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El cine en fuga. Textos en el umbral del milenio

Primera edición impresa: octubre, 2019

Primera edición digital: abril, 2020

© Isaac León Frías

De esta edición

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Imagen de portada: Zieusin/Shutterstock.com

Versión e-book 2020

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Lima - Perú

Se prohíbe la reproducción total o parcial de este libro, por cualquier medio, sin permiso expreso del Fondo Editorial.

ISBN 978-9972-45-514-8

Índice

La regla del juego

Capítulo 1. La caja de Pandora

Aristarain, Subiela y Solanas

La partida de Audrey: Audrey Hepburn (1929-1993)

Las imágenes del mundo en una isla: Puerto Rico

Sam Raimi: visto y no visto en Lima

Festival del Sol: un Encuentro accidentado en el Cusco

Marcello Mastroianni: breve semblanza de un gran actor

A la búsqueda de un cine fronterizo. Comentarios a partir de los festivales de Puerto Rico y Mar del Plata

Películas y multisalas: no todo es color de rosa

Toulouse y otras pantallas latinoamericanas

Los hechos reales, ¿materia prima o algo más? (A propósito de algunas ficciones realistas recientes)

¿Neoclasicismo o neoacademicismo? Avatares de la neoqualité

Capítulo 2. Tierra en trance

El cine mexicano a comienzos de los 90

Diccionario de realizadores de largometraje

Federico García

Nora de Izcue

Óscar Kantor

José Luis Rouillon

Jorge Volkert

Rafael Zalvidea

El cine peruano: a paso de cojo

Cine peruano: presiones, carencias y aciertos en torno a los concursos de Conacine

Lo sagrado y lo obsceno: presentación de Román Chalbaud

Sobrevivir: el desafío del cine peruano

Cine peruano: a cuentagotas

Pálido ardor. Pantaleón y las visitadoras

Mejor en conjunto: Cuarto Encuentro Latinoamericano de Cine

Laboriosa atmósfera. A la media noche y media

Capítulo 3. Breve encuentro

Nuestros monstruos

La monstruosidad poética de Tim Burton

Los monstruos de David Lynch

Preferidas de La Gran Ilusión (a los 100 años)

Avaricia

Amanecer

Un tiro en la noche

Amor de perdición

India Song

Las preferencias de La Gran Ilusión: las 100 mejores

Periodo mudo

1930-1944

1945-1959

1960-1974

1975-1994

100 nombres (y uno más) para empezar el nuevo siglo

Olivier Assayas

Juanma Bajo Ulloa

Sandrine Bonnaire

Sergio Cabrera

Leos Carax

Chen Kaige

Nicolás Echevarría

Atom Egoyan

Hal Hartley

Industrial Light & Magic

Vitali Kanevski

Aki y Mika Kaurismaki

Abbas Kiarostami

Emir Kusturica

Pavel Longuine

Nikita Mijalkov

Nanni Moretti

Idrissa Ouedraogo

Alexander Sokurov

Lars von Trier

Zhang Yimou

Manoel de Oliveira

Diccionario temático del cine peruano

Barrio

Cementerio

Delincuentes

Domésticas

Militares y policías

Muerte

El sexo en el cine

Exhibicionismo: la mostración de Keitel

Prostitución: el dolor y el placer

Travestismo: la práctica de parecer “otro”

Filias y disgustos: Profundo carmesí

Diccionario (fragmentario) de los nuevos cortos peruanos

El colchón y Triunfador de Daniel Rodríguez

El cine de los 90… Y después

La muchacha de la fábrica de fósforos

Abbas Kiarostami

Takeshi Kitano

Lars von Trier

Cines orientales

El cine de autor

El cine de América Latina

Especial cine latinoamericano

Glauber Rocha

Nelson Pereira dos Santos

25 watts

A la izquierda del padre

Capítulo 4. La Vía Láctea

Tres de Fellini

“Toby Dammit”, episodio de Historias extraordinarias

Amarcord

Las voces de la luna

Cuatro de Truffaut

La piel suave

La novia vestía de negro

El amor en fuga

El último metro

Dos de Scorsese

¿Quién golpea a mi puerta?

“Apuntes al natural”, episodio de Historias de Nueva York

Una de Cronenberg

Parásitos mortales

Dos de Eastwood

Firefox

Un mundo perfecto

Tres de Coppola

Golpe al corazón

Tucker, el hombre y su sueño

“La vida sin Zoe”, episodio de Historias de Nueva York

Cuatro de Kurosawa

El duelo silencioso

Un perro rabioso

Escándalo

Los bajos fondos

Dos de Kubrick

El beso del asesino

Espartaco

Cuatro de Buñuel

La hija del engaño

Una mujer sin amor

La muerte en este jardín

El ángel exterminador

Capítulo 5. La edad de la razón

Hacia la cinenovela: La segunda patria

Las estaciones del infierno: el cine de Arturo Ripstein

Del psicho thriller al horror. Apuntes sobre algunas modalidades de la fruición criminal

La aspereza del cuero duro. Clint Eastwood actor

¿Por qué Eisenstein, por qué Mizoguchi? Introducción a dos ensayos y una cronología

Solidez de vieja estirpe: perfil de Adolfo Aristarain

Capítulo 6. Los 400 golpes

El buen juicio y el sida: Filadelfia

Ni virginal ni “respetable”: La pequeña Vera

Con pasión y furia: Las noches salvajes

Arnold lúdico: Mentiras verdaderas

Freddy se sale del guion: La nueva pesadilla

Penurias turcas: Yol

Dos de Benigni: El diablito y El monstruo

Medianía sentimental: El cartero

La forma del delirio: Al borde de la locura

“Héroe” a su pesar: Larry Flynt, el nombre del escándalo

Divertimento bizarro: Delicatessen

La simetría de la impotencia: Esposas y concubinas

Un aroma y un derrière: El marido de la peluquera y El perfume de Yvonne

Pudor y contención: El placer de estar contigo

Entre el cielo y el infierno: El apóstol

La isla y el yo: Un ángel en mi mesa

Memoria del destierro: Cristo se detuvo en Eboli

Capítulo 7. En breve

Anaconda

El amante

Europa, Europa

Il ciclone. Pasión y amor

Juegos peligrosos. Ridicule

El día de la bestia y Torrente, el brazo tonto de la ley

Secretos del poder

Lolita

Querer es un sentimiento

No va más

Referencias

Índice de títulos

A la bonhomía de Enrique Paco Pinilla
y a la furia española de Rafaela Rafa García Sanabria

