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La política del Espíritu

Espiritualidad, ética y política

© 2019 Darío López Rodríguez

© 2019 Centro de Investigaciones y Publicaciones (cenip) – Ediciones Puma

Primera edición digital, julio 2020

ISBN N° 978-612-4252-46-4

Categoría: Religión - Teología - Ética

Primera edición impresa, julio 2019

ISBN N° 978-612-4252-33-4

Editado por:

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Diagramación: Hansel J. Huaynate Ventocilla

Reservados todos los derechos

All rights reserved

Prohibida la reproducción, almacenamiento o transmisión total o parcial de este libro por algún medio mecánico, electrónico, fotocopia, grabación u otro, sin autorización previa de los editores.

A Janice y Ricardo Waldrop, misioneros del Dios de la vida en la patria grande: América Latina.

Prólogo

Para conocer a un escritor no es necesario verlo personalmente. En realidad, incluso aquellos que viven junto a él, no necesariamente lo conocen. Los lectores del escritor lo conocen mejor. Quizá no lo conozcan en persona, pero conocen sus ideas, sus perspectivas, sus argumentos y sus propuestas. Partiendo desde ese punto de vista, puedo decir que «conozco» a Darío López. Hace diez años, cuando impartía una serie de conferencias entre Iquitos y Lima, en el Perú, en una de mis visitas a una librería, descubrí un sugestivo título: Pentecostalismo y misión integral. La propuesta innovadora procedía de la pluma de Darío López. Menciono solamente esta obra por ser la primera que he leído.

En aquel tiempo, me urgía producir un texto relacionado a la misión integral y, francamente, no sabía bien cómo el pentecostalis­mo podría acomodarse teológicamente a esta propuesta. Me pareció curioso —desde el pensamiento del ascetismo dispensacionalista, según el cual el mundo «evoluciona» hacia un colapso inevitable— cómo podría yo elaborar una reflexión teológica acerca de la responsa­bilidad humana respecto a la tierra, nuestra «casa común». En la obra de Darío encontré las rutas y vislumbré los puntos de convergencia entre la teología pentecostal y la teología de la misión integral. Siendo justo y, a la verdad sin ninguna actitud de triunfalismo, es necesario reconocer que el pentecostalismo, de forma concreta, cumple ya un papel pertinente en esta tarea. Sin embargo, muchas veces dicha contribución se presenta como una estrategia de evangelismo y no con la motivación diaconal correcta.

Inicialmente, el título de este libro puede parecer extraño, pero tan pronto que empezamos a leer su contenido, percibimos que la propuesta no es del autor, sino del propio Espíritu Santo. La «política del Espíritu» representa mucho más que la propuesta de Simone Weil, cuyo deseo fue la extinción de los partidos políticos, pues todos sin excepción son inútiles y están al servicio de algún interés en particular, muchas veces turbio. Sin embargo, a pesar del título, con extraordinaria e inusual capacidad, el autor expone magistralmente sobre esa ciencia, relacionándola con la teología y analizándola a partir del ethos pentecostal. Él va más allá demostrando que el Espíritu tiene una «política», en el sentido pleno de la palabra, y que contempla, indistintamente, a todo y a todos, pues conforme enseña Darío, «la política tiene que ver con legislar para el bien común, el buen gobierno, la justicia social, con compartir el poder y la educación para incursionar en el espacio público». En otras palabras, no debemos confundir esta política con la imposición particular de los valores de un determinado grupo sobre el resto de la comunidad.

Darío, que es escritor pentecostal, hace teología a partir de su práctica latinoamericana. Esto no le ha impedido buscar los conocimientos académicos para contribuir epistemológicamente al pentecostalismo. Tal contribución es más que bienvenida, puesto que el contingente numérico de esa expresión de fe cristiana, sobre todo en América Latina, es actualmente objeto de estudio por varias disciplinas científicas. Ocurre, por eso, que el crecimiento exponencial de este grupo plantea preguntas acerca de su pertinencia para una sociedad injusta, en donde la desigualdad social llega a niveles intolerables. El movimiento pentecostal ocupa diversos sectores y clases, con todo, está más presente en las clases C y D de la pirámide social.

