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En Belgrado, en los años 60, solía contarse esta anécdota.

Un rey, tuerto y jorobado, encargó su retrato. El primer pintor convocado lo representó con los dos ojos bien abiertos y muy erguido. “Ese no soy yo”, dictaminó el monarca e hizo ahorcar al cortesano. El segundo pintor lo retrató tuerto y jorobado. “Ese es un monstruo”, exclamó el monarca. El artista sufrió la misma suerte que el anterior. Un tercer pintor sugirió una puesta en escena: “Majestad, me gustaría retratarlo en una de sus cacerías. Apoye un pie sobre esta piedra e incline el torso hacia adelante para sostener el fusil mientras hace puntería cerrando un ojo…”. El rey quedó plenamente satisfecho con la obra.

El comentario era: “Ese día nació el realismo socialista”.

Fuente: Dušan Makavejev, París, 1975.

para Alberto Manguel

NOTA

Este Nuevo museo del chisme enriquece el ensayo introductorio con aportes de Alfonso Reyes, Joseph Conrad y Georg Simmel que el autor no conocía cuando apareció el Museo del chisme original. Agrega también una sección —“De las reservas del museo”— con veinticinco nuevos, minúsculos relatos que prolongan los “Cuadros de una exposición”.

Resumo la genealogía de este libro. En 1973, una primera versión de “El relato indefendible” me deparó el honor de compartir un premio literario con José Bianco. Ampliada, corregida en la puntuación más que en el vocabulario o los temas, una nueva versión de ese ensayo apareció en francés, supuesto fruto de mi frecuentación de un seminario de Roland Barthes, y en español en un volumen colectivo, editado en 1977 en Madrid por Julián Ríos.

Décadas más tarde, la insistencia de amigos curiosos por conocer ese texto vuelto inhallable me decidió a publicarlo, con mínimos retoques, sin que haya intentado aliviar cierto aborde académico de temas y conceptos, injustificado en la prosa de alguien que no ha cultivado las disciplinas universitarias.

Tal vez para mitigar ese atisbo de pedantería, añadí a ese ensayo una sección que, con la excusa de ilustrarlo mediante una ambigua selección de anécdotas, se aplica a cuestionar la noción, voluble si las hay, de chisme. El placer de reescribir en la forma más concisa posible esos embriones de ficción, a partir de fuentes impresas u orales muy dispares, resultó ser un nuevo, modestísimo avatar de placeres que aprendí en las antologías de Borges y Bioy Casares. Y, al mismo tiempo, un intento de cumplir con el antiguo deber de dejar un rastro, una huella de parte de lo que me tocó oír y ver, no solo leer, en mi paso por este mundo.

E.C.,

noviembre de 2012

EL RELATO INDEFENDIBLE

Nuestra admirable princesa estudiaba los deberes de quienes compusieron la Historia con su vida: allí perdía insensiblemente el gusto por las novelas y sus héroes incoloros; cuidadosa de atender a lo verdadero, despreciaba esas ficciones peligrosas y sin vida.

BOSSUET, 16701

Cierta vez, una niña argentina proclamó que aborrecía los chismes y que prefería el estudio de Marcel Proust; alguien le hizo notar que las novelas de Marcel Proust eran chismes, o sea (aclaro yo, tardíamente) noticias particulares humanas.

BORGES, 19352

I

El chisme y la novela (o, menos taxativamente, los relatos de ficción) se han encontrado con tanta frecuencia en la indignación de las mentes serias y las almas nobles que no parece injustificado estudiar cuáles pueden ser los rasgos compartidos que hicieron posible esa coincidencia.

A la virtud de quien busca ejemplos en la narración de la historia, Bossuet opone el gusto por las novelas, que tal vez no consideraba más peligrosas que cualquier otro estímulo irreprimible de la fantasía; al juzgar que esas ficciones carecen de vida y sus héroes son incoloros, es probable que no criticara los valores literarios de la Clélie o del Grand Cyrus de Mademoiselle de Scudéry, o de L’Astrée de Honoré d’Urfé; censuraba, más bien, que esos relatos fueran obras de una imaginación ociosa, complacida por su capacidad de enhebrar peripecias inventadas, y que tal vez hallara un placer propio en la tarea de procurar el del lector.

“Los deberes de quienes compusieron la Historia con su vida”, sin embargo, tal vez despertaran en Enriqueta de Inglaterra una curiosidad no demasiado diferente de la que el chisme suscita en criaturas menos distinguidas. Las más tempranas hagiografías tanto como las crónicas cortesanas de Saint-Simon ilustran una concepción del relato histórico que se articula en dos tiempos claramente diferenciados, aunque en el texto puedan entrecruzarse: en el primero, los hechos se despliegan con toda esa riqueza de menudas observaciones de conducta y transcripciones “de la realidad” cuya referencia oral suele merecer la censura tradicionalmente reservada para el chisme; en el segundo, la reflexión moral o la filosofía política cubren (justifican) aquel soporte insoslayable con su autoridad respetada.

Pero ese relato que suele llamarse con cierta ligereza “la Historia” es, las más de las veces, historiografía, y cada época la ejerce según las reglas que la novela que le es contemporánea ha sancionado para esa práctica narrativa.