in memoriam

La regla del juego

La Gran Ilusión tuvo su primer número en el segundo semestre de 1993 y el último en el 2003, diez años más tarde. Era el número 13 que, en este caso, se convirtió puntualmente en el número fatal. En realidad, la continuidad de la revista se había mantenido hasta el número 12 que se publicó en el 2000, por lo que podemos decir que fue una revista de fin de siglo o en el umbral del milenio, y en ella se dio cuenta de lo que permanecía y de lo que cambiaba. Las salas se transformaban, la tecnología digital ya se iba perfilando, emergían nuevos cineastas así como cinematografías que se hacían de lugares expectantes en el concierto de los festivales y los escaparates del cine internacional. Si dejamos de lado ese último número, que quedó algo descolgado de los anteriores, podemos advertir una revista que todavía respiraba los aires de la tradición fílmica que cumplía 100 años enquistada en los soportes que le dieron nacimiento y los que se fueron agregando sin afectar la naturaleza tecnológica de la imagen y la proyección analógicas.

Por su parte, el cine peruano seguía siendo una continuación algo maltrecha del que se hizo en el periodo 1974-1992 y aún no aparecía ninguno de los realizadores que se harían visibles en la década posterior.

Los textos que se agrupan en este volumen, publicados originalmente en La Gran Ilusión, corresponden a ese periodo y a esa tradición, aun cuando algunos apunten en dirección de ciertas novedades estéticas que ya se advertían y que irían tomando cuerpo más adelante. Es una antología que cubre una buena parte de lo que escribí para esa revista que, en alguna medida, tomó la posta de Hablemos de Cine. No todos veníamos de la anterior, pero se logró reunir en la nueva publicación casi a la totalidad de los críticos más activos en ese momento e incluso a algunos con poca práctica previa, como Rogelio Llanos, que lograron hacer la parte seguramente más prolífica de su producción textual referida al cine en las páginas de esta revista en la que escribieron también Ricardo Bedoya, que fungió asimismo de editor, Federico de Cárdenas, Augusto Cabada, Emilio Bustamante, Giancarlo Carbone, Rafaela Pinilla, Fernando Vivas y, con menor frecuencia, Andrés Cotler, Javier Protzel, Enrique Silva y Carlos Torres Rotondo, quienes también pusieron lo suyo en este emprendimiento editorial, en el que asimismo colaboraron amigos y colegas extranjeros, como el español Miguel Marías, el chileno Ascanio Cavallo o el argentino Eduardo Russo.

En La Gran Ilusión se impuso la reunión semanal, a la manera en que había ocurrido con Hablemos de Cine. Tal vez la dinámica de las reuniones fue menos enjundiosa que en los tiempos de la predecesora, pero se mantuvo el espíritu entre cordial y polémico y siempre animado de los encuentros semanales que, hasta donde sabemos, no se han repetido más. Al menos no en Ventana Indiscreta, el proyecto editorial en el que desde hace algunos años estamos embarcados en la Facultad de Comunicación de la Universidad de Lima, con una propuesta editorial distinta a la de La Gran Ilusión, que también fue una revista de la misma Facultad, pero con un aire algo académico por la extensión de los textos y la dureza del diseño. Ventana Indiscreta tiene un carácter monográfico (por primera vez nos apartamos de la actualidad cinematográfica inmediata) y sus textos, sin dejar algunos el tono académico, son más periodísticos o ensayísticos.

Decía que en este volumen está una buena parte de lo que escribí en La Gran Ilusión. No está todo porque varios textos largos fueron publicados ya en el libro Grandes ilusiones. De Eisenstein a la neo-comedia romántica (2008), y otros en la antología Tierras bravas. Cine peruano y latinoamericano (2014). En Grandes ilusiones, editado por Uqbar en Santiago de Chile, nueve de un total de diecisiete trabajos procedían de las páginas de la revista con el título de la célebre película de Jean Renoir. Eso hizo que ese título prácticamente se mantuviera, pluralizándolo para evitar la repetición literal. Tres de esos nueve textos se vuelven a publicar aquí con la intención de reforzar la sección de ensayos que hubiera quedado muy maltrecha sin ellos. En cambio, no se repite ninguno de los artículos o críticas que se incluyeron en Tierras bravas…, aun cuando con ellos la atención al cine peruano y al latinoamericano hubiese ganado significativamente. No obstante, así como está, la sección “Tierra en trance” no queda desairada.

He dividido este volumen en siete partes que corresponden a los nombres de las secciones más estables de La Gran Ilusión, lo que le puede dar a este libro la apariencia de una revista voluminosa, dado que los materiales son bastante sueltos puesto que han sido entresacados de una organización textual diferente, la que tenía cada número de La Gran Ilusión en el que varios críticos nos dividíamos las tareas de redacción. Por eso, por poner un ejemplo, en la sección “La Vía Láctea” me tocó escribir sobre unas pocas películas de cada uno de los realizadores que comparecieron allí. Y también escribí unas pocas notas en otros acercamientos temáticos de las secciones “Breve encuentro” o “Tierra en trance”. Espero que a nadie le incomode la lectura parcial de bloques en su origen bastante más amplios.

Para mantener el espíritu renoiriano, empleo para esta introducción el nombre que le asignamos a la página editorial que es, como se sabe, el título de una de las mejores cintas del autor de La gran ilusión, y como ya no puedo repetir, ni en singular ni en plural, ese título que dio nombre a la revista de donde procede lo que aquí se va a leer, y para no quebrar la filiación fílmica, juego con el título de un filme de Truffaut, brevemente comentado en el libro, que es El amor en fuga. Preciso que aplico el término fuga principalmente en su acepción musical: variaciones sobre un tema en diferentes tonos. No lo aplico literalmente; es solo una metáfora, claro está, pero es muy pertinente para hacer referencia a los textos que conforman el volumen, finalmente variaciones en torno a ciertos motivos y rodeos sobre los mismos u otros. También la fuga se asocia con el movimiento rápido, con la fugacidad, con el tiempo que avanza velozmente. Esas acepciones no están reñidas en absoluto con el carácter precisamente fugaz de los filmes y, porqué no, de los textos que se leen a continuación y que están conectados con esos años de fin-de-siecle un tanto alborotados por los cambios que anotamos en el primer párrafo.