A pesar de ello, justamente por su fuerza demográfica, el pentecostalismo tiene deberes aún mayores respecto a la transformación de la realidad. El énfasis pentecostal —y protestante en su conjunto— acerca del «pecado personal» y, el mayor de todos, el «pecado social», lamentablemente llevó al movimiento a ignorar el «pecado estructural». Tal desconocimiento hizo que el propio pentecostalismo cayera víctima, dado que, en nuestra América Latina, conforme ya fue dicho, la membresía pentecostal se concentra justamente en los sectores más pobres de la sociedad. En esta excelente obra «La política del Espíritu» el autor muestra, en base a los documentos de la narrativa lucana (el Evangelio que lleva su nombre en Hechos) que las curaciones realizadas por el Señor, por ejemplo, significaban que, más allá «de experimentar el poder liberador del Dios de la vida, los frágiles de la sociedad se integran a la nueva sociedad que Dios está forjando en Jesucristo, una nueva sociedad cuya composición social es en sí una crítica frontal a la sociedad estamental de todos los tiempos».

Esto no podría ser distinto, puesto que, como se deduce, el pente­costalismo es heredero del movimiento profético veterotestamentario, siendo por eso mismo, una expresión de la fe que debe denunciar los atropellos e injusticias cometidos por los sistemas políticos y religiosos. Tales sistemas estructurales se presentan de la forma más «auténtica» posible, con la intención de hacer creer a la población que esa es la «realidad» y que no hay nada que se pueda hacer. Es necesario un movimiento que fomente la novedad del Espíritu y que se oponga a esta clase de absolutismo.

Como no podría dejar de ser, Darío lee las narrativas y busca los «puntos de contacto que parecen existir entre el pentecostalismo y la cosmovisión andina». Y así procede por una razón muy sencilla: hacer teología exige una dialéctica entre la exégesis del texto bíblico, la lectura de la realidad y, sólo después, la producción del discurso reflexivo que resulta del tal ejercicio, esto es, la teología. De esta forma, partiendo del cuádruple y clásico mensaje pentecostal —Jesucristo salva (y santifica), sana, bautiza en el Espíritu Santo y es Rey que pronto volverá—, el autor desarrolla las referidas marcas analizándolas de forma, no solo religiosa, es decir, verticalmente, sino también desdoblándolas de manera social, es decir, horizontalmente. Y así debe ser por el hecho de que, como afirma Darío, pasamos «de los desafíos del multiculturalismo a los desafíos de la interculturalidad». La innegable diversidad cultural no desaparece de esta perspectiva, pero para que haya coexistencia pacífica entre los diversos grupos, se requiere la integralidad y el respeto a la cultura del prójimo. Según el autor, las consecuencias teológicas de este descubrimiento consisten en que estamos en «un marco temporal en el que se afirma que se está pasando de una teología del pluralismo religioso a una teología pluralista». En otras palabras, es necesario superar una teología que se resume y se satisface en simplemente «constatar» que la realidad es plural, y avanzar en dirección a una teología que dialoga e integra. Por eso, el autor concluye que «específicamente, con respecto a sus creencias y práctica que parecen tener cierta sintonía con las creencias y las prácticas de los pueblos andinos, los pentecostales dirán que son expresión concreta de su forma particular de leer y actualizar lo que en el Nuevo Testamento se presentan como las señales visibles de las comunidades de discípulos como una sociedad alternativa modelada, guiada, sostenida e impulsada por el Espíritu Santo. Dirán también, que el Dios de la Biblia responde a las oraciones por sanidad». Esa creencia pentecostal no es más que una demostración de resiliencia y esperanza respecto a que es posible que las cosas sean distintas, es decir, que la realidad no se rige por un determinismo. Más bien, ¡la realidad puede cambiar!

