I

EL OFICIO DE NÁUFRAGO TIENE BUENA REPUTACIÓN, por lo menos en literatura. En El caballero que cayó al mar, Herbert Clyde Lewis se las arregla para desafiar esa reputación en varios aspectos. Es un náufrago del que vamos averiguando cosas de a poco, por medio de un recurso que el autor dosifica con destreza insuperable: la retrospección.

La retrospección implica a menudo un corte sutil o abrupto y una cortesía adicional y, en este caso, una imprevista (aunque no imprevisible) metamorfosis: a medida que el personaje se va quedando solo en medio del mar, le va creciendo, como excrecencia (o excedente), una biografía. Henry Preston Standish es desde la primera línea del libro el caballero que cae al mar, pero solo a partir de que está solo con su billetera, y el Arabella cada vez más lejos, empezamos a saber quién es o qué, como si el autor tuviera una consideración especial para añadir la presencia del pasado en este presente absoluto, metódico, sin fisuras ni grietas de naufragio. Ya no queremos saber otra cosa que la que se nos cuenta.

Por momentos, pareciera que la causa del accidente de Henry Preston Standish, en el instante preciso en que leemos, fuera el exceso de pasado, un equipaje en apariencia intangible. El resultado que produce una inmersión inversa, la inmersión en el océano individual de cualquier sujeto, por plano que resulte el personaje, es una mise en abîme. Herbert Clyde Lewis trabaja con los derrelictos mejor seleccionados de la literatura de naufragios, y convierte la caída y/o la pérdida de un solo hombre en un descenso por el malström de la identidad. Los antecedentes literarios obvios Verne y Poe no nos ayudan porque, aun si Poe indagó con brújulas notables los laberintos de la subjetividad y Verne, con instrumentos distintos, las convenciones para delinear escuetamente una biografía, ambos resultan ingenuos y exteriores. Los aspectos de la vida del hombre sedentario, sus conflictos y disputas con afines, sus suministros y sumisiones, su aburrimiento, su espanto caben con apuro en un capítulo. Ahora bien, es un capítulo pleno como los otros pero tan arbitrario temáticamente que el caballero Henry Preston Standish adquiere un peso descomunal, desmesurado, como si en medio de una novela —el océano— hubiera caído —el hombre— un personaje de cuento. Gravedad y gravitación se empecinan y desplazan, en el sereno y sucesivo traslado de un género a otro, de una superficie a la siguiente. Sin la adición de humillantes comillas, la realidad de El caballero que cayó al mar empieza a invadir la que el lector habita cómodamente. Termina adquiriendo una dimensión exclusiva: la realidad del naufragio de la novela breve es toda la realidad. En efecto, la acumulación transmite la certeza paulatina de que lo imposible, por una economía misteriosa, es lo que está ocurriendo. Vale decir, al hundimiento físico, biográfico, espacial de Henry Preston Standish corresponde otro: cronológico, biográfico, temporal. En esa variedad histórica de coloración distinta —la tragedia personal— se consolida este relato que precede solo en pocos años la tragedia colectiva, la Gran Guerra de 1939. No es fortuito que El caballero que cayó al mar fuera uno de los textos elegidos para distribuir entre los soldados movilizados durante el conflicto. Se asistía al gran naufragio de la civilización occidental con un naufragio portátil, económico, a medida, una mezcla de amuleto y misal.

II

De acuerdo con el ensayo imprescindible de Walter de la Mare sobre las islas desiertas, todo naufragio exige encontrarlas; uno de los desafíos de Herbert Clyde Lewis consiste en desobedecer este mandato. Para hacer valer la desobediencia, Herbert Clyde Lewis multiplica la ordalía y, en resuelta ofensiva al dictum de John Donne —No man is an island—, sobre el que la literatura urdió tantas trampas y beaterías, establece que la única isla del naufragio de un hombre solo es un hombre solo. Parece afirmar de paso una sentencia igualmente tajante pero más solícita, de Auden: “Esta roca es el edén, naufraga aquí”.

