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Ficha del libro

 

Manuel Cruz (Barcelona) es catedrático de filosofía contemporánea en la Universidad de Barcelona y director la colección “Pensamiento Herder”. Autor de alrededor de una veintena de libros y compilador de más de una docena de volúmenes colectivos, de entre sus títulos más recientes (algunos de ellos traducidos a otros idiomas) cabe mencionar: La comprensión del pasado, junto a Daniel Brauer; Las malas pasadas del pasado (Premio Anagrama de Ensayo 2005); Acerca de la dificultad de vivir juntos; Menú degustación y Si de verdad me quisieras… (Premio Espasa de Ensayo 2010). Colaborador habitual en la prensa española y argentina, así como en la cadena SER, dirige la revista Barcelona METROPOLIS.

 

Otros títulos de interés:

 

Victoria Camps
El gobierno de las emociones

Amelia Valcárcel
La memoria y el perdón

Judith Shklar
Los rostros de la injusticia

Richard Bernstein
Filosofía y democracia: John Dewey

Carlos Pereda
Sobre la confianza

Fernando Broncano
La melancolía del ciborg

Antonio Valdecantos
La moral como anomalía

Manuel Cruz (ed.)

Las personas del verbo

(filosófico)

 

 

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Yo


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Sobre la dificultad de ser contemporáneos del presente

Manuel Cruz

 

Cuando, allá por 1993, se publicó el volumen colectivo Individuo, Modernidad, Historia,1 las primeras palabras con las que se tropezaba el lector al adentrarse en la introducción eran las siguientes: «El presente volumen tiene mucho de carta de presentación de un grupo y de sus actividades». Desde aquella lejana fecha –que vino a constituir algo así como un pistoletazo de salida público–, dicho grupo, organizado alrededor de un núcleo duro –o trinidad nada santísima, dicho sea con un pequeño toque de irreverencia– formado por Fina Birulés, Santiago López Petit y quien esto firma, no ha dejado de desarrollar un trabajo tanto de investigación en sentido propio como de organización de actividades relacionadas con el pensamiento, y de difusión de las mismas, de la que constituyen una buena prueba los diferentes textos que, en tanto que grupo, han ido apareciendo.

Volúmenes colectivos como Tiempo de subjetividad, El reparto de la acción o Hacia dónde va el pasado,2 además de acreditar el dinamismo del equipo, informan de la evolución de sus preocupaciones, que, de una inicial atención a los temas relacionados con la actualidad de la filosofía de la historia, fueron derivando a un interés por cuestiones más directamente relacionadas con la acción humana, como es la de la responsabilidad, examinada sobre todo desde la perspectiva de su relación con la identidad. Hija de estas dos preocupaciones iniciales puede considerarse la línea de reflexión centrada en la pareja conceptual memoria/olvido, que ocupó durante un tiempo los trabajos del grupo precisamente en la medida en que, a juicio de sus miembros, constituía un territorio teórico privilegiado en el que plantear las políticas de la subjetividad hegemónicas en el mundo contemporáneo.

Esta misma atención al presente guió la siguiente fase de trabajo del grupo, centrada en el problema de la experiencia de lo universal en el mundo contemporáneo (con especial atención a las cuestiones relacionadas con los conceptos de exclusión y de pertenencia), y explica, asimismo, los temas en los que en la actualidad se encuentra trabajando, que se dejan subsumir bajo el rubro del horizonte de lo común. En cierto sentido, este ámbito teórico constituye la desembocadura de todo lo precedente. Y no porque, con efectos retroactivos, se quiera proyectar sentido, dirección o teleología sobre todo el proceso en busca de alguna variante de final feliz filosófico o de apoteosis de la coherencia discursiva, sino porque las coordenadas en las que, de manera explícita, se propone situar la reflexión en esta última etapa (esto es, entre una subjetividad no personal y una comunidad no identitaria) recogen, de manera bastante fiel, lo pensado a lo largo de todos estos años.

Ello no significa, claro está, que la trayectoria individual de cada uno de los miembros del equipo se identifique por completo con el dibujo recién presentado, que es un dibujo que en modo alguno prefigura un perfil filosófico determinado. Repárese en que lo que se han señalado como hitos o momentos significativos en la evolución del grupo han sido, en lo fundamental, ámbitos o territorios teóricos extremadamente problemáticos, en cuyo interior caben diversas ubicaciones, siendo su virtud precisamente la de expresar de manera privilegiada las tensiones del presente, las líneas de fuerza que lo atraviesan y conforman.