Stevenson advirtió que el arte de narrar es uno solo, ya se aplique a “la selección e ilustración de una serie real de acontecimientos o a la de una serie imaginaria. La Vida de Johnson de Boswell (…) debe su éxito a las mismas maniobras técnicas que, digamos, Tom Jones: la concepción nítida de algunos rasgos del hombre, la elección y representación de algunos incidentes entre la cantidad mayor que se ofrecía, y la invención (sí, invención) y conservación de cierto tono en el diálogo”.3

La “verdad”, que tanta dignidad confiere a la historia, es apenas la ausencia de contradicción entre las versiones recibidas de un hecho; pero ningún hecho es inmune a la interpretación, ni puede eludir su carácter de función, cuyo valor se modifica según el contexto histórico de cada nueva lectura. El relato ficticio deriva su condición híbrida, tal vez espuria, sin duda saludable, de ser un mero “posible”: a tanta distancia de la crónica verídica, cuya autoridad exige una referencialidad irreprochable, como del juego declarado en que el lenguaje poético festeja sus propiedades autotélicas, la ficción instaura un ámbito de “como si”, donde el lenguaje, precariamente sostenido entre la transparencia perfecta y la opacidad absoluta, descubre en esa vacilación una particular riqueza.

Bossuet, cuya imparcialidad ante Cromwell estaba libre de toda simpatía, no se hubiera molestado, sin embargo, por una involuntaria coincidencia con los puritanos. Es que el desprecio, la más espontánea desconfianza por el ejercicio verbal que no satisfaga un fin práctico y parezca agotarse en el placer de su frecuentación, posee una genealogía ilustre en el pensamiento occidental.

Casi dos siglos después de que aquellos puritanos hubiesen hallado en la Nueva Inglaterra un escenario dócil para su rigor, uno de sus descendientes pudo escribir en la introducción a una novela propia: “Cualquiera de estos severos puritanos de negras cejas habría considerado castigo suficiente para sus pecados que después de tantos años el viejo tronco del árbol familiar, cubierto por tanto musgo venerable, hubiese dado como retoño más alto un ocioso como yo. Ningún propósito que yo haya atesorado podría parecerles elogiable; ningún éxito mío, si mi vida, más allá del horizonte doméstico, se hubiera visto iluminada por el éxito, podría parecerles otra cosa que desdeñable, si no decididamente vergonzoso. ‘¿Qué es?’, murmura la sombra gris de uno de mis antepasados a otra. ‘¡Un escritor de libros de cuentos! ¿Qué tipo de ocupación en la vida, qué forma de glorificar a Dios, de prestar servicio a la humanidad de su día y su generación, puede ser esa? ¡El pobre degenerado bien podría haber sido violinista!’. Esos son los elogios intercambiados entre mis abuelos y yo a través del golfo del tiempo…”.4

En esta intemperie social Hawthorne decidió dedicarse a la literatura. Henry James, al evocar ese páramo, no solo lamenta la ausencia del sedimento que la historia deposita en las costumbres y las relaciones personales tanto como en un idioma o un paisaje, no solo enumera las muchas complejidades que hacen más dramática y matizada la vida cotidiana dondequiera que anide la disidencia, donde no impere, unánime, un ideal de vida que la sociedad debe realizar; imagina, también, que en la Nueva Inglaterra de tiempos de Hawthorne no existía un grupo considerable de gente que se hubiese propuesto gozar de la vida: “Digo que él debe de haberse propuesto gozar, sencillamente porque se propuso ser artista, y porque esto entra inevitablemente en los planes del artista. Hay mil maneras de gozar de la vida, y la del artista es una de las más inocentes. Pero a pesar de ello se vincula con la idea de placer. El artista se propone dar placer, y para darlo primero debe obtenerlo. Dónde lo obtiene es algo que depende de las circunstancias, y las circunstancias no fueron un estímulo para Hawthorne”.5

Henry James, que casi seguramente ignoró la existencia de Freud, no solo había descubierto en el ejercicio de su método narrativo que el campo de la imaginación se forma al margen del doloroso pasaje del “principio de placer” al “principio de realidad”, donde hallan compensación aquellas satisfacciones que fue necesario abandonar en la vida real. El autor de “The Private Life” también sabía que si bien el artista, como el neurótico, puede retirarse de una realidad insatisfactoria al mundo de la imaginación, a diferencia del neurótico recupera el terreno sólido de la realidad: aunque sus obras, como los sueños, sean una satisfacción imaginaria de deseos inconscientes, son fabricadas para interesar y cautivar; para que el placer circule, como una impalpable moneda, entre las fantasmales figuras del “destinador” y el “destinatario”. ¿Y qué es el chisme sino la circunstancia más modesta en que el relato cumple esa misión?

II

Estas censuras tenaces van definiendo un espacio condenado, que es el de esa narración que ningún propósito aleccionador disculpa; por lo tanto, el de esa forma plebeya, incipiente, de literatura (la anomalía estética de Rabelais, Cervantes y Fielding; el entretenimiento popular, hijo del periodismo, de Balzac y Dickens) que fue la novela hasta que Flaubert le descubrió reglas no menos estrictas que las de la poesía; por lo tanto, el de la novela en cuanto se vincula con el chisme. Y, espacio de ambos, el de la mujer.

