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PEBELTOR

Desde que empezó a escribir aprendió a pedir y a obtener, a desear y a tomar; a decidir sin que las contradicciones le fueran ecos infinitos en ese repente del silencio del absoluto. Y a respirar serenamente, cuando le dejan.

Sabiendo que la importancia de la pobreza no preocupa a los políticos, quizás la hipnótica vorágine del tráfico, si acaso, o que las mujeres tienen una sensibilidad especial para tratar con los animales, niños también, manejando el largo camino a casa. Una emoción encontrada de orgullo y de culpa.

Pero le encantan las paredes de piedra vieja, lo azul de un estanque inacabado, colocar los relojes a diferentes horas, y el resonar de la lluvia o los vientos acariciando los follajes.

Siempre en edad de crecimiento.

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Si le das galletas a un ratón, luego querrá un vaso de leche; pues si le enseñas a escribir historias a un niño permitiéndole a que se exprese pasa lo imposible, porque están en el lado correcto de la historia, no más resistentes que una flor.

Todos esos compañeros de instituto, con sus familias y profesores son la verdadera elegancia. Abuelas también, y ordenanzas, además del tito de Ellis, un joven que transita en muchas direcciones, de los que les une el miedo a separarse; ellas no tanto, ya les sale el feminismo. Y es que la vida, tras la niñez es complicada, mucho más con un Concurso de Literatura escolar de por medio.

Lo igual siempre es igual, pero todo pueblo necesita creer en algo, sobre todo las madres, que, como prisioneras, no preguntan cuando ya lo saben todo.

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El día que

llovió hacia arriba

 

 

 

 

 

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© del texto: PEBELTOR

© diseño de cubierta: equipo BABIDI–BÚ

© de esta edición:

Editorial BABIDI–BÚ, 2020

Fernández de Ribera 32, 2ºD

41005 – Sevilla

Tlfns: 912.665.684

info@babidibulibros.com

www.babidibulibros.com

Impreso en España

Primera edición: Mayo, 2020

ISBN: 978-84-18297-95-3

Depósito Legal: SE 675-2020

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o scanear algún fragmento de esta obra».

El día que

llovió hacia arriba

PEBELTOR

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«A quienes saben manejar,
las pizcas de maldad».

Indice

Introducción

El muro

El extranjero

Vuelta a empezar

Esa curiosidad

Una forma de ignorancia

La metáfora

Con la modernización

Diabólicamente

Una amarga maravilla

Versión radical

Son gigantes

Compitiendo

No sería mucho más

Trabajar la perfección

Plegarias

La lengua del alma

Hasta la última página

Introducción
Comienzo del curso académico

—El mundo se divide entre los que saben contar historias y los que no, ya nos lo dijo García Márquez; además de la otra gran clasificación, quienes comen bien y quienes se alimentan mal, por las razones que sean —indicó la coordinadora.

Por la expresión de los alumnos, posiblemente lo comunicó sin la suficiente emoción, y ella misma se quiso corregir:

—Se puede comer bien y barato, no es una paradoja.

Algunos hicieron suyo el comentario. Otros se ciñeron más a las historias:

—Si cuentas historias, te dediques a lo que te dediques, funcionarás bien.

Eso sí que reportó de esperanza a casi todos. Y los movilizó a un silencio mayúsculo.

—No os formaré como receptores, yo no. En mi tutoría, que la dedicaré a este evento, necesito que me transmitáis. Muchos días, casi todos, yo seré la alumna. ¡Y mis exámenes también serán orales, no solo escritos!

La sorpresa acentuó el discurso de la tutora.

—Las matemáticas nos hacen más libres y menos dependientes, pero no nos permiten improvisar. Son cálculos sobre cálculos. La química, física, demás ciencias y las sociales siguen esos paradigmas. Si bien, chicos, chicas, quiero que empecemos a pensar que hay que hablar de la forma más oportuna, y para eso hay un paso previo, que es el principal propósito. Luego aprovecharlo.

Muchos ya se habían perdido. No acostumbraban a exposiciones tan arduas.

—Derecho, periodismo, ser ingenieros, biólogos. ¿Qué os diferencia de otros niños?, que aquí intervendréis… Sí. Contadme cosas —requirió sin darles tiempo a responder—. No quiero envidias ni mediocridad. No habrá coerción. Yo también me pongo nerviosa cuando expongo. Es normal. Todos tenemos tensión antes de hablar en público en un contexto que nos impone, sobre todo, cuando queremos hacerlo bien. Y claro que cansa, de ahí que vayamos paulatinamente. Pero es innegociable el proyecto.

Algunos ojos mostraban perplejidad, otros, ambición. Los menos, sueño.

—Comunicar, que es a lo que hemos venido aquí, vosotros y yo misma, es lo que hacemos para seguir aprendiendo: todos de todos. Por supuesto que requiere saber distinguir y tranquilizarse, así que tomad aire porque hoy mismo vamos a empezar.

Se miraron algunos. Echaban en falta ese paseo los bandidos. De inicio los cautivó con su propia historia de amor nada más presentarse. El rosa le sentaba estupendamente a la profesora. Los hermanos, y hasta el que estaba por donde mejor canta a un pájaro, prefería que esa de los cuentos completos se moviese por la clase a que se quedase parapetada tras la mesa escolar del estrado.

—Yo me equivoco más en la intimidad que en clase, ¿vosotros no?

Interactuar, interactuaron poco, o nada. Ni el loro de siete leguas abrió la boca, todo le era nuevo.

—La venzo con el esfuerzo —añadió—, eso ayuda —prosiguió—: Me obligo a prepararme, si no, sería una insensata y diría tonterías. ¿Digo tonterías? —preguntó.

La más adulta, ya sí que accedió:

—No, profesora.

Serpientes de plata y otros cuatro de atrás la sermonearon, con las ansias carnívoras de la nada.

No obstante, la maestra siguió con su vida:

—Y hay que comer. Debemos tener claridad. Sí. Para pensar se necesita eso, y mucho más. Imagino que iréis al servicio con regularidad. Acudid a clase con esos deberes también hechos —pautó.

Se rio la clase, por filas o retahílas.

