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BERNARDO ESQUINCA
LAS INCREÍBLES AVENTURAS DEL ASOMBROSO EDGAR ALLAN POE
ILUSTRACIONES DE MARIO RIVIÈRE

NARRATIVA

ESTA OBRA SE REALIZÓ CON APOYO DEL FONDO NACIONAL PARA LA CULTURA Y LAS ARTES, A TRAVÉS DEL SISTEMA NACIONAL DE CREADORES DE ARTE

DERECHOS RESERVADOS

© 2018 Bernardo Esquinca
© 2018 Almadía Ediciones S.A.P.I. de C.V.

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© 2018 Mario Rivière, por las ilustraciones

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Primera edición: octubre de 2018
ISBN: 978-607-8667-62-8

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento.

frn_fig_002 BERNARDO ESQUINCA
LAS INCREÍBLES AVENTURAS DEL ASOMBROSO EDGAR ALLAN POE
ILUSTRACIONES DE MARIO RIVIÈRE

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Para Pía, que acostumbraba meterse debajo de mi escritorio mientras escribía este libro.

Hija: a nuestros héroes hay que quitarles el apellido. Sólo así, en la simpleza de su nombre propio, podemos volverlos más cercanos, y entenderlos mejor. Este es mi intento por comprender a uno de ellos.

ADVERTENCIA

Este es un libro de ficción basado en hechos y personajes históricos. Algunas situaciones que en realidad ocurrieron fueron movidas de su fecha original o reelaboradas, con el propósito de acomodarlas en la trama. Por lo tanto, lo que el lector tiene en sus manos es fundamentalmente un trabajo de la imaginación.

¡HAY VIDA EN LA LUNA!

The Sun, Nueva York, 1835
Extracto de nota

El famoso astrónomo inglés, Sir John Herschel, ha realizado el descubrimiento del siglo. Utilizando un nuevo y poderoso telescopio situado en África, capaz de aumentar hasta cuarenta y dos mil veces el tamaño de los objetos distantes, el hombre de ciencia vio una serie de criaturas aladas que revelan un hecho insospechado: hay vida animal en el satélite de la Tierra. Pudo identificar clara­mente algunas de estas aves como pelícanos, pero otras, de color amarillo y cuatro pies de altura, no supo darles nombre. Estas misteriosas bestias tienen alas peculiares, según describió el astrónomo: carecen de pelo y están conformadas por membranas que les cuelgan de lo alto de la espalda hasta las plantas de los pies. ¿Qué sorpresas nos depararán sus siguientes descubrimientos? ¿Acaso seres grotescos de forma humanoide? ¿Los edificios de geometría imposible de una civilización vecina? Apenas podemos esperar por las nuevas noticias de Sir John, el hombre que es capaz de ver más lejos que el resto de los mortales.

Southampton, Virginia, 1825

El rostro de Nat Turner era una sombra dentro de la sombra. Las antorchas llevadas por los esclavos a la reunión clandestina no alcanzaban a iluminar el rincón desde donde el Profeta hablaba. Eso contribuía al hechizo de su discurso, como si se tratara de una de las presencias sobrenaturales descritas en la Biblia, que se manifestaban para dar una revelación sin adquirir forma humana. Los ojos y los dientes del Profeta lanzaban destellos mientras gesticulaba; su voz grave llenaba el espacio de aquella barraca abandonada en los límites de la plantación. Hombres con el cuerpo marcado por el látigo y mujeres con niños en los brazos eran su público. Tenían poco tiempo antes de que el amo y su familia despertaran; nadie se atrevía a murmurar siquiera.

–La serpiente ha sido liberada –dijo el Profeta, haciendo una pausa dramática–. Y es nuestro deber luchar contra ella.

Dio un paso al frente, hacia el círculo de luz de las antorchas, y pareció que acababa de materializarse. Era un hombre alto y corpulento; la nariz ocupaba buena parte de su rostro y el bigote parecía impedir que esta se precipitara sobre la boca.

–El tiempo se acerca. El tiempo en que los primeros serán los últimos, y los últimos los primeros.

Traía consigo una Biblia, que en medio de sus manos enormes semejaba un libro de juguete. La extendió para mostrarla a su audiencia.

–No debemos temer, porque aquí se nos ha enseñado todo lo que hay que saber. Y Dios dice que combatamos al enemigo con sus propias armas.