De este modo, Darío resalta la importancia de reconocer, no solo una obvia multiculturalidad en nuestra América Latina, sino la interculturalidad, pues no estamos sentándonos «en una mesa de dialogo con entidades abstractas o con almas incorpóreas, sino con seres humanos situados en realidades históricas concretas y que tienen una cosmovisión especifica que da sentido a sus vidas». En otros términos, es necesario que se respete la condición del otro. Esto también incluye el respeto a la fe religiosa de los demás actores sociales. En referencia al aspecto conversionista del pentecostalismo, el autor dice que un «enfoque de misión integral resulta ser el más adecuado para hacer frente a los desafíos misioneros que se tienen que encarar en los laberintos urbanos de este tiempo» puesto que «la salvación de los seres humanos no ocurre en un vacío existencial, desconectada de los procesos sociales y políticos, fuera de la cotidianidad humana o al margen de la historia de los pueblos». En el camino de ese mismo pensamiento, acostumbro a decir que no podemos predicar el Evangelio e invitar a las «almas» a aceptarlo, como si fueran a venir flotando como una especie de «fantasma» u holograma a aceptar nuestra invitación. Al recibir el llamado de la predicación, la persona que está allí posee una historia y seguramente que está marcada por dramas, frustraciones, dolores, necesidades, etc., las cuales no desaparecerán «por arte de magia», antes será necesario el compromiso de la comunidad de fe a la que se está integrando, con vistas a la acogida e inclusión, puesto que esos son valores que caracterizaron al movimiento desde sus inicios. (Hch 2.42–47).

Fue justamente para esto que Jesucristo nos llamó y, según nos enseñó en su célebre Sermón del Monte (Mt 5–7), hay una justicia del reino que debe marcar la vida del discípulo. Por eso, la propuesta de Darío para el pentecostalismo no es nada más que la reivindicación de aquello que la comunidad de fe siempre fue: un pueblo impulsado por el Espíritu cuya actuación se da en el «mundo exterior», es decir, fuera de las cuatro paredes del templo, pues para esto fue llamado desde el Antiguo Testamento, debiendo ser un reino sacerdotal (Éx 19.6), identidad que perdura en el Nuevo Testamento (1P 2.9). Por eso, la iglesia carismática de Hechos 2, no solo alababa a Dios por todo, sino también gozaba de una gran estima de parte de la sociedad (Hch 2.47). Esa estima era producto de su actuación social concreta y tal actitud demostraba a la sociedad que se trataba de un pueblo cuya fe, en vez de ser expectante (pasiva), es activa. Esto es porque, según la clara afirmación del autor, especialmente en las secciones donde trata de los «pentecostales, teología y academia» y «pentecostalismo y espacio público», los seguidores de Cristo tienen una «doble ciudadanía», es decir, «como ciudadanos del reino de Dios (ekklesia) y como ciudadanos de la ciudad (polis)» Esta doble ciudadanía, vale la pena decir, no tiene una dimensión más importante que la otra, pues somos un todo indivisible. En la sección donde aborda el papel del pentecostalismo en el espacio público, el autor destaca que es necesario:

comprender que el evangelio es una verdad pública. Es decir, comprender que el evangelio no es un mensaje privado confinado a los templos, ni un discurso religioso para almas incorpóreas. Es Palabra de Dios que interpela y desnuda los pecados personales y estructurales. Palabra que dignifica a las culturas y Palabra que provoca transformaciones sociales. Es una buena noticia que tiene que discurrir en todas las fronteras de la vida humana. Tiene que ser así, porque cuando la misión de la iglesia se limita casi exclusivamente a la proclamación verbal del evangelio, desconectada de la preocupación por las buenas obras y la justicia social, tendrá quizá como fruto visible a buenas personas o a buenos vecinos, con una ética privada destacada, pero con una ética pública pobre, deficiente y poco útil para la transformación social. Un evangelio mutilado, dedicado a la salvación de almas incorpóreas, desconectado de la realidad histórica, difícilmente tendrá como producto final ciudadanos ejemplares preocupados por la búsqueda del bien común y comprometidos en la lucha contra la pobreza, la defensa de los derechos humanos, el cuidado responsable de nuestra casa común o en la gestación de una democracia en la que todos los ciudadanos tengan igualdad de oportunidades, acceso a la justicia, trabajo digno, y educación y salud públicas de calidad.