Quiero agradecer a Milagros García Gago por su apoyo en la transcripción de los textos y en la elaboración parcial del índice, trabajo que culminó con destreza Enrique Bogardus, y recordar tanto a Rafaela García Sanabria, habitual generadora de controversias en los encuentros semanales de la revista, como a Enrique Pinilla que se fue antes de que la revista se pusiera en marcha pero cuánto le hubiese gustado participar en ella.

CAPÍTULO 1

La caja de Pandora

Aristarain, Subiela y Solanas

El cine argentino, que enfrenta desde hace rato una grave crisis de producción agravada por las difíciles circunstancias económicas que ese país ha venido arrastrando en los últimos años, levantó cabeza el año pasado con tres películas que han provocado polémica y han obtenido reconocimiento dentro y fuera. La que mayor éxito de público ha tenido es Un lugar en el mundo (1992), de Adolfo Aristarain, ganadora de la Concha de Oro del Festival de San Sebastián 1992. La que ha causado las opiniones más extremas es El lado oscuro del corazón (1992), de Eliseo Subiela, Coral del último Festival de La Habana. La tercera, que es la más ambiciosa en presupuesto y amplitud argumental, está dirigida por Fernando E. Solanas y se titula El viaje (1992).

Un lugar en el mundo tiene a Federico Luppi, Cecilia Roth, José Sacristán y Leonor Benedetto en los roles principales y cuenta los avatares de los miembros de la comunidad ganadera ante las presiones de un poderoso hacendado. Pero, más que en el enfrentamiento de intereses y las luchas que puede provocar, Aristarain se centra en el grupo de personajes principales del relato, concretamente los miembros de la familia integrada por Luppi, Cecilia Roth y el adolescente más la religiosa compuesta por Benedetto y el geólogo español que hace Sacristán.

El nivel social del relato queda como un marco contextual y lo principal pasa a ser la integridad de unos hombres y mujeres aferrados a destiempo a un ideal comunitario y el aprendizaje de vida del muchacho. Son las relaciones de afecto y amistad las que llenan la película y le aportan lo mejor que tiene. Para ello la dirección de actores es medida y siempre convincente y el ritmo del relato posee temple y energía. El humanismo de Aristarain, cual Martin Ritt argentino que hubiera bebido de las fuentes de John Ford, se resiente a veces por problemas de la guionización, patente por exceso en algunos diálogos y por defecto en algunas resoluciones poco satisfactorias.

El lado oscuro del corazón es la historia de las búsquedas amorosas de un poeta argentino (el actor Darío Grandinetti) que deambula por bares, prostíbulos y departamentos en Buenos Aires y Montevideo. En la línea de exploración lírica que el realizador Eliseo Subiela se había impuesto en Hombre mirando al sudeste (1986) y Últimas imágenes del naufragio (1989), El lado oscuro del corazón lleva las cosas más lejos, pues la película se sitúa abiertamente en una dimensión límite entre el realismo cotidiano y la fantasía onírica, tratada esta última siempre con una apariencia totalmente realista, sin trucos ni efectos especiales ni marcas de separación. Componente central del filme es un abundante diálogo, cargado de citas de Borges, Benedetti y otros escritores, que le da a los personajes y especialmente al protagonista, un lado sobreintelectualizado que afecta seriamente la verosimilitud de las situaciones, de manera que lo que tiene de lograda la atmósfera se resiente con la discutible consistencia de los personajes, definidos a partir de su excesiva verbalización.

El viaje, por su parte, una vez bailados por Solanas los tangos del exilio y el retorno en Tangos: El exilio de Gardel (1985) y Sur (1988), respectivamente, es la Oda Americana del realizador argentino. Un joven que busca a su padre —y, obviamente, a sí mismo— recorre América, de la Patagonia a México, incluyendo en el trayecto al sur de Chile, Cusco, la Amazonía, Brasilia y Panamá. La pretensión, es como se ve, enorme y ha terminado por desbordar las posibilidades que el filme tenía para lograr ese cometido. Tal vez Solanas hubiera requerido el esquema de una serie dividida en capítulos para arribar a resultados más favorables. Empero, El viaje ostenta en su primera parte, con las escenas del internado y las que corresponden a la inundación de Buenos Aires y sus alrededores, virtudes reconocibles. En esta parte la propuesta alegórica encuentra imágenes y representaciones realmente sugestivas. Luego esa riqueza se pierde en la parte peruana, se retoma parcialmente durante la etapa brasileña y se pierde nuevamente en la parte final. No se alcanza, entones, el difícil equilibrio que una visión metafórica de la pluralidad de mundos latinoamericanos requería y la película avanza un poco a sobresaltos, a merced de su propio caos. De cualquier modo, posee méritos innegables y constituye, junto con las dos anteriores, un trío que da pie al debate y a la polémica, lo que no es poco en estos momentos en que el cine de América Latina pasa por uno de sus periodos más difíciles en los últimos 30 años.

(La Gran Ilusión, n.o 1, segundo semestre de 1993, pp. 9-101)

La partida de Audrey: Audrey Hepburn (1929-1993)

La princesa que quería vivir (William Wyler, 1953) la lanzó por lo grande. Oscar de la Academia a la mejor actuación femenina de 1953. Enorme popularidad inmediata. De pequeñísimos roles secundarios, como en Oro en barras (The lavender Hill Mob, 1951), de Charles Crichton, saltó al estrellato y allí se quedó hasta que en 1967, luego de hacer de ciega acosada en Espera la oscuridad (Terence Young, 1967), optó por el retiro. Cierto es que casi diez años más tarde retornó en Robin y Marian (Richard Lester, 1976), en un notable rol femenino, en plena consonancia con su edad, pero sus siguientes apariciones no merecen destacarse, salvo quizás la de Y todos rieron (Peter Bogdanovich, 1981). Su último y fugaz rol, tan breve como el de Oro en barras, lo desempeñó en Siempre (1989), el filme de Spielberg.