Por primera vez un murmullo inquieto se alzó entre los esclavos. Los hombres tocaron los brazos de sus mu­jeres. Las mujeres estrecharon a sus hijos como si no los fueran a soltar jamás.

–Pero aún no es tiempo –dijo el Profeta–. Debemos esperar una señal del cielo antes de actuar.

Nat Turner avanzó hacia su audiencia con los brazos extendidos, abarcándolos a todos.

–Yo soy el elegido. Y abriré para ustedes la puerta de la liberación.

Los esclavos rodearon al Profeta y dejaron que sus manos gigantescas los confortaran.

Nueva York, abril de 1837

–Usted me va a hacer millonario.

Edgar miró la frente de su interlocutor: era tan amplia como la suya, lo que le hizo preguntarse si esa incipiente calvicie era provocada por las mismas angustias que lo acosaban a él. Tras un análisis rápido de la vestimenta de aquel hombre, y de su robusta complexión, comprendió la verdad: estaba bien atendido. La escasez no formaba parte de su vida.

–Con muchas dificultades, reúno lo justo para alimentar a mi familia –respondió el escritor, con cierto enfado–. ¿Cómo espera que yo pueda enriquecerlo? El dinero me huye, como los sanos al sarampión.

Aunque el sol colgaba radiante del cielo, en el corazón de Edgar hacía tiempo que había oscurecido. A sus vein­tiocho años, las ojeras profundas eran reflejo de un alma perseguida sin tregua por la penuria. Tras varios y consecutivos fracasos, tanto literarios como laborales, acababa de trasladarse de Richmond a Nueva York en busca de la fama y la estabilidad que tanto anhelaba. Agotado, sin ninguna oferta a la vista, deambulaba con su traje raído e incontables veces remendado, por las calles de una ciudad sumida en su propia depresión económica.

Sin embargo, aún había espacio para el ingenio y los encuentros con personajes prometedores. Edgar era el responsable de un bulo publicado en el diario The Sun. La historia falsa, pero muy creíble, de un viaje trasatlántico en globo, hizo que el periódico aumentara sus ventas, y llamó la atención del empresario P. T. Barnum, quien ultimaba los detalles para la apertura de un museo-feria sobre la calle Broadway.

–Eso va a cambiar muy pronto –dijo Barnum. Las cejas espesas y oscuras hacían que sus ojos brillaran con intensidad–. Si unimos su ingenio con el mío, los dos conquistaremos la ciudad. Y luego el mundo.

Como de costumbre, el salón del Tobacco Emporium bullía de gente. La mayoría de las miradas se dirigían con frecuencia al mostrador, donde despachaba la joven Mary Rogers. Edgar no fue la excepción, y dejó que sus ojos se posaran sobre el rostro de la dependienta. Su cabello negro y su sonrisa misteriosa tenían cautivados a los habitantes de la ciudad, incluidos varios poetas, quienes le habían dedicado poemas en las páginas de los diarios. Todos tan ridículos como cursis, según la opinión del escritor.

–El aire huele a genialidad –dijo, pensando en voz alta–. Ahora resulta que todos nuestros poetas son Miltons.

Consciente de que aún no atraía el interés de su inter­locutor, Barnum fue al grano:

–Le quiero ofrecer trabajo. Bien remunerado.

Todo alrededor de Edgar se esfumó. La Bella Cigarrera, como le llamaban en los periódicos, se eclipsó junto con el resto de las personas. Ahora sólo estaban el empresario y él. Al fin tenía lo que había estado buscando desde que llegó a la ciudad.

–¿A quién tengo que matar? –dijo, mientras su mano se posaba delicadamente sobre el pequeño cuchillo para la mantequilla.

Barnum soltó una sonora carcajada. Los clientes dejaron de mirar a Mary y dirigieron sus rostros hacia la mesa en la que conversaban aquellos hombres tan peculiares.

–Me agrada, Edgar. Usted y yo haremos un buen negocio. Lo presiento.

–Aún no me ha dicho de qué se trata.

El empresario sacó dos puros del bolsillo interior de su levita. Los había comprado en el mostrador de la tienda, mientras esperaba la llegada del escritor. También lo cautivaron los delicados modales de la Cigarrera, pero su mente estaba en otra parte, imaginando la marquesina del museo que llevaría su nombre.

–Todo a su tiempo –respondió–. Primero le pondremos fuego a estos puros, y después encenderemos las noches de Broadway.

