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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 508 - julio 2020

 

© 2013 Fiona Harper

Un reto irresistible

Título original: The Guy to Be Seen With

 

© 2013 Fiona Harper

Su secretaria personal

Título original: The Rebound Guy

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2014

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-609-3

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Un reto irresistible

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Su secretaria personal

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Si te ha gustado este libro…

Un reto irresistible

Capítulo 1

 

 

 

 

 

DANIEL siempre se quejaba de que su móvil sonaba en los momentos más inoportunos. Como ese. Justo cuando estaba sacando de su maceta una delicada venus atrapamoscas, con las manos llenas de raíces y tierra, vibró el bolsillo de sus pantalones. Como se negaba a asignarle un tono diferente a cada persona de su lista de contactos, el sonido de su viejo teléfono móvil no le dio ninguna pista sobre quién podía estar llamando.

En el pasado, lo habría ignorado, teniendo en cuenta que tenía una Dionaea Muscipula en las manos. Sin embargo, temía que pudiera ser su hermana pequeña para decirle que había vuelto a enfermar. O peor, que fuera un extraño para informarle de que le había pasado algo y hacía falta que él recogiera a sus hijos del colegio.

Con reticencia, se sacudió la tierra de la mano derecha, sostuvo la planta y sus raíces en la izquierda y buscó el móvil en su bolsillo. Mientras intentaba sujetar el aparato con la mejilla y el hombro, se sacudió en los pantalones un poco más de tierra.

–¿Sí?

El teléfono comenzó a deslizársele y, de prisa, tuvo que agarrarlo con la mano todavía sucia.

–¿Daniel Bradford? –preguntó una aterciopelada voz masculina que le resultó extremadamente molesta.

–Sí –contestó él, concentrado en volver a poner la planta dentro de su maceta antes de que le sacara esquejes sin querer antes de la cuenta.

–Bueno, Daniel, soy Doug Harley y ¡estás en directo en Radio Eros, la cadena de radio más romántica de Londres!

Daniel se enderezó y miró a su alrededor en el vivero tropical del Jardín Botánico Kew de Londres, buscando a los graciosos que le estaban gastando una broma. Al menos, las paredes de cristal hacían imposible que nadie pudiera esconderse por allí. En cuanto los encontrara, les daría su merecido.

Sin embargo, lo único que vio fue a un estudiante solitario de jardinería, llevando un carrito con semillas con los auriculares puestos, ajeno al mundo que lo rodeaba. El resto del lugar estaba en silencio.

–¿Daniel? –llamó la sedosa voz en su oreja.

Él se apartó el teléfono de la cara y lo miró, pensando en colgar sin más. No tenía tiempo para tonterías.

–¿Qué quieres? –le espetó Daniel al hombre, después de volver a llevarse el auricular a la oreja–. Estoy ocupado.

El supuesto Doug rio al otro lado de la línea, lo que le resultó más irritante todavía.

–No creo que estés ocupado para esto, Daniel. Te lo prometo.

Daniel apretó los dientes. El tono familiar con que le hablaba el locutor estaba poniéndole de los nervios.

–Demuéstralo.

De nuevo, el otro hombre rio. Debía de tratarse de una broma que Daniel no entendía.

–Seguro que sabes qué día es hoy, ¿verdad, Daniel?

Confuso, él arqueó una ceja. Era martes, ¿y qué?

Ah.

Maldiciendo para sus adentros, recordó la colección de sobres rosas y rojos que había tenido en su mesa cuando había llegado al trabajo esa mañana. Entonces, había meneado la cabeza y los había puesto a un lado, sin abrirlos, tratando de olvidarse de ellos. Era un maldito martes de mediados de febrero.

–¿Y sabes en qué año estamos?

Daniel dio un respingo. Debía de ser un maldito concurso radiofónico de una cadena desconocida. Estaba seguro de que no le interesaba el premio que aquel idiota pudiera ofrecerle. ¿Acaso no podía hacerle una pregunta mejor que en qué año estaban? Hasta su sobrino de cuatro años podía responder a esa pregunta.

–Claro, los años bisiestos son así –continuó diciendo el locutor con una voz perfectamente modulada y rio de nuevo–. Sabes que faltan un par de semanas para el veintinueve, pero tenemos una sorpresa de San Valentín para ti, Daniel. Hay una jovencita que quiere preguntarte algo.

Daniel bajó la vista a la planta que tenía en la mano. A pesar de que estaba fuera de su maceta, una mosca se acercó a ella, atraída por su dulce néctar. Voló alrededor de sus hojas, buscando dónde posarse.

–¿Dan? –dijo una voz femenina y suave que reconoció al instante.

Petrificado, Daniel no quiso ni pensar lo que se avecinaba.