Deshaciendo el paradigma negativo de que los pentecostales no están interesados en asuntos políticos, Darío demuestra una madurez incre­íble al tratar este tema con profundidad mientras critica la postura de intercambio de favores que algunos líderes pentecostales mantienen durante el proceso político electoral. Tales alianzas basadas en intereses particulares no coinciden con el mensaje de Evangelio. No se puede así, en nombre de la moral y de una agenda religiosa, apoyar una propuesta política que oprime, segrega y aumenta el sufrimiento de los menos favorecidos, sean creyentes o no. Es por eso que Darío inicia su disertación a partir de la realidad periférica de Galilea. Lugar profetizado —y por eso escogido por el Señor Jesucristo— para ser la base de donde el Hijo de Dios irradiaría su ministerio y movimiento (Mt 4.12–17). Esa región no es solo geográficamente importante, sino teológica y metafóricamente estratégica para traducir fielmente el propósito del ministerio de Cristo. De ahí su opción por establecer su base ministerial en Capernaúm. Como ya se ha mencionado, el autor, tomando por fundamento la narrativa lucana, destaca «dos de las claves teológicas fundamentales del Evangelio de Lucas: a) la universalidad del amor de Dios; b) su amor especial por los pobres y los excluidos». Y es emblemático que este texto prolífico para el pentecostalismo, registre esas «claves teológicas lucanas» y, dice Darío, que son «centrales para una mejor comprensión de la misión liberadora de Jesús», y por eso «no pueden ser relegadas, dejadas de lado o recortadas, bajo ningún pretexto». Por lo tanto, conforme defiende el autor:

A la luz de la experiencia y práctica concreta de la comunidad de Jesús de Nazaret, la ekklesia (iglesia) en la polis (ciudad), si quiere ser fiel a su llamado y vocación histórica, no puede aceptar como válidas y legítimas las distintas formas de opresión social, cultural y religiosa que son expresión visible de una mentalidad cerrada, vertical y autoritaria. La política del Espíritu camina en otra dirección, choca frontalmente contra toda opresión que cosifica a los seres humanos, y produce una nueva humanidad en la cual desaparecen las prácticas de discriminación y los prejuicios sociales y culturales que separan a los seres humanos. La política del Espíritu produce nuevas relaciones sociales, une a quienes las sociedades humanas separan, y valoriza a quienes son ninguneados y tratados como simples cifras estadísticas.

Esa «nueva humanidad», hermanada en Cristo por medio de su Espíritu, posibilitará esas nuevas relaciones sociales. Partiendo del ejemplo intracomunitario de cómo ella se relaciona, pues es justamente por la forma en que nos amamos que demostramos que somos, de hecho, discípulos de Cristo (Jn 13.35) y no por cuestiones doctrinarias o indumentarias. El deseo divino de tener un pueblo que representa lo que significa vivir bajo el amparo de Dios, a través de una postura ética ejemplar, llevando a los demás pueblos a querer imitarlo (Dt 4.5–8) en Cristo, avivados por el poder del Espíritu (Gá 5.22) puede finalmente ser cumplido. No escondiéndose en guetos religiosos en los que los pentecostales podrán hacer la diferencia, sino colocándose en la posición diaconal de servir de luz y sal para la sociedad. Esta es la conclusión del autor con la que concuerdo en esta oportunidad, y saludo su nueva obra.

Tendría que ser así porque el pentecostalismo está vinculado estre­chamente con los sectores históricamente postergados, marginados y excluidos de la región andina; su misma composición social indica que estos sectores son la inmensa mayoría del pueblo pentecostal que, como las otras personas y familia pobres, comparten las mismas expectativas sociales y políticas. Esta realidad innegable debería ser entonces, desde la base de una comprensión más integral de la misión cristiana y del discipulado radical que está en el corazón del pentecostalismo, razón suficiente para que las iglesias pentecostales se preocupen por las necesidades materiales concretas (alimentación básica, educación de calidad, acceso a la salud, vivienda digna, salario justo, entre otras necesidades) de los pobres, los oprimidos, los marginados y excluidos que forman parte del pueblo pentecostal y que son su expresión mayoritaria tanto en las grandes urbes como en los pueblos más alejados de los centros de poder. Más aun, debería ser razón suficiente para que los pentecostales luchen activamente buscando que todas las personas, creyentes y no creyentes, sean tratados como ciudadanos con iguales derechos, deberes y oportunidades, como corresponde en un sistema democrático orientado al bien común y que busca consolidarse como tal.

