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Jesper Juul

¡Aquí estoy!

¿Tú quién eres?

Proximidad, respeto y límites

entre adultos y niños

Traducción de

Antoni Martínez-Riu

Título original: Her er jeg! Hvem er du?

Traducción: Antoni Martínez-Riu

Diseño de la cubierta: Arianne Faber

Maquetación electrónica: Addenda

© 1998, Jesper Juul

© 2012, Herder Editorial, S. L., Barcelona

© 2012, de la presente edición, Herder Editorial, S. L., Barcelona

ISBN digital: 978-84-254-2896-8

La reproducción total o parcial de esta obra sin el consentimiento expreso de los titulares del Copyright está prohibida al amparo de la legislación vigente.

www.herdereditorial.com

Índice

Introducción

1. ¿Quién decide?

2. Poder

3. Poder y responsabilidad

4. ¿Qué son límites?

Los límites generales

Los límites personales

¿Dónde están mis límites?

Dos progenitores: dos tipos de límites

¿Dónde están los límites del niño?

¿Pueden los padres reprender a los hijos?

5. ¿Hay que evitar los conflictos o hay que hacerles frente?

¿Por qué aparecen los conflictos?

¿Cuáles son nuestras convicciones?

Princesitas y principitos

El conflicto saludable

¿Infelices o solo frustrados?

Confrontación significa proximidad

Diálogo y negociación

«No», una respuesta amorosa

Deseos y necesidades

Reglas y estructura

Consecuencias y castigo

Culpa y responsabilidad

Información adicional

Ficha del libro

Biografía

Otros títulos de interés

Introducción

¿De qué trata este libro? Con una expresión algo desacostumbrada podríamos decir que trata de cómo «poner límites a los niños». Describe cómo podemos ponernos límites a nosotros mismos frente a los demás –incluidos los niños pequeños y los mayores– de modo que entre unos y otros se instaure una buena relación y nadie deba lamentar las consecuencias.

Vivimos el amor que sentimos por nuestros hijos y por los adultos que nos rodean de una manera diferente a como lo viven ellos mismos, y ellos lo viven de una forma distinta a la nuestra. Sus vivencias dependen de cómo traducimos nuestro afecto y nuestro amor en actos amorosos.

Niños y adultos viven según su propia manera de ser el hecho de ser amados, pero es común a todos que no nos sentimos amados cuando se traspasan nuestros límites personales o cuando no son respetados. Si las infracciones son graves y frecuentes, se resiente nuestra autoestima y por tanto también nuestra capacidad de manejarnos de una manera constructiva. Entonces ya no somos capaces de cuidar de nosotros mismos ni de mantener contacto con quien nos haya ofendido. Vale lo dicho por igual para adultos y para niños.

Se requiere tiempo para aprender a conocer nuestros límites. Algunos los percibimos instintivamente, pero pueden pasar años hasta que aprendamos a conocer otros y los marquemos de modo que también los demás puedan reconocerlos.

Es una de las paradojas que nos depara la vida: que reconozcamos nuestros límites personales solo cuando otros los transgreden. Y, de un modo análogo, puede ser que reconozcamos los límites de los demás cuando, sin quererlo, tropezamos con ellos o hasta los tras­pasamos.

En la vida social ordinaria, con las personas con las que no mantenemos un vínculo afectivo, aprendemos algunas reglas formales del juego que nos permiten no pisotear más de lo absolutamente necesario el campo ajeno. Son reglas que cambian de una cultura a otra y en los diversos grupos sociales; pero se trata siempre de mantener una cierta distancia para no correr el peligro de herir a alguien.

En la convivencia en familia hay el problema opuesto: la proximidad.

Los niños pequeños parecen tener a veces una necesidad insaciable de proximidad, aunque también ellos sienten la exigencia de la pausa y de la distancia. No conocen todavía los límites de sus padres y aprenden a conocerlos solo con el paso del tiempo, chocando contra ellos.

Uno de los regalos más valiosos que hacen los hijos a sus padres es la posibilidad de conocer sus propios límites y modificarlos, cambiándolos de forma que sean constructivos al máximo para ambas partes. Sucede exactamente lo mismo en una relación afectiva entre adultos. La única diferencia entre un niño y un partner adulto es que el niño tiene un menor bagaje de experiencias. Pero, en todo caso, se necesitan unos diez años para llegar a ser consciente de los propios límites.