–¿Georgia? –preguntó él al oír la voz de su novia. Sin poder evitarlo, sonó malhumorado y a la defensiva–. ¿Qué estás haciendo?

–Daniel… –balbuceó ella y tragó saliva–. Sé que lo has pasado mal hace poco y me ha gustado mucho poder estar a tu lado para apoyarte… pero las cosas han mejorado y creo que podríamos hacer una buena pareja.

Él se quedó boquiabierto, incapaz de hablar.

Quiso cerrar los ojos y bloquear el sonido que emitía el teléfono, pero estaba hipnotizado por cómo la mosca aterrizaba en el centro de la trampa de la planta carnívora. Meneó la cabeza, intentando advertir al insecto de que huyera.

–Por eso, Daniel, lo que estoy haciendo… –prosiguió la voz femenina, interrumpiéndose con una risita nerviosa–. Es pedirte que te cases conmigo.

En un solo y rápido movimiento, la planta cerró sus hojas sobre la mosca y apretó. Podía oírse el frenético movimiento del insecto, luchando por sobrevivir, mientras la planta apretaba más y más su cabeza.

Un terrible silencio cayó sobre él. Estaba solo en el vivero y la mosca había dejado de luchar. Parecía como si todo Londres estuviera conteniendo el aliento, esperando su respuesta.

–¿Es una broma, Georgia? –preguntó él con voz quebrada y tono de súplica.

La Georgia que él conocía no era así. Durante el año que habían salido juntos, le había parecido una mujer sin complicaciones y sin exigencias. Sin expectativas de matrimonio. ¿Qué estaba pasando? ¿Cómo era posible que, de pronto, le sacara el tema… y en la radio?

Una proposición de matrimonio era algo que debía hacerse en privado, a solas con la pareja, pensó y apretó los dientes para no exigirle una explicación en ese mismo instante. De pronto, estaba furioso con ella porque había cambiado las reglas de su relación sin avisarle.

El locutor de voz de seda rio de nuevo.

–Bueno, Georgia, parece que has dejado al pobre hombre sin palabras. ¿Qué dices, Daniel? ¿Vas a sacar a esta preciosa dama de su incertidumbre o qué?

¿Qué podía decir?, se preguntó Daniel.

Se imaginaba a Georgia allí sentada en la estación de radio, con miedo y una sonrisa para simular que todo iba bien, mientras el corazón se le aceleraba y los ojos se le llenaban de lágrimas.

Georgia era una mujer encantadora, sí. Era inteligente, decidida y sensible. Cualquier hombre tendría suerte de estar con ella. Debería responder que sí.

Pero no lo hizo.

No.

Daniel no pensaba volver a tropezar con esa piedra, por muy encantadora que fuera la mujer en cuestión.

Entonces, el sonido volvió a cobrar vida a su alrededor. El sistema automático de riego del invernadero de al lado, el crujido de una puerta, un avión sobrevolando el cielo camino a Heathrow. En ese momento, Daniel fue consciente de que podía haber cien mil orejas escuchando su conversación y comprendió lo pública y completa que podía ser la humillación de su novia si le daba la respuesta incorrecta.

Por desgracia, en lo que tenía que ver con Georgia y él, la respuesta incorrecta era lo correcto.

Él no la amaba. No estaba seguro de que pudiera amarla nunca. Y ella se merecía algo mejor. Con cuidado, sostuvo el auricular entre el hombro y la cabeza y volvió a dejar la planta carnívora, ya saciada, en su maceta.

Daniel debería haber intuido que su relación no podía seguir para siempre en el cómodo estado en que la habían mantenido durante un año. En ese mundo, las cosas o evolucionaban o decaían.

Había conocido a Georgia cuando Kelly había estado en medio de su tratamiento de quimioterapia. Ella le había ayudado a olvidar que su hermana pequeña podía no sobrevivir hasta Navidad y que su cuñado se había fugado con su entrenadora personal, dejando a Kelly sola con su diagnóstico de cáncer y dos hijos menores de cinco años. Si no hubiera sido por Georgia, habría ido a buscar al maldito Tim y le habría hecho tragar todas las plantas venenosas de su invernadero.

Daniel meneó la cabeza. La venus atrapamoscas estaba cerrada por completo. Ni siquiera podía verse la mosca que había dentro.

Debería haber sabido que, antes o después, Georgia se haría ilusiones, caviló. Ella no era la única culpable de la embarazosa situación en que se encontraban. Esperar casarse tampoco era nada horrible. Sin embargo, le estaba pidiendo algo que él no podía darle. Y había sido muy claro respecto a eso.

