Índice



Cap 1 | Primeras señales de guerra

Cap 2 | La invasión a Polonia y la campaña de Francia

Cap 3 | Cartas desde Creta

Cap 4 | Adiós a los abrigos de piel

Cap 5 | Un viaje involuntario

Cap 6 | Una carta

Cap 7 | Verano en el campo del tío

Cap 8 | Trenes y vagones por todas partes

Cap 9 | Alarma de ataque aéreo

Cap 10 | La evacuación

Cap 11 | Un hotel cinco estrellas

Cap 12 | Un viaje peligroso

Cap 13 | El final

Cap 14 | ¡Vienen los norteamericanos!

Cap 15 | ¡Saludamos al glorioso Ejército Rojo!

Cap 16 | Nuestro padre es arrestado

Cap 17 | De vuelta a clases

Cap 18 | La huida de nuestro padre

Cap 19 | Un encuentro divino

Cap 20 | Los rusos toman todo lo que encuentran

Cap 21 | Familia Ewers

Cap 22 | La nueva frontera por primera vez

Cap 23 | Capitán Abramenkow

Cap 24 | El viaje a Chile va en serio

Cap 25 | Adiós Merseburg

Cap 26 | Un último verano

Cap 27 | 29 de septiembre de 1948

Álbum familiar





LOS AÑOS BAJO FUEGO

Dietrich Angerstein


ISBN Edición impresa: 978-956-401-385-5

ISBN Edición digital: 978-956-9946-56-1


Todos los derechos reservados

Las fotografías pertenecen al álbum de la familia Angerstein Hintze.


Noviembre 2019




Diagramación digital: ebooks Patagonia

www.ebookspatagonia.com

info@ebookspatagonia.com


Le agradecemos que haya comprado una edición original de este libro. Al hacerlo, apoya al editor, estimulando la creatividad y permitiendo que más libros sean producidos y que estén al alcance de un público mayor. La reproducción total o parcial de este libro queda prohibida, salvo que se cuente con la autorización por escrito de los titulares de los derechos.





Presentación


Mi padre escribió sus memorias en alemán hace algunos años, porque sus dos hijas –Barbara y yo– se lo pedimos insistentemente. Tenía algunas anotaciones en una especie de diario de vida incompleto. A mi hermana y a mí nos encantaba que nos contara sobre la guerra y los lances y peripecias que esta significó para él y para sus hermanos. Hace dos años traduje estas memorias al español y comencé a pensar –y finalmente a obsesionarme– en transformarlas en un libro, porque intuía que podían interesarles a muchas personas. Tuve dudas que me desvelaron durante varias noches, porque es una historia íntima y personal, hasta que entendí que justamente eso hace que valga la pena contarla.


Karin Angerstein


1 | Se encuentra en el centro este de Alemania, en el estado alemán de Sajonia-Anhalt.

2 | Fuerzas armadas alemanas entre 1935 y 1945.

3 | Fuerza aérea o aviación militar alemana.

4 | Conglomerado alemán de compañías químicas fundado en 1925. Fue disuelto después de la Segunda Guerra Mundial por decisión de los aliados

5 | Comando de la Wehrmacht que se movilizaba por tierra, responsable de la operación y funcionamiento de los tanques y otros vehículos motorizados.

6 | Antigua compañía nacional ferroviaria, fundada en 1920. Fue fundamental durante la Segunda Guerra Mundial para el traslado de tropas y el abastecimiento de la población.

7 | Hermann Göring era el comandante en jefe de la Luftwaffe. En 1941 fue ascendido a mariscal del Reich y segunda autoridad de Alemania después del Führer.

8 | Abreviación de Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán

9 | Aviadores que habían derribado al menos diez aviones enemigos.

10 | Organización de las Juventudes Hitlerianas, abreviadas HJ.

11 | Vehículos de combate blindados o tanques.

12 | General y estratega militar que sirvió como mariscal de campo en la Wehrmacht. Su liderazgo y desempeño a la cabeza de la campaña alemana en África del Norte le valió el apodo “Zorro del Desierto”.

13 | Servicio obligatorio de trabajo del gobierno nacionalsocialista, a través del cual los jóvenes de dieciocho años realizaban labores comunitarias antes de entrar al servicio militar.