—Yo me río, también, pero sí —indicó—. Es necesario, además, tener los buenos niveles de azúcar. Son necesidades biológicas. No me estoy inventando nada.

El cabaret seguía, sin misticismos.

Ella lo detuvo claramente:

—Es un placer estar aquí. Un privilegio de clase.

El sudor psicológico se le acentuó. Nadie se percató. Con relativo desinterés, los más adelantados, aprovecharon para pasarse un teléfono móvil, que ella misma interceptó, moviéndose adrede:

—Ya está. Mío. Hay que concentrarse, siempre.

En la playa de los ahogados se quedaron, bajo esos vientos. El bello amor humano ya les resultó distinto, esa profesora estaba marcando distancias.

—Esto no es el mundo secreto de los libros. Vosotros sois mis libros. Y si queréis ser un ejército furioso, allá vosotros.

El hombrecito de los círculos azules, reaccionó a medias.

—Huye rápido, vete lejos —se dijeron dos, sin hogar ni lugar, aún.

Ojos de agua les puso la tutora. No le gustó en absoluto.

—Mi hija quiere entender el sistema financiero, me dijo un padre al comenzar, mientras os sentábamos —les anunció a los alumnos—. No nadaré en esas aguas tan abiertas, yo también querría entenderlo, pero no llego a tanto.

Se volvieron a sonreír los más espabilados.

—El legado no será ese ni el frágil vuelo de los pájaros. —Dio una palmada algo brusca—. ¿Vuelves?, ¿estás con nosotros? —suscitó a uno—. Bien, me alegro. —Le venció a todas sus mariposas y los espíritus de otros tantos despistados—. Decía, que donde las mujeres son reinas quiero estar, porque todos somos iguales, y todos aprendemos lo mismo. Cuando la tierra se nos vuelva plata, que sea plata para todos.

La chispeante magia de una Penélope relució. La decadencia de la mentira, sintieron otros tantos, marchitos. Hechizada, la tercera virgen; y hechizado, el hombrecillo del revés. En consecuencia, la profesora estaba ejerciendo.

—Esta urna no es la urna sangrienta, de aquí saldrá el ganador del People´s Literature —comentó—. Dos cuentos maravillosos querría por cada uno, fragmentos de interior, no el cuento de nunca acabar… pero tranquilos, iremos a un ritmo lento. Todavía algunos estáis en los balnearios o donde quiera que vuestros padres y madres os hayan llevado en verano.

Arenas movedizas no sintieron los señalados, más bien ataduras.

—Defenderéis una idea; con los meses, años. Tendremos tiempo para buscar el argumento e ir conociéndonos. ¡No venimos al instituto a ver qué me sale! —acentuó sin remisión—. Crecéis cada vez más, y las universidades o los centros de formación laboral u otros, empresas también, os querrán crecidos y con ganas de seguir creciendo, más si cabe. Pero ¿para qué? Para ser feliz, ¿verdad Cristina? —moderó, llamándole la atención—. Cristina y el resto —se trabajó esa tensión añadida.

Al fin y al cabo, eran muchos los despistados.

—Tu mirada puede transformar tu responsabilidad. —Se le acercó—. En todo ser humano hay grandeza. Todo empieza por los gestos. Todo. Imagínate así. —Se puso en plan pasota, arqueando piernas, torso y brazos, cuello inclusive.

Hubo mofas.

No dio tiempo a más:

—¿O así? —Simuló mayor interés.

Para conectar con otro estudiante:

—¿Bien?, ¿te gusta mi música? ¿Acaso necesitas diez buenas razones para poner más atención?

—No, profesora, perdone —reaccionó.

Ella, en la voluntad constructiva de hacerlo participar, lo manejó con un:

—Atiéndeme, lo mismo digo algo interesante. Ten, ¡tened curiosidad!

—Es verdad —trató de ser auténtico el chaval.

—Bien —le aplaudió de palabra—. La actitud es lo primero. El valor es actitud —reforzó.

El niño se consideró capaz de poner en marcha esa idea de libertad, gesticulando con los dedos a modo de «ser guay».

—Alto. Aquí se es libertino de calidad. Vuelve a hacer eso y ni el celo de Dios podrá devolverte los dedos y los nudillos. En mi clase se tiene decoro —ideó.

Las salivas fueron tragadas en cantidad.

—Y sigo con mi discurso de bienvenida. —No dio más opciones—. Decía, y digo que, las emociones impactan mucho. La vida está al otro lado del miedo, por decirlo así. Y que sepamos todos que, si se entra a clase, después no se sale; lo que se empieza se termina, ya vamos siendo mayorcitos. ¡Es insólito dudar de nuestro cerebro! Las emociones no se aprenden —cogió carrerilla—, no son magia. Sabremos sumar, con o sin los pies descalzos, pero ¿somos capaces de hablarnos con sencillez y decirnos lo que queremos decir? Primero lo escribimos, por ahí se empieza.

Las caras, con una perfecta educación, indicaban temperamentos varios y manuales de dictador, pocos eran del gremio secreto de los libros, por sus avíos.

—No les estoy hablando de que reciten unos textos u otros, sino de nuestra seguridad. —Se metió de lleno habiendo marcado nuevas distancias con el trato de usted—. Luego, planifiquemos nuestros argumentos. En definitiva, ideas. Ideas propias, quiero decir.

Parpadeó uno, mucho.

—Y nos quedaremos en blanco, yo también —somatizó—. O no sabremos controlarnos. El premio es lo de menos, os lo aseguro.

Un chantajista pelirrojo parecía haber tenido un falso accidente.

—¿Quieres dormir aquí, campeón? —le preguntó—. Por cierto, clase. No quiero chuletas. Sí, notitas y ayudas de esas. —Levantó la mirada casi más que la voz—. No miro a nadie, todos empezamos de cero.

Ellos, en cambio, agacharon las cabezas.

—Yo os ayudaré, es mi trabajo y mi deseo. Admito errores, y es normal que os exija, me pagan por eso. Una perfecta educación sin compromiso no es educación —reseñó—. Si me cabreo, será porque os note improvisación de la mala, o desidia. Aquel que escucha también habla bien, ¿entendido?

No hubo respuesta.