–Lo siento… –dijo Daniel, sintiéndose culpable por no haberse dado cuenta antes de las esperanzas que su novia albergaba–. Pero el plan no era casarnos. Creí que lo sabías… Eso era lo que hacía que nuestra relación fuera tan perfecta…

Daniel oyó la respiración de ella al otro lado de la línea. Deseó poder verla cara a cara para explicárselo en persona.

–Está bien –repuso ella, quitándole importancia.

Daniel se sintió como si lo hubiera coceado un caballo en el pecho. Meneó la cabeza. No, no estaba bien. Le estaba haciendo mucho daño, pero no podía aceptar el matrimonio para no lastimarla y dejar que ambos vivieran una mentira. Tenía que hacer lo mejor para Georgia, para ambos. Tenía que dejarla libre para que ella pudiera encontrar a alguien que la hiciera feliz.

–No puedo, Georgia. Tú sabes por qué no puedo decirte que sí.

Hubo un momento de silencio agobiante y, enseguida, el locutor empezó a hablar, con una risa nerviosa, tratando de suavizar las cosas. Daniel no oyó lo que decía. Ni siquiera se dio cuenta cuándo la música empezó a sonar en su oreja.

Se sintió como un gusano.

No, peor que eso. Al menos, los gusanos servían para algo y no hacían daño.

Entonces, agarró la planta carnívora en su maceta y la lanzó contra la pared de cristal. La maceta cayó al suelo, rota, con la planta.

Media docena de curiosos se quedaron mirándolo. Debían de estar pensando que el director de la zona tropical había perdido la cabeza.

O peor. Igual habían estado escuchando la radio.

Daniel cerró los ojos, se pasó la mano por el pelo y maldijo cuando se dio cuenta de que sus dedos todavía estaban cubiertos de tierra y abono.

Al abrir los ojos, comprobó que nadie se había movido. Seguían observándolo.

–¿Qué? –les gritó él.

Al momento, la multitud se disipó. Daniel solo quería que aquel maldito día acabara y poder seguir con su vida sin que nadie se fijara en él.

Cielos, odiaba el Día de San Valentín.

 

 

Daniel se quedó paralizado. Estaba agachado, con una Sarracenia en la mano. El sol atravesaba las paredes de cristal, calentándole la espalda. A su alrededor, había decenas de visitantes, admirando las plantas exóticas del invernadero Princesa de Gales, inaugurado hacía poco. Parecía un día normal de marzo.

Sin embargo, mientras estaba trabajando, se le erizaron los pelos de los brazos y del cuello.

Se puso en pie y miró a su alrededor. Estaba en un amplio invernadero, lleno de gente, a la vista de todos. Lo raro era que sentía como si alguien lo estuviera observando.

Su rechazo de la propuesta de Georgia en la radio había suscitado una reacción inesperada en los medios de comunicación. En el último mes, los paparazzi no habían dejado de molestarlo. Pero ese no había sido el único inconveniente de haber humillado en público a su exnovia. Lo peor era que le daba la sensación de estar siendo observado, juzgado.

Hasta que la enfermedad de su hermana lo había forzado a regresar a Inglaterra, le había encantado trabajar en la base que el Jardín Botánico Kew tenía en Madagascar. Le había gustado ser un cazador de semillas y buscar plantas exóticas para capturar su tesoro, tratando de dar con especies casi en extinción. Sin embargo, el bizarro interés de los medios de comunicación le hacía sentir una presa y no un cazador. Y era una sensación muy desagradable.

Cuando terminó de colocar la planta, empujó la puerta de la zona de Plantas Carnívoras para entrar en la Sala del Trópico, mucho más grande. Allí crecían las variedades amantes del calor y la humedad. Comprobó que varias plantas insectívoras estaban sanas y no tenían hongos.

Entonces fue cuando las oyó.

–¿Crees que se parece a Harrison Ford? –susurró una voz femenina–. No estoy segura. Se parece más a ese actor de la serie de espías de la BBC.

Paralizado, Daniel imaginó una muerte lenta para la reportera que, hacía semanas, lo había comparado con Indiana Jones, la leyenda del celuloide.

–No estoy segura –murmuró una segunda voz–. Pero tiene pinta de ser duro de pelar. ¿Has visto qué brazos tan musculosos tiene?

–¿Brazos? –replicó la otra con una risita–. Yo estaba ocupada contemplando su pequeño y apretado…

Con que eso era.

Estaba harto de que lo trataran como si fuera un pedazo de carne o un espécimen del zoo. Quizá, debería dejar de trabajar y sentarse entre las macetas, pues se había convertido en una atracción de feria, casi más que las propias plantas.