14 | Policía secreta del Estado que operó en Alemania entre 1933 y 1945.

15 | Sigla de Schutzstaffel, fuerza paramilitar al servicio de Adolf Hitler y del Partido Nacionalsocialista.

16 | Misiles guiados desarrollados por la Luftwaffe durante la Segunda Guerra Mundial.

17 | Artillería de defensa antiaérea.

18 | Sigla de Sturmabteilung, división armada del Partido Nacionalsocialista.

19 | El general Kurt Student estuvo a cargo de la Operación Mercurio, la cual consistió en la ocupación alemana de la isla de Creta por parte de tropas aerotransportadas del ejército alemán.

20 | Águila imperial.

21 | Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos era un departamento gubernamental soviético que manejaba funciones policiales e investigaciones criminales, así como recopilación de información de inteligencia y operaciones especiales en otros países. Posteriormente se denominó KGB.

22 | Durante la ocupación aliada de Alemania, las fronteras internas fueron redibujadas por las autoridades militares de los aliados. En 1949 se establecieron once pequeños estados, ninguno más extenso que el treinta por ciento del territorio o la población de Alemania. Algunos ya existían desde antes de la derrota alemana, mientras otros, como Sajonia-Anhalt, fueron creados a partir de provincias prusianas y/u otros pequeños estados. Con el tiempo, el número de estados sufriría modificaciones.

23 | Traducida como “Policía Popular”, fue el cuerpo policial de la República Democrática Alemana, fundada en 1945.

24 | Se trataba del marco imperial. Fue la moneda oficial alemana desde 1924 hasta junio de 1948. Después se reemplazó por el Deutsche Mark –o marco alemán –en la República Federal Alemana, y el Mark der DDR –o marco de la RDA –en la República Democrática Alemana.

Corría 1939. Hacía ya varios meses que algo extraño flotaba en el aire, aunque nadie quisiera reconocerlo. Nosotros, los niños de Merseburg1 –así se llamaba la pequeña ciudad donde vivíamos–, no comprendíamos el motivo de tanto movimiento: simulacros de defensa antiaérea con alarmas y sirenas, ejercicios de oscurecimiento en las ciudades, repartición de máscaras antigases y una celebración del Día de la Wehrmacht2 en el mes de marzo, con visita a la base de la Fuerza Aérea de nuestra ciudad. Esa fue la primera vez que vimos de cerca un avión y los impresionantes cañones de la artillería antiaérea. ¡Incluso pudimos dar una vuelta en uno de la Luftwaffe3! Yo tenía siete años y me parecía un sueño. No había forma de que entendiera lo que se acercaba.

Al poco tiempo comenzó el racionamiento obligatorio de la crema en los restaurantes y de la mantequilla en los locales del gigante distribuidor lechero Butter-Krause. El ministro de propaganda Dr. Josef Goebbels había preguntado, en un acto masivo en Berlín, si el pueblo prefería mantequilla o cañones… imagino que la respuesta fue “¡cañones!”. Estas y otras restricciones de la vida cotidiana levantaron sospechas entre los adultos de que algo estaba sucediendo en Alemania, pero muy pocos creyeron en los rumores de una nueva guerra. Los tristes recuerdos de la “Gran Guerra” estaban aún muy frescos. Hubo advertencias y amenazas de los gobiernos de Inglaterra y Francia que fueron tomadas como simple retórica frente al fortalecimiento de la economía nacional, la cual se había recuperado de la crisis financiera mundial más rápido que las supuestas potencias occidentales. El ejército alemán se había rearmado por completo después de la derrota de 1918, pero las voces de alerta que se oían desde los países vecinos eran desechadas como habladurías. Ninguno de nosotros tenía en esos tiempos la posibilidad de leer diarios extranjeros, de escuchar emisiones radiales que vinieran de afuera o de viajar a otro país para enterarnos de las noticias internacionales. Las radios de la época eran de poco alcance y sólo los ciudadanos más adinerados poseían radiorreceptores lo suficientemente sofisticados como para captar ondas cortas. Nuestro padre, que mantenía una activa correspondencia con parientes suyos en todo el mundo, leía en una de esas cartas: “¿Será posible que Inglaterra y Francia marchen contra nosotros?”.

No podía ser. ¡Parecía un total disparate!