Si ha habido una actriz a la que es realmente imposible no haber querido en cada una de sus películas esta es, sin duda, Audrey Hepburn. La simpatía de un rostro transparente y de una sonrisa espontánea podía conquistar al más huraño espectador. Sin embargo, muy lejos estuvo Audrey de las chicas bobas e ingenuas que la precedieron en la historia del cine norteamericano.

Audrey fue la imagen alada de la fragilidad exterior y a la vez de la firmeza y fuerza de voluntad. Fue, simultáneamente, la dama elegante y fina, y también la mujer más sencilla y campechana que desfilara por las imágenes de los años 50 y 60. Supo dar los matices del entusiasmo o de la desorientación ante universos que le resultaban deslumbrantes, curiosos, desconocidos o extraños. Y también proyectar la firmeza de un carácter indómito. Si a Audrey se le ganó por algo fue por el corazón. Pocas como ella le aportaron a la mujer enamorada tal nivel de convicción. Tanto en aquellos amores que la unieron a hombres que tenían 20 o 30 años más que ella (fueran Humphrey Bogart, Gary Cooper, Cary Grant, Fred Astaire o Rex Harrison) con los que parecía sentirse más cobijada y segura, como con aquellos, los menos, más próximos a su edad. Amores que nunca fueron fáciles y fluidos, lo que permitió que Audrey proyectara esa gama de recursos que nunca parecieron producto de una interpretación, sino estados e impulsos espontáneos recogidos por la cámara.

Todo lo hizo bien, pero estuvo especialmente insuperable en las comedias románticas y en las comedias musicales: Sabrina (Billy Wilder, 1954), Amor en la tarde (Billy Wilder, 1957), Muñequita de lujo (Blake Edwards, 1961), París, tú y yo (Richard Quine, 1964), Charada (Stanley Donen, 1963), Mi bella dama (George Cukor, 1964) y Un camino para dos (Stanley Donen, 1967). En todas ellas Audrey podía pasar de la discreción a la indiscreción, de la alegría a la tristeza, de la informalidad a la sofisticación sin que se advirtiera casi la línea de separación. Su hermoso rostro de expresiones francas y acogedoras parecía no adecuarse del todo a la delgadez de su cuerpo, del que la separaba un gracioso cuello de cisne. En esas actuaciones Audrey pudo ser huidiza o cercana, impertinente o medida, desaliñada o deslumbrante, pero en todos los casos divertida y encantadora, definitivamente entrañable.

Nos anunció su muerte en Robin y Marian, donde compuso a la amada de Robin Hood. En el final de esta película, junto con la muerte de Marian, de algún modo murió Audrey para el cine porque no volvió nunca a ser la misma. En Siempre, donde hace de un ángel, Audrey ya estaba en el cielo.

(N.o 1, segundo semestre de 1993, pp. 15-16)

Las imágenes del mundo en una isla: Puerto Rico

Hubo un tiempo en que América Latina tuvo sus festivales internacionales de cine. Los de Mar del Plata de Argentina y Punta del Este en Uruguay llegaron a tener una continuidad que otros no alcanzaron. Posteriormente, el de Cartagena en Colombia ha logrado tener una duración hasta ahora no superada por ningún otro, a diferencia del Festival Internacional de Río de Janeiro en Brasil que apenas si sumó unos pocos años. Lo cierto es que, y dejando de lado el caso sui generis de Cartagena, que no tiene un carácter competitivo salvo para la parte latinoamericana, los demás festivales se propusieron exigencias que terminaron por superarlos. Una de ellas, la de ofrecer una muestra en concurso que, dada la abundancia de festivales de mayor jerarquía mundial, no ofrecía sino escasamente títulos de interés.

México ensayó hace ya algún tiempo una muestra en Acapulco, sin carácter competitivo, que reunía muchos de los títulos destacados en los certámenes de mayor envergadura, pero la experiencia tampoco tuvo una duración considerable. De todas formas, ese fue tal vez el primer ensayo en nuestra región de una modalidad festivalera que ha ido alcanzando con los años una apreciable difusión: la fórmula del “festival de festivales”, es decir, la de aquellos que reúnen una importante cantidad de películas seleccionadas, sin aspirar a otorgar premios. Con ellos se ofrece un panorama de filmes galardonados o exhibidos en distintos festivales, entre otros que pueden ser estrenos absolutos. Esta fórmula se diferencia notoriamente de las otras dos que predominan en el abultado panorama de certámenes fílmicos mundiales: las muestras competitivas y las muestras especializadas, como aquellas dedicadas al cine para niños, de mujeres, de cine fantástico o de cine latinoamericano (como el Festival del Nuevo Cine Latinoamericano de la Habana).

Pues bien, el Festival Internacional de Cine de Puerto Rico, que realizó en noviembre de 1994 su cuarta edición, es hoy por hoy el mayor esfuerzo hecho en el continente en la línea del “festival de festivales”, dejando de lado al que se viene efectuando anualmente en Toronto. No hay en los países de habla hispana una iniciativa similar pues el de Cartagena, lleno de altibajos, no tiene el alcance y el peso que progresivamente está alcanzando el Festival de Puerto Rico, y el que se viene realizando anualmente en Montevideo es claramente más reducido. Dirigido por Juan Gerard González y Letvia M. Arza, el Festival ha totalizado en sus dos últimas ediciones casi 100 películas de largometraje cada una con una plausible variedad de programación. En su última edición se exhibieron más de 80 películas pertenecientes a 32 países de los cinco continentes. Hay que destacar, por lo pronto, lo que significa que el público aficionado de Puerto Rico tenga acceso a títulos que de otra manera no vería en salas de cine y el ejemplo que ello supone para otros países, como el nuestro, que padecen de una endémica pobreza, si no miseria, en la oferta de la programación comercial. Es cierto que resulta imposible poder ver la totalidad de lo presentado en los 12 días que dura el festival y que es inevitable el sentimiento de frustración para los aficionados más ávidos. Pero, como no se trata de llegar a ese ideal inalcanzable de la cinefilia militante, ya es bastante con que se pueda escoger dentro de un menú variado en el que, obviamente, no todo está en el mismo nivel de calidad.