—Estamos trabajando todos. Repito. ¿Entendido?

—Sí, entendido —pronunciaron.

—Bien. Ya que somos mayores, procuraremos decir cosas importantes y ser breves. El tiempo, su control, es la llave al mejor elogio. Lo que queda de nuestras vidas que cada cual se lo administre, pero en clase, mando yo. Pero… ¿cuánto de breves? —cuestionó.

Nadie dijo nada.

—Lo que precisemos para transmitir nuestras emociones. Quiero que os aflore lo más parecido a vosotros, con o sin pasión, y sea la materia que sea. En mi tutoría podréis hablar, escribir, de lo que sea. Contagiaros unos de otros, ayudaros.

Un pie en el Paraíso sintió aquel chaval. El corazón de las nueve estancias, otra. Ríos, mundos, espejos de almas simples, los restantes.

—Escuchad con atención. Repito, esto no es hacer fórmulas ni teatro. Vuestro talento es vuestro, y los trucos también, así como vuestras miradas ¡que las quiero al frente, siempre! —observó—. La mirada hace a una persona importante —habló con relativa arrogancia—. Tengamos humildad, que ayuda a la proximidad —rebajó el corte.

Un niño no cabía en la invención de su cuerpo. Le podía tanto comienzo.

—Mirar es entender —Lo descubrió, y a él que fue—: Es decir, lo que se quiere decir. —Le puso la mano sobre su hombro, tranquilizándolo, y lo alteró—. Si os perturbo, aquí, mando yo —señaló dominante—. Aconsejo que contéis historias en vuestras casas, que habléis en vuestros ratos libres. Que seáis claros. Ya no tenéis doce años, todos habéis pasado esa barrera —caracterizó—. Sois vuestras cabezas, vuestros pensamientos, vuestras poses. Tened en cuenta que solo amaneceréis si estáis despiertos —rubricó, volviéndose a la tarima.

La piedra de la paciencia les podía.

—No escribáis largo. —Volvió a las bases del concurso—. Centraros en las frases principales, olvidaros de la cordial amistad de poner cosas por poner. Si somos tontos, lo somos, pero se puede decir sin celo y con capacidad de atracción y síntesis. ¡Lo que no quiero son tonterías! —expresó.

Imaginándose que ya no estaban en clase había varios.

—Si sabemos hacer ecuaciones también podremos escribir historias. Todo suma. Además de asignaturas son culturas otras áreas: influencias. Nos cuesta mucho hacer que alguien coja un libro y lo lea. Yo no soy madre, pero sí profesora; y lo sé. No se lee por meditación ni por tener don de lenguas, se lee porque es un milagro prohibido: algún día lo entenderéis —dejó caer.

Un lugar llamado Carmen ya se había ido.

Chasqueó los dedos la profesora y le dio fiebre, o casi.

—Bien, bien, señorita; sígueme, cariño —le dijo—. Es mejor un buen jefe que un buen médico. Se lo digo a mi jefe y a mi médico, y no sé si me escuchan. Yo sí que os escucharé… En fin. Que bienvenidos. Iremos creando el ambiente, espero. Aprenderemos juntos. Sí. En todo ser humano hay grandeza. —Se lo quiso creer la maestra, visto lo visto—. Inteligencia y desarrollo emocional nos toca, es la doble vida. ¿Un consejo? —se preguntó más alto.

Ni el bucanero se atrevió.

—Imaginad que no estoy —sostuvo ella.

Un superviviente lo apuntó de más, redondeándolo. El libertino de calidad.

No profundizó ella, esos seres humanos le eran una cuestión infinita. Pero sí activó mecanismos de serenidad:

—¿Cómo convertirnos en la persona que queremos ser? —les dijo.

Al no oír nada, tomó su manzana verde del pico de la mesa, y a modo de snack mordisqueó conscientemente.

Tímidos o no, había hambre. Y el amarillo de la fruta era atractivo.

—Creed en vosotros mismos, tenéis potencial. Como la manzana porque está buena y lo sé, si no, no la habría mordido. Para cuando lleguéis, lleguemos —se corrigió— a ese último mes de curso, todos deberemos tener pertenencia al grupo y algo bueno que contar. Habréis de saber que lo genético influye pero no determina, la clave de todo es creer, es un acto de voluntad.

Uno casi que se inclina y mata con su bolígrafo.

Adiós a la incertidumbre más dulce:

—¡Solo un tipo de persona es la adecuada! Yo ya tengo mucha juventud acumulada. Nos vamos haciendo mejores o peores. —Hizo de pedagoga—. Si lo que os digo no tiene el suficiente interés para vuestros diálogos internos, centraros en cosas reales —manejó—. Yo tenía mil vidas y elegí una sola; lo que pude. No soy azar y destino.

Pareció haber estabilizado la situación con ese y otros nocivos.

—Si entráis por esa puerta, comportaos —casi que finalizó—, el mundo emocional perturbado por una mente agitada afecta muy negativamente. —Se puso tremendamente seria—. Tengamos intensidad —focalizó—. La vida es cuestión de actitud. Yo no despierto conciencias, ni veo buenas o malas semillas o tejemanejes. Actúo como válvula de descongestión de vuestras propias tensiones como vuestra profesora y tutora. Creedme.

La figura alta y ancha de uno que estuvo asolado al comienzo, la atravesó.

—La lengua habla, por tanto, muta; es como vuestra adolescencia, que empezáis o tenéis, que refiere y nombra, mucho. Ahorra y despilfarra, también. Pero todo lo hace al compás de la propia vida. La inutilidad del sufrimiento no nos vale en clase.

Sacar el florete y golpearla con destreza, pensaba alguien de los asistentes. La palabra lirio, en otra alumna circundaba.

—Con orden iremos saliendo —ordenó.

Entonces, el flujo de salida selectivo provocó en todo ese aire viciado un purgar del que ella no quiso forzar, sabiendo que cuando se le coge manía a algo o alguien, es difícil reconducirlo. En eso también era muy suya la maestra. No iba de anciana indigna. Si bien, a uno le tomó por la pernera, deteniéndolo:

—Fíjate lo que te digo. Este verano, no te olvides de nosotros, la escuela. Y queda todo el curso. Tendrás que estudiar mucho si no me equivoco.