Probablemente, si algún acierto o mérito quepa atribuir a quienes hemos venido trabajando juntos durante dos décadas (e incluyo aquí tanto a quienes estuvieron con nosotros en el pasado como a los recién incorporados), sea el de haber intentado seleccionar con la mayor inteligencia y la mayor sensibilidad de que hemos sido capaces esos espacios de confrontación en los que hacer valer las propias perspectivas, intentando mejorarlas, hacerlas crecer, a base de correr el riesgo de someterlas al dictamen crítico del resto de los miembros del grupo, en un primer momento, y de la comunidad filosófica (cuando las hemos convertido en libro), en un segundo.

Esta misma actitud es la que anima el texto que tiene el lector en este momento en sus manos. Creo que ya lo he dicho en alguna otra ocasión: nunca he visto clara esa costumbre (por lo demás, tan extendida) de resumir en las introducciones de los volúmenes colectivos el contenido de las distintas aportaciones que vienen a continuación. Siempre he pensado, más bien, que en el mejor de los casos (esto es, en el de que el resumen sea fiel) la única función que puede cumplir dicho resumen es la de disuadir al lector de proseguir con la lectura, objetivo que no termino de considerar deseable. Si acaso, valdrá la pena insistir en un aspecto relacionado más bien con la naturaleza de la investigación que el grupo tiene en curso. Las diferentes personas del verbo aquí planteadas son, en definitiva, diferentes miradas o perspectivas sobre lo mismo. No se trata tanto de desarrollar discursos autorreflexivos acerca de las características de cada una de esas instancias (aunque, inevitablemente, algo haya que decir), como de mostrar cómo se ve el mundo –el mundo común, el mundo compartido, el mundo de todos– desde cada uno de esos lugares.

En alguna ocasión también he escrito que no es fácil ser contemporáneo del presente (que nadie me malinterprete: no me cito a mí mismo como si fuera un clásico vivo, sino para advertir al lector de que me estoy repitiendo). El rótulo pensamiento contemporáneo (o filosofía contemporánea) es goloso, sin duda. Hoy intentan atribuírselo especialmente aquellos que tienen más severas deudas con el pasado, confiando –muchos de ellos no pueden ocultar la tradición de pensamiento mágico-religioso de la que proceden– en que el nombre haga la cosa, y que –viejo ejercicio de logomaquia– baste con reclamarse de un periodo para estar a la altura del mismo. Pero, ay, si algún asunto no es cosa de meras palabras es precisamente este, por más que tales palabras puedan venir sancionadas por una oficina, un negociado o incluso un departamento de prensa editorial.

Contemporáneo designa una tarea, implica un desafío, que incluso va más allá del esfuerzo –nada menor, por cierto– por hacer inteligible el presente: convoca a hacerlo habitable.3 De la única forma que el pensamiento es capaz de hacerlo, esto es, produciendo más pensamiento, dando que pensar, cuestionando lo existente, revelando su contingencia. Dejándonos, en definitiva, ante el ineludible reto de explicitar –y decidir– qué queremos hacer con (y en) este mundo. Esto es lo que una y otra vez escamotean esos nuevos contemporáneos del pasado (como ideólogos, sin duda, se les hubiera definido cuando el término ideología todavía era de curso legal) que intentan quedarse con el santo y la limosna de todo lo que hoy estamos en condiciones de pensar.