¿Cuándo iba a terminar todo? La prensa de Londres se había cebado con su historia con Georgia como perros de presa. Habían llenado con ellos columnas de cotilleos y discusiones en televisión, aunque ni Georgia ni él habían aceptado nunca ser entrevistados. Parecía como si la ciudad se hubiera dividido en dos bandos, uno le apoyaba a él y el otro, a ella.

En cuanto a la población femenina, parecía que hubiera abierto la veda para cazar al soltero recalcitrante. Desde que había dado su negativa a casarse en la radio, no habían dejado de aparecer en el botánico mujeres, solas o por parejas, con el único objetivo de observarlo. En la última semana, el acoso había ido disminuyendo y él había esperado que terminara pronto. Sin embargo, se había equivocado.

El problema no era que le molestara suscitar interés en el sexo opuesto. Eso le gustaba como a cualquiera. Lo malo era que se comportaban como si no hubieran escuchado su negativa en la radio, como si no supieran que no estaba disponible para amar o ir al altar. Era increíble. Y muy irritante.

–Voy a ir a pedirle un autógrafo –dijo una de las voces.

Daniel no podía seguir soportándolo. Se dio media vuelta y atravesó el pasillo hasta la exposición de plantas acuáticas, se metió en un pequeño túnel que conducía a otra sala, para tomar unas escaleras que llevaban a otro espacio de aquel laberinto de invernaderos. En menos de un minuto, llegó a un montículo, detrás de la zona de las orquídeas, desde donde podía observar a las dos mujeres sin ser visto. Podía haberse ido sin más para no verlas, pero prefirió dar la vuelta a la situación. Desde allí, contempló cómo ellas lo buscaban sin éxito.

Cuando pudo verlas con claridad, se le saltaron los ojos de las órbitas. ¡Tenían unos setenta años!

Daniel se hubiera reído de sí mismo si no hubiera sido porque, de nuevo, notó que estaba siendo observado. ¿Otra vez?, pensó.

Tuvo la tentación de darse media vuelta y cargar contra quien estuviera espiándolo. Pero, por desgracia, la ley impedía usar a los visitantes del botánico como comida para las plantas carnívoras.

Iba a tener que morderse la lengua e irse. De todas maneras, si aquel circo no terminaba pronto, tendría que encerrarse en la oficina y renunciar a merodear entre el público. Estar lejos de sus plantas era una idea que no le atraía nada, pues ya le había costado bastante renunciar a su puesto en Madagascar. Solo lo había hecho porque Kelly y sus hijos habían necesitado tenerlo cerca.

–¡Pero si es Indiana Jones! –exclamó una mujer–. ¿Dónde has dejado el látigo?

Cuando, sin levantar la vista, Daniel se giró se golpe, se topó con un par de tacones altos color rosa, con lazos de lunares. No debía de ser una pensionista, pensó. Subiendo la vista, se fijó en unas piernas esbeltas y bien torneadas y se le quitaron las ganas de salir corriendo. Luego, su mirada recorrió una falda de tubo negra, unas caderas generosas… y tragó saliva.

–Dime, ¿dónde está?

Entonces, él se dio cuenta de que seguía agachado. Levantó la vista a una blusa ajustada rosa y a unos labios de color rojo vivo.

–¿Qué? –dijo él, tragando saliva de nuevo. Tenía que dejar de mirarla babeando así, pensó.

Por suerte, sus piernas obedecieron y se puso en pie. Lo malo fue que, al mirarla desde arriba, le cautivó su impresionante escote.

–Dicen que has cambiado el látigo por unas tijeras de podar.

Daniel asintió con las tijeras de podar en la mano. La mujer era rubia platino, con el pelo ondulado.

–Es una pena –comentó ella y le tendió la mano.

Él se quedó embobado mirándole la mano, que tenía unas largas uñas rojas a juego con los labios. Entonces, se dio cuenta de que llevaba un distintivo con su nombre, a un lado de su poderoso escote.

–Chloe Michaels –se presentó ella, le tomó la mano y se la estrechó con fuerza–. Especialista en orquídeas y nueva en el botánico.

–Daniel Bradford –repuso él y se quedó sin saber qué hacer con la mano cuando ella se la soltó. Se la metió en el bolsillo.

–Ya lo sé –respondió ella con una sonrisa.

–Entonces has leído las revistas…

–Todo el mundo ha visto tus fotos en la prensa –afirmó ella, encogiéndose de hombros–. Pero yo sabía quién eras antes de eso. Tengo uno de tus libros en casa.

Daniel respiró aliviado. Al fin se topaba con una mujer que podía hablar de lo que a él le daba tranquilidad: plantas y horticultura.

–Encantado de conocerte.

Ella asintió con una amplia sonrisa.

–Los compañeros de la zona tropical me dijeron que podía encontrarte aquí y he venido a presentarme –señaló ella y se giró para irse.