En el rubro latinoamericano el título más sobresaliente fue La reina de la noche (1994), una sombría evocación de la vida de la cantante mexicana Lucha Reyes, dirigida por Arturo Ripstein, cuya carrera retomó fuerza con Principio y fin (1993) y que es en el momento el más sólido de los realizadores aztecas. También ofrece interés la ópera prima de Fernando Sariñana, Hasta morir (1994), en torno al submundo de los “cholos”, un sector juvenil marginal en México. En cambio, la selección argentina resultó decepcionante pues ni Una sombra ya pronto serás (1994), de Héctor Olivera, ni Convivencia, de Carlos Galletini, ni El amante de las películas mudas (1994), de Pablo Torre (hijo de Leopoldo Torre Nilsson) alcanzan el nivel de las películas mexicanas. Tampoco convence La tercera margen del río (1994), el filme con el que retorna al cine el brasileño Nelson Pereira dos Santos después de varios años de inactividad. Basada en varios relatos de Graciliano Ramos, la película no consigue tener una construcción suficientemente sólida y las historias que cuenta se dispersan sin acceder a las resonancias de realismo mágico a las que aspira.

Otro realizador por debajo de su nivel habitual fue el también brasileño Carlos Diegues cuyo Vea esta canción (1994), compuesto por cuatro episodios con temas de fondo de conocidos compositores del Brasil, padece de las limitaciones de un tratamiento superficialmente televisivo pese a la competencia de sus intérpretes.

La cubana Fresa y chocolate (1994), de Tomás Gutiérrez Alea y Juan Carlos Tabío, representó a la isla con el éxito de público que ha acompañado sus exhibiciones en todas partes. Como se anuncia su estreno en Lima, ya habrá ocasión de analizarla en las páginas de La gran ilusión. Entre las películas chilenas destacó Amnesia (1994), de Gonzalo Justiniano frente a Los náufragos (1994), de Miguel Littin y la nula Entrega total (1993), de Leonardo Kocking. Aun así, Amnesia está por debajo de otros trabajos de Justiniano.

De la amplia selección internacional hay varios títulos que sobresalen. Uno de ellos Antes de la lluvia (1994), del macedonio Milcho Manchevski, que había obtenido el León de Oro de la Mostra de Venecia. Antes de la lluvia cuenta tres historias que se articulan de manera circular y en las que se perfila un duro retrato de la violencia interétnica, con claras alusiones a la situación de la ex Yugoslavia, especialmente a la región bosnia, aunque la acción del filme tiene lugar en Macedonia y Londres.

La trilogía de Krzysztof Kieslowski, Tres colores: Blanco, Azul y Rojo (1993-1994), ofrece tres visiones distintas pero en varios sentidos complementarias de los temas del azar y el destino, el amor y la separación, el éxito y el fracaso, en tratamientos visuales diferentes (más estilizado en Azul, más llano y directo en Blanco, más depurado en Rojo), siempre marcados por la personalidad creadora de Kieslowski, en la que, entre muchos otros aspectos, hay que resaltar la ajustada dirección de actores, la valoración de espacios y objetos y el espléndido uso de la música.

Sorprendente a la vista de la carrera anterior de José Luis Garci resulta Canción de cuna (1994), en la que reecontramos después de 50 años las virtudes del melodrama americano. Como si uno volviera a ver, actualizados, a Frank Borzage y Leo McCarey, Canción de cuna es un emotivo filme de convento y monjas, abiertamente sentimental y con un notable sentido del toque melodramático en encuadres desde puntos de vista fijos que excluyen la movilidad de la cámara y valorizan el gesto, la palabra y la emoción. De la amplia selección española habría que mencionar también a Huevos de oro (1993) y La teta y la luna (1994), segunda y tercera partes de la trilogía nutricio-erótica que Bigas Luna inició con Jamón, jamón. Levemente inferiores a la primera, hay aciertos en una y otra en medio del habitual desmadre del cineasta catalán.

La canadiense Exótica (1994) de Atom Egoyan es un paso más de uno de los realizadores más curiosos del cine actual y del que aún se espera una gran película. Pero Egoyan vuelve a aportar en el nivel de una narración en la que todo parece muy simple y, ciertamente, no lo es. Otro de los consentidos de la crítica y los festivales internacionales, el finlandés Aki Kaurismaki, se hizo presente con dos películas: una es Total Balalaika Show (1994), un espectáculo musical en el que los Leningrad Cowboys, excéntrico grupo musical que Kaurismaki ha popularizado en dos filmes previos, alternan nada menos que con la Orquesta del Ejército Rojo de Moscú. La otra se titula Cuida tu pañuelo, Tatiana (1994) y se sitúa en la línea minimalista (acciones escuetas, escasez de diálogos, discontinuidad espacial, carencia de plot-points) que caracteriza el estilo del finlandés. De su hermano Mika Kaurismaki se vio Tigrero (1994), un documental en el que Samuel Fuller le cuenta a Jim Jarmush lo que pudo ser y no fue un filme de aventuras de la Fox con Tyrone Power, Ava Gardner y John Wayne que Fuller iba a filmar en la amazonía brasileña. En ese entorno ha sido rodado este documental que evoca una frustración pero también un sueño y que muestra a Fuller con una memoria, un sentido del humor y una capacidad física sorprendentes a sus 81 años.

Muy valiosa la selección francesa: No tengo sueño (1994), de Claire Denis, Montand (1994), de Jean Labib, Mina Tannenbaum (1994), de Martine Dugowson, No muy católica (1994), de Tonie Marshall y Nadie me ama (1994), de Marion Vernoux, las tres últimas óperas primas y cuatro de ellas dirigidas por mujeres.

La británica Ladybird, Ladybird (1994), de Ken Loach, ya distinguida en otros festivales, fue otro de los puntos altos en Puerto Rico y una reconfirmación de que Loach es uno de los realizadores de primera línea del cine británico actual.

