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Reinhard Mohn

Discursos y escritos II

1987–1996

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Información bibliográfica de la Biblioteca Nacional Alemana

La Biblioteca Nacional Alemana registra esta publicación en la Bibliografía Nacional Alemana. En el siguiente sitio de Internet figuran datos bibliográficos detallados: http://dnb.d-nb.de.

© 2015 Verlag Bertelsmann Stiftung, Gütersloh

www.bertelsmann-stiftung.org/publications

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Reinhard Mohn nació el 29 de junio de 1921 en Gütersloh (Alemania). En 1946, tras ser liberado de un campo de prisioneros de guerra estadounidense, volvió a casa y tomó las riendas de la editorial e imprenta de su familia. A lo largo de más de 40 años condujo la empresa hasta la cima del sector internacional de los medios de comunicación. La estructura de la empresa se inspira en los principios de juego limpio, cooperación y justicia. Son la expresión de su concepto de cultura empresarial.

En 1977, Reinhard Mohn constituyó la fundación Bertelsmann Stiftung, que mantiene el compromiso sociopolítico, cultural y social y asegura la continuidad de la empresa. En 1993, Reinhard Mohn transfirió a la fundación la mayoría del capital social de Bertelsmann AG. La fundación refleja así su convicción de que los grandes patrimonios están supeditados a la responsabilidad social de la propiedad privada.

Reinhard Mohn falleció el 3 de octubre de 2009.

Índice

¿Aún necesitamos empresarios?

¿Todavía puede dirigir el capital?

Obstáculos en el camino hacia una estrecha cooperación en la empresa

El papel de los medios de comunicación en la política cultural de una Europa unida

1946–1991: Un tramo de la historia editorial de la casa Bertelsmann

Política social en Europa

Nuevos objetivos en el mundo laboral

Eficiencia y capacidad de evolución en el sector público

Libertad para la persona creativa

¿Aún necesitamos empresarios?1

Actualmente hay diferentes posturas con respecto a la importancia del empresario en nuestra economía. La mayoría de nuestros conciudadanos no tienen una opinión negativa de los empresarios, pero sí sienten desazón ante conductas personales censurables como, por ejemplo, el abuso de poder, un exagerado afán de protagonismo o un nivel de vida desproporcionado. Las críticas arrecian cuando la dirección de una empresa cae en manos, por mor de la propiedad privada, de herederos que profesional y personalmente no están preparados para desempeñar la función de dirección. En esos casos la sociedad puede ver con toda claridad que el sistema capitalista, además de ser injusto, también alberga importantes riesgos de dirección. Antaño esas reservas quedaban ocultadas por los éxitos espectaculares que lograron algunos empresarios en la época de auge. Sin embargo, las circunstancias actuales del mercado y la sociedad sólo permiten éxitos sonados de este tipo en casos contados, por lo que resulta comprensible que la fama y la imagen del empresario se degraden.

También hay que tener en cuenta que el autoconcepto democrático actual de nuestros ciudadanos busca más justicia, trato humano y autorrealización. En este terreno se han desarrollado nuevos criterios de valoración y los comportamientos que no encajan en esa imagen son objeto de crítica. De hecho es cierto que el capitalismo liberal nunca ha destacado por su consideración del aspecto humano en la empresa. Si las democracias occidentales se decidieron a pesar de todo por una economía competitiva basada en la propiedad, lo hicieron porque reconocieron que ningún otro orden económico presenta resultados ni de lejos tan buenos con vistas a la satisfacción de las necesidades del mercado. Nuestros ciudadanos no siempre tienen presente esta explicación y por ello deberíamos ser comprensivos con su postura crítica.

En cambio, es otra la valoración que merecen las críticas de los que desde la izquierda desean cambiar de sistema. Por mucho que estas personas afirmen que proceden sobre una base científica, hay que señalar que su postulado de la economía planificada y dirigida por el Estado ha fracasado por completo en la práctica, y en la teoría tampoco es coherente. Los errores decisivos del concepto económico del socialismo radican, en primer lugar, en que subestima la dificultad de la tarea de dirección y, en segundo lugar, en su error de apreciación de la naturaleza humana. En esos regímenes, el intento de suprimir el anhelo natural de cada persona a la autorrealización no sólo ha menoscabado la voluntad de esfuerzo de las personas, sino que sobre todo ha cerrado el camino a su potencial de creatividad. Que esto no se comprenda y se admita en los tiempos que corren devalúa totalmente la crítica que, desde la izquierda, se hace del empresario.