Nuestro padre, Paul Angerstein Siebert, había sido teniente de reserva de la Fuerza Aérea Imperial durante la Gran Guerra, que ahora se conoce como la Primera Guerra Mundial. Herido tres veces en combate, recibió la medalla de plata que se otorgaba a los heridos en combate más la Cruz de Hierro por su valentía. En 1938 lo habían llamado a participar en ejercicios y maniobras, siendo rápidamente promovido a teniente primero. Con mis hermanos Konrad y Hermann –tres años mayor y tres años menor que yo, respectivamente– paseábamos orgullosos a su lado, él luciendo un elegantísimo uniforme que atraía todas las miradas de los vecinos, sin excepción. ¡Nos sentíamos casi celebridades locales acompañándolo en estas caminatas por la ciudad!.

Además, él era muy conocido por su rol como rector del liceo superior de hombres. Tenía título universitario de profesor secundario y se había especializado enseñando alemán y gimnasia, además de las lenguas clásicas que eran el latín y el griego, ambas asignaturas obligadas en su época. Como funcionario público profesional, recibía un buen sueldo, lo que nos valía cierta reputación como familia. No era que fuésemos adinerados ni mucho menos, pero el Estado se encargaba de asegurar nuestra subsistencia.

Mi madre, Elfriede Brink Bloedhorn, era profesora de primaria. Trabajó de joven en Alemania y después estuvo en Chile, en el Colegio Alemán de Concepción, donde conoció a mi padre. Después de su regreso juntos a Alemania, la labor de ella había sido cuidar de nosotros y poner orden en el hogar. Esta última no era una tarea menor, considerando que nuestra casa en ocasiones podía parecer un verdadero campo de batalla, con tres hijos hombres arrastrando los trineos por las escaleras o confabulando alianzas para derrotar al enemigo de turno.

Vivíamos en una casona amplia, de dos pisos y pareada, con una mansarda. En la planta baja habitaba la Oma, nuestra abuela Ana, con quien nos entreteníamos haciendo torneos de ludo que ella siempre nos permitía ganar. Nosotros vivíamos en el segundo piso y en la mansarda, donde estaban los dormitorios. Además, estaba la ocasional parentela que se hospedaba por temporadas en la planta baja con la Oma, como la Tante Elise, hermana de mi padre y profesora como él, muy estricta, buena para reclamar y para corregirnos. Cada vez que venía, lo que sucedía a menudo, lo primero que hacía era pedirnos los certificados del colegio para ver qué notas nos habíamos sacado en su ausencia. Yo, la verdad, no era ninguna lumbrera y me las arreglaba como alumno promedio.

El 1 de septiembre de 1939, nuestro pequeño Merseburg despertó tempranísimo con el rugido de los motores y los gritos de comando. Una interminable cadena de vehículos de la Wehrmacht enfiló durante varios días por la calle principal en dirección al sur. La gente, desconcertada, se preguntaba por qué se dirigían al sur si Polonia estaba hacia el este. En cambio nosotros, los niños, estábamos fascinados con la imponente marcha que atravesaba nuestro poblado. Camiones, pequeños tanques sobre ruedas y enormes remolcadores de cañones, todos a la misma velocidad, avanzando coordinadamente mediante señales que se hacían los copilotos con unos banderines iguales a los que habíamos visto en los autos de la policía. Nos pusimos a investigar qué significaba cada señal y, al rato, nuestras bicicletas y monopatines ya lucían los mismos banderines, con los que imitábamos las indicaciones que hacían los soldados desde sus vehículos. Si bien podíamos intuir que algo importante se estaba gestando, para nosotros toda esta parafernalia se sentía más bien como un juego.

Tampoco es que no supiéramos de qué se trataba la guerra. La mayoría de nosotros había escuchado historias de mayores que habían peleado en la Gran Guerra, o conocía a alguien que lo había hecho. En el caso nuestro, con frecuencia nos visitaba un amigo muy cercano de mi papá, que además era padrino de mi hermano Hermann. Con solemnidad, los observábamos jugar partidas de ajedrez mientras rememoraban los años de juventud que habían compartido combatiendo juntos en el frente. Eran aventuras que mi padre nos relataba con gran orgullo, no sólo sobre las batallas sino que también sobre la cotidianidad de los soldados, viviendo en campamentos provisorios u hospedándose temporalmente con residentes locales. ¡Mi padre era un patriota de corazón! Lo había dado todo peleando por el país. Yo escuchaba sus relatos con devoción, en silencio y muy atento, admirado de lo que representaba ese nivel de compromiso y valentía.