Así pues, salió con una calavera bajo la piel el muchachito, detrás de la del pañuelo de gasa gris, con sus memorias desvergonzadas. «¡Adiós para siempre, preciosidad!», pensó el sospechoso en su ola detenida. Donde siempre era medianoche, o sea, en ese estrado, ella quemó la tragedia del girasol, devorando lo que restaba de manzana como si fuera una calabaza, porque le duró lo suyo, y se quedó observando el jardín de los sospechosos, su aula, como si nada, como si nadie, como si nunca… ni la vida de los objetos.

Una profesora le fue la mano invisible.

—Como todo lo que está por hacer, una página en blanco no es nada. Te invito a un café.

—Pues sí, acepto. El abanico de opciones no es muy abrumador —se sinceró.

—Te faltan años, querida. Yo no me habría metido en ese berenjenal, ¿pero?

—Aureliano ya no podía, me lo propuso, y casi mejor que me fusilen ya.

Tan prístina ella, tan inocente que parecía, que le cogió de la mano su colega.

—Que no cunda el pánico. Científicos y escritores conviven en el mismo medio —adujo.

—Sí —agradeció hondamente—. Pero no estamos aquí para hablar de mí. Cuéntame ese viajecito a Polonia —sacó a colación, poniéndosele el nervio óptico hasta envidioso.

Encantada, predijo el éxito.

—Pues resulta que ocurrió. ¡Me he enamorado!

Otras voces, otros ámbitos, casi que ochocientos fue oyendo la tutora al tiempo que la otra le fue contando su simbología perdida, en una correlación que casi le transmitió hasta los olores en un santiamén, pareciéndole estar tomando dos barriles a esa soldadito, que escuchaba imaginándose el perfume, la canela o la lavanda, aterciopeladamente, sin importarle mucho el protagonista. Ellas sabían dónde estaba la clave, conectadas a la historia desde la primera frase.

Meses más tarde, hacia el final del mismo curso académico:

«Ya no hace falta que lea», pensó Roberto, apodado Ellis.

Y solo después de encontrar refugio por unos segundos de nada, en el partido de baloncesto, con la jugada final (ganadora como casi siempre) del gran LeBron James, su colega Sergio, Fernández para unos y Bret para otros, le alborozó con ese reto:

—¡Venga!, ¡ganémosla! —transmitió—. Entre los dos podemos.

Insensible o miedica, no dijo que no lo había llegado a pensar, pero no le moló.

—Tú sabes cuánto hemos fallado. Lo sabes —respondió—. Va al más mínimo detalle, Adriana lo tiene ganado… a no ser que la encerremos en el vestuario, claro.

—Queda mucho —bromeó su amigo—. Tendríamos que alimentarla por unos meses.

—Mes y medio como poco —dispuso el baloncestista, flipando con la repetición.

—Es seis de mayo, hasta el veintiséis de junio, tampoco es tanto —regentó e indicó—: Puedo coger pienso de mi perro —acentuándose Bret, sin mucha personalidad.

—Es invencible, socio. Adriana se ha colgado todas las medallas, pasemos de ella.

—A mí me gusta eso del People´s Literature. Ella es bastante enfermiza, ahora tiene asma, con las alergias. Podríamos aprovechar y enfrentarnos. ¡Sería nuestro momento!

El tsunami que le vino después fue un montón de atrevidos arrumacos con el cojín de Spiderman y los no menos graves toques por encima de las pantorrillas:

—¡Para!, ¡déjalo! —se sucedieron con las proclamas de las obsesiones—. Se llenaron los estadios y se agotaron las entradas para verme —alucinó el ciclón de Ellis con Bret, abrumando a su amigo y compañero de clase—. ¡Oohh!, todos me corean —flipó.

Bret se ensañaba también con él, siendo un volcán con mueles:

—¡Retírate!, ya estás viejo, deportista —embistiéndole al tiempo con gracia celo.

Eran los de siempre, y ninguno. Risueños.

Cuando escucharon por primera vez la convocatoria de ese Certamen de Historias por parte de la profesora y tutora, se les vinieron los ridículos por ser los eternos segundones. Y ese amigo chino, Ah Yi, allegado de un premiado de veras, un grande (Gao Xingjian), no daba crédito a su anhelo, viéndolos. Por eso no había ignorancia más patética ni deseo que el disimulo medio rabioso de unos y otros, en un domingo, en el que por ser el Día de la Madre no tenían torneo alguno ni por supuesto instituto, en su primer año.

—Es un relatillo de formación, ¡no será para tanto! —apuntó el cuarto mono, el de los renglones torcidos.

—Cállate y sal, ¡vete a tu cuarto! —ordenó Ellis.

La luz con la que salió la niña deformó las sombras de los otros, que los dejó rácanos, vulgares, clausurando esa plenitud, mirando para otro lado.

—¡Ostras! —Se oyó.

—Noche de infierno. —Cicatrizó de antemano el otro invitado.

—Pero ¿qué pasa? —Atesoró esa madre—. ¡Cualquier otra cosa menos gritar y haceros daño!, ¿estamos? —gobernó.

Como si hubieran bebido un enorme trago de veneno se quedó el trío.

—¡Ni una ni dos ni tres veces! —advirtió esa mujer—. Se me abrasan las entrañas de veros. ¡No os retorzáis, por favor!

—Me muero de sed —dijo su hijo.

—Pues ya sabes. Desfilando a por la jarra —ordenó.

El aire de ese infiernillo de cuarto no toleró himnos. Eran tres, pero aparentaban como millones de criaturas con sus nobles ambiciones.

La condensación era eterna. Ella optó por ventilar.

—¡Cállate, pero cállate! —le advirtió nuevamente a su hijo, que se iba a por su hermana.

Fue vergüenza, reproche, delicias que los otros contuvieron formalitos, colocando los cojines y demás extravíos. Errores que se sugerían al oído con perfumes pueriles.

—¡Qué horror de estupidez dijo la madre! ¡No cerréis eh! Que corra el aire. Y dejadme en paz la almohada por favor, quietecita.