La calle era un hervidero. Diversos carruajes iban y venían, con los choferes destacándose en el pescante; sus largos látigos colgaban hacia el suelo, como si intentaran coger algo de las alcantarillas. En las aceras, cubiertas de escupitajos y excrementos de caballo, las farolas de gas –apagadas a esa hora– se elevaban por encima del paso nervioso de los transeúntes, buscando tal vez un aire más respirable.

Barnum llevó del brazo al escritor hasta la entrada de su museo y le mostró la fachada. Decenas de trabajadores subidos en andamios se encargaban de colocar, alrededor de las más de cien ventanas del edifico, unas enormes pinturas ovales que representaban animales. Osos polares, jirafas, elefantes, águilas, leones, canguros. Un colorido zoológico que prometía increíbles aventuras en el interior.

–¿Puede usted comprenderlo, mi estimado escritor?

Edgar estaba tan impresionado que se quedó sin palabras. No sólo eran las pinturas: también la hilera de banderas de distintos países que colgaba del techo, y la magnificencia del edifico. En verdad vaticinaba un imperio del entretenimiento.

–Toda la poesía que hay dentro –continuó el empresario– y que la gente desconoce. Usted tiene que vendérsela a los visitantes potenciales con su prodigiosa imaginación.

–¡Pero si esto se vende solo! –exclamó el escritor, saliendo de su pasmo.

–Aún le falta ver lo que hay dentro. No todo puede ser comprendido de inmediato por la gente. Tengo maravillas que desafían a las mentes más abiertas. Más de alguno podría definirlas como… monstruos.

El rostro de Edgar se iluminó. Sus ojos comenzaron a moverse, inquietos. Algo parecido al entusiasmo se insinuó en el brillo de sus pupilas.

–Monstruos –repitió–. Acudió usted al hombre indicado: nadie mejor que yo para comprenderlos.

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Southampton, Virginia, 1825

El Profeta se encontraba recolectando algodón cuando un potente trueno cimbró el cielo. Alzó la vista hacia las nubes, pero no había rastro de lluvia en ellas. Dejó el canasto sobre la tierra y miró a su alrededor: los otros esclavos continuaban en sus labores, ajenos al extraño sonido. Se limpió el sudor de la frente con el dorso de la mano y pasó su lengua por los labios resecos. Sin saber por qué, el corazón comenzó a latirle con fuerza. Sintió un mareo. Las siluetas de sus compañeros se volvieron borrosas.

El capataz se acercó, alarmado, con el látigo en la mano.

–¿Qué te pasa, Turner?

El Profeta se quitó el sombrero de paja y comenzó a abanicarse con él.

–Nada –respondió, recomponiéndose–. Sólo fue un golpe de calor.

El capataz lo miró de arriba a abajo, molesto.

–¿Y para qué te dio Dios ese color de piel, si no es para aguantarlo todo? No me hagas llamar al doctor.

El Profeta lo vio alejarse entre las plantas de algodón. Alguna vez el capataz le había dicho que semejaban nubes bajas, pero a él le parecían nidos de araña.

Se giró para recoger el canasto y entonces vio, colgada del horizonte, la señal que había estado esperando. Quiso correr y gritar la buena nueva a sus compañeros, pero se contuvo: un carruaje se aproximaba a la plantación, con el amo Travis dentro. Venía a supervisar la colecta del algodón, algo que no hacía a menudo. La presencia del amo en aquel momento confirmó la revelación y su mensaje.

El Profeta acaba de ver en el cielo un sol de color rojo profundo, el más intenso que jamás hubiera atestiguado. Ese sol clamaba por un baño de sangre.

Nueva York, abril de 1837

Fue una función privada e inolvidable.

Desde el momento en que cruzó el umbral del Museo Americano de P. T. Barnum, Edgar olvidó los problemas que lo atribulaban y se dejó llevar a un mundo que en mucho se parecía a su propia y torturada imaginación. Antes de atestiguar la atracción principal, vio animales disecados, una armadura medieval completa, un órgano musical enorme llamado melodeón, cuadros animados que representaban distintas escenas, como el incendio de Moscú de 1812, y algo que lo dejó pasmado: un modelo a escala de la ciudad de París, mismo que analizó durante largos minutos.

–Casi tan fascinante como la original –dijo el empresario, orgulloso.

