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Título original: Der unbewusste Gott

Traducción: J. M. López Castro

Diseño de la cubierta: Herder

© 1974, Kösel-Verlag GmbH & Co., Múnich

© 1977, Herder Editorial, S. L., Barcelona

ISBN: 978-84-254-2773-2

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Realización ePub: produccioneditorial.com

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A

MI HERMANA

ÍNDICE

Prólogo a la tercera edición alemana

I. La esencia del análisis existencial

II. El inconsciente espiritual

III. Análisis existencial de la conciencia

IV. La interpretación analítico-existencial de los sueños

V. La trascendencia de la conciencia

VI. Religiosidad inconsciente

VII. Psicoterapia y religión

Suplemento a la tercera edición alemana

I. Logoterapia y teología

II. «Cura de almas» médica

III. El «órgano del sentido»

IV. La autocomprensión ontológica prerreflexiva del hombre

Selección bibliográfica sobre logoterapia

Índice de autores

Índice analítico

I
LA ESENCIA DEL ANÁLISIS EXISTENCIAL

Ecce labia mea non cohibui

De Arthur Schnitzler nos ha llegado un dicho según el cual sólo existen propiamente tres virtudes: objetividad, audacia, sentido de responsabilidad. No menos interesante se nos antoja el atribuir dichas virtudes respectivamente a cada una de las tres escuelas psicoterapéuticas que nacieron y crecieron en suelo vienés.

Cae de su peso que la psicología individual de Alfred Adler se alinea sin dificultad con la virtud audacia. Con todo, tal psicología no ve a fin de cuentas en el conjunto de su método terapéutico otra cosa que un intento de alentar al paciente, y ello con objeto de que éste llegue a superar su sentimiento de inferioridad, que esta escuela tiene por preponderantemente, si no del todo, patógeno.

Del mismo modo puede también atribuirse al psicoanálisis una de las citadas virtudes, a saber, la objetividad. Porque ¿qué otra virtud puso a Sigmund Freud en condiciones de mirar, como Edipo, a los ojos de la esfinge (del alma) y descifrar su enigma, a riesgo de percibir algo doloroso y desagradable en grado sumo? En su tiempo era esto algo exorbitante, y exorbitantes fueron en consecuencia sus logros. Hasta entonces la psicología, en especial la llamada psicología escolástica, había rehuido todo aquello de lo que precisamente Freud hizo el centro de su enseñanza; de la misma manera que el anatomista Julius Tandler solía calificar en broma la somatología, tal como se enseñaba en las escuelas secundarias, de «anatomía con exclusión del aparato genital», así también Freud hubiera podido afirmar que la psicología enseñada en la universidad era una psicología «con exclusión de lo libidinoso». Pero el psicoanálisis no sólo ha rendido homenaje a la objetividad; también ha sido su víctima: La objetividad acabó por convertirse en «objetivación», objetivación de eso que llamamos la persona. El psicoanálisis contempla al hombre como dominado por «mecanismos», y en su óptica el médico se presenta como quien sabe manejar dichos mecanismos, es decir, como quien domina la técnica para volverlos a poner en orden tan pronto se desarreglan.

¡Qué cinismo se oculta tras este concepto de la psicoterapia como técnica, como psicotécnica! ¿O acaso no es esto como si sólo pudiéramos introducir al médico en calidad de técnico después de haber considerado al paciente, al hombre enfermo, como una especie de máquina? Sólo un «hombre máquina» tiene necesidad de un «médico técnico».

¿Cómo ha podido llegar el psicoanálisis a tal concepción técnico-mecanicista? Como ya lo hemos indicado, solamente es comprensible esta doctrina si se tiene en cuenta la época histórica de la que es producto; mas no únicamente ella, sino también su medio ambiente social, un ambiente impregnado de esa típica mojigatería que los franceses llaman pruderie. Contra todo esto el psicoanálisis vino a ser una reacción; reacción, a decir verdad, que hoy ya, al menos en determinados aspectos, puede considerarse superada y... reaccionaria. Pero Freud no solamente reaccionó contra su tiempo, sino que también accionó, es decir actuó en una línea definida: Al establecer su doctrina, se hallaba totalmente bajo el influjo de la psicología asociacionista, que entonces empezaba a ponerse de moda y más tarde llegaría a ser una corriente dominante. Dicha psicología era a su vez producto del naturalismo, ese fenómeno ideológico que invadió la segunda mitad del siglo xix. Esto se pone de manifiesto, quizá de la manera más clara, en los dos ejes fundamentales de la doctrina psicoanalítica: en su atomismo psicológico y en su energética[1].