Todo esta movilización militar en nuestra ciudad alteró el día a día de nuestras vidas. Teníamos compañeros de curso que vivían hacia el otro lado de la calle principal de Merseburg, en la población de trabajadores y empleados de las empresas BUNA de IG Farben4 , que quedaba unos pocos kilómetros hacia el norte, en Schkopau. Ellos faltaron a clases durante varios días, porque no se atrevían a cruzar entre las filas interminables de vehículos blindados que avanzaban por la carretera.

Grande fue nuestra sorpresa el día en que una columna se separó de la caravana principal, dobló por nuestra pequeña calle Triebelstrasse y se detuvo. Un grupo de soldados de la Panzertruppe5 , enteramente vestidos de negro, nos hizo señas entre risas invitándonos a subir a los tanques para mirarlos por dentro. Entretanto, de uno de los vehículos bajó un joven teniente al que vimos salir corriendo hacia el final de la cuadra: era el único hijo de la familia Meier, que vivía en la última casa de nuestra misma calle. Estaba de paso con las tropas y aprovechó de hacerles una última visita a sus padres antes de ir a la guerra.

En aquellos tiempos, para ir al colegio debíamos pasar frente a la botica Drogerie Müller, la cual era administrada por la familia Müller. Nuestros padres eran clientes habituales de este lugar donde, además de medicamentos, se vendían rollos para películas y material fotográfico, e incluso se revelaban fotografías en forma muy profesional. Su dueña, Frau Müller, se dedicaba a este rubro con gran pasión. Un día de septiembre de 1939, mientras yo regresaba de la escuela e iba pasando justo frente a la botica, vi estacionado un camión de la Luftwaffe junto al cual conversaba un grupo de soldados al mando de un suboficial. Mi curiosidad me llevó a cruzar la calle para verlos de cerca y debo haberme visto muy emocionado, porque Frau Müller se acercó a tomarme una fotografía, que más tarde me regaló. En ella aparezco frente a un camión de la Luftwaffe, junto a los jóvenes soldados que se veían contentos y orgullosos de lucir su uniforme. Yo era un niño, pero ellos se ven apenas un poco más crecidos que yo.

La reciente construcción de una base área en las cercanías de Merseburg hizo que, para la celebración del día de las Fuerzas Armadas, invitaran a todos los niños de los alrededores a una exhibición de aviones. Fue la primera vez que volé. Tuve que hacer una fila enorme, junto a un montón de otros niños igual de ansiosos que yo por vivir la experiencia de ir arriba de ese brillante par de alas. ¿Cómo no íbamos a sentir orgullo ante semejante despliegue? Teníamos un ejército nuevo, joven, con indumentaria impecable recién estrenada y tan moderna como nunca antes se había visto. La opción de una guerra casi no se nos pasaba por la cabeza, porque los rumores se asumían como simples exageraciones, pero si las vueltas de la vida llevaban a Alemania de regreso al frente de batalla, a nadie le cabía duda: ¡jamás íbamos a perder! No lo permitiríamos, porque todos compartíamos un gran amor por nuestra patria, así como el deber de defenderla.

“Desde hoy a las cinco de la mañana disparamos de vuelta”. Con esas palabras, el 1 de septiembre de 1939, el Führer Adolf Hitler anunció al sorprendido pueblo alemán la invasión a Polonia.

En mi casa no se habló mucho del tema. Creo que los adultos no sabían bien qué decir y por eso mejor era callar que lamentar. Mis padres no eran grandes fanáticos del Führer, pero eso no era algo que la gente anduviera comentando así nada más. Mi papá era de la vieja escuela, admiraba a hombres como Otto von Bismarck, “el Canciller de Hierro”. Sus ideales eran los del antiguo imperio, aquellos por los que había ido a pelear en la Gran Guerra. Por eso mismo, cuando en 1935 el gobierno alemán declaró oficial la bandera roja con la esvástica negra, en mi casa seguimos colgando la vieja bandera imperial con sus franjas de color negro, blanco y rojo. Era un paño enorme, que llegaba desde el techo de la casa hasta el suelo. Algunos nos llamaban anticuados, pero a nosotros no nos importaba.