En inglés, la palabra gossip, chisme, designa en una acepción arcaica a cualquier mujer, y también, más precisamente, a la charlatana y transmisora de novedades; otra acepción de la misma palabra es la composición literaria con forma libre sobre personas o incidentes sociales. (Stevenson dio ese nombre a uno de sus ensayos). En francés la palabra potin, donde pot, olla, está visibilísima, deriva de esta por intermedio de potine, término acuñado en Normandía para un calentador portátil que las mujeres llevaban a sus reuniones invernales; de allí potiner, hablar alrededor de la potine, y finalmente el fruto de esa conversación: el potin, el chisme.

En español existe una Enciclopedia Universal Ilustrada, de Espasa Calpe, que seguramente no es irrefutable, donde se aventuran para chisme dos etimologías germánicas sumamente atractivas: la primera, navaja; la segunda, partes genitales de la mujer. La primera no es contradictoria con el latín schisma y el griego sxisma, discordia, disensión, hendidura, es decir cisma, de donde también proviene esquizofrenia. Los dos sentidos aceptados por la Real Academia están allí, el relato transmitido y el “trasto insignificante”. La segunda coincidiría con la acepción arcaica de gossip al vincular una vez más ese relato transmitido con el sexo femenino.

Es que la mujer, sexo “segundo”, “hombre incompleto” o mutilado, siempre se ha visto agobiada por la parte subjetiva y la parte prohibida que el hombre arroja lejos de sí. El cristianismo medieval somete a la mujer a un doble proceso: por una parte, enaltecimiento que prescinde del sexo, o lo descorporeiza mediante el sistema del amor cortés, que parte de la nobleza en su doble sentido de cualidad moral y condición social, hasta llegar a la identificación de esa mujer puramente ideal con la Virgen; por la otra, denigración de la mujer vulgar hasta convertirla en Bruja.

A principios del siglo XX, Simmel lo resumió admirablemente: “A pesar de los desprecios y malos tratos, las mujeres, desde los tiempos primitivos, han sido objeto siempre de un sentimiento peculiar: el sentimiento de que no son solo mujeres, es decir, entes correlativos del hombre, sino algo más todavía; y que en tal sentido deben de tener comercio con las potencias ocultas, deben de ser sibilas o brujas, seres, en suma, capaces de transmitir las bendiciones o las maldiciones de los abscónditos senos cósmicos; seres, por tanto, que debemos reverenciar místicamente, evitar cuidadosamente o maldecir como a demonios”.6

Michelet había descrito la condición de la mujer vulgar en tiempos primitivos: guarda el fuego y atiende a los niños mientras el hombre hace la guerra o practica la caza. En sus largas horas vacías, estudia el cielo y la tierra, las volubles formas de las nubes tanto como las propiedades humildes de las hierbas y las flores. Mientras la mente desocupada establece relaciones entre los fenómenos de esa naturaleza próxima pero ajena, la memoria recupera leyendas legadas por madres a hijas, donde hallaron una supervivencia frágil pero pertinaz los dioses de la antigüedad pagana: a pesar de las persecuciones eclesiásticas, en el siglo VIII los campesinos europeos todavía honraban con procesiones a esos dioses abolidos, representados en toscos muñecos de tela o de harina.

Y la vieja creencia sobrevivía como cuento, relato transmitido, transformado a su vez en cuento de hadas. La mujer rescató para sí el conocimiento de esa misma naturaleza que el hombre combatía: bella donna es el nombre agradecido dado a la planta cuyo veneno aliviaba los dolores del parto.

Muy pronto el pueblo no conoció otra medicina que la que podía administrar esa mujer, bonne femme, que más tarde sería denominación temerosa para la bruja. ¿Y qué es esa bruja sino una mujer que habría avanzado empíricamente en el estudio de la homeopatía? “Emperadores, reyes, papas, los barones más ricos, tenían algunos doctores de Salerno, moros, judíos, pero la masa de cualquier condición (…) solo consultaba a la sage femme”.7

Hay una hermosa justicia en ese encuentro de etimologías dispares en una forma semejante: la mujer que sabe, la sabia, que más tarde ha de ser la prudente —sage a partir del latín sagio, discernir— y el relato histórico y mitológico escandinavo, saga a partir del antiguo noruego saga, decir…

¿Acaso en el latín narrator no está el narus, el que sabe, ese gnarus que se opone al ignarus?8

También es justo que el chisme y la novela vuelvan a encontrarse como predicados de la mujer: actividad y lectura de un ocio que el hombre necesita y desprecia por necesitarlo, objeto de burla porque oscuramente es objeto de temor. En el fondo, constantes, se agitan dos rasgos recurrentes: la transmisión del relato, la actividad que se agota en el placer que procura. El relato es el vehículo temible del conocimiento profano. El placer es esa alquimia peligrosa que la mujer administra en cuanto Bruja, que ignora en cuanto Virgen.

III