El todo que constituye el alma humana es visto atomísticamente dentro del psicoanálisis, al concebirse como compuesto por partes individuales, los diversos impulsos, que a su vez están formados por impulsos parciales o componentes impulsivos. De esta manera lo anímico o psíquico no solo se atomiza, sino que finalmente se anatomiza: El análisis de lo psíquico se transforma así poco a poco en su anatomía.

Empero con este procedimiento el alma, la persona humana, la totalidad que ello implica, queda de alguna manera perturbada: El psicoanálisis en definitiva despersonaliza al hombre; cierto, no sin personificar (es decir, convertir en entidades pseudopersonales independientes y arbitrarias) cada una de las instancias dentro del conjunto de la trama anímica, como por ejemplo lo que llamarnos el «ello» o los «complejos» de asociación; y decimos personificar por no decir: demonificar[2].

De este modo el psicoanálisis destruye la persona humana, que es unitario-totalitaria, para finalmente verse enfrentado a la tarea de tenerla que reconstruir de nuevo a partir de piezas mal ajustadas. Esto se aprecia con toda claridad en esa teoría psicoanalítica según la cual el yo es concebido como un montaje o compuesto de los «impulsos del yo». Así, lo que reprime dichos impulsos, lo que ejerce una censura sobre ellos, no puede ser en sí mismo a fin de cuentas otra cosa que impulsividad. Ahora bien, esto es como si dijéramos que un constructor, que ha hecho un edificio con ladrillos, se compone él mismo también de ladrillos. Ya vemos aquí, precisamente en esta comparación que se impone por su propio peso, lo genuinamente materialista (es decir, que busca algo material o lo trata como tal, no que sea «materialístico») que es el modo de pensar psicoanalítico. Ya que sólo esto es también, en última instancia, la base de su atomismo.

Pero decíamos que el psicoanálisis no era solamente atomístico, sino también energético. De hecho opera constantemente con conceptos de energética de impulsos[3] y dinámica afectiva. Los impulsos o en su caso los componentes impulsivos se traducen, según el psicoanálisis, en algo así como un paralelogramo de fuerzas. Ahora bien ¿cuál es el objeto de estas fuerzas? La respuesta es: el yo. De modo que el yo no es en definitiva, desde el punto de vista psicoanalítico, sino un juguete de los impulsos, o como el propio Freud lo expresó una vez: El yo no es señor en su propia casa.

De esta manera vemos cómo lo psíquico no sólo se reduce genéticamente a la impulsividad, sino cómo viene también determinado causalmente a partir de dicha impulsividad, ambas cosas tomadas en un sentido totalitario. El ser humano es interpretado por el psicoanálisis ya a priori como ser impulsado. Y ésta es también la última razón por la que el yo humano ha de reconstruirse al fin y al cabo a partir de impulsos.

A tenor de esta concepción atomizante, energética y mecanística[4], el psicoanálisis no ve finalmente en el hombre sino el automatismo de un aparato anímico.

Aquí es donde viene a insertarse el análisis existencial. A la concepción psicoanalítica opone otra distinta: En lugar del automatismo de un aparato psíquico el análisis existencial ve en el hombre la autonomía de una existencia espiritual. Y henos aquí de nuevo en nuestro punto de partida: las tres virtudes de Schnitzler. En efecto, de la misma manera que hemos atribuido al psicoanálisis la virtud de la objetividad y a la psicología individual la de la audacia, podemos razonablemente afirmar ahora que al análisis existencial corresponde la virtud que hemos llamado «sentido de responsabilidad». El análisis existencial entiende efectivamente en lo más profundo el ser humano como ser responsable, y se entiende a sí mismo como «análisis referido al ser responsable»; precisamente en el momento en que tuvimos que crear el concepto de análisis existencial, cuya necesidad se nos imponía (1934), se nos presentaba disponible para este «ser responsable», que colocábamos en el centro del existir humano, un término utilizado ya por la filosofía contemporánea para designar este característico y singular modo de ser del hombre: la palabra «existencia».

Si quisiéramos, describiéndolo en pocas palabras, echar una ojeada retrospectiva al camino recorrido por el análisis existencial hasta llegar a hacer del ser responsable el rasgo esencial del ser hombre, tendríamos que partir de aquella inversión de la que ya nos vimos obligados a tratar al interrogarnos por el sentido de la existencia[5]: allí nos esforzábamos por poner de manifiesto el carácter problemático de la vida, pero con éste al mismo tiempo también el carácter de respuesta de la existencia, no es el hombre, explicábamos, quien ha de plantearse la pregunta por el sentido de la vida, sino que más bien sucede al revés: el interrogado es el propio hombre; a él mismo toca dar la respuesta; él es quien ha de responder a las preguntas que eventualmente le vaya formulando su propia vida; sólo que dicha respuesta será siempre una respuesta objetivada en los hechos: solamente en la acción, en el actuar, pueden encontrar respuesta verdadera las «preguntas vitales»; esta respuesta se da en la responsabilidad asumida en cada caso por nuestro ser. Más aún, el ser sólo puede ser «nuestro» en cuanto es un ser responsabilizado.

Ahora bien, la responsabilidad de nuestro ser no lo es solamente «en la acción», sino que tiene también que serlo forzosamente «en el aquí y ahora», en la concreción de esta o aquella persona y de esta o aquella situación suya en cada caso. Para nosotros, pues, esta responsabilidad del ser es siempre una responsabilidad ad personam y también ad situationem.

Al pretender el análisis existencial ser un método psicoterapéutico, se dirige de manera especial al modo de ser neurótico, y ello como a algo deteriorado o quebrantado: algo caído víctima de la neurosis. Su meta última será, pues, hacer al hombre (aquí concretamente al neurótico) consciente de su ser responsable, o también traer a su conciencia el tener responsabilidad propio del ser.

Aquí hemos de hacer un alto en el camino. Porque, en efecto, en este punto se pone en evidencia que también en el análisis existencial hay algo que se vuelve o ha de ser hecho consciente. ¿Significa esto entonces, según todas las apariencias, que los empeños del análisis existencial tienden a algo del todo análogo a los del psicoanálisis? No exactamente, puesto que en el psicoanálisis viene a hacerse consciente, o a traerse a la conciencia, lo impulsivo, mientras que en el análisis existencial es hecho consciente un elemento esencialmente distinto de lo impulsivo, a saber, lo espiritual. Hemos de afirmarlo, el ser responsable o, en su caso, el tener responsabilidad es la base fundamental del ser hombre en cuanto que constituye un algo espiritual, y no meramente impulsivo; el análisis existencial tiene por objeto el ser hombre precisamente no como ser impulsado, sino como ser responsable; dicho de otro modo, la existencia (¡espiritual!).

Así pues, lo que aquí, en el análisis existencial, se me hace a mí consciente no es un algo impulsivo, relativo al ello, sino mi propio yo; el ello no se hace consciente al yo, sino que más bien es el yo quien se hace consciente a sí mismo: viene a tener conciencia de sí mismo, viene... a sí mismo.

[1]. Es cierto que el psicoanálisis concede ya en la actualidad que existe en el yo una zona no conflictiva (Heinz Hartmann); pero no se ve por qué haya que alabarlo por el hecho de reconocer una cosa que ya era bien familiar a los no psicoanalistas, simplemente porque estos no lo habían negado nunca, como lo hicieron los corifeos del psicoanálisis. En una palabra, no se ve por que el psicoanálisis ha de llevarse medallas como premio al valor sólo por combatir para cubrirse la retirada.

[2]. En este respecto va el psicoanálisis tan lejos que, para decirlo con Boss, construye la hipótesis, o mejor la hipóstasis, «de una instancia yo o ello, una instancia del inconsciente o de un super yo», y que «en el fondo utiliza la antigua técnica de los cuentos para niños». En efecto, también estos últimos suelen aislar los tipos de comportamiento materno deseados y queridos por el niño de sus otras posibilidades, transformándolos en imagen de una instancia independiente al condensarlos en la figura de un hada buena; en cambio los aspectos desagradables, aquellos de los que el niño nada quiere saber, los que teme, vienen personificados en la idea de una bruja. Si tan poca justificación puede haber para creer en estas figuras fabulosas, no parece probable que las citadas imágenes o representaciones psicológicas puedan mantenerse por mucho tiempo en el futuro («Schweizerische Zeitschrift für Psychologie und ihre Anwendungen», 19 1960, 299).

[3]. Cf. SIGMUND FREUD. Drei Abhandlungen zur Sexualtheorie, Viena 1946, p. 108: «La producción de excitación sexual ...suministra una cantidad de energía que en gran parte será utilizada para fines no sexuales, por ejemplo... (mediando una represión...) para levantar posteriormente barreras sexuales». O en la p. 92: «Vemos, pues, que (la libido) se concentra en objetos, se fija en ellos, o por el contrario los abandona, pasa de esos objetos a otros y, a partir de estas posiciones, dirige el comportamiento sexual del individuo» (versión castellana: Tres ensayos sobre teoría sexual, Alianza, Madrid 1972).

[4]. En resumidas cuentas fue el propio FREUD quien calificó a los psicoanalistas de «incorregibles mecánicos y materialistas» Schriften, edición londinense XVII, 29; trad. castellana: Obras completas, Biblioteca nueva, Madrid 31967.

[5]. Cf. mi libro: Ärztliche Seelsorge, 81971, p. 68.