Aunque El caballero que cayó al mar está escrita con una maestría incomparable, su autor no puede ni lejanamente ser considerado un estilista. Exenta de solecismos y de otras faltas graves, la novela abunda en descuidos y no se priva de ripios ni redundancias. En esta prosa apurada puede ocurrir todo lo que ocurre porque es un prodigio de ritmo y constancia, de sutileza y sobrentendido. El perseguidor de crepúsculos que pierde su barco en el océano Pacífico, a los doce grados de latitud norte y a los ciento ocho de longitud sur, abusa de un oído muy fino para las tonalidades sociales que ha tenido la suerte de detectar: sabe suavizar la estridencia aerófona de su laringe hasta adquirir la dulzura de un glissando de violoncello. Parece, en definitiva, una percepción prestada. Herbert Clyde Lewis auxilia aquí a Henry Preston Standish. Y también lo ha provisto de destreza epigramática que, por lo demás, la sintaxis apretada de esta nouvelle sin cálculo ciñe y precipita. “La única diferencia entre un beso y esa clase de mordida era la fugacidad del primero.” 

Lo más físico de todo libro es la sintaxis, y la de este, cuyas sístole y diástole se adecuan tan bien al corazón —órgano a secas, músculo hueco— de cualquier lector, resulta visible y admirable como un bello cuerpo. Por el ojo de buey de las pequeñas circunstancias, el hueco de la observación feliz completa la visión parcial para que el viaje sea una aventura exitosa a merced de esta costumbre indiscreta de los ahogados, en quienes la elocuencia ha perdido cualquier viso de vulgaridad.

III

Hay tantos Lewis en la literatura de habla inglesa, como nombre y apellido (Carroll, Mumford, Edward, Cecil Day, C.S., Norman, Wyndham, Sinclair), que Herbert Clyde debe resignarse a rutinas de malentendido o postergación hasta llegar a ser quien es, monotonías después de las cuales tampoco parece recuperar gran cosa porque ausencia y anonimato forman una máscara bifronte de la que podría despojarlo solo una leyenda. Pero, como si Herbert Clyde Lewis fuera el antónimo de Henry Preston Standish, el protagonista de El caballero que cayó al mar, su leyenda consiste en que no hay leyenda.

Nacido a comienzos del siglo XX, Herbert Clyde Lewis trabajó en diarios y periódicos de Nueva York durante tres años. Viajó a París, después al Lejano Oriente. Trabajó en el oficio constante de periodista. Cuando volvió a Nueva York, había acumulado una cantidad suficiente de historias como para empezar a venderlas. Y lo hizo. En colaboración con Louis Weitzenkorn, escribió una obra, Name Your Poison, y continuó luego haciendo guiones cinematográficos para Hollywood, algunos, como It Happened on Fifth Avenue, con éxito. Conoció a estrellas y partiquinas de la edad dorada y trabó amistad con Humphrey Bogart, lenta. Antes de la muerte temprana de Lewis, una anécdota con el actor de El halcón maltés y Casablanca empaña una vida sin anécdotas con un episodio ajeno. La anécdota puede correr el riesgo (o aceptar la comodidad) de ser apócrifa; se adapta tan bien a la vida del autor de El caballero que cayó al mar que vamos a consignarla. Lewis y Bogart fueron invitados por una amiga común, actriz en ciernes, a un crucero. El barco en el que viajaban —no se especifica de qué tipo— llevaba el nombre del primer propietario, un hombre tan perdurablemente imperceptible que fue olvidado por la tripulación del barco que le pertenecía en Panamá. Parece que la mujer envió unos días después una patrulla de rescate. Lo encontraron no muy lejos de donde había sido olvidado, en una isla. Había cambiado por completo de vida o la había adecuado a una especie de suave salvajismo sin principios: también él se había olvidado a sí mismo. Una colonia de inestables adeptos agasajaba y festejaba un repertorio muy limitado de ocurrencias. El hombre quiso quedarse y el barco conservó el nombre, hasta que la viuda decidió volver a navegarlo y, en un arranque de furia, lo rebautizó. La superstición acerca de la mala suerte que acecha tras el cambio de nombre de una embarcación ha sido atestiguada en muchos libros, entre ellos en La isla del tesoro. Como si la profecía se cumpliera mejor fuera de la literatura, en esa travesía, de la que Bogart y Lewis fueron testigos sobrevivientes, la nave naufragó. Los dos tuvieron desde entonces una prudencia incalculable antes de aceptar invitaciones que implicaran un viaje. Como compartían el temperamento y ambos tendían a la obsesión, consideraban una cantidad interminable de factores, desde meteorológicos a zodiacales. Pasaban tanto tiempo haciendo tiempo, que la amistad se afianzó, gracias, en gran medida, a las especulaciones de todo tipo a las que se entregaban en tales preámbulos, que muchas veces dejaron de serlo sencillamente porque nada precedían. Se movieron muy poco a partir de entonces, añade el biógrafo de Bogart. Con adversa predisposición sedentaria, Herbert Clyde Lewis murió el 17 de octubre de 1950, a los cuarenta y un años, de un infarto.