Que nadie piense que lo anterior constituye una especie de atribución de intenciones al bulto, de imposible especificación. Más bien al contrario, cuesta poco señalar las formas concretas que adopta esta paulina conversión de algunos a la contemporaneidad. Al igual que el reloj parado, que dos veces al día da bien la hora, los personajes a los que me vengo refiriendo (y los denomino así porque, además de ser personas concretas, tienen algo de tipos ideales weberianos) se han encontrado con el inesperado regalo de que algunas de sus posiciones de siempre parecen haber mutado de signo, resultando susceptibles de ser interpretadas, por arte de birlibirloque, como especialmente adecuadas al momento actual: fueron anticomunistas, de matriz inequívocamente conservadora, en el pasado y mantener esa misma actitud ahora –hundimiento del socialismo real mediante– puede hasta llegar a resultar de buen tono en determinados ambientes, incluidos algunos sedicentemente progresistas; abrazaban en su momento, con pío entusiasmo, la identificación entre Estado y una determinada confesión religiosa y hoy se suman con el mismo entusiasmo –aunque con la piedad a buen recaudo– a la crítica a lo que les encanta denominar laicismo trasnochado, y así sucesivamente.

Si en su momento pudo señalarse que el ocaso de la idea de futuro había convertido el pasado en el territorio de un conflicto (en muchos casos, en el nuevo territorio de la política), en estos momentos convendría reconsiderar esa formulación y señalar que tal vez hoy el territorio privilegiado del conflicto sea la idea misma de contemporaneidad. Sin duda estamos asistiendo a una proliferación de discursos que, utilizando una clave supuestamente ético-humanista (los valores –sin especificar nunca cuáles, por cierto– parecen haberse convertido en el último gran negocio relacionado con las ideas en estos tiempos de inquietante posmodernidad, por decirlo a la manera de Ratzinger), persigue restaurar, maquillándolo apenas levemente, un discurso de raíces profundamente religiosas.

En realidad, estábamos advertidos. Quienes buscan imponer su relectura del pasado lo hacen siempre, por definición, mirando de reojo al presente, esperando que la nueva legitimación obtenida de su revisión les permita, por fin, el asalto de una contemporaneidad que les había sido reiteradamente negada. Pero no podemos hacer como si nada hubiera pasado en materia de pensamiento. El rancio humanismo todavía vigente en el sentido común de nuestra época representa algo distinto a lo que nombra, se nos enseñó hace ya mucho (y se nos indicó muy claramente las oscuridades que de verdad representaba). Hay un pasado que se expande y crece adentrándose en el presente, aspirando a ocupar por completo su espacio, tutelando todas sus representaciones. De ese pasado hay que defenderse. O, cuanto menos, no queda otra que intentar resistirse a él. Con las modestas armas que nos han sido dadas. Intentando pensar, a sabiendas de que pensar es siempre pensar desde algún sitio –pluralidad de puntos de vista que, en el caso concreto del presente volumen, hemos intentado explorar analizando las diversas personas de (nuestro) verbo–. Tal vez sea una desequilibrada pretensión, pero es mucho lo que está en juego. Se trata de no dar por perdida completamente esa pequeña ilusión en la que se juega nuestra supervivencia, a saber, la de que lo que hay no es del todo una condena, sino más bien una desafortunada contingencia.

 

Barcelona, noviembre de 2010

 

Yo

Entre el descrédito y la rehabilitación del yo

Fina Birulés

 

El otro de los otros soy yo.

CLARICE LISPECTOR

 

Poner en cuestión el privilegio epistemológico de la primera persona del singular ha sido una de las características de la filosofía contemporánea. Con matices y orientaciones diversas, el rechazo de lo que hace años Richard Bernstein1 denominó la ansiedad cartesiana –la aspiración a encontrar fundamentos universalmente válidos para el pensar filosófico, el conocimiento y el razonamiento moral y que Descartes había situado en la certeza del yo2 ha vertebrado buena parte de las reflexiones de las diversas corrientes de pensamiento desde la década de los sesenta. El yo como verdad primera y mejor conocida –dada su indubitabilidad– había sido planteado como el punto de apoyo firme e inmóvil que requería Arquímedes, pero basta recordar cómo en las últimas décadas del siglo XX el giro lingüístico y el giro pragmático supusieron un énfasis en la contingencia y en la historicidad de cualquier criterio o fundamento. En este contexto, las desautorizaciones del yo desencarnado, autosuficiente y con un conocimiento inmediato de sí, se han ido sucediendo, sea al enfatizar su carácter descentrado, a través de su deconstrucción, sea al poner el acento en su carácter social o culturalmente construido. El yo ya no se nos presenta como constituyente, sino como constituido, de modo que solo tiene un acceso indirecto y limitado a sí mismo, pues no puede descubrirse más que por la mediación de lo otro que le constituye. Así pues, se encuentra lejos de ser, como sugería Descartes, el primer principio de la filosofía.