Finalmente, son especialmente destacables la rumana Traición (1993), de Radu Mihaileanu, en torno a un escritor disidente en la Rumania comunista, la china Ermo (1994), de Zhow Xiao Wen, sobre los afanes de una campesina por adquirir un televisor, y la hindú La reina de los bandidos (1994), de Shakhar Kapur, un duro relato de la violencia que recibe y aplica una mujer en el medio rural de la India, insólita en el panorama de una cinematografía hasta hoy caracterizada por la extrema prudencia y recato en lo que se refiere a las imágenes del sexo y la violencia.

(N.o 3, segundo semestre de 1994, pp. 7-9)

Sam Raimi: visto y no visto en Lima

Las películas de Sam Raimi se han visto en Lima pero muy pocos lo saben. Cuando Muerte diabólica (1983) se estrenó en 1984, Raimi era un desconocido y el filme se integró a un circuito en el que resultaba difícil diferenciarlo entre la habitual producción de última categoría que allí se ofrecía. Luego, con la excepción de Darkman, el rostro de la venganza (1990), las películas de este artífice del cine fantástico han pasado prácticamente inadvertidas y en algún caso en forma casi clandestina. De manera que lo que en otras partes son filmes de culto, aquí se ha lanzado (o “quemado”, que es lo que se hace con numerosas cintas) de manera semisubterránea.

Este año se vio, primero, Ejército macabro (1993), de paso muy fugaz por la cartelera, y más tarde El Cinematógrafo de Barranco la incluyó en el programa dedicado a Sam Raimi en el que se vio también Ola de crímenes (1987), estrenada más tarde de manera fantasmal en el Cine Colina de Miraflores, una de las salas que sobrevive penosamente en la ciudad. Las funciones de El Cinematógrafo, hechas sin el menor apoyo publicitario o periodístico, reunieron apenas a un pequeñísimo puñado de aficionados, como sucede, lamentablemente, con otros programas de interés de la pequeña sala de arte barranquina. Lo mismo ocurrió con los ciclos dedicados al venezolano Román Chalbaud y al alemán Reinhardt Hauff.

Los muertos diabólicos 2 (1987) también pasó por la cartelera de estrenos sin que casi nadie se percatara de ello dos años después de su realización. Y la misma Darkman, protagonizada por un Liam Neeson aún desconocido, no fue un éxito ni mucho menos, pese a un mejor lanzamiento que correspondía a su carácter de producción clase A, por más que tuviera ese aire de cine fantástico clase B que suele preferir el realizador. En efecto, sus otras películas son típicas low budgets, hechas con un pequeño grupo de actores y escasos escenarios. Incluso Ejército macabro, que salta del presente a la época del rey Arturo y desarrolla una ficción inspirada en los inventivos trucos del célebre Ray Harryhausen, que culmina con una original batalla contra un ejército de calaveras, no cuenta con el presupuesto del que habitualmente disponen filmes de época y con escenas de masas.

Sam Raimi se nutre de los comics fantásticos, de la tradición bizarra, aventurera y cómica del cine clase B y de la imaginería del gore que se inicia con La noche de los muertos vivientes (George Romero, 1969). Sus películas en buena medida son derivativas y, como en el caso de la trilogía de Muerte diabólica (la tercera parte es Ejército macabro), parecen hechas utilizando locaciones y utilería de algún filme de mayor presupuesto previamente realizado. Esto no significa que no personalice sus cintas, logrando en algunas de ellas una exacerbación del gore como no encontramos en otros realizadores; Muerte diabólica y Los muertos diabólicos 2 son verdaderos tours de force en los que Raimi se permite todos los excesos posibles en la serie de carnicerías guiñolescas que allí se suceden en torno a la cabaña en el bosque, en que un grupo de jóvenes soporta el ataque de fantasmas y la conversión de casi todos ellos en horribles muertos vivientes. Cierto, habría que ser un fanático incondicional de las licencias del gore para aceptar el íntegro de los recursos que Raimi pone en juego. Pero hay que reconocer que asume el horror de manera realmente pantagruélica, sin temor a superar los límites de las convenciones del género fantástico.

En Ola de crímenes que es, con Darkman, su mejor película, se incorpora en forma ostensible el slapstick al horror. Los criminales y sus víctimas son aquí figuras de un entramado de portazos, caídas y carreras que no ofrecen tregua a lo largo de los 83 minutos de duración. Sam Raimi hace ver, en compañía de Joel y Ethan Coen, coguionistas de la cinta, que se habían dado a conocer con Simplemente sangre (Raimi, 1984), nunca estrenada aquí, que el juego y el humor no excluyen el efecto de shock y la crueldad.

Ejército macabro, por su parte, se aleja en sus 80 minutos del metraje de una obra de reconstrucción de la Edad Media que pretenda un cierto nivel. Es, hasta hoy, la última demostración de las virtudes de una forma de hacer cine que debería mantenerse en los límites de la producción B para, desde allí, seguir modelando fantasías sin pretensión ninguna que en las antípodas de su estilo no dejan de hacer pensar en lo que, por ejemplo, significó el fantástico de Jacques Tourneur en su época, sin que esto quiera indicar similitud en los logros. Todavía Sam Raimi está lejos de conseguir su La marca de la pantera (1942), Yo dormí con un fantasma (1943) o Una cita con el diablo (1958), las tres de Tourneur.

(N.o 3, segundo semestre de 1994, pp. 18-19)

Festival del Sol: un Encuentro accidentado en el Cusco

La última semana de junio de 1991 se realizó en el Cusco el Segundo Encuentro de Cineastas Andinos conjuntamente con una Muestra de Cine Latinoamericano. El primer Encuentro había tenido lugar casi una década atrás en Quito, pero la voluntad de realizarlo con más frecuencia se vio impedida por la falta de una coordinación efectiva entre los diversos países de la región. El Segundo Encuentro recogió las banderas del acercamiento del cine andino en una de las ciudades más indicadas por su ubicación e interés histórico y turístico. El Segundo Encuentro se promovió anunciándose que Cusco sería la sede del Festival del Sol a partir de 1992. El balance de la experiencia de 1991 fue satisfactorio en lo que se refiere al encuentro de los cineastas de los diversos países vecinos con los de casa. A nivel local fue asimismo muy promisoria la aproximación entre los cineastas peruanos con los distribuidores y exhibidores ahí presentes. En ese entonces toda la gente que hacía cine estaba en la Asociación de Cineastas del Perú o próxima a ella y eso facilitaba la comunicación con los representantes de un gremio que siempre había estado divorciado del interés de los cineastas: el de los exhibidores. Más tarde, claro, vino la derogación de los beneficios de la ley de cine y, luego, la ruptura con la Asociación de un grupo en el que Federico García desempeñaba, junto con Armando Robles Godoy, el rol de líder.