Título original: Gentleman Overboard

© 1937 Herbert Clyde Lewis

© Laura Wittner, de la traducción

© 2012 La Bestia Equilátera S.R.L.

Aguilar 2023

Buenos Aires, Argentina

www.labestiaequilatera.com

info@labestiaequilatera.com

eISBN: 978-987-1739-27-1

Diseño de cubierta: Juan Pablo Cambariere

Conversión a formato digital: Cecilia Espósito

Lewis, Herbert Clyde

El caballero que cayó al mar. - 1a ed. - Buenos Aires : La Bestia Equilátera, 2012.

EBook

ISBN 978-987-1739-27-1

1. Narrativa Estadounidense. 2. Novela. I. Título

CDD 813

Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio o procedimiento, sin permiso previo del editor y/o autor.

Cubierta El hombre que cayó al mar
Portada El hombre que cayó al mar


HERBERT CLYDE LEWIS (1909-1950) nació en Brooklyn, Nueva York, en una familia de inmigrantes rusos. Asistió a la Universidad de Nueva York y al City College, pero abandonó sus estudios para probar suerte como reportero. Tres años más tarde se embarcó hacia París y un año después hacia China. A su regreso, se casó con Gita Jacobson, con quien tuvo dos hijos. Dejó momentáneamente el periodismo para convertirse en un escritor independiente, pero aunque vendió algunos cuentos a revistas estaba en la quiebra cuando publicó su primera novela, El caballero que cayó al mar (1937). Se mudó a Hollywood, donde trabajó de guionista para MGM y 20th Century Fox. Finalmente volvió al periodismo y puso su pluma al servicio del Times, el New York Herald Tribune y la revista Time. Varios de sus relatos se adaptaron al cine; el caso más importante, y por el que en 1947 Lewis estuvo nominado para un premio Oscar en la categoría de mejor argumento, fue el que inspiró el film It Happened on Fifth Avenue, que Frank Capra compró y revendió a Roy del Ruth. Publicó otras tres novelas: Spring Offensive (1940), Season’s Greetings (1941) y Silver Dark (1959), que apareció en forma póstuma. Murió a los cuarenta y un años de un ataque al corazón.

A Gita

I

CUANDO HENRY PRESTON STANDISH CAYÓ DE CABEZA AL OCÉANO PACÍFICO, el sol empezaba a trepar por el horizonte oriental. El mar estaba calmo como una laguna; el clima tan templado y la brisa tan suave, que era imposible no sentirse gloriosamente triste. En esa parte del Pacífico, el amanecer se realizaba sin fanfarria: el sol simplemente colocaba su bóveda naranja en el borde lejano del gran círculo y se impulsaba hacia arriba, lento pero persistente, dándoles a las débiles estrellas tiempo de sobra para difuminarse con la noche. De hecho, Standish estaba pensando en la enorme diferencia entre la salida y la puesta del sol cuando dio el desafortunado paso que lo mandó al agua salada. Pensaba que la naturaleza prodigaba toda su generosidad a los magníficos atardeceres, pintando las nubes con haces de colores tan brillantes que nadie con un mínimo sentido de belleza sería capaz de olvidar. Y pensaba que por algún motivo incomprensible la naturaleza era extraordinariamente tacaña con sus amaneceres sobre aquel mismo océano.