El objeto de estas páginas es levantar acta de cómo, en la actualidad, estamos asistiendo a un giro subjetivo, es decir, a una cierta rehabilitación del yo y aparentemente de su privilegio epistemológico, pues hoy de nuevo, en terrenos diversos, se parte de la certeza, de la indubitabilidad, con la que se presentan las vivencias subjetivas como fundamento.3 Como si el lugar del sentido de las acciones radicara en las vivencias del sujeto y, por tanto, bastase con hacerlas aflorar para acceder a vías inéditas y seguras de conocimiento. Puede resultar sorprendente este renovado acento en el yo, dadas las críticas que el moderno yo ha sufrido. De hecho, ya nadie considera que el significado de una experiencia sea transparente, inmediato o neutral teóricamente y, en principio, sabemos que, si bien todos los hechos están cargados teóricamente, ello no significa que todo lo que hay sea teoría.

Cabría considerar que todo ello está vinculado, en primer lugar, a la emergencia de nuevas formas de historiografía como, por ejemplo, la historia oral que inició su andadura después de la Segunda Guerra Mundial y que recibió su mayor impulso en las décadas de los sesenta y los setenta. A partir de la nueva historia social o «historia desde abajo», la historia oral devino el principal medio para el registro de las experiencias vividas por los sectores marginales de los que solo existían narraciones producidas por las élites.4 En segundo lugar, el giro subjetivo puede ser un resultado paradójico del reciente auge del constructivismo. En las últimas décadas, y dado sus efectos políticamente liberadores, hemos visto cómo el énfasis en el carácter social y culturalmente construido ha sido uno de los lugares comunes –basta pensar en la categoría «género»– que han permitido dejar de considerar como inevitables o naturales algunas diferencias. De hecho, cabe observar que, ya en la filosofía moderna desde Kant, hallamos muchos debates que pueden inducir a hablar de la construcción del yo o de su carácter de función de la interacción, el condicionamiento social y el comportamiento elegido. Pero lo que aquí nos interesa es cómo la insistencia en que una gran parte (o la totalidad) de nuestra experiencia vivida y del mundo que habitamos tiene que ser considerada como socialmente construida5 se ha ido transformando en un creacionismo secular6 que todo lo abarca: como si el yo –y, en general, el ser humano– fuera fuente y origen de todo sentido y valor en el mundo, de modo que paradójicamente se deja a la primera persona del singular con una sensación de poder y libertad sin límites en cuanto a constructora. A algo parecido apuntaba hace ya más de una década Charles Taylor, en una conversación con Ger Groot,7 cuando criticaba la deconstrucción de Derrida, no tanto porque en esta la persona quedara disuelta en un juego anónimo de significados, sino porque en ella se separaba el proceso de significado del contexto y con ello se estaba abandonando dicho proceso a la arbitrariedad del sujeto: «De este modo, lo que se presenta como un antihumanismo se convierte fácilmente en una forma extrema de antropocentrismo».

Pero acaso la cuestión sea que, de entrada, el carácter social y teóricamente construido de la experiencia personal no la convierte necesariamente ni en arbitraria ni en lugar desde el que satisfacer la ansiedad cartesiana. Diría que dos son los lugares a los que hay que dirigir la mirada para poder empezar a tematizar esta nueva re-emergencia del yo.

 

 

Las historias olvidadas

 