Fue precisamente Federico García quien dirigió el Segundo Encuentro de Cineastas Andinos. Lo que decididamente no marchó bien en aquella ocasión fue la muestra de películas. Ninguna de las salas del Cusco ofrecía las condiciones mínimas para una proyección decorosa y no hubo previsión al respecto. Encima, y dentro de una tónica regionalista exacerbada por el apoyo que la Municipalidad del Cusco y su alcalde, Daniel Estrada, ofrecieron al evento, las puertas de los cines fueron abiertas al pueblo en una iniciativa que, a priori, podía sonar plausible. Que el pueblo del Cusco, como cualquier otro, tuviera acceso a películas que nunca se ven y que estas fueran latinoamericanas parecía la realización de un sueño bolivariano. Pero ver las películas en salas de imagen borrosa y sonido inaudible y que estas, además, respondieran a propuestas casi siempre exigentes (Imagen latente [Pablo Perelman, 1988], Caluga o menta [Gonzalo Justiniano, 1990] o Rodrigo D: No futuro [Víctor Gaviria, 1990], por ejemplo) en medio de salas atiborradas donde los chicos corrían por todas partes, convertía la iniciativa en un gesto populista. ¿Qué sentido podía tener que un público no preparado para ver esas películas y en esas condiciones penosas las viera? ¿Qué beneficio podía aportarles eso?

La terminación de la ley y las dificultades subsiguientes, la falta de un equipo organizado estable y otras razones hicieron que el proyectado Festival del Sol se fuera postergando hasta que este año fue convocado, junto con el Tercer Encuentro de Cineastas Andinos, siempre como una iniciativa de Federico García. Se realizó, esta vez, en junio de 1996 y los resultados, nuevamente, dejaron mucho qué desear, con el agravante de que se trataba de una segunda oportunidad que debió haber corregido los errores de la primera. A favor hay que decir que el Encuentro propiamente marchó bien, pero con menos asistentes extranjeros de los que hubo en 1991 y con la ostensible ausencia de los cineastas pertenecientes a la Asociación de Cineastas del Perú, que constituyen numéricamente el 90 % o más de la gente que hace cine en el país. Solo los representantes de la Sociedad Peruana de Productores y Directores Cinematográficos (Socine), con la única excepción de Fernando Espinoza, estuvieron presentes, pues José Antonio Portugal, miembro de la Asociación, asistió en su calidad de representante del Consejo Nacional de Cinematografía (Conacine), cuyo presidente, José Perla Anaya, también participó en el Encuentro. El anuncio del presidente Alberto Fujimori de la entrega de medio millón de soles para activar la ley resultó magro frente a las expectativas, pero que Fujimori lo dijera allí en el Cusco y que destacara la importancia del cine como un medio de expresión fue, sin duda, significativo.

Por otra parte, el Festival como tal, es decir, la exhibición de películas que esta vez se reducía a dos salas, volvió a demostrar una clamorosa imprevisión. Ni el Teatro Municipal estaba habilitado para ofrecer filmes, ni el cine Ollanta, que exhibía una muestra internacional, contaba con la imagen y el sonido requeridos. No había un programa escrito y la información era inadecuada. De ese modo, y pese al voluntarismo de los escasos organizadores, el Festival no podía llegar a buen puerto. Aun así, las películas latinoamericanas presentes (aunque no todas) se exhibieron y hubo entrega de premios a Casas de fuego (1995), de Juan Bautista Stagnaro, Amnesia (1994), de Gonzalo Justiniano y La nave de los sueños (1996), de Ciro Durán (de primero a tercer premios, en ese orden) y a Cuestión de fe (1995), de Marcos Loayza (Bolivia), como mejor película de temática andina. Pero el balance de conjunto aconseja una seria revisión de la propuesta del Festival si es que se quiere establecer algo que sea sólido y eficaz en términos de tribuna para el cine regional. Básicamente se requieren dos cosas: un equipo organizador que, con las funciones claramente diferenciadas, trabaje todo el tiempo necesario para que las cosas marchen bien, y salas de cine en buen estado. Es verdad que para eso se necesita dinero y apoyo, pero sin esas condiciones no tiene futuro posible el Festival del Sol, lo que sería lamentable para el Cusco, el cine peruano y la posibilidad de establecer un espacio anual de encuentro andino y latinoamericano que podría atraer a muchos aficionados nacionales y de los países vecinos.

(N.o 6, 1996, pp. 11-12)

Marcello Mastroianni: breve semblanza de un gran actor

Antes de hacerse mundialmente conocido como el disoluto periodista romano de La dolce vita (Federico Fellini, 1960), Marcello Mastroianni había actuado ya en una enorme cantidad de películas a lo largo de la década de 1950. La mayor parte de ellas eran comedias y melodramas que difundieron su figura atractiva, su aire un tanto distraído y soñador. Y pese a que La dolce vita fue, si se quiere, una redefinición de la carrera del actor, los roles posteriores van a mantener algunos de los trazos básicos del Mastroianni joven. Recordemos algunos de los títulos que promovieron su popularidad y fueron asentando algunos de los rasgos que marcarían su estilo: Tiempos nuestros (Alessandro Blasetti, Paulo Paviot, 1954), Crónica de los pobres amantes (Carlo Lizzani, 1954), Lástima que sea tan canalla (Alessandro Blasetti, 1954), Diabluras de padres e hijos (Mario Monicelli, 1957), Cuentos de verano (Giani Franciolini, 1958)… En esas películas participó mayormente de ese protagonismo grupal tan característico de las comedias italianas de los 50. Igual rol le cupo en Los desconocidos de siempre (1958), la extraordinaria comedia social de Mario Monicelli. Una excepción en esa primera etapa de su carrera fue el personaje que hizo para Luchino Visconti en la única película de prestigio autoral que filmó en esos años, Puente entre dos vidas (1957), basada en el relato de Dostoievski, con la alemana Maria Schell y el francés Jean Marais en los otros papeles centrales. Es asimismo en Puente entre dos vidas donde se anticipa, mejor que en otras, el futuro perfil actoral del italiano. En efecto, en este filme se asoman de manera más trabajada los rasgos inseguros y dubitativos, el lado sensible y frágil, la expresión que transmite melancolía y un vago pesar que serán recurrentes en el Mastroianni posterior.