Esa es la política del Espíritu, que se expone en diversos textos bíblicos, que Jesucristo nos la enseñó (Mt 25.31–46), y nos la repitieron Pablo (Hch 20.35; Gá 2.9, 10) y Santiago (2.14.26), por mencionar solo unos ejemplos. Lejos de practicar una colonización bajo la excusa de «evangelizar», es necesario anunciar el mensaje del Evangelio con todo aquello que lo compone: apertura a una relación entre Dios y las personas (Lc 4.14–29), liberación de las vidas (Jn 8.1–11), sustento de las necesidades básicas (Jn 6.1–15) y, finalmente, esperanza para los que viven en la oscuridad social y espiritualmente hablando (Mt 4.12–17). Hay una política del Espíritu que impulsaba las primeras comunidades de fe, que moldeaba su identidad y pertinencia, conduciendo a sus seguidores a ser unidos, a compartir todas las cosas, vendiendo sus propiedades y sus bienes, a repartir el dinero entre todos «conforme la necesidad de cada uno» (Hch 2.44, 45). Esta es la propuesta de esta obra: recuperar ese ideal de nuestra identidad para un mundo que ya no soporta el discurso religioso y político, sino que quiere ver en la práctica a los ciudadanos del reino sirviendo conforme a lo que el Señor Jesús nos instruyó (Mr 16.15–20).

César Moisés Carvalho

Autor de Pentecostalismo y posmodernidad

Rio de Janeiro, junio de 2019

Introducción

«Aunque al poner su nombre en un libro quien escribe asume la responsabilidad personal por todo lo que ha escrito, en la producción de un manuscrito intervienen siempre muchas personas…».

—Samuel Escobar 2012:4

Este libro no es una excepción. La deuda que tengo con muchas personas es impagable. A lo largo de estos años disfruté la lectura de innumerables libros y artículos, así como de la amistad invalorable de amigos irremplazables y, en consecuencia, el producto final es resultado de todas esas lecturas y relaciones amicales. Todo comenzó cuarenta años atrás. Mi peregrinaje ha sido largo, y tuvo un disparador inicial, cuando me pregunté sobre mi identidad evangélica, wesleyana, pentecostal, anabautista.

En los primeros meses de 1974, cuando comenzaba los estudios universitarios, me vinculé a la Iglesia de Dios del Perú «Monte Sinaí» de Villa María del Triunfo (Lima, Perú), la congregación pentecostal en la que conocí y aprendí a amar y servir al Dios de la vida y al prójimo indefenso. La sencillez del pastor Juan Huertas, la espontaneidad y la alegría del culto, así como la participación activa de los miembros en el culto y en el servicio a la comunidad, fueron las principales razones por las que, finalmente, me integré a esta comunidad de discípulos, pequeña en número, pero grande en corazón. Todavía permanezco en ese suelo firme que me ha dado muchas, muchísimas, alegrías en las últimas cuatro décadas.

Cuando fue pasando el tiempo, como probablemente les ha ocu­rrido a otros creyentes, descubrí que no siempre en la congregación en la que me formé socialmente como creyente evangélico de tradición pentecostal y en otras que fui conociendo en esos años, había una correlación estrecha entre la vida privada y la vida pública, la teología y la ética, la identidad confesional y la conducta ciudadana responsable. Pensé entonces que, tal vez, tenía razón un atento observador del movimiento pentecostal peruano que afirmaba que en estas iglesias «aunque se da un desarrollo ético personal verdadero, sin embargo hay una ética social muy pobre…» (Marzal 1989:427). Y que, quizás, tenía cierta consistencia la crítica mordaz de un historiador peruano, quien afirmaba que en las iglesias pentecostales:

Los conversos son bombardeados sistemáticamente con mensajes fundamentalistas y escatológicos. Estos se suministras particu­larmente en las Iglesias donde la labor del pastor adquiere un papel decisivo. Su autoridad es unánimemente reconocida. No hay duda o cuestionamiento a sus opiniones y mandatos […] Se autoeducan en sus iglesias y escuelas dominicales donde taladran la mente de los niños y adolescentes hasta despojarlos de toda la tradición y memoria colectiva, dispensarles de toda preocupación o iniciativa que tenga que ver con la historia, la sociedad y la política inmediata que en nuestro país se encuentra revuelta y convulsa dramáticamente… (Kapsoli 1988:156, 158).

