en el esfuerzo especulativo, sea por los caminos de la teología positiva. Pero un mínimo de perspectiva histórica muestra que poner al día el intellectus fidei,