Daniel no había estado preparado para el paisaje que se le presentó ante los ojos… La forma en que aquella falda se le ajustaba a un tentador trasero era demasiado peligrosa.

Cuando Chloe volvió la cabeza antes de salir de la sala, él levantó la vista a toda prisa. No lo había sorprendido mirando, ¿o sí?

–Por cierto, cuidado a las once en punto –dijo ella.

Daniel no tenía ni idea de a qué se refería, hasta que se hubo ido y un sonido en la pared de cristal lo sobresaltó. Allí estaban sus dos perseguidoras de la tercera edad, con las caras pegadas al cristal, sonriendo como tontas.

Diablos.

Entonces, dirigiéndose a la puerta, una de ellas sacó un cuaderno de notas y un bolígrafo, señalándolo con ellos.

Daniel hizo lo que habría hecho cualquier hombre en su posición.

Salió corriendo.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

CON una falda tan ajustada y unos tacones tan altos era difícil hacer una salida elegante, pensó Chloe, tratando de caminar erguida en dirección a la puerta. Tardó una eternidad en poder salir de la sala de las orquídeas, hasta la sala adyacente con cactus y aloes.

Daniel no la había reconocido, se dijo.

Había estado preparada para sonreír y reírse del embarazoso incidente que había protagonizado en el pasado y achacárselo al exceso de alcohol. En resumen, había planeado comportarse con toda la sofisticación que sugería su atuendo.

Sin embargo, no había sido necesario, caviló con el corazón galopándole en el pecho.

Eso era buena señal, ¿no? Daniel no había recordado que ella había sido su alumna hacía años, ni lo que había pasado entre ellos. Mejor así. Podrían empezar de cero.

La última vez que se habían visto, él se había comportado de forma apropiada, como una persona madura y civilizada. Había sido ella quien se había comportado mal, recordó, sonrojándose.

Era una tonta, se dijo. Lo más probable era que Daniel Bradford estuviera acostumbrado a tener alumnas embobadas con él. ¿Por qué iba a recordar a esa tímida estudiante que siempre había ido vestida con ropas amplias para disimular sus curvas? No era raro que no se acordara de su nombre, ni de su cara.

Era lógico. Su aspecto había cambiado mucho.

Se había transformado después de haber dejado sus estudios de horticultura. No había necesitado la ayuda de la varita mágica de un hada madrina. Le había bastado con la mirada horrorizada del príncipe para tomar la dirección adecuada. La insignificante estudiante había desaparecido. Y se había convertido en una nueva Chloe Michaels.

Sin embargo…

En parte, ella había esperado que la reconociera. Sin poder evitarlo, se sintió desinflada y suspiró.

Como hacía diez años, Daniel Bradford seguía resultándole irresistible. No era de extrañar con sus largas piernas, su musculoso cuerpo y esos ojos verdes. Tenía cierto aire salvaje, como si acabara de regresar de una expedición en la remota jungla.

Quizá, eso podía explicar la manera en que ella acababa de comportarse al verlo…

Su intención había sido mostrarse segura de sí misma y profesional. Sin embargo, sin poder evitarlo, había actuado con una coquetería que no era habitual en ella.

No había podido contenerse, sobre todo, por la forma en que él la había observado, con los ojos saliéndosele de las órbitas. Al verlo babear de esa manera, se había sentido tan satisfecha que no había podido evitarlo.

Pero no volvería a pasar, se aseguró a sí misma.

Sonriendo, Chloe salió al aire libre y meneó la cabeza.

No importaba lo mucho que Daniel Bradford hubiera salivado admirando sus curvas, porque ella nunca iba a ponerse a su alcance de nuevo. Y no importaba que hubiera estado locamente prendada de él hacía diez años…

Jamás volvería a quedarse esperándolo a milímetros de su boca.

 

 

Daniel miró a su amigo, a medio camino en la pared de escalada del polideportivo.

–Vamos, Al. Estás en baja forma. Se nota que te has pasado todo el verano tumbado al sol.

Alan lo alcanzó al fin, jadeante.

–¿Qué te pasa? –preguntó Alan–. Has trepado como si te persiguieran los perros del infierno. Solo escalas así cuando tienes problemas… casi siempre, con una mujer.

Daniel se encogió de hombros.

–Algo así. Georgia ha venido hoy al botánico.

Alan soltó una maldición.

–¿Qué quería? Espero que no se lanzara a tus brazos suplicándote otra oportunidad.

–No, por suerte, no.

Daniel se dio cuenta de lo mal que sonaba eso, pero su amigo Alan lo entendía. Él también era un hombre.

–Lo nuestro se ha terminado. Quizá, nunca debimos salir juntos.

Alan se encogió de hombros.