Las alucinaciones eran innumerables. Una linterna estaba encendida siendo de día, donde no había nadie y, sin embargo, había gente: chicos. Los mismos que querían que esa madre desapareciera.

Haciendo todas las muecas inimaginables, esa chiquitaja con tacto aparecía y desaparecía. Apenas añoraba más mundo que el inmediato. Ni infiernos ni cóleras ni orgullos, todo le era de interés o pereza. Hechizos, encantos y ese beso mil veces maldito. Estaba escondida y no lo estaba. Parte del fuego que levantaba a esa condenada madre, el peor de los dragones.

El muro

—Crece la adicción al juego en la región —les hablaba la psicóloga clínica.

Era uno de los temas más llamativos de un lunes, evidentemente complicado. Para controlar a todos esos jovencitos, su tutora les tenía esa sorpresa, y otras. También acudió el comisario, de uniforme por supuesto, que daría suma a sus puntos de vista como experto en seguridad, registros y eso de las apuestas indebidas.

«No dejamos que accedan personas que no cumplen la edad mínima» se podía leer en un cartel al efecto. No había mendicidad ni palabras en balde.

El comisario, quedándose al fondo, sentado en un sillón sin brazos, pero sillón de los de maestro o algo por el estilo, que no silla de pupitre, justo después de entrar y mirar los libros más destacados de esa pequeña librería, sin dar lugar a más vueltas, subrayó poniendo sus metas:

—Todos sabemos a estas edades que alguien atento no siempre es bueno, ¿correcto?

Bret fue uno de los que asintió. Ellis, sin duda, estaba en lo más importante: rezando porque llegase ya el martes y poder entrenar. Con nula gracia atendía. Quien sí que se hacía más grande era Adriana Hidalgo, la que tenía resultados diferentes. No hacía nada al descubierto. Era inevitable acabar sabiéndolo, siempre tenía la misma frase con un desconocido, la cual ya había sentenciado en las presentaciones con la ponente, sacándole partido a sus buenas ideas:

—Las alergias son una versión radical de las modernizaciones.

Era alguien capaz de dar consejos a los políticos para que gobernasen bien.

Hacía coincidir ese punto diabólicamente inteligente con sus notas. Y sí, sabía darle alma a cualquier objeto si se lo proponía. Era conocida como «la extranjera», o «la extraordinaria», en general. Tenía controladas las más de doscientas antenas 4G, era algo científicamente constatado; lo hacía para controlar su ansiedad, afirmaba. También se ocupaba de llenarle el pastillero a su anciano abuelo, y darle apoyo diario. Además, era campeona, por cuatro veces, de oratoria. Toda una poetisa en lengua castellana a la que habían dejado participar por la deferencia de sus notas cuando todos los demás estaban en la bondad insensata. Los cuatro platos de arroz fue el título de su último discurso ganador, frente al favorito de los otros Una carretera sin señales, que se quedó en eso, en una posibilidad. Ellis aún no había digerido ese merecimiento de la otra, obviarla era su mejor forma de homenajearla. Eso, y el sastre que le hizo al balón al poco de llegar a casa, harto de disimulos varios. Su juicio existencialista no daba para más, casi un año había transcurrido del último aviso y seguía pensando que ser segundo era peor que ser penúltimo o incluso último. No le pasaba ni media a la compañera, para adentro.

Ni en su categoría podía hacerle sombra a la icónica sirenita.

Artesanalmente impecable, apasionante y estomagante, Bret, que por español era lo más parecido a un cubano, hacía esa labor buena de todo colega, pendiente de ambos, y crítico siempre. Para cuando tuviera veintiséis años había decidido ser policía de provincias, no antes, luego estaba encantado. Anotaba todo, y a la tarde, en casa, seguramente lo cotejaría en el buscador Google adentrándose en palabras de referencia. El marketing digital le encantaba, al margen del deporte. Y nunca se estremecía.

—Los extraterrestres están ahí fuera, esperando —conversaba a veces con su perro, en el poder y en la enfermedad.

Evidentemente había más alumnos en esa clase. Estaban los que se preocupaban de los exámenes parciales y los que no, los que eran más o menos autónomos y los que precisaban de ayudas varias, y algunos u otros que siendo de mejor o peor tipo, altos y/o bajos, también se podían ver como gigantes según qué materias. Hasta los chicos del ferrocarril. Todos ellos estaban inscritos, de oficio, en el concurso. La profesora usó sus bazas, argumentando el lema de los viernes, por las tutorías. Escrito, dicho y redicho a fuego y sol:

—No cabe lo que siento en todo lo que no digo.

Irish Times, que era como le apodaban los alumnos por su exceso de puntualidad y esos ojos tan bellos y poderosos por los que otros profesores doblaban las campanas, se había visto obligada a adoptar esa postura para suerte de muchos. Anteriormente, concursar era voluntario. Mas la falta de diálogos constructivos entre el alumnado era público y notorio, y en los claustros de dirección querían cortar esa inestabilidad y los discursos del miedo, basados más que nada en el uso de las tecnologías como principal apoyo en lugar de las palabras y las letras. La comprensión como comunidad era el título de cara a los dictámenes formativos en su apunte reglamentario. Ella lo describió únicamente a sus pupilos como saber expresarse. Pero ese día hubiera preferido no encontrarse a sí misma. Tocaba tierra de chacales. Agua y viento, y hacer de madre con ese grupeto de los lunes.