Cuanto más conocemos nuestros límites y más sabemos expresarlos de un modo personal, tanto más satisfactorio llega a ser nuestro contacto con los demás, y viceversa.

En la relación entre padres e hijos el amor es tan grande y tan fácil es herirlo que, en el proceso de conocimiento recíproco que supone siempre la vida en familia, cada una de las partes corre constantemente el peligro de infringir los límites de la otra. El sentimiento de culpa se reduce al mínimo y la autoestima se refuerza cuando los adultos se anticipan y determinan la atmósfera de la relación.

Nuestra actitud hacia los hijos y hacia su educación puede ser más o menos consciente, más o menos pensada, pero no pocas veces es en sí contradictoria. Algunas personas atribuyen más importancia a sus actitudes que a la vida; para otras las actitudes son un interlocutor interior que sirve únicamente como punto de partida para entablar el diálogo con los demás.

Otro dicen: «¡Yo soy lo que hago!». Son gente que todavía ha de aprender a conocerse a sí misma. Todos hemos sentido ser «alguien» antes de adoptar una actitud, y continuamos siéndolo después de haberla adoptado. Tenemos necesidad de este «alguien» cuando nos convertimos en padres.

Este libro está pensado como una invitación al lector a aclararse él mismo y aclarar su postura y sus experiencias a la luz de las del autor. Lejos de exhortar a juzgar de acuerdo con categorías como las de verdadero y falso o de culpable e inocente, el libro es una invitación a hacernos más seguros, si es posible, y a reconocer las propias incertidumbres, si es necesario.

1. ¿Quién decide?

En la familia deciden los padres; en la guardería, el centro preescolar y la escuela en general, deciden los adultos. Los niños disfrutan de un montón de saberes vitales, pero no saben lo suficiente de la vida y del mundo y no son suficientemente maduros para asumir el liderazgo. Para los niños, sin duda alguna, lo mejor es que decidan los adultos.

Naturalmente, es importante lo que deciden los padres; y todavía es más importante, para la salud y el bienestar de los niños, cómo lo deciden: si de un modo autoritario o democrático, con rigidez o flexibilidad, según el humor del momento o de una manera coherente.

Igual que los adultos, los niños se sienten perfectamente cómodos cuando las decisiones, a ser posible, son internamente coherentes. Pero esto presupone, ante todo, que los padres tengan muy claro cuáles son los valores sobre los que quieren fundar su familia. Somos en parte conscientes de nuestros valores y en parte no lo somos. Los formulamos raras veces, pero los expresamos continuamente con nuestras palabras y nuestras acciones:

En la generación de nuestros padres, la mayor parte de valores en que se basaba la educación de los hijos era de naturaleza moral o religiosa, y los padres no tenían dudas sobre lo que era justo y lo que no lo era. Desde entonces nuestros conocimientos han crecido mucho, conocemos mejor la personalidad infantil y estamos en condiciones de decir con mayor precisión cuáles son las condiciones favorables a su desarrollo. Lo que nuestros padres y abuelos consideraban bueno o justo en la educación infantil ha pasado a ser, en gran parte, un error.

Los padres actuales, que han de tomar decisiones en nombre de los hijos, se hallan frente a una tarea difícil. Que ellos decidan es una cosa, otra es si con sus decisiones crean también las mejores condiciones para el desarrollo de sus hijos. Esto quiere decir que los padres han de renunciar a gran parte de su poder tradicional, aunque sin dejar caer de sus manos las riendas de la situación. Se trata de una tarea extraordinariamente ardua, y pocos son los padres que puedan sin más llevarla a cabo. Hay que aprenderla juntamente con los hijos, a medida que van creciendo.

Este proceso de aprendizaje, que presupone reciprocidad e intercambio, produce inevitablemente conflictos y frustraciones. Ambas partes se sentirán de vez en cuando molestas, insatisfechas o airadas; y es normal que así sea. Los conflictos entre padres e hijos no significan que los padres no están a la altura de la tarea que les incumbe; al contrario, son útiles porque en el conflicto ambas partes aprenden siempre alguna cosa. Pero, en una familia sana, los padres deben atribuirse la responsabilidad de los conflictos. Echar la culpa a los hijos es irresponsable y solo lleva a nuevos conflictos, aún más destructivos.