–A mí me parecía que hacíais buena pareja.

También Daniel había pensado eso. Georgia y él habían sido amigos y compañeros de trabajo, hasta que, casi sin darse cuenta, su relación había ido a algo más.

Por lo general, a él le gustaba actuar de otra manera con las mujeres. Solía elegir a una de su gusto e ir tras ella. Le gustaba que le costara trabajo, que no se lo pusieran fácil. Eso era mucho más divertido.

Sin embargo, entonces, Kelly había estado enferma, vomitando a todas horas. Y él, además de haber estado aterrorizado por su hermana, había estado volcado en el cuidado de sus sobrinos. Al parecer, no había tenido energía para cortejar a nadie. Por eso, se había dejado llevar y se había acomodado en su relación con Georgia.

Daniel había creído que ella había querido lo mismo que él, una relación sin ataduras ni complicaciones. Y sin anillos de boda.

Debería haber adivinado que, si una relación duraba más de seis meses, la amenaza del altar estaba a la vuelta de la esquina.

–Eso no es todo –continuó Daniel, mirando a su amigo–. Me dijo que la emisora de radio le va a mantener el contrato que hicieron con ella.

–¿Qué? –preguntó Alan, sin dar crédito–. ¿Aunque no haya boda?

Daniel asintió.

–Eso le dije yo, pero, por alguna razón, Georgia tiene la necesidad de reinventarse y van a seguirla durante todo un año mientras lo hace. El programa se llamará El año de Georgia.

Alan soltó otra maldición, pues era experto en eso.

Su amigo lo comprendía bien. A Daniel le costaba perdonarse el daño que le había hecho a Georgia. Le había roto el corazón, tanto que ella necesitaba recomponer sus pedazos.

Esa era la razón por la que siempre había tenido cuidado a la hora de elegir a las mujeres con las que salía. Siempre había evitado el compromiso. No creía en el amor ni en el matrimonio. Por suerte, no era una mosca descerebrada, como las que se dejaban atrapar por el dulce aroma de sus plantas insectívoras.

Hasta que había conocido a Georgia y había cometido el error de no anticipar el peligro. Pero no volvería a tropezar con la misma piedra.

–Míralo por el lado bueno –continuó hablando Alan, resoplando para alcanzar a Daniel de nuevo–. La mayoría de los hombres que conozco darían lo que fuera por estar en tu pellejo. Las mujeres se te tiran a los pies. ¡Es como pescar en una pecera!

Daniel frunció ceño. Ese era el problema. Él no quería pescar en una pecera.

No quería que las féminas lo adoraran, no. Quería encontrar a alguien con quien jugar en igualdad de condiciones, pasar un buen rato y seguir con su vida.

–La mayoría de los hombres que conoces son idiotas. Una cosa es mostrar interés y otra cosa es ponerse pegajosas y pesadas.

Entonces, Daniel aceleró sus pasos en la pared. Mientras le ardían las puntas de los dedos y todos los músculos del cuerpo, se olvidó de todas las radios y de todos los días de San Valentín.

Al hacer una breve pausa para tomar aliento, le invadieron unas imágenes muy diferentes. Zapatos rosas, curvas embutidas en falda negra, pelo dorado, una sensual boca pintada de rojo. Y ese escote…

Daniel se dio cuenta de que se le había terminado la pared de escalada. Parpadeando, miró hacia abajo, donde su amigo seguía esforzándose en seguirle el ritmo.

Desde hacía días, no había podido dejar de pensar en esa imagen de Chloe Michaels. Por desgracia, desde que se habían conocido en el invernadero, apenas había vuelto a verla. Por alguna razón, ella siempre parecía irse cuando él llegaba.

–Amigo –llamó Alan, jadeando–. Si no solucionas tus problemas con las mujeres, no voy a poder escalar contigo. Tienes que olvidarte del tema de Georgia de una vez.

Daniel asintió. Georgia. Sí. Ese debía ser su único problema con las mujeres por el momento.

Y no ese par de tentadores labios rojos…

Acababa de salir de una relación y no planeaba volver a meterse en otra. Necesitaba descansar y retomar fuerzas. No debería pensar en salir con nadie, por muy bonitos y atractivos que fueran sus labios.

Mirando al techo, a pocos centímetros de su cabeza, pensó que necesitaría una pared más alta que escalar para poder quemar su inquietud.

–En este momento, las mujeres son lo que menos me preocupa –aseguró Daniel–. Esta pared es demasiado fácil de subir.

Alan gruñó como única respuesta.

Al momento, Daniel comenzó a bajar a toda velocidad, seguido de su amigo.

–Necesito una montaña de verdad para trepar, eso es todo –añadió Daniel.