El empresario todavía está relativamente mejor valo-rado en la actualidad por aquellas personas que lo conocen personalmente y que experimentan las consecuencias de su labor. Por regla general, los empleados de un empresario sienten un sorprendente respeto por la actitud y el rendimiento de su jefe. También son conscientes de la importancia de su labor de dirección para su propio bienestar. Éste es, en efecto, un argumento de peso.

Quisiera complementar esta valoración del empresario de nuestros días exponiendo el origen y la práctica de la dirección empresarial en el ámbito económico. A mi juicio está justificado diferenciar las anteriores actividades del artesano, del comerciante y del agricultor, de la función del empresario, que no surgió en la forma que conocemos hasta el siglo XIX. Fueron los cambios sociales y económicos posteriores a la Revolución Francesa los que crearon las condiciones que propiciaron el tipo de empresario que conocemos. El desarrollo de las ciencias y de la tecnología sentó las bases necesarias para la industrialización y la producción masiva. Al mismo tiempo, el desmantelamiento de las barreras comerciales y la mejora del transporte generaron mercados de unas dimensiones hasta entonces desconocidas. La competencia apenas se había desarrollado y la carga fiscal era mínima. Estas condiciones permitieron obtener márgenes generosos que se combinaron con una elevada acumulación de recursos propios. Fueron los propios gobiernos de la época los que saludaron y fomentaron este auge económico, pero no reaccionaron de forma efectiva cuando comenzó a perfilarse la incompatibilidad social del sistema. Seguramente ha habido pocas épocas en que las empresas hayan tenido tantas oportunidades de expansión y generación de beneficios.

El cambio de tendencia comenzó a perfilarse cuando bajo la influencia del concepto democrático de sociedad se empezó a limitar cada vez más el margen de libertad del empresario por efecto de influencias sociales y sindicales. La transformación del orden económico continúa hasta nuestros días. Ha mejorado mucho en cuanto a la dimensión humana. La forma actual de la economía social de mercado puede considerarse una fórmula de compromiso socialmente compatible, pero sin duda este proceso evolutivo aún no ha concluido. Una vez resuelta la cuestión social, ahora debemos averiguar, en interés tanto de un trato más humano como del rendimiento de las empresas, cómo en el mundo del trabajo se pueden asociar los objetivos de la autorrealización, la justicia material y la responsabilidad social con la capacidad de evolución y de rendimiento que se nos exige. ¡Me parece que nos espera la nueva tarea del siglo!

Captar y aprovechar las oportunidades económicas de la «época de los fundadores» fue el mérito de hombres cuya forma de ser y actividad se designaría posteriormente con el término de «empresario». Estos hombres supieron relacionar el potencial de los mercados emergentes con el rápido desarrollo de las posibilidades de fabricación y de los productos. Su logro consistió en la correcta evaluación de todos los elementos materiales y personales implicados en el proceso de producción y distribución y combinarlos de forma óptima. Para ello necesitaron una extraordinaria capacidad creativa y buen criterio, cualidades que se encuentran en pocas personas y que sólo pueden aprenderse hasta cierto punto. En comparación con los millones de asalariados, fueron relativamente pocos los empresarios que con su capacidad creativa determinaron la evolución económica de aquella época. En este contexto resulta llamativo que, a pesar de toda la cantidad de propuestas para mejorar nuestro orden económico, lo poco que hoy en día se valora la importancia de la actividad empresarial. Algunos teóricos piensan que el método y el esfuerzo garantizan el éxito. Pero que nadie se llame a engaño: sin la labor empresarial creativa no habrá ningún avance notable en nuestra economía.