Hasta que un día, la Tante Elise, que sí pertenecía al Partido Nacionalsocialista, le dijo a mi padre que no podía seguir haciéndose el tonto. Podíamos terminar metidos en problemas serios si se negaba a obedecer las órdenes del gobierno. Y así, para que el Führer no se fuera a molestar, al lado de nuestra vieja bandera imperial terminamos colgando otra nueva y más pequeña con la famosa esvástica.

Salvo por los enrolamientos, al principio en nuestra ciudad se sentía poco la guerra. Aunque el combate había comenzado oficialmente, las clases en el colegio continuaban de modo normal. Nuestro profesor jefe, Herr Halm, había sido enlistado para maniobras militares justo antes de las vacaciones – nunca más volvió –, siendo reemplazado por la maestra Fräulein Chall, que vivía en el casco antiguo de Merseburg. Allá la vi una vez en compañía masculina, hallazgo que no dudé en transmitir lo más rápido que pude a mis compañeros de curso, provocando chismes y risas.

Yo tenía 7 años y era un aventurero, me gustaba salir a recorrer las callejuelas de nuestra ciudad, donde me sentía dueño y señor del camino. Merseburg era un pueblo chico donde todos se conocían. Nuestra casa estaba ubicada hacia las afueras, por lo que yo iba y venía a diario por esos caminos sin pavimentar con absoluta libertad. Aunque entonces me parecía inmensa, la nuestra era una de las casas más pequeñas del barrio. Las demás tenían terrenos enormes, ¡con chacras incluidas! Casi no pasaban autos por las calles y mucho menos había semáforos. Nuestro padre, junto con un doctor que vivía al final de la cuadra, era de los pocos afortunados que tenían auto propio. Con los demás niños del barrio nos juntábamos para salir a andar en bicicleta e íbamos al centro, a tomar un helado o comprar repuestos para nuestros vehículos. La vida era simple, bonita.

Merseburg se mantenía lejos del alcance de la guerra. En muchos sentidos, creo que ni siquiera terminábamos de comprenderla. La campaña antisemita del gobierno nazi fue para nosotros como un rumor que, por mucho tiempo, llegaba de lejos. Escuchábamos cosas, leíamos los diarios y nos enterábamos de las medidas que tomaba el ministro Goebbels en contra de los judíos, pero no sabíamos qué significaban en la práctica. O tal vez era que los adultos no querían saber. En nuestro pueblo casi no vivían judíos y los hechos de violencia en ese sentido fueron escasos. Al menos yo, me enteré de muy pocos.

Para la Noche de los Cristales Rotos, mi hermano Konrad llegó contando que había oído sobre el ataque a una zapatería a la que le habían quebrado la vitrina, en el centro comercial de la ciudad. Yo sabía perfectamente a qué tienda se refería, porque habíamos comprado allí alguna vez. Al día siguiente, mi hermano y yo fuimos a curiosear, tratando de averiguar qué había pasado. El dueño de la tienda y su familia estaban muy asustados, de hecho poco después dejaron la ciudad.

La campaña de Polonia avanzó rápidamente. Nuestro padre había sido llamado a enrolarse el 3 de septiembre en la Luftwaffe, pero al comienzo se mantuvo acuartelado en una base aérea de los alrededores de Berlín, lejos de la acción bélica. A nuestra madre le dieron permiso para ir a verlo con regularidad y cuando regresaba de esas visitas, siempre la oíamos quejarse de las condiciones de los vagones de tercera clase, los únicos disponibles en aquellos ramales secundarios.

Nuestro padre también nos venía a ver cada tanto, casi siempre de sorpresa. Aprovechaba para hacer una de sus visitas “de control” al liceo superior masculino, en su calidad de rector. Quería asegurarse de que su reemplazante, el profesor Dr. Donath, estuviera haciendo un buen trabajo.