–Es una copia muy exacta –respondió Edgar, quien permanecía reclinado, sin despegar los ojos de la maqueta.

–La hicieron a conciencia: tiene cuarenta mil edificios de madera. Veo que la ciudad europea le es muy familiar, ¿cuántas veces la ha visitado?

–Ninguna.

Edgar se enderezó y miró a Barnum.

–Pero para eso tengo esto –agregó, mientras se tocaba la frente con el dedo índice–. Me basta con cerrar los ojos para transportarme a sus calles.

Barnum lo tomó del codo para conducirlo al segundo piso.

–Entonces debería escribir un relato que ocurra en París. Le aseguro que sería un éxito. Puede venir a consultar la maqueta cuando guste.

–El éxito parece eludirme –respondió Edgar, mien­tras su rostro volvía a ensombrecerse.

Se detuvieron ante un salón cuya entrada estaba adornada con unos gruesos cortinajes rojos.

–Nada de eso –dijo Barnum, cediéndole el paso al interior–. La fortuna no discrimina a nadie, y la prueba de ello son estas fabulosas criaturas…

Edgar quedó atónito. Frente a él tenía una galería de personajes a quienes las palabras difícilmente les podían hacer justicia. Había un hombre muy alto, sin brazos, que utilizaba sus pies para darle cuerda a un reloj; una mujer albina, cuya cabellera caía como una cascada de nieve hasta tocar el suelo; un niño extremadamente gordo, que parecía tener un barril dentro del estómago; un joven diminuto, de aspecto infantil, vestido con el atuendo militar de Napoleón Bonaparte, y una muchacha con el rostro cubierto por un pelo largo y lacio, que semejaba un perro.

Barnum extendió el brazo llamando a esta última. La muchacha se acercó con pasos tímidos, hasta tomar la mano del empresario.

–La Mujer Peluda de Burma –dijo Barnum, con gesto teatral.

Edgar hizo una inclinación de cabeza. Quería decirle algo a la muchacha, pero no sabía en qué idioma hablarle.

–Tóquela –lo animó Barnum–. Trae buena suerte.

El escritor observó aquel rostro insólito. Tenía la frente, nariz y boca ocultas bajo la cortina de pelo; sólo los ojos alcanzaban a asomar, diminutos y expresivos.

–Si la toco, la contagiaré de mi mala suerte.

Barnum lanzó una carcajada y soltó a la muchacha para que regresara a su lugar.

–Tonterías. Hasta la Biblia lo dice: “El cabello es la gloria de una mujer”.

–Le voy a ser sincero. Todos estos…

Edgar se detuvo. No encontraba las palabras adecuadas. Barnum lo ayudó:

–Embajadores de las maravillas, me gusta llamarles.

–Sin duda son tan inquietantes como atractivos. Lo que sigo sin entender es para qué requiere de mí: sus maravillas atraerán a la gente por sí mismas.

–Yo no quiero gente: quiero multitudes. Y la manera de atraerlas es haciéndoles creer que lo que yo muestro aquí no es auténtico. La duda es un ingrediente clave; hay que generarla con ingenio. Allí es donde entra usted, con su pluma.

–Si el público piensa que fue timado, su reputación estará en juego.

–Mi reputación está al servicio de mi fortuna. Y respecto al público… la realidad es que no le importa sentirse engañado, siempre y cuando se divierta. Imagine cuánta gente volverá a comprar el boleto con tal de descubrir dónde está el engaño. ¡El negocio perfecto!

Un alarido proveniente de la planta superior interrumpió la conversación. Se escuchó también un forcejeo y el gruñido de un animal.

–Acompáñeme –pidió Barnum, con el rostro desencajado–. Alguien necesita nuestra ayuda.

–¿Qué hay arriba? –pregunto Edgar, mientras se esforzaba por seguir el paso apresurado del empresario.

Antes de subir corriendo por las escaleras, Barnum respondió:

–El zoológico.

Southampton, Virginia, 1825

El filo del hacha lanzaba un brillo redentor, parecido al de las aureolas de los ángeles. El Profeta comprobó su eficacia partiendo a la mitad una enorme calabaza de un solo tajo. Las semillas cayeron al suelo de la barraca como una multitud, y de nuevo vio una señal: cada grano era una cabeza degollada. Miró por la ventana; aunque ya no había luz en la casa del amo Travis, debía ser paciente y esperar a que estuviera a punto de amanecer.