El buque de vapor Arabella avanzaba, puntual, desde Honolulu hacia la zona del Canal; en ocho días con sus noches llegaría a Balboa. Pocos barcos hacían el trayecto entre Hawai y Panamá; ese único barco de pasajeros y algún que otro carguero de servicio irregular. Las naves extranjeras rara vez tenían motivo para pasar por allí, ya que Estados Unidos controlaba la mayor parte del comercio con las islas y casi todo el tráfico se dirigía a San Pedro, San Francisco y Seattle. En los trece días con sus noches que el Arabella había pasado en alta mar se había avistado un solo barco, en dirección opuesta, hacia Hawai. Standish no lo había visto. Estaba en su camarote leyendo una revista; pero el jefe de cubierta, el señor Prisk, se lo contó más tarde. Era un carguero con algún tipo de nombre escandinavo que olvidó de inmediato.

Hasta el momento el viaje había sido tan afablemente plácido que Standish no se cansaba de agradecerle a su estrella de la suerte por haber decidido viajar en el Arabella. En una vida abrumada por cuidados y deberes, como correspondía a alguien de su posición, aquel viaje siempre se destacaría como algo simple y bueno. Si nunca volviera a experimentar tranquilidad no se preocuparía, porque ahora sabía que existía tal cosa. Su estrella era la Estrella Polar, baja en el cielo en aquella latitud, y la había elegido de entre todas las demás porque no sabía mucho de estrellas y esa era la más fácil de localizar y recordar.

En realidad, el Arabella era un carguero con unas pocas plazas para pasajeros. Había ocho pasajeros a bordo además de Standish. Estaba la productiva señora Benson, que le había obsequiado a su marido cuatro niños en poco más de cuatro años y medio. El propio señor Benson no estaba presente, pero sí lo estaban cuatro de sus imágenes, tres niñas y un niño cuyas edades iban de casi cero a tres años y ocho meses. Y el señor Benson era casi como si estuviera, con todo lo que la señora Benson le contaba sobre él. El señor Benson trabajaba para un banco como auditor itinerante; por algún motivo habían quedado separados y ahora la señora Benson iba a reunirse con él en Panamá.

De los tres pasajeros restantes dos eran misioneros, unos tales señor y señora Brown, que parecían levantar una barrera cada vez que Standish se les acercaba, como sugiriendo que sabían tanto más sobre Dios que no tenía sentido tratar de hacerse amigos. El último de sus compañeros era un granjero norteño de setenta y tres años llamado Nat Adams, que no tenía una explicación sensata para estar donde estaba. Después de toda una vida de honesta labor, dos cosas trascendentales le habían sucedido al mismo tiempo: una buena cosecha de papas y un fuerte ataque de ansias de viajar. Había dejado el arado y comprado los pasajes al azar; ahora, a bordo del Arabella, era el amigo leal de Standish, incansable al exponer las virtudes de sus dientes postizos, que se sacaba de la boca y exhibía con orgullo ante la menor provocación.

Los propietarios del Arabella no ganaban dinero con el viaje; se comentaba que el servicio entre Panamá y Hawai sería interrumpido el año entrante. La carga era escasa en aquella travesía, y el buque viajaba parcialmente en lastre. El señor Prisk estaba francamente preocupado, porque él envejecía y sus dos hijos, allá en Baltimore, crecían. Hacía tres años que no veía a sus hijos ni a su esposa, pero la empresa le enviaba a la señora Prisk, automáticamente, el ochenta por ciento de su sueldo como primer oficial de cubierta, y a él solo le quedaba lo justo como para tabaco e impermeables.

El capitán Bell no les prestaba atención a sus pasajeros. Cenaba con ellos la primera noche en alta mar. Luego se retiraba a su camarote y pasaba en reclusión los días subsiguientes. El señor Prisk decía que el patrón era fanático de los barcos a escala y durante los últimos tres viajes había estado reproduciendo una goleta de cuatro mástiles en miniatura. El segundo y el tercer oficial de cubierta, así como los ingenieros y radiotelegrafistas, eran todos tipos sociables que llevaban adelante, a toda máquina, una clase particular de torneo de bridge; el que dejaba la guardia retomaba la mano del que debía suplantarlo. Eran amables con los pasajeros y el señor Travis, jefe de máquinas, le mostraba a quien lo solicitara las profundidades de la sala de máquinas; pero el bridge siempre estaba primero. El señor Prisk, que había llegado a jefe de cubierta por medio del antiguo expediente de comenzar como marinero común para luego ir subiendo de rango, no sabía jugar al bridge, salvo por el innombrable “bridge de subasta”. Se veía así obligado, a fuerza de soledad, a mezclarse con los pasajeros de vez en cuando.