El invierno de 1939-1940 fue legendario, por el frío terrible que hizo y por la impresionante cantidad de nieve que cayó. Aunque el día a día en Merseburg transcurría casi igual a los tiempos de paz y aún teníamos suficiente combustible para hacer funcionar la calefacción –se usaban unas briquetas marca Sonne –, a veces nos daban el día libre en la escuela debido a las bajísimas temperaturas. Nosotros, por supuesto, ¡felices!.

Esos días no entraba en nuestros planes quedarnos puertas adentro, poco importaba qué tan frío estuviera afuera. Aprovechábamos de hacer extensas bajadas en trineo por las laderas del cerro Steckners Berg, haciendo caso omiso a un gran letrero municipal que prohibía terminantemente esta actividad en el lugar. Como la bajada era muy pronunciada, podía ocurrir que uno no alcanzara a frenar y terminara en las gélidas aguas del Saale, el río que cruza Merseburg. Y así tal cual le ocurrió a mi hermano menor Hermann. Lo sacamos del agua entumecido como una paleta de helado y lo llevamos de vuelta a la casa arriba del trineo. Allá mi Oma lo sentó frente a la cocina para hacerlo entrar en calor lo más rápidamente posible, antes de que mi papá llegara y se enterara del numerito.

De todos modos, ninguna advertencia, ni siquiera un accidente ocasional como el de mi hermano menor, nos iba a impedir que disfrutáramos al máximo esos valiosos días libres deslizándonos a toda velocidad en nuestros trineos. Fuimos tan obstinados que el alcalde se vio en la obligación de hacer algo para controlar la situación. Así, un domingo muy soleado, lo que vaticinaba una cantidad considerable de visitantes con sus trineos, la autoridad local apostó un policía de impecable uniforme en los faldeos del Sterckners Berg. No se imaginó que, ante esto, tomaríamos nuestros deslizadores y partiríamos todos juntos en busca de otro cerro.

A mí, incluso más que los trineos, lo que me apasionaba eran los trenes. En esos años, la Reichsbahn6 había decidido renovar por completo la estación de ferrocarriles de Merseburg, al igual que todas las líneas que llegaban a ella. El antiguo edificio fue demolido y toda la administración y atención de pasajeros se instaló de forma provisoria en el Hotel Müller, que quedaba justo al frente. Yo me paraba a observar bien cómo se tendían los cables para los trenes eléctricos. La línea en dirección a Halle fue ampliada a cuatro vías y se construyó una nueva estación en Schkopau. De vez en cuando avistábamos, mientras caminábamos al colegio, alguna locomotora eléctrica detenida en la estación de Merseburg. Yo, por supuesto, ya conocía cada uno de los modelos de locomotoras a vapor y sabía exactamente qué modelo de la Serie 38 era el que arrastraba los vagones llenos de trabajadores dirigiéndose hacia las fábricas de Leuna. Soñaba con algún día llegar a conducir uno de esos gigantes de hierro.

A menudo, Konrad y yo visitábamos Halle con la Oma Ana, que en tiempos pasados había vivido ahí con nuestro difunto abuelo, a quien no alcanzamos a conocer. Tomábamos el tranvía interurbano, que se demoraba casi una hora pese a que el trayecto era de apenas unos dieciséis kilómetros. Nos bajábamos en la plaza principal de Halle y caminábamos al cementerio donde estaba la tumba del abuelo. Luego, para alegrar un poco los ánimos, partíamos al zoológico y almorzábamos en un restaurante justo al frente de las jirafas.

La Oma Ana ordenaba un café y nosotros, que nos creíamos grandes, la imitábamos y le pedíamos lo mismo al mesero. Ella le hacía un guiño al hombre: “Tráigales un café al revés, por favor”. Al final nuestro brebaje contenía más leche que café, pero nosotros quedábamos contentos. En el tranvía de regreso a veces nos dejaban subirnos a la cabina junto al maquinista, mientras la Oma iba mirando el paisaje desde la fila de asientos. Nos entreteníamos anunciándole al conductor las diferentes señales de tránsito y paradas que marcaban la vía.

Entrada la primavera de 1940, mientras Alemania invadía las fronteras de Francia, en nuestra casa cada noche se escuchaban las noticias de las ocho en la radio que sintonizaba mi mamá. Así nos enterábamos, de segunda mano, de lo que estaba pasando en el frente occidental. El ejército alemán avanzaba con rapidez y a paso firme y nosotros no podíamos sino sentirnos orgullosos de las proezas de nuestros soldados.