Entre todos, y con algunas preguntas poco convencionales, la misma seguía tranquila como una paloma esquinada a base de decirse «benditos sean los muertos», observándolo todo bien atenta. Bret tenía su cuaderno más que iluminado con esos dibujitos que marcaba en los márgenes. Se le daban bien las caras. Ellis pensaba en sardinas, patatas y pan. De todo, lo que más le gustaba era comer al baloncestista. Podía comer desde una sola cosa hasta veinticinco y no se saciaba, tenía algo en el tiroides. Sus padres no lo aceptaron hasta que este fue bien grande y lo vieron con absoluta normalidad. Cierto es que esa derrota tenía más dignidad que cualquier victoria, porque Ellis era un tipo feliz, inteligente y sin medias vueltas por mucho dolor o molestias que tuviera. De ahí que Adriana, lejos de ser su archienemiga, le consideraba un angelote. Le quería como si fuera a implosionar la tierra, y no podía. No tenía mejor cosa que hacer en la vida que decirle cosas como «te mereces mis medallas» o los «nací en un día azul cuando te vi» junto con el «estás en buena forma» que le encantaba, para el que todo era más que un juego. Como abuela y madre, para ese, no había mal alguno. Como compañera de clase, al ganarlo, quedando por delante del mismo en el casillero de notas, no le era ni una mala aventurera. Mejor que nada mejore, pensaba por no perderlo del todo, pareciéndose a esos ancianitos cuidados por robots a pilas. Había días que salía de clase medio llorando la mujercita. Era muy duro ganarlo y perderlo al tiempo. El don de lenguas entre ambos era tan exiguo que apenas dejaban lugar a hechizo alguno o trueques. Quizás en otro lugar, pensaba la mujercita, con mente de más de veinte años, salvo para el mundo de los animales.

La del pelo corto con flequillo y ojos ámbar, estaba en los días perdidos, dejando hacer a la psicóloga enviada por la Concejalía competente. No obstante, su piel de melaza no pasaba desapercibida para algún avispado, que ya iba sintiendo el amor y otras drogas por adelantadillo. Los años no nos diferencian, nos enriquecen, casi que opinó otro, frente al estupor de los demás por ser el más mayor de los de la clase, y repetidor. En cualquier caso, le gustaba tanto lo que veía, y tan de cerca por estar castigado desde la primera fila, que tenía el honor de los inocentes, embobalicado.

—Son máquinas más complejas de lo que parecen —se refería la oficiante con respecto a las tragaperras—. En los salones de juego se empieza por algo sencillo, y se acaba apostando desde casa o cualquier otro lugar sin control alguno, porque todos los días parecen iguales, así como las partidas o apuestas, facilonas. Un ludópata nunca falta a su cita. Ve tangos en el cielo o ángeles en llamas. Las máquinas son para él, un hermoso lugar… para morir.

En esa clase se podían apreciar intolerancias y apreturas cuando se buscaba en la felicidad de los demás. Era una cotidianidad medio alegre pero incisiva, donde algunos cuellos se iban recostando por las clavículas, el otro que se ponía paranoico por ese propósito desde tan cerca, y ese que pensaba en romperle los frenos de la bicicleta al de al lado, al margen de la introspección que la mayoría iba ejerciendo con las enseñanzas del día, fuera de temario, que siempre había alguna trampa.

—Para suerte de muchos las madres sabemos que por un hijo se puede hacer de todo —continuaba la formadora—. Quinientos treinta y tres días tardan en admitirlo. Algunos niños nos han venido a decir que estaban nadando. Ya veis, las máquinas son tramposas por naturaleza, no son miel. Muchos se dan sus primeros besos de novios ahí, como si fueran un lugar de fortuna; pero todo amor que se cierna allí es desgraciado.

Bret lo que tenía era impaciencia por formar parte de una brigada antiexplosivos. Tenía un extrañar que a veces lo cubría de un aire demonizado, y le era difícil librarse del mismo. Dieciséis deseos que llevaba anotados con sus dibujitos, jamás consternado. La de los zapatos azules y rojos, con su lógica e intuición, medianamente segura lo anotaba todo sin precipitación alguna, de muy buena letra. Podría estar abrazada a una de sus muñecas de niña que no perdía el hilo de lo que se decía por parte de la experta. Con el ataúd de la novia andaba el chiquete garabateando, su soplo de vida.

—Dicen que el elemento humano necesita un equilibrio exacto entre el calor y el frío —apuntó en uno de sus comentarios, cuando dieron oportunidad.

—Muerte blanca, sí, de no haberlo —subrayó la ponente.

Lógicamente, muchos se rieron o desconectaron al no entender lo que no estaba a su nivel. La psicóloga pestañeó varias veces, y clínicamente le salió por donde pudo a Adriana, conteniendo al resto de la clase por esa dosis de ingenuidad de estos, así como contentándola, no sin dirimirle una frase para acallarla, avisada de su altura de miras:

—La vida está hecha de contradicciones, porque somos parte de un todo, por eso hay que pensar despacio cuando se puede y no actuar alocadamente. Todo tiene consecuencias. Séneca, un pensador que no pasa de moda, dejó escrito que no hay mayor causa para llorar que no poder llorar. Estoy seguro que alguna vez habréis oído ese cuento del Sol y la Luna, dándose sombra y abrigo.

Ello les fue un cuento de hadas en plan salvaje, cual mejor aprendizaje o libro de los placeres, para todos.

—Todos queremos lo mismo —sustanció Irish, guiñándole un ojo a su mejor alumna, también mordiéndose la lengua.

Ellis la pilló, y lejos de tenerle rencor alguno, añadió:

—Las ilusiones son personajes peligrosos, ellas y sus defectos.

—Sí, vosotros valéis más que cualquier obsesión —le corroboró la psicóloga—. Los depredadores que mejor se disfrazan son los peores, si observáis a algún compañero con problemas, decidlo. Decídselo a vuestros tutores, ellos le ayudarán. No se le sitia a nadie, cada noche, cada día, se le ayuda.

Se ganó el buen gesto de parte del aula, apremiado por sus colegas de equipo.

Y reaccionó importante la que le orillaba, sin tibiezas:

—¿Le diría a otras víctimas que nunca se sienten culpables? Dicen que se oyen abejas. Zumbidos.

Fue entonces cuando Ellis sintió las horas muertas bajo la piel. Esa pregunta la percibió como un golpe bajo, que lo silenció del todo. De hecho, ni escuchó la respuesta de la metódica especialista. Bajó la barbilla tanto como pudo y fue menos que el peor de los elixires, paliando esa molestia. «Mejor que nada mejore», pudo haber pensado herido en su orgullo, evadiéndose. El comisario algo percibió. Fue su secreto de fango y electricidad, dolor que les unía.

—¿Se ha asomado una cigüeña a lo alto del campanario? —pronunció la profesora.

—¿Qué? —dijo Ellis, metiendo el cuerpo para sí.

—¿Estás aquí? —le coartó la profesora, políticamente correcta, a media distancia.