Estas y otras observaciones críticas me condujeron a examinar mis convicciones y práctica de vida como creyente y ciudadano, a conocer la historia del movimiento pentecostal primigenio, así como a indagar en esa historia en busca de las raíces teológicas y éticas de mi identidad confesional. Fui descubriendo así que el pentecostalismo tenía firmes lazos con el movimiento de santidad, la teología wesleyana y la Reforma Radical (anabautistas).

Del examen de la historia pasé al examen de la teología, y del examen de la teología al examen de la ética pentecostal. A lo largo de este proceso de búsqueda de las raíces de mi identidad confesional fui publicando artículos, capítulos para libros, y libros sobre pentecostalismo que daban cuenta de la forma como entendía (y entiendo) mi fe evangélica, wesleyana, pentecostal, anabautista. La política del Espíritu: espiritualidad, ética y política, forma parte de este proceso que todavía continúa y, así será, mientras el Dios de la vida me conceda en su gracia y justicia, seguir peregrinando en este mundo que le pertenece a él y que todos estamos llamados a cuidar responsablemente.

Dos agudas observaciones de José Míguez Bonino jalonaron también el examen de mi herencia teológica y mi compromiso ciu­dadano. En su libro Rostros del Protestantismo Latinoamericano, afirmaba que el pentecostalismo representaba: «…cuantitativamente la mani­festación más significativa y cualitativamente la expresión más vigorosa del protestantismo latinoamericano…» (Míguez 1995:75). Afirmaba además que: «…su futuro es decisivo no solamente para el protestantismo en su conjunto sino para todo el campo religioso y su proyección social» (Míguez 1995:75). Advertía también que el ropaje teológico que el pentecostalismo latinoamericano había heredado era «…demasiado estrecho para abrigar su experiencia o para permitirle la expresión libre de su vigor» (Míguez 1995:75). Todo lo que he escrito hasta la fecha expresa mi respuesta a estas fraternas observaciones de quien fue el decano de los teólogos evangélicos latinoamericanos. Este libro apunta también en esa dirección y, más aún, pretende ser una respuesta directa al desafío fraterno que Míguez Bonino planteó claramente a quienes militamos en el movimiento pentecostal.

Basado principalmente en un análisis teológico, misiológico y pastoral de pasajes claves de la obra lucana y en varios ensayos que fui escribiendo en la última década, este libro expresa lo que en uno de los prólogos al libro La misión liberadora de Jesús, Alejandro Cussiánovich subraya sobre mi aproximación a la propuesta de Lucas y a la misión cristiana:

El pastor Darío, siempre en misión como teólogo y biblista de la espiritualidad de la liberación, nos ofrece un Lucas crítico que convoca y no descalifica y que inaugura un estilo profético radicalmente amigable. Un Lucas que rompe rediles culturales, religiosos, políticos y sociales, de género y de generación. Que afirma sin titubear la universalidad como condición de liberación, de emancipación esencial. Lucas convoca a un panecumenismo siempre necesitado de diálogo, de apertura, de sabiduría y audacia del Espíritu. El capítulo 13 recoge una hermosa e innovadora expresión, la amistad especial de Dios por los pobres. La radicalidad no está reñida con la universalidad. Es que todo es prójimo y de todo somos prójimo (Cussiánovich 2017:9).

Expresa también lo que Samuel Escobar puntualiza acerca de mi comprensión de la fe y militancia cristiana con sabor pentecostal y aroma latinoamericano:

…este libro acerca del Evangelio de Lucas nos muestra la espiritualidad que nutre la acción ministerial y ciudadana de su autor. En sus páginas nos acercamos a la intimidad de su relación con Cristo y al esfuerzo por articular la fe evangélica como reflexión sobre la propia práctica de alguien que escucha al Señor de la vida, se entrega a una vida de obediencia al llamado de Jesús y reflexiona a la luz de la palabra de Dios (Escobar 2012:8).

¡En ese camino seguimos! Jalonando nuevas perspectivas de lectura del tercer evangelio y una mejor comprensión de la propuesta teológica, pastoral y misionera del amplio y heterogéneo mundo pentecostal. El presente libro da cuenta de este esfuerzo que ha tenido la invalorable compañía de dilectos amigos de la Patria Grande: América Latina y el Caribe de habla hispana.

Villa María del Triunfo, diciembre de 2018