Nuestro padre fue enviado a una guarnición en Holanda, donde fue acuartelado y asignado a vivir en la casa de una familia local. Cuando llegaba a vernos a Merseburg, nos llevaba mantequilla y zuecos de madera de regalo, para enojo de nuestro vecino Herr Geisler, a quien el traqueteo de nuestros zapatos le interrumpía la siesta. A mí, la verdad es que nunca me gustó mucho usar esos ladrillos en los pies. Para suerte mía, en algún momento fueron a parar al fondo de la chimenea.

A mediados de 1940, la campaña de Francia llegó a su fin y nuestro padre volvió a casa, además de reasumir su cargo de rector en el liceo superior de hombres. Todos pensábamos que la guerra terminaría muy pronto. Lo extraño era que, de vez en cuando, aún se escuchaban aviones ingleses sobrevolando las ciudades de noche, algo que hacía enojar de sobremanera al Mariscal Göring7. Empezaron a correr rumores de que los ingleses habían bombardeado una ciudad alemana, pero todo eso nos llamaba poco la atención. Parecían consecuencias lógicas de la guerra, efectos colaterales que tenían que ocurrir. No teníamos idea de que los rumores se referían al primer gran bombardeo de la Royal Air Force sobre un centro urbano alemán y que se trataba de Mönchen-Gladbach. Al año siguiente, el 24 de septiembre, Berlín sería atacada también y sólo dos meses más tarde, nuestros aviones dejaron caer sus bombas sobre la ciudad inglesa de Coventry.

SütterlinOmaSütterlin

A fines de 1940, la Navidad ya estaba cerca cuando oímos desde nuestra pieza en la mansarda de la casa, un ruido de motor que sólo podía significar una cosa: ¡nos llegaría de regalo un tren eléctrico! Hermann y yo bajamos corriendo y encontramos a nuestro padre en el comedor, que sólo se usaba los domingos y festivos. Ahí estaba, jugando con el tren expreso de juguete marca Märklin, tamaño cero, igual que un niño más. Lo hacía avanzar por los rieles, parar frente a la estación como lo indicaba el plan de horarios y luego emprender la ruta otra vez. Incluso había en el tablero una señal ferroviaria reglamentaria que indicaba “vía libre” y una barrera que se subía y se bajaba con una luz roja que se encendía cuando se acercaba un tren al cruce. ¡Era una preciosura!

Con Hermann compartíamos una tremenda pasión por los trenes. ¡Nos fascinaban! Podíamos pasar horas mirando el trencito trajinar sobre los rieles miniatura o compitiendo por quién se sabía más modelos de memoria. Mi hermano Konrad, en cambio, tal vez por ser el mayor, tenía otros intereses. Su mundo parecía más bien volcado a su interior, ensimismado. Era el más tímido de los tres. Le gustaba salir a andar en su bicicleta a dar largos paseos, a los que a veces se le unía nuestro papá.

Así llegó 1941 y el invierno alemán mostró su cara de siempre: mucha nieve, frío y nosotros deslizándonos en trineo por Steckners Berg, pese a la firme prohibición del alcalde. Debe haber sido en abril de ese año cuando nuestro padre fue llamado nuevamente por la Luftwaffe, pero no nos preocupamos demasiado. La última vez había regresado sin problemas, ¿por qué esta vez iba a ser diferente?.

En un principio fue enviado a Innsbruck, en Austria, y más tarde a Sicilia. Italia aún se mantenía firme junto a Alemania, aunque en todos los frentes había que socorrerlos. Nuestro padre nos escribía a menudo contando que las cosas estaban bien y de vez en cuando enviaba, por vías no siempre regulares, botellas con un delicioso aceite de oliva. No era nada tránsfugo, simplemente no eran los mejores tiempos para hacer llegar encomiendas por correo regular a la familia. Nuestros estómagos, en todo caso, lo agradecían mucho.

Un día llegó a la casa nada más y nada menos que un casco de soldado británico. Lo enviaba mi padre desde el frente, donde lo había recogido tras la retirada del enemigo ante las tropas alemanas. Debe haber pensado que a nosotros nos gustaría. ¡Tenía toda la razón!