—Sí, profesora. —Giró ya para bien el alumno.

El leve toque en el hombro, que para otros sería una amonestación, para él fue todo un soplo de aliento toda vez que terminó de acercársele su Caperucita a ritmo lento. Fue su suerte maldita.

Terso y mudo, mansamente, el joven adolescente dejó de buscar sus abejas por la ventana. ¡Bendita ilusión! Expiró y sintió la otra, que dentro de su corazón malhumoró su influencia. Le era sol porque alumbraba, y porque la hacía medrar. Bret, con su indumentaria más de hospital por donde las urgencias que de otras garantías y haberes, desaliñado a conciencia, en el buen sentido de la palabra, adoró tal hermosura con un manantial sereno, muy de los suyos, zigzagueando con el lápiz, y susurrándose:

—Es la mejor leyenda española de todos los tiempos.

El que ya se untaba de aceites de cosmética en la cara, aun siendo imberbe, dejó siquiera que su mano viril hiciese un gesto de complacencia a su colega por encima de la mochila, que le colgaba, forjada y preciada, en el soliloquio de la mesa de estudio, como a los demás alumnos.

El docto oficio le fue corregido por Irish, con una mirada de esas de mil años. Fue un acto casi reflejo, le tenía calado en su pequeño zoológico.

Mientras, la ponente seguía contando el transitar de los malos vicios, asociándose con esos vídeos virales de las redes para reordenarles las presiones sociales. Paso a paso supo darles la vuelta a esas profundidades de los unos y los otros, tales como los «mi padre dice que el trabajo acaba con tu salud» y esos «hay que quitarse de la educación» como también los «son regalos especiales», al tiempo que alguna rastreaba el sándalo sin perder detalle.

Por momentos, hubiera preferido hacerse la muerta la facultativa. Maestra y mentora, se hubieron de apostillar entre tantos excesos los mayores.

—No deberíamos seguir tolerando que las empresas puedan dañar la salud de las personas sin responsabilidad —lamentó haber dicho la buena de Adriana, puntillita.

Según la cual se tocaron el codo los colegas, dilatando el comentario de la sabia. Era un modo de darse ánimos, por cuando la vida les resultaba asfixiante. Esa extranjera les comía el terreno académico a todos. No sabía ponerse límites conscientes, por extraordinaria que fuera o fuese. Para la profesora, por compulsiva no podía liderar, aunque los resultados le daban la razón. No había dirección equivocada en la alumna, sí exceso porque todo le era un viaje iniciático hacia el origen de la vida.

Era ella quien no sabía cómo conciliar y leer bien las clases, ya lo había comentado con otros jefes de departamento, porque se había criado en la misma cultura ventajista, practicando poco y a su vez transmitiendo sin remedio. La Hidalgo, que no era tonta, a poco tuvo como que una tiritera muy propia del Parkinson; eso le sucedía cada vez que se excedía o reservaba, a tenor de otra de esas miradas de quien abogaba por contenerla en tantos imposibles.

Así que no iba del todo mal encaminado el bromista de la clase, íntimamente relacionado con algunas dolencias objetivas:

—Nos convertiremos en máquinas. Animalillos manipulados —precisó Chinchilla con una voz popular.

—¡Paren las máquinas! —expresó otro.

—Tal vez sea esa la influencia de los malos modos y la generalizada agresividad de las redes sociales —le recondujo la que tituló su charla Un regalo especial, como labor social.

Simbólico e importante, no dejó de contener sus dibujillos a mano el tal Bret, que ni por Navidad abría la boca para intervenir en clase. Entre unas y otras cosas, solo se conminaba a lo suyo y los suyos. Pese al incordio del dibujar, que lo tenía más que captado Irish, en lugar de darle cachetes o serle virulenta, reglamento en mano, lo manejaba piano a piano, aunque a veces se molestaba en explicarle con su mismo lenguaje (pero sin actitud macarra) y medio a solas, bajándole los humos:

—Jo, ¡cómo eres! Pones la muerte en espera… pero eres un caso. ¡Céntrate!

Momentos que marcaban una unión hasta hacerla irrefrenable. Otro al que tenía enamoradillo en su eterno resplandor. Sin embargo, sabía mantener la mirada. El que no, Ellis, para quien su amigo escribía y balbuceaba un:

—Me vas a detestar. —En el margen del cuaderno de notas, y la vida secreta de los edificios.

Sencillamente porque quería lo que el otro tenía, y como socios se buscaban. Obra suya fue ese otro gesto bajo la mesa, cerrando el puño con significación y diablura. Era el gesto del certamen, idea suya, porque artista también lo era. Otra vuelta de tuerca.

Otro que necesitaba dibujar y expresarse para contener sus arrebatos. En ese instante se quedó medio quieto al virarse la profesora, como si sufriera la enfermedad del escaparate.

—Roberto, ¿tienes algo que contarnos? —le cuestionó ella.

—No, profesora —respondió y se reconcomió ese bestiario adolescente. «Guarden la casa y cierren la boca», pensó.

—Pues déjate de aviones de papel que no podemos pilotar —le corrigió—. Siga, por favor, que le he interrumpido —se dirigió a la ponente, y médico—. ¿Dónde nacen los monstruos?, ¿alguien lo sabe? —salió al paso recogiendo el guante.

—¿Dónde nacen los monstruos? —incidió la ponente hacia María, la sombra llameante.

El tiempo se les detuvo a los alumnos, y a María, que ya no fue el loro de siete leguas.

—No os fieis de las tendencias —advirtió la profesora, ya en su estrado, maestra y maga.

—Cuando lo pienso en mi casa no me hago una idea muy clara. Ayudadme —inquirió la experta—. Seguro que lo sabréis. Es la danza de la realidad.

—Mi madre dice que mi vecino es un monstruo —observó una chica.

—¿Y eso? —No permitió más risas que las justas esa facultativa.

—Si yo no puedo tenerte, nadie más te tendrá; va diciendo siempre. Y ¡qué rico!

—Pero eso es porque tendrá un problema el hombre. No te preocupes. —Lo quiso pasar por alto, habiendo preferido cualquier tema de Einstein o el arte de montar en bicicleta para una torpe como ella.