Veinte minutos después, en el pub The Railway, junto al botánico, Alan apuraba su vaso de cerveza delante de Daniel.

–Echas de menos el trabajo de campo, ¿verdad?

–Sí –admitió Daniel. Echaba de menos sentir la lluvia sobre la piel y el viento en la cara, la sensación de libertad total.

–Te agradezco que me avisaras de esta vacante. Pero el puesto que estoy cubriendo es una baja por maternidad, ¿recuerdas? –replicó Daniel–. Pronto, tu antigua jefa volverá. Y Kelly se encontrará mejor para entonces.

Daniel le había propuesto a su hermana que se mudara con él a Chiswick cuando se había separado de su marido. Le había gustado que alguien cuidara de su casa mientras él había estado trabajando en otro continente. Antes de Madagascar, había estado en diferentes puntos del este de Asia, recogiendo semillas, colaborando con varios jardines botánicos y universidades a crear sus propios bancos de semillas y buscando especies aún sin catalogar.

Sin embargo, en cuanto se había enterado de la enfermedad de su hermana, había vuelto a casa. Kelly no habría podido pasar por la quimioterapia y todo el tratamiento sin él.

El puesto de jefe de la sección de plantas tropicales le había salido poco después. Había sido la solución perfecta para poder estar en Londres y cuidar de su hermana y sus dos sobrinos, sin dejar de trabajar con sus plantas favoritas. Pero Alan tenía razón. No era lo que quería a largo plazo.

–Ya ha pasado un año –comentó Alan–. Y a mí me parece que Kelly está muy bien.

Daniel percibió un brillo en los ojos de su amigo que no le gustó nada. De inmediato, se puso en pie. Por muy bien que le cayera Alan, sabía cómo solía portarse con las mujeres.

–No te atrevas a pensar en mi hermana de ese modo –le advirtió Daniel–. Está fuera de tu alcance.

–Tranquilo, tío –repuso Alan, levantando la mano en gesto de rendición.

–Lo siento –dijo Daniel y volvió a sentarse. Quizá, Alan tenía razón cuando decía que le pasaba algo. Saltaba por cualquier cosa–. Ha sufrido mucho, Al. Lo último que necesita ahora son más complicaciones.

–Vaya, gracias –replicó Alan, fingiéndose ofendido–. No me halaga mucho que me describas como una complicación.

–Ya sabes a qué me refiero –apuntó Daniel, torciendo la boca.

–¿Estás seguro de que no hay una mujer en el horizonte además de tu ex?

–No, claro que no –negó Daniel. Sin embargo, una imagen le asaltó la mente: una bonita sonrisa y sensuales caderas…

Alan dejó su vaso casi vacío.

–En ese caso, yo diría que debes volver a la jungla cuanto antes.

Daniel no respondió. Él sabía lo que quería. Pero, por muy buen aspecto que tuviera Kelly, se cansaba enseguida y todavía tenía que cuidar a dos pequeñajos. Al menos, iba a tener que quedarse con ella otros seis meses, pensó.

–Lo haré –contestó Daniel–. Cuando pueda. Además… quiero escribir otro libro –añadió. Por fin iba a tener tiempo para hacerlo, se dijo.

–Deja el libro para cuando seas viejo. Mientras, deberías hacer algo más que escalar para desahogarte –sugirió Alan–. ¿Por qué no vas a cazar ciervos? Uno de los amigos de mi padre nos ha invitado a pasar un fin de semana en un castillo escocés. Puedes apuntarte, si quieres.

Daniel meneó la cabeza. No le atraía la idea de encerrarse en un viejo castillo con unos hombres de negocios durante todo el fin de semana.

–No es mi estilo, gracias.

–Tonterías. Tú y yo somos cazadores. No en el sentido tradicional, pero siempre estamos buscando cosas raras que nadie más puede localizar. La necesidad de perseguir la presa y conquistar está inscrita en nuestro código genético.

Daniel no añadió que la tendencia a desvariar después de tomarse una cerveza también estaba escrita en el ADN de Alan. Lo mejor que él podía hacer cuando su amigo se ponía así era callarse, asentir y darle un trago a su jarra. Y eso fue lo que hizo.

–¡Los hombres como nosotros no se sienten vivos si no van tras una presa!

–¿Y qué cazas tú? –preguntó Daniel, mirando a su amigo.

–Me gusta pescar. Pero lo que quiero decir es que pasarte todo el día en el invernadero, rodeado de especímenes cautivos y colocados en fila, debe de estar volviéndote loco.

Quizá, sí, pensó Daniel. ¿Cómo, si no, se había dejado arrastrar en una relación con Georgia? Él no acostumbraba a dejarse llevar de esa manera. La vida en Londres debía de estar adormeciéndolo en un coma profundo.