Sin embargo, sería fácil y erróneo decir que antes de La dolce vita, y con la excepción señalada de Puente entre dos vidas, Mastroianni hizo películas populares y después películas de autor. Eso no es exacto, aunque es verdad que, convertido ya en una gran figura del cine de su país, Mastroianni se vio muy solicitado y tuvo la suerte de actuar con directores reconocidos que le dieron espacio para el lucimiento, permitiéndole, a la vez, una contribución decisiva al logro de sus películas. Aquí hay que situar, en primer lugar, el célebre 8 ½ (1963), de Fellini, en el que compone al director de cine en crisis. También al marido adúltero de Divorcio a la italiana (1961), de Pietro Germi. Al escritor hastiado de La noche, de Michelangelo Antonioni. Al hermano mayor de Dos hermanos, dos destinos (1962), de Valerio Zurlini. Al profesor de Los compañeros (1963), de Monicelli. Al enjuiciado en El extranjero (1967), de Visconti. A la pareja de Sofía Loren en Ayer, hoy y mañana (1963), Matrimonio a la italiana (1961) y Los girasoles de Rusia (1970), las tres de Vittorio de Sica. Más tarde los roles de Mastroianni se diversificaron en producciones norteamericanas, francesas y otras, pero el predominio en cintas de su propio país se mantuvo firme.

Con la excepción de las películas más radicalmente personales, tipo 8 ½ o La noche, Mastroianni participó en producciones donde la expresión del director no era incompatible con la apelación a un auditorio amplio y popular, en una época en que el cine italiano tenía ganado un importante espacio en el mercado mundial. Con el paso del tiempo y el deterioro de los términos de comunicación entre el cine peninsular y el público internacional, es posible que varias de las películas del actor, por ejemplo las que dirigió Marco Ferreri, vieran limitado su público potencial. Pero, de todas formas, Mastroianni nunca quiso confinarse al reducto de las salas de arte y alternó con producciones de mayor convocatoria como las que hizo para Ettore Scola, desde Celos estilo italiano (1970) hasta Macaroni (1985).

Cuando se fueron desdibujando los rasgos jóvenes que el rostro del protagonista de La dolce vita mantuvo más allá de la edad en que otros asumen decididamente el aire adulto, el actor supo ser fiel en lo que cabía a ese perfil inestable y nervioso que varias de sus cintas más logradas expresaron con claridad. Y cuando, con el correr de los años, la inevitable vejez le dio el encuentro no tuvo el menor inconveniente en asumir esa nueva etapa de su carrera y hacerlo en una de las formas más dignas que se recuerde en la historia del cine.

Así, la vejez cinematográfica de Mastroianni puede ser comparada con la de otros dos magníficos actores fallecidos en años anteriores, el francés Yves Montand y el norteamericano Burt Lancaster. Ellos también gozaron del estrellato en sus años jóvenes y compusieron personajes teñidos por el romanticismo de la aventura (Lancaster) y del romance (Montand), dos eficaces modalidades de la seducción. Igual que Mastroianni tuvieron luego una destacada actividad en papeles acordes con una edad avanzada, como los policías maduros que interpretó Montand, que no excluyeron su capacidad seductora, pero le dieron otras inflexiones de agotamiento o cansancio, ese que Lancaster también supo modular, por ejemplo en Grupo de familia (Luchino Visconti, 1974) o Atlantic City (Louis Malle, 1980).

Por eso, el Mastroianni de Ginger y Fred (1986), de Fellini, de ¿Qué hora es? y Splendor (ambas de 1989), de Scola, de Querer es un sentimiento (1990), de Francesca Archibugi, de Sostiene Pereira (1996), de Roberto Faenza, es un Mastroianni envejecido pero consecuente con un talante emocional que lo hace inconfundible. No fue un director italiano, sin embargo, el que le facilitó hacer la síntesis de su obra interpretativa; fue el ruso Nikita Mijalkov quien dirigió al Romano de Ojos negros (1987), casi una summa de los rasgos actorales más destacados del italiano.

Ahora de pronto nos vemos privados de lo que hubiera sido, sin la menor duda, la continuación de una carrera cuyo límite seguramente no hubiera sido otro que el de la muerte. Pero de una muerte más tardía y no como en realidad ocurrió cuando contaba con 72 años. Nos queda, por el momento, esperar a verlo en ese rol postrero que ejecutó para el portugués Manoel de Oliveira en Viaje al comienzo del mundo (1996).

(N.o 7, primer semestre de 1997, pp. 10-12)

A la búsqueda de un cine fronterizo. Comentarios a partir de los festivales de Puerto Rico y Mar del Plata

El autor asistió a los últimos festivales de Puerto Rico y Mar del Plata como miembro, en ambos casos, del jurado Fipresci (Federación Internacional de la Prensa Cinematográfica) que en Puerto Rico premió como mejor filme latinoamericano a El impostor, de Alejandro Maci (Argentina, 1997) y en Mar del Plata a La pelvis de J. W., de João César Monteiro (Portugal, 1997), mejor filme en la competencia oficial, y Pizza, birra y faso, de Adrián Caetano y Bruno Stagnaro (Argentina, 1997), mejor cinta de América Latina. Lo que sigue no es una reseña de esos festivales sino una introducción informativa y un comentario sobre las películas que encontró más relevantes a partir de las razones que expone.