A continuación, y para facilitar la comprensión de la temática, voy a describir las particularidades y la naturaleza de la actividad empresarial. Me parece que en el empresario el deseo de autorrealización, de mostrar su valía y de triunfar es especialmente pronunciado. Es un tipo de persona que desea tirar por su propio camino. Para ello hace gala de valor y esfuerzo, y necesita mucha libertad. Cuestiona críticamente los convencionalismos y la sabiduría tradicional. Capta las nuevas tendencias y oportunidades antes que otras personas. Para hacer realidad sus convicciones está dispuesto a asumir cualquier carga. Y cuando uno avanza por nuevos senderos, esas cargas no son nimias. Así, al empresario se le exige un grado extraordinario de valor, fuerza y tenacidad. Debe estar dispuesto a esperar mucho tiempo hasta que le llegue el éxito. Las burlas y las bromas de sus contemporáneos no deben desconcertarle.

Como director de una empresa deberá saber, en particular, evaluar a las personas, motivarlas y dirigirlas. Esta capacidad requiere cierta sensibilidad. En estos momentos, el desarrollo del personal es tal vez la tarea más importante del empresario. El propio empresario ha de fijarse un objetivo personal preciso o tener una filosofía de vida clara que determine su postura y sitúe su actividad en una relación positiva con sus congéneres. La antigua interpretación de sus objetivos en el sentido de maximizar el beneficio es insuficiente y al mismo tiempo peligrosa para el empresario actual. En el contexto de nuestro orden social, debe comprender que su actividad, asociada a muchos derechos, también es una obligación para con la sociedad. Aunque nuestra Constitución garantice el derecho a la propiedad, también advierte de que la «propiedad obliga». Esta circunstancia fundamenta asimismo la obligación, a menudo insuficientemente respetada por nuestros empresarios, de informar a la sociedad y en particular a los trabajadores, de los objetivos y de la marcha de la empresa. Si a los empresarios actuales no se les comprende bien y con demasiada frecuencia se les valora incorrectamente, en cierta medida esto también es imputable a sus propias omisiones en el ámbito informativo.

Más allá del conocimiento y de la inteligencia, el empresario necesita tener un sentido especial para percibir lo que es posible y, por tanto, imaginación y una capacidad combinatoria visionaria. Esas cualidades deben ir acompañadas de fuerza creativa y de capacidad de juicio. En la labor creativa también desempeña un papel importante la tenacidad del empresario. La idea redentora, el paso mental decisivo no llega sin esfuerzo ni en el acto. En ocasiones es un error abordar un problema concentrándose únicamente en él. Ocurre a menudo que la solución óptima aparece en un momento de ocio, cuando uno medita o juega con los pensamientos y de repente se perfila un conjunto de factores que pueden combinarse para formar una solución aprovechable. Si bien la convicción de avanzar por buen camino da alas al empresario, éste también sabe que cada paso adelante requiere valor y disposición a correr riesgos. Estos peligros y la soledad que a menudo le invade no deben afectar al empresario. Forman parte de su trabajo y de su mundo, al igual que la alegría de crear y la gran felicidad que causa el éxito que confirma el buen trabajo. Si intentamos describir la tipología del empresario en las condiciones económicas y sociales de los siglos XIX y XX, entonces me parecen correctas las tesis siguientes:

El sistema de la economía de mercado liberal y orientado estrictamente al éxito comportó especialmente, amén de otras muchas cosas, una selección y formación excelentes de las personalidades que lideraban la economía. Hasta ahora, ningún otro sistema económico ha permitido una selección mejor que el mercado con sus duras pruebas. Esta valoración es aplicable tanto al éxito de un empresario como a su fracaso. Vale la pena realizar en este contexto una comparación con el desarrollo del personal en la Administración pública. Las deficiencias, la falta de flexibilidad y la productividad insuficiente del sector público muestran a las claras cómo no deben hacerse las cosas. El empresario no puede reclamar seguridad ni protección social. Ha de tener éxito o dimitir. Esas son las reglas de juego del sistema económico que ha dado mejores resultados hasta la fecha en todo el mundo. Ni la economía planificada más diferenciada ha gestionado tan bien los recursos humanos para puestos de dirección ni ha atendido tan bien al mercado. La reivindicación que tantas veces se formula actualmente de paliar los efectos sociales sobra en el caso del propio empresario. Él no lo espera ni lo reclama. La oportunidad de demostrar su valía y la libertad creativa son para él mucho más importantes. Ahora bien, hemos de tener en cuenta que en nuestra época de las grandes empresas el riesgo empresarial no sólo afecta al empresario personalmente. Por ello es necesario compatibilizar el deseo del empresario de desplegar libremente su creatividad con la necesaria limitación de riesgos para la empresa. Es cierto que este compromiso cercena la libertad empresarial, pero no por ello acaba con el sistema, pues tampoco debemos olvidar que el actual mercado internacional permite al empresario obtener éxitos mucho mayores que en épocas anteriores.

La eficacia de la economía de mercado se debe también, entre otros factores, a que había una gran coincidencia entre las exigencias de la tarea asignada y la motivación personal de los empresarios. El mercado reclamaba resultados y el empresario los buscaba como manifestación de su afán de autorrealización. El mercado proporcionaba riqueza, poder y prestigio, atributos que seguramente tientan a la mayoría de personas. La misión del empresario en la economía de mercado concedía autonomía y libertad, unas condiciones que precisamente buscan las personas independientes y de fuerte personalidad. En esta descripción también debemos hacer referencia al compromiso social y ético que solemos observar en los grandes empresarios. Si bien antes esto no era una premisa imprescindible del éxito, en muchos casos ha contribuido de forma decisiva a la estabilidad de las empresas. La coincidencia de las condiciones de trabajo dadas con los objetivos personales del empresario se hace especialmente patente si se establece una comparación con las tareas asignadas al personal directivo de la Administración pública. En ésta, la autorrealización está muy limitada por una compleja red de leyes y reglamentos. Si aceptamos que el sistema de dirección influye decisivamente en el éxito, entonces se explica el lamentable nivel de rendimiento de la Administración pública. La economía de mercado, cuyo representante es el empresario, puede afirmar en cualquier caso que ha satisfecho mejor las necesidades de las personas que todas las alternativas de economía planificada. Conviene resaltar especialmente que la economía competitiva es superior a la economía planificada desde el punto de vista de la capacidad de evolución, que tanta importancia tiene para nuestro nivel de vida. Hay que reconocer que también esta ventaja, que sustancialmente es fruto de una libre creatividad empresarial, es un elemento esencial de la economía de mercado.

Sería un error y también una falta de honestidad, si frente a las ventajas de la economía de mercado dirigida por los empresarios, no expusiéramos también sus desventajas. La economía de mercado persigue el rendimiento y el éxito. Necesita unas condiciones de trabajo liberales y siempre busca eliminar o eludir obstáculos. Percibe como obstáculos también las necesarias intervenciones del Estado, aun cuando éstas, como es el caso de la legislación de defensa de la competencia, sirve para salvaguardar la propia economía de mercado. Otras exigencias sociales, como las expresadas en la legislación social o fiscal, sólo se aceptan a regañadientes. En efecto, ya hemos experimentado que trazar el límite óptimo entre el margen de libertad para la economía y la justificada defensa de los intereses de la sociedad es siempre un cometido difícil que nunca se resolverá de forma definitiva. En este terreno todavía nos queda bastante que aprender. El mundo empresarial debe comprender que sin unas condiciones sociales estables no podrá lograr buenos resultados a largo plazo y la sociedad debe admitir que el margen de libertad del mundo empresarial es imprescindible para su capacidad de rendimiento.

Resulta alentador ver cómo en la actualidad convergen cada vez más las opiniones en esta materia. Me parece incluso posible que tras dos siglos de política social orientada a la protección del trabajador, ahora se produzcan principalmente iniciativas que consideren que el trabajo y el rendimiento son partes esenciales de la autorrealización humana y que, en ese sentido, reclamen más libertad y autorresponsabilidad en el mundo del trabajo. A título de ejemplo quisiera mencionar el creciente compromiso de cada vez más trabajadores gracias a la delegación de responsabilidades y en el marco de la cogestión en el puesto de trabajo. Así, cabría imaginar que en virtud de nuestra aspiración actual a introducir unas condiciones más humanas, la forma vigente de la economía social de mercado adopte tintes más liberales y experimente un mayor compromiso de todos los trabajadores. En cualquier caso, esa evolución desde el capitalismo liberal, pasando por la economía social de mercado y hacia formas de trabajo más humanas y efectivas me parece más imaginable que un éxito de cualquiera de los intentos de reforma que actualmente se pueden observar en la economía de los países socialistas. Nosotros podemos hacer que el capitalismo sea socialmente compatible sin desnaturalizar su sustancia. Pero parece poco creíble que los países del Este logren desarrollar un sistema económico que pueda ni siquiera acercarse a nuestra eficiencia. La razón principal de esta apreciación negativa es que los países del Este no han sido capaces de crear en el sistema económico las condiciones para la motivación humana.

No deberíamos subestimar la influencia recíproca entre el orden social y el sistema económico. Para comprender las actuales circunstancias de nuestra economía, cuyo rendimiento es bastante elevado, tenemos que hacer una breve incursión en el pasado. En el transcurso del siglo XIX, el progresivo establecimiento del Estado democrático cambió el autoconcepto de las personas. Los súbditos se convirtieron en ciudadanos que tienen sus propias ideas sobre cómo configurar su vida y sus relaciones con el Estado. Los sindicatos acompañaron este desarrollo en su función de portavoces de los trabajadores y logrando que se promulgaran leyes de protección social frente a la penuria, la sobrecarga y la enfermedad. Paralelamente se recortaron de forma notable los derechos del capital y se redujo con fuerza la acumulación de capital por parte de los empresarios. De esta forma se inició una transformación del capitalismo cuyas consecuencias no se han asumido del todo hasta hoy. Por razones de justicia tenemos que declararnos a favor de la máxima dispersión del patrimonio. Sin embargo, no debemos olvidar que entonces cambiarán sustancialmente las premisas de trabajo y los factores de motivación para los empresarios. Esto no quiere decir en absoluto que todo deba quedar como está. Tenemos que esforzarnos por desarrollar nuevas actitudes y nuevos ordenamientos acordes con la evolución que se vislumbra. Considero que estos esfuerzos por seguir desarrollando el sistema capitalista son mucho más apremiantes que continuar perfeccionando la red de protección social. No sólo creo, sino que estoy seguro de que encontraremos soluciones para las tareas de reforma que tenemos por delante en la economía y en la sociedad. Ahora bien, implantar nuevas estructuras en la economía llevará mucho tiempo y provocará arduas discusiones. Esperemos que podamos superar este proceso de cambio y mantener al mismo tiempo las condiciones en las que la creatividad empresarial pueda dar sus frutos.

La transformación del capitalismo no sólo se debe al cambio de las estructuras sociales; también la empresa ha tenido que abordar tareas completamente nuevas. A raíz de los avances científicos y tecnológicos aumentó rápidamente la variedad y la calidad de los productos, una tendencia acelerada por la competencia internacional y que imprimió una velocidad totalmente desconocida en la economía al proceso de evolución. En muchos sectores productivos se precisaban unas instalaciones enormes con una cuantiosa dotación de capital para responder a las exigencias del mercado. Con las habituales técnicas de dirección del empresario de aquel entonces, era imposible cumplir estas tareas, del mismo modo que el patrimonio particular del empresario resultó ser insuficiente para cubrir las necesidades financieras. En conjunto, esta evolución comportó un incremento sustancial del grado de dificultad del trabajo empresarial, perdiéndose al mismo tiempo parte de los inventivos anteriores. Así se explica que actualmente se cuestione cada vez más la función del empresario, que en el pasado había demostrado su valía. Es cierto que en las pequeñas y medianas empresas aún vemos al empresario desempeñar un papel similar al ejercido históricamente, pero también en ellas afloran cada vez más problemas de cualificación y financiación. La continuidad de una empresa en manos y a cargo de una familia, que antes era moneda corriente, hoy en día apenas puede considerarse una solución viable. En todas las empresas, los expertos y directivos ascienden en la jerarquía empresarial y desplazan a los empresarios-propietarios. En nuestras grandes empresas, ese proceso ya está tan avanzado que se puede hablar de una separación completa entre dirección y capital. Por efecto del cambio de circunstancias ha surgido una estructura empresarial totalmente distinta. Por tanto, ahora se nos plantea la cuestión de qué efectos tendrán estos cambios más bien inevitables sobre la eficacia del orden económico capitalista. Antes de llegar a las conclusiones expondré a continuación algunas consideraciones:

Las antiguas técnicas de dirección autoritarias del empresario ya no permiten resolver las tareas que se plantean en la actualidad. El empresario debe aprender a especializar funciones, a delegar responsabilidades y a coordinar. Su tarea consiste cada vez menos en la concepción de actividades concretas y cada vez más en la coordinación y ponderación de los distintos factores de rendimiento. Al mismo tiempo, su tarea prioritaria continúa siendo marcar el rumbo de la política de la empresa.

La evolución ha pasado a ser un elemento del que no podemos prescindir en nuestra época. Exige creatividad y capacidad de materializar las nuevas ideas. El reparto de tareas en el seno de la empresa requiere cada vez más que estas capacidades se desarrollen también en los directivos subordinados y en los especialistas. Para ello, el empresario debe comprender que la creatividad y el compromiso exigen una identificación de los implicados con el objetivo y el comportamiento de la empresa. En ese sentido, su estilo de dirección, en la discusión y la cooperación, debe tener en cuenta el autoconcepto de los empleados directivos.

Las necesidades de financiación superan cada vez más las posibilidades de acumulación de capital del empresario. A la vista de las alternativas de financiación disponibles hoy en día, el empresario debe intentar captar inversores que coincidan al máximo posible con su actitud ante la empresa. La participación de directivos y trabajadores en el capital de la empresa ofrece en este sentido, además de financiación, la posibilidad de hacer más comprensible la función del capital en la empresa y de facilitar las decisiones en interés de ésta. Los directivos, en particular, aprenden de esta forma a pensar y actuar como empresarios. Aunque no sea sencillo inculcar a los directivos una actitud emprendedora mediante la delegación de responsabilidades y la participación en el resultado y la financiación, vale la pena intentarlo. Cuanto más nos acerquemos al objetivo de la conducta emprendedora, tanto mejor para el rendimiento de la empresa, pues no debemos olvidar que la división de la función empresarial entre dirección y propiedad comporta un menoscabo de la eficacia del sistema capitalista. Con demasiada frecuencia observamos que algunos directivos valoran más los objetivos personales, asociados al prestigio y la grandeza de la empresa, que una política empresarial equilibrada. Por otra parte, vemos cada vez más al capitalista que sólo se interesa por el dividendo, pero no por la salud y el bienestar de su empresa.

La creciente distancia entre la propiedad y la dirección también suscita la cuestión de si todavía se ejerce suficientemente la función directiva del capital, que es un factor importante de la eficacia del capitalismo. Es cierto que la intervención de las juntas generales de accionistas y de los consejos de vigilancia en la dirección empresarial se ajusta a lo dispuesto en la ley de sociedades anónimas, pero me permito poner en duda seriamente si esta práctica puede considerarse suficiente. Ocurre que por regla general la influencia de la junta directiva, que no participa en el capital de la empresa, domina el proceso de decisión en una sociedad anónima. La integración de los representantes del capital en el proceso de decisión se produce únicamente por obligación y a menudo se considera un estorbo. A este respecto hay que señalar que con esta evolución se pone en entredicho uno de los lados fuertes del capitalismo, a saber, la primacía de los intereses del capital en la concepción de la política empresarial. Si bien esta problemática está siendo debatida desde hace tiempo, hasta ahora no se observa ninguna consecuencia legal o práctica digna de mención. Por ello, nuestra misión ahora es oponernos a esta desnaturalización del sistema capitalista. En la práctica, esto implica reclamar la mejora de la representación del capital. Esta representación debe estar en condiciones de entablar un diálogo inmediato y cualificado con el órgano ejecutivo de la empresa. El ejercicio de la función supervisora no basta, sino que más bien se trata de influir en las discusiones de la junta directiva mediante el asesoramiento y el diálogo. Hay que lograr que la colaboración entre la junta directiva y el consejo de vigilancia se acerque al máximo posible a la práctica de dirección de la empresa.

El abandono de la antigua forma de trabajar del empresario también se deriva de la práctica actual en la selección y formación de los futuros directivos. Ante la mayor dificultad de la tarea, se hace hincapié demasiado unilateralmente en la ampliación de la oferta educativa. En este punto me parece criticable que aún no hayamos logrado una síntesis útil entre conocimiento, experiencia práctica y formación humana. Actualmente se sobrevalora absolutamente la importancia del bagaje teórico, mientras que el proceso de formación humana y la experiencia práctica quedan en segundo plano. En ese sentido habría que aprobar las palabras del profesor Hans Werner, de la «cantera» de directivos de Fontainebleau, cuando dice: «Las empresas y universidades europeas siguen formando demasiados directivos profesionalmente cualificados y aplicados, pero en su mayoría poco creativos y casi ninguno genial.» Por tanto, a modo de conclusión habría que constatar que no se promueven nuevas generaciones de personal directivo con espíritu empresarial.

Finalmente habría que señalar asimismo que el cambio de las condiciones de trabajo ha reducido enormemente el poder de atracción de la actividad empresarial. Algunos empresarios mayores se han resignado y algunos jóvenes directivos piensan que tendrían mejores perspectivas en otras carreras. Si bien el Estado promueve la creación de empresas y resalta la importancia del empresario en la economía, lo hace casi sin ganas, y estoy convencido de que los obstáculos arriba descritos que dificultan el éxito del empresario no podrán desmantelarse suficientemente con las iniciativas lanzadas hasta ahora.

Si ahora intentamos evaluar todo este proceso, se plantea en efecto la cuestión de si en el futuro todavía se necesitará al empresario. ¿O sucede que las nuevas tareas de la dirección empresarial y el perfeccionamiento de las técnicas de dirección han hecho que el empresario, que ha marcado dos siglos de historia económica brillante, sea ahora superfluo? Para responder correctamente a esta pregunta será útil analizar el grado de rendimiento de la dirección de las grandes empresas multinacionales. No obstante, al hacerlo debemos tener presente que éxitos anteriores pueden encubrir durante mucho tiempo un bajo rendimiento de la dirección. En este sentido, una evaluación del rendimiento de la dirección no puede limitarse a reflejar una instantánea de la situación actual, por ejemplo a examinar un balance. Sería más útil analizar las razones del continuo cambio de posición en la clasificación de las empresas más grandes del mundo. Esas subidas y bajadas reflejan, desde luego, los efectos de varios factores, como por ejemplo cambios del mercado y la aparición de nuevos productos. Sin embargo, me parece que en la mayoría de los casos es ante todo el rendimiento de la dirección el responsable del ascenso y descenso de una gran empresa. A continuación quisiera definir desde mi punto de vista los errores decisivos que puede cometer una dirección:

Primer error

Sistemas de dirección centralizados y autoritarios que no concuerdan ni con la magnitud ni con el grado de dificultad de las tareas.

Segundo error

Falta de creatividad y flexibilidad de la alta dirección para mantener el paso con la evolución en el entorno competitivo internacional.

Tercer error

Consideración insuficiente del cambio decisivo del autoconcepto de los trabajadores, que ahora buscan y reclaman la posibilidad de autorrealizarse y unas condiciones de trabajo más humanas.

Cuarto error

Falta de comprensión del hecho de que el desarrollo de la sociedad ha llevado en realidad a que la maximización del beneficio ya no sea válida como definición del objetivo empresarial. Hoy en día, el objetivo empresarial debe consistir en optimizar su aportación al mercado teniendo en cuenta los intereses del capital, de la dirección y del trabajo.