–No te preocupes por mí –indicó Daniel y apuró su vaso de cerveza–. Encontraré algo para no volverme loco. De todas maneras, hay muchos tipos de caza… las plantas con las que trabajo me lo han enseñado.

–Malditas carnívoras –comentó Alan, mientras le hacía una seña a la camarera para que le sirviera otra cerveza. No le gustaban nada. Él prefería los árboles, sobre todo, las palmeras.

Sin embargo, Daniel podía contarle cosas muy interesantes sobre sus plantas. Por ejemplo, la mayoría de ellas no tenían partes móviles. Tal vez, en vez de agobiarse por no poder moverse de la ciudad, debería ser paciente, esperando a ver qué le traía la vida, se dijo.

Y, como la vida le había llevado una cerveza fría en ese momento, pensaba concentrarse en ella. Tomó otro trago, disfrutando del frío líquido en la garganta.

–¡Madre mía! –exclamó Alan de pronto, girándose hacia la puerta.

La cerveza fría y apetecible de Daniel se le cayó encima cuando su amigo le dio un codazo para llamar su atención. Al parecer, los regalos de la vida se iban tan rápido como llegaban.

Entonces, Daniel volvió la cabeza en la dirección en la que miraba su amigo, para ver a qué se debía tanto alboroto.

Allí estaba Chloe Michaels con una compañera del trabajo, Emma, una apasionada del bambú.

Aunque llevaba ropa informal, Chloe resultaba tan apetecible como con ropa elegante. Sus vaqueros negros se ajustaban a sus curvas a la perfección.

En ese momento, al mirarla, Daniel decidió que se había cansado de esperar a ver qué le deparaba la vida. Mientras Chloe Michaels buscaba un sitio donde sentarse, él tuvo claro lo que quería hacer.

Alan tenía razón.

Quería cazar.

 

 

A Chloe se le aceleró el corazón al entrar en el pub. Allí, a unos pocos metros de distancia, estaba Daniel Bradford, con un aspecto tan imponente que estuvo a punto de perder el equilibrio al verlo.

No, se dijo a sí misma. Ya no estaba colada por él. Había dejado de estarlo hacía diez años y se negaba a volver a caer en sus redes. De todas maneras, era mejor no tentar a la suerte y buscar otro sitio para tomar algo. Justo cuando le tiró de la manga a Emma para sugerirle que se fueran a uno de los cafés más tranquilos que había allí cerca, él se giró.

Sus miradas se entrelazaron. Y Chloe se enfureció consigo misma cuando le subió la temperatura al instante.

A buenas horas, pensó ella. Si Daniel la hubiera mirado de ese modo hacía años, todo habría sido distinto. Al menos, no se hubiera humillado más allá de lo creíble.

–Hola, Daniel –saludó Emma, abriéndose paso hacia él.

Genial. El plan de Chloe se fue al traste. No iba a poder evitar a Daniel. Así que levantó la barbilla, sonrió y siguió a su amiga.

Entonces, se dio cuenta de que Daniel estaba con alguien, un rubio bastante atractivo, y decidió posar en él su mirada y su sonrisa. Por cómo le correspondió el rubio, parecía encantado de ser el destinatario.

Daniel frunció el ceño, pero ella siguió sonriendo. No tenía por qué entrar en pánico. Saludarían a los dos hombres y continuarían su camino, se dijo.

–Hola, Indiana –saludó Chloe y volvió a posar la atención en el rubio–. ¿Quién es tu amigo?

–¿Os conocéis? –preguntó el rubio con incredulidad–. ¿Cómo es posible que no nos hayas presentado nunca? –le dijo a Daniel y le tendió la mano a Chloe–. Alan Harrison.

–Acabas de regresar de Grecia –murmuró Daniel–. Ella empezó a trabajar con nosotros cuando estabas fuera.

Chloe intentó apartar la mano, aunque Alan no parecía dispuesto a soltársela.

–Soy nueva en el botánico –dijo ella con una sonrisa.

–¿Eres una chiflada por las plantas, como nosotros? –inquirió Alan con los ojos como platos–. Nunca lo habría adivinado.

–Así es.

–No lo pareces –comentó Alan, contemplándola de arriba abajo.

Aunque estaba hablando con su amigo, Chloe sintió la mirada caliente de Daniel sobre la piel. No quería que la mirara así, como si quisiera…

No podía dejar rienda suelta a tan eróticos pensamientos, se reprendió a sí misma. Era demasiado peligroso.

–¿Qué queréis tomar? –ofreció Alan.

Chloe intentó hablar para decir que no se preocupara, que Emma y ella iban a sentarse en una mesa tranquila para hablar sobre bambú. Pero no consiguió articular palabra.