No obstante, la profesora tomó buena nota, y habló con rectoría:

—De las pesadillas. ¿Estamos?

—Siempre hay alguien vigilando —dijo uno antes que nadie, en sus evangelios para soñar.

—Los monstruos surgen de las pesadillas —incidió la profesora en su magisterio, poniéndosele los ojos invisibles con más notas, dando su patria por una semilla de manzana.

Un lenguaje para inspirar sintió la ponente, quién en el principio de la igualdad, ejemplificó:

—¿Conocéis el cuento de la ciudad de los niños perdidos?

Rápidamente se alteró la clase, por cuando uno saltó muy mayorcito:

—¡Sí, claro! Y el del Ratoncito Pérez.

La bromita fue peor que poner todas las señales de tráfico del revés en una ciudad a hora punta. No se avecinaba un verano cualquiera, sino el del gran estirón, por el que muchas almas sin camino ya estaban creciditas o desaparecidas de sí.

Y como el caos conllevaba cierto orden, ellas dos también se rieron a falta de no poder perpetrar un delito de fuga o acabar con esa sanguijuela que las ponía rojas, no así el comisario, que hizo bueno aquello de que a la persona le hace la silla donde se sienta. Fueron segundos donde no se elogió caminar alguno, hasta que las dos se posicionaron tras la mesa, compartiendo espacio y redil.

—Ya os tocará saber de todo, porque la tendencia en la sociedad actual no es a especializarse en un campo de trabajo como se hacía antes, ahora toca saber de todo: hasta de monstruos.

Del talento a la cordura no hubo tanta distancia. Todos se callaron casi al unísono. Hasta el de la nulidad de hombre y su alter ego que circunscribía la vida a una caja de cerillas.

—Es como echar agua en una cesta, que se nos va —dijo el policía, con su salvaje delicadeza.

Esa fue la venganza de un hombre paciente.

—Las consecuencias al final siempre llegan —añadió, poniéndose en pie sin tremendismos—. Los monstruos no son personas olvidadas; ni lo que nos queda de la muerte. El ser humano es un ser en el tiempo que no deja de proyectar ideas. Se hace muy a menudo. En función del contexto se prevén o recrean escenarios. El factor humano se mueve por el principio de incertidumbre, y ahí surgen los monstruos. A eso he venido yo. Ha hablaros de que por mucha revolución tecnológica que haya, existen factores que potencian reacciones que nos ponen en crisis.

Y detuvo su libro largo de cuentos cortos.

—Ya vais siendo mayores como para saber de todo. —Los siguió haciendo insustituibles.

—Muchos estabais tan convencidos que lo dabais por descontado —subrayó—. Yo os creo, me lo tengo que creer todo, es mi trabajo; e investigo. Una vez investigué hasta a una chica que se subió en lo alto de una nevera para esconderse.

Aquí ya se puso en guardia Bret, con piel de perro. Y otros.

—Extrapolar hechos del pasado es la forma más fácil de equivocarse —prosiguió el comisario—. De repente llaman a la puerta y puede pasar cualquier cosa.

Atendían hasta los de la pura vagancia intelectual con ese viejo detective y su inteligencia contextual. Ni la interferencia de la tos de alguna, en tanta demografía, impedía que los chavales se sometieran al tercer grado:

—¿Quién ha visto cosas en sueños que no son en realidad? Hasta dicen que hay una pirámide del café.

Por supuesto que hubo quienes respondieron bien a las preguntas y quienes no. Las de los sujetadores de encaje, pocas, pero algunas, en absoluto. Estaban con su canción de sangre y oro muy pendientes de los tirantes y el abotonamiento de la camisita, en su horca de presunción y enfoque; casi el resto sí que fue resolutivo. El más, un fracasado, sin paliativos:

—Yo veo a mi padre en un vagón. De noche. Un hombre sin cabeza.

—Juan. Lo mínimo necesario, por favor. No nos des detalles —intervino Irish sin diagnosticarlo, pero siempre prudente en esos equilibrios del priorizar unas cosas y otras.

Como prestamistas se rieron por lo bajo algunos/as en los límites de la civilización. Ahora bien, al chaval se le aceleró el corazón que no el pulso. Pero no desencadenó sus efectos terminales con súbita rapidez, estaba medicado y el resto acostumbrados a aceptar la responsabilidad de una cosa y negar otras tantas. Su fatal decisión dio lugar a una imparable credibilidad:

—Yo sufro que me despierto tarde; es como si tuviera fiebre, me acaloro. Me pasa a veces, ¿a vosotros no?

La pujante opción de los alumnos fue la esperada. Los «Sí, sí» y las cabezas corroborando, restaron vida a lo anterior.

—Eso nos puede pasar a todos —continuó el policía.

—¿De qué depende? —calibró la profesora.

El desliz de la clase ya fue menor. El choque fatal con el iceberg de Adriana casi que tuvo lugar. Se le comprimió el tiempo a la maestra de no haber intervenido el mayor, estabilizando.

—¿Y no os ha pasado que vais en un pasaje y la tripulación grita «¡abandonen el barco! ¡Ehhhh!»?

Unos rieron por el temido sonido azul marino que quiso imitar, otros por lo de la tripulación y el pasaje, los menos por un mundo feliz y su ingravidez. En ese ciclo expansivo, la doctora acuñó:

—El pensamiento surge porque le damos información. Y si hacemos cosas que no están bien, lo más normal es que tengamos esas historias que nos agotan, por mucho que nos podamos reír todos en clase.

Los niños, libres de constricción social y política alguna, imitaron el éxito más equilibrado y completo, riéndose soslayadamente, salvo los que no existían porque no se querían ni ver. Alguno se quedó con ganas de que le presentasen un traficante de armas, o que le prometiesen sobrevolar el desierto a falta de terroristas. Asombrosas historias, crónicas.

—Nuestro país sufre de tendencias acusadamente —incidió la ponente—. Y aunque el diálogo social pretende reducir esa tasa de influencias, malas, muchas veces dependemos totalmente de esos entramados, que aunque nos parezcan que nos dan mayor flexibilidad y autonomía, también nos hacen más frágiles y susceptibles de desmoronarnos.