Nunca como en las últimas décadas se había escrito o publicado tanto sobre la necesidad de dar razón de experiencias otras, de encontrar narraciones o relatos que concedan visibilidad a las acciones y las pasiones de sujetos que habían quedado relegadas de las corrientes dominantes en la historia y el pensamiento. Cuando leemos las publicaciones de las últimas décadas al respecto, se nos plantea la cuestión de qué se habla cuando en estos escritos se alude a la experiencia de las mujeres, de los gays, de las lesbianas, de los chicanos..., con el ánimo de dar visibilidad a nuevas formas de subjetividad. Quiero decir que, en términos generales, en las historias que tratan de documentar las acciones, las pasiones y la fortuna de grupos de baja representación o de la mitad femenina de la humanidad parece que el término experiencia es usado para indicar un conjunto dado de vivencias subjetivas que, en el momento en que se consiga hacerlo visible, tendría que revelar de manera casi inmediata una forma de identidad.8 Efectivamente, en el marco de los estudios que dan razón de la vida de individuos omitida en las narraciones del pasado, hallamos con frecuencia una antigua asimilación entre experiencia y vivencia y, en estos casos, da la impresión que la inmediatez, característica con la que se presentan las vivencias subjetivas, autorice a hablar de la experiencia de la primera persona del singular como «prueba». De hecho, Raymond Williams afirmaba en su Keywords: a Vocabulary of Culture and Society que la noción de la experiencia como testimonio subjetivo «se ofrece no solo como verdad, sino como la clase de verdad más auténtica», como «la base para todo razonamiento y análisis [posterior]».9

Hace algunos años, la historiadora Joan W. Scott, en su ya célebre artículo «La experiencia como prueba» (1991), se detenía en The Motion of Light in Water, de Samuel Delany, un escritor afroamericano y gay. En su meditación autobiográfica, Delany cuenta cómo al descubrir el mundo de las saunas gays en los años sesenta y participar en él se sintió partícipe de un movimiento. Scott, en su ensayo, analiza el importante papel que el autor, en su propósito de documentar la existencia de estas instituciones, concede a «la visibilidad como transparencia literal» como vía para «convertir en histórico lo que hasta entonces había quedado relegado de la historia normativa y mayoritaria».10

De hecho, cabe decir que, efectivamente, gestos semejantes a los de Delany han producido una riqueza de elementos fácticos, obviados previamente y han llamado la atención hacia dimensiones de la vida y de la actividad humanas que se solían considerar «objetos no dignos» de historia. Pero que su cuestionamiento de la historia normativa encuentre su legitimación en la fuerza de la experiencia vivida por el yo es lo que critica Joan Scott cuando escribe:

 

Después de todo, ¿qué podría ser más cierto que la propia afirmación de un sujeto sobre lo que ha vivido? Es precisamente este tipo de apelación a la experiencia como prueba incontestable y como punto explicativo original –como fundamento para el análisis– lo que debilita la fuerza crítica de las historias de la diferencia.11

 

Al retener que tales apelaciones a la experiencia ofrecen certezas y no hipótesis, Scott sostiene que una teoría crítica de la historia no puede tomar la experiencia vivida como base explicativa, sino como cuestión que tratamos de comprender. Y añade: «La experiencia ya es de por sí una interpretación y al mismo tiempo algo que requiere ser interpretado».12 De ahí la propuesta de una historiografía que tenga como proyecto no la reproducción y la transmisión del conocimiento que supuestamente se adquiere con la experiencia, sino el análisis de ese mismo conocimiento. Y ello vale tanto para el yo objeto de estudio como para el otro yo –el historiador o la historiadora–, pues Scott pone el acento en el carácter discursivo de la experiencia.

Como ha señalado con acierto LaCapra, el carácter mediado de la experiencia personal, su condición de constituida social o discursivamente, es precisamente lo que permite que podamos dar cuenta de ella.13 Pero lo que Scott parece tratar de denunciar es la hipostatización del yo, y, sin duda, muchas de sus críticas tienen sentido: contingencia y falibilidad son características esenciales de todo conocimiento o comprensión históricos, si bien cabe advertir que deja sin analizar la capacidad de acción (agency) del sujeto y, en el mismo gesto, olvida cómo en este debate se entrecruzan las consideraciones sobre las nuevas condiciones del conocimiento histórico y el ámbito de lo político; no toda aspiración al conocimiento tiene por qué traducirse en un anhelo de una certeza absoluta, ni lo político se reduce a ser simple expresión de la perspectiva, siempre situada, del historiador o la historiadora.14

La experiencia es una categoría15 que implica inevitablemente la primera persona del singular, de ahí que no solo deba ser analizada en términos de conocimiento o de prueba, sino que también deba tomarse en consideración su nexo con categorías como las de veracidad y mentira, al tiempo que con el papel de las emociones. Basta recordar lo que se ha denominado el «efecto Rashomon», en honor a la película de 1950 de Akira Kurosawa, en la que se nos cuentan cuatro versiones sobre los mismos hechos violentos y criminales, y se nos muestra la dificultad de entresacar una verdad única y la posibilidad de que todos los que están implicados mientan. En este punto es oportuno recordar, como señalaba Hannah Arendt, que hay una afinidad esencial entre la mentira y la acción, esto es, en «la mentira está envuelta la libertad», pues no somos libres sin la libertad mental de decir «sí» o «no» a lo que es,16 al tiempo que escribía:

 

Ya que los hechos y los acontecimientos –el producto invariable de los grupos de hombres que viven y actúan juntos– constituyen la textura misma del campo político, está claro que lo que más nos interesa aquí es la verdad factual.17

 

La verdad, de hecho, es política por naturaleza, dado que solo existe cuando se habla de ella y su opuesto no es el error o la ilusión, sino la mentira o la falsedad deliberada.

Asimismo, esta teórica de la política especificaba que la ausencia de emoción no se halla en el origen de la comprensión, pues lo opuesto a lo «emocional» no es en modo alguno lo «racional» –sea cual fuere el sentido que demos a este término–, sino, en todo caso, la «insensibilidad», que a menudo es un fenómeno patológico, o el «sentimentalismo», que es una perversión del sentimiento; así, por ejemplo, en su tentativa de comprender el totalitarismo, la indignación o la emoción no oscurecerían nada, sino que eran parte integrante de la cosa a comprender. Del mismo modo, en su intento de comprender el totalitarismo, la indignación o la emoción no oscurecerían nada, sino que eran parte integrante de la cosa a comprender, pues se trataba de describir el fenómeno «como teniendo lugar en medio de una sociedad humana y no en la Luna»,18 lo cual implica que la experiencia personal queda necesariamente involucrada en la investigación, y que la indignación o el entusiasmo intervienen en la descripción de lo acontecido.

 

 

La era del testigo

 

El término que se usa aquí me parece extremadamente
 sorprendente. Podemos pasar de «antiguo deportado» a
 «testimonio» y de «testimonio» a «documento». Entonces,
 ¿qué somos? ¿Quién soy?

HENRY BUKAWKO19

 

Al auge del yo en las historias que narran las acciones y las pasiones de sujetos que habían quedado relegadas de las corrientes dominantes en la historia hay que añadir la emergencia, en la década de los setenta, de la historia del presente: una historia hecha de la experiencia de testigos que hoy circula a través de los modernos medios de reproducción como la historia verdadera de la época y como «valor de cambio»,20 y que a menudo escapa de la mano de los historiadores y las historiadoras. En efecto, la propia denominación historia del presente parece una contradicción en sus propios términos, pues los hechos históricos son por definición acontecimientos pasados, que nunca pueden observarse y, en cambio, en este caso, el historiador o la historiadora desempeña el rol de sujeto y objeto, en tanto que tiene memoria personal de los acontecimientos que trata de reconstruir. Este tipo de historia obliga a revisar el presupuesto de la ruptura con el pasado como garantía del conocimiento histórico objetivo, como ha observado Huyssen: «La consecuencia ha sido que las fronteras temporales [entre pasado y presente] se han difuminado».21 Y, al mismo tiempo, la historia del presente plantea el reto de una revisión de las relaciones entre historia y memoria,22 y la necesidad de tomar en consideración el carácter de posible producto de una institución social o política que ambas muestran.

De hecho, la historia del presente ha centrado su atención en acontecimientos trágicos de la historia reciente y ha devuelto la confianza a un yo que narra su vida para conservar el recuerdo o para reparar una identidad lastimada.23 El emblema de esta nueva figura del testigo viene representada por el superviviente de los campos nazis, a quien, después de decenios de indiferencia, ahora se le presta atención.24 En 1998, Annette Wieviorka publicó un libro titulado L’Ère du témoin,25 donde analizaba las diversas figuras del testigo y su evolución: desde la figura de quienes no sobrevivieron pero pudieron legar sus testimonios (como los combatientes del gueto de Varsovia) hasta la del testigo como víctima superviviente que se da en nuestras sociedades. Wieviorka sitúa el primer reconocimiento público internacional del testigo superviviente en el proceso a Eichmann, un proceso que liberó la palabra de los testigos con el ánimo de que «sirviera de lección para nuestra juventud», como afirmó Ben Gurión.26 En las últimas décadas y con respecto a los testigos supervivientes del genocidio judío, el imperativo social y moral de la memoria ha sucedido al testimonio espontáneo –inevitable por razones psicológicas y morales– y al solicitado por exigencias de la justicia. Como señala Hartog,

 

el viejo imperativo deuteronómico de dos testigos al menos no tiene validez legal en este caso, el problema para nada está ahí. Se trata, por el contrario, de escuchar a cada uno en su singularidad y permitir a cada testigo decir su historia, por primera vez o de nuevo.27

 

Ahora se trata, pues, de cualquier yo, pero ante todo del testigo como víctima sobreviviente, como si, al mismo tiempo que se estuviera dando una rehabilitación de la primera persona del singular, se diera una exigencia de lo presencial, de su voz, de la imagen.28 El deber de memoria asigna al testigo y a su testimonio una finalidad que supera en mucho el relato de una historia vivida. De hecho, la experiencia concentracionaria no concede talento profético alguno contra la barbarie futura. ¿De qué saber es portador el testigo? Acaso a esta pregunta cabe contestar con palabras de Primo Levi, a quien no se puede identificar con la figura heroica actual de testigo superviviente:

 

Es más eficaz el testimonio elaborado con recato que con indignación: la indignación debe corresponder al lector, no al autor, y no es seguro que la indignación del autor se convierta en la del lector. Yo he querido suministrar al lector la materia prima de su indignación.29

 

El discurso del testigo o del superviviente tiene, por supuesto, importantes efectos morales o políticos. Pero es importante distinguir entre la canonización de las víctimas y el potencial que tienen sus testimonios para lecturas críticas que permitan tanto escribir la historia a contrapelo como atender a la complejidad de acontecimientos terribles de nuestro tiempo, así como reparar en sujetos que hasta hace poco tiempo han sido minusvalorados, para quienes decir yo tiene un significado político al hacer emerger un sujeto imprevisto.

En este punto hay que decir que el trauma histórico es específico y ni todos lo sufrimos ni tenemos el derecho a ocupar la posición de sujeto. De ahí que la tentación tan extendida de una identificación emotiva con la víctima o la de tratar de hablar en su nombre sea un indicio del resbaladizo estatuto de la memoria en la actualidad.30 Como señaló Kaja Silverman, la identificación debe ser heteropática,31 en ella la respuesta emocional se presenta acompañada de respeto por el otro/a y de la consciencia de que su experiencia no es la propia. Y esta consideración de Silverman es oportuna dada la tendencia actual a una sacralización de la víctima y los problemas que presenta una figura como la del «testigo vicario», esto es, la de los descendientes que no vivieron en primera persona los acontecimientos y, por razones de orden diverso, sienten como suyo el deber de recordar. Pero en este caso la experiencia de los testigos vicarios no se puede identificar ni con la vivencia ni con la repetición de una experiencia que ya ha sido, sino con el hecho de que, por decirlo así, en toda experiencia siempre hallamos entremezclada la ajena, esto es, con la transmisión o la herencia.

 

***

 

El conflicto entre la historiografía y la inmediatez de los relatos en primera persona, así como el conflicto entre las virtudes de la conmemoración y el rigor del método histórico, apuntan al hecho de que la rehabilitación del yo en las historias olvidadas, en la contemporánea figura del testigo, ha significado el «acceso de la memoria al taller del historiador», con lo que sólidos paradigmas se han tambaleado, y esto, escribía Enzo Traverso, ha supuesto un cuestionamiento de los límites de los procedimientos tradicionales de la historiografía, de sus fuentes o de la concepción de una historia estructural como un proceso de acumulación, de larga duración, con múltiples estratos (territorio, demografía, mentalidades, instituciones), que permiten aprehender las coordenadas globales de una época, aunque dejen muy poco lugar a la subjetividad de los hombres y las mujeres que hacen la historia. Y Traverso añadía que la dimensión política de la memoria colectiva (y los abusos que la acompañan) no puede más que afectar a la forma de escribir la historia.32 Pero del cuestionamiento de los procedimientos tradicionales de la historia no se sigue que no haya diferencia entre el relato histórico que trata de comprender lo ocurrido y el recuerdo o la memoria colectiva; tras un par de décadas de rehabilitación de la primera persona del singular, esta es una tarea pendiente en nuestros días. Basta pensar en el caso de la Fundación Spielberg y su acumulación de relatos de «testigos». ¿Debemos, pues, considerar que simplemente se trata de fuentes orales, que deberían merecer el mismo tratamiento que los documentos escritos han tenido tradicionalmente en manos de la investigación histórica?

Efectivamente, se podría decir que en los últimos años pocas palabras han sido tan manoseadas como la palabra memoria. Los agentes de la historia han ido quedando reducidos a interpretar el papel de ejecutores, de víctimas y de testigos. Hay una alta confusión entre memoria e historia, puesto que la primera tiene tendencia a absorber la segunda y el trabajo historiográfico se ve injertado de lo que sería tarea propia de los juristas, los cuales señalan quiénes tienen responsabilidades penales, quién ha de ser restituido por los males injustamente sufridos. Carlo Ginzburg33 nos recuerda que la verdad resultado de la investigación histórica nada tiene de normativa, se pretende imparcial y provisional, pues cada presente dirige la mirada al pasado con categorías e intereses distintos, y apunta que, al igual que el juez, el historiador busca la verdad y pruebas, pero a diferencia de aquel no emite sentencias y se ocupa de acontecimientos que no solo implican responsabilidad individual. La verdad que alcanza el historiador es fruto del gesto de abandonar el sentimiento de familiaridad con el pasado, de la voluntad de establecer e interpretar los hechos. El historiador intenta sacar a la luz las estructuras subyacentes de los acontecimientos, las relaciones sociales en las que están implicados los seres humanos y las motivaciones de sus actos. Está en un trabajo constante, pues la verdad histórica contiene una parte de juicio, de interpretación del pasado como problema abierto:

 

Términos como ficción o posibilidad no deben llevarnos a engaño. La cuestión de la prueba permanece más que nunca en el centro de la investigación histórica, pero su estatuto se ve inevitablemente modificado desde el momento en que afrontamos temas diversos sobre el pasado con la ayuda de documentación también diversa.34

 

Fue Paul Ricoeur quien caracterizó «el testigo como aquel que traslada las cosas vistas a las cosas dichas, a las cosas colocadas bajo la confianza que el uno tiene en la palabra del otro».35 De alguna manera, Ricoeur coloca el testimonio no en relación con la verdad, sino con la fidelidad, la confianza. El giro de Ricoeur apunta hacia la veracidad, al tiempo que subraya que el hecho de que el testigo no solo diga «yo estuve allí», «créeme», sino también «y si no me crees, pregúntale a otro» indica que el testimonio siempre tiene lugar o sentido en un espacio donde están los otros, en un espacio plural de relación, y, por tanto, que su valor ya no se sostiene solo sobre la inmediatez de la experiencia del yo. Y es también en este espacio público donde tiene sentido pensar que se pueden encontrar vías para evitar confundir este principio de confianza en cuanto presunción con un «asfixiante principio de credulidad general»36 a la que parece apuntar el eslogan hay que recordar para que no vuelva a ocurrir. Cabría pensar que la memoria tiene que ver con la posibilidad de decir, en el espacio público, el sentido de lo ocurrido, decir cómo ocurrió, quién lo sufrió y qué vidas y esperanzas políticas quedaron truncadas. Y a esta posibilidad podemos acceder a través de testimonios en primera persona, a través de trabajos cuasi arqueológicos de recuperación de lo que ha quedado o ha sido enterrado, y por medio del trabajo de historiadores e historiadoras para investigar la verdad de lo ocurrido, elaborar hipótesis y buscar pruebas. Quizá no se trate tanto de visitar los lugares de la barbarie como de invitar a que, por fin, de manera individual o colectiva, nos atrevamos a debatir histórica y políticamente nuestro pasado, pues en el gesto de recuperar nuestro pasado lo verdaderamente importante es que juzguemos, que demos sentido a lo ocurrido. Y juzgar o comprender quiere decir pensar y expresar lo que hacemos, o sea, «hablar de ello», dar nombre a las cosas y a las personas, tomando posición